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Gato negro

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Stronher

Stronher

Gato negro.

El señor Juan con su pantalón de chándal azul, su grueso jersey marrón para las mañanas frías y sus confortables zapatillas de felpa, abrió la puerta de su casa y al asomarse descubrió un bulto negro en la calle.

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Eran las siete y media de la mañana; hacía media hora que el termostato había funcionado apagando las pocas farolas del pueblo, y comenzaban a moverse las ramas de los árboles, cuando el señor Juan, puntual como todo catedrático jubilado, se situó en medio de la calle principal, única asfaltada, que hacía además de carretera y se ensalivó el dedo índice derecho colocándoselo a la altura de la nariz para descubrir la exacta dirección del viento. Si venía del sur, podría dolerle la cabeza a media mañana; pero si provenía del norte lo lógico es que no pudiera acudir a comprobar en las tierras de los cascajos el nuevo ataque de los corzos a los almendros, porque el día vendría con esa friura casi polar que invita a refugiarse asentando el culo sobre la trébede.

Como era habitual, había salido también sin gafas, porque como en los pueblos agrícolas ya no madruga nadie, sabía por experiencia que resultaba casi imposible tropezarse con alguien con ganas de iniciar tan temprano una estúpida conversación. Los ojos además necesitan del limpio aire matinal para no acostumbrarse a la permanente defensa de los cristales. Así que recordando su época de estudiante, colocó las dos manos sobre la nuca y sobre las rayas desteñidas del único paso cebra, inició la torsión. Fue cuando descubrió el bulto negro. Podía ser un saco, podía ser una caja de cartón. Estaba en este lado de la calle, el próximo a su casa, dirección norte, y no en el contrario, dirección sur. Elucubró posibilidades. Evidentemente no era un papel grasiento, porque ya hubiera volado mecido por el viento ni un trapo viejo, acaso un trozo de goma de una rueda recauchutada de tractor. En cualquier caso no podía quedarse indiferente.

Regresó rápidamente a su casa, encontró por fin las gafas sobre el aparador de la cocina, comprobó que el café continuaba caliente y retornó a la calle.

Le desagradó sobremanera descubrir que el bulto negro en realidad era un gato muerto. Tenía el cuerpo encogido, pero la cabeza despegada como una liebre huidiza y el rabo largo, iniciando la vuelta, parecido a un cordón grueso de bota. Como no había charco de sangre, pensó de inmediato en un golpe seco, inesperado, producido por un coche conducido por muchachos algo alocados que vuelven de una juerga a las tantas. Aunque conservaba el oído fino, sorprendentemente no había escuchado nada especial. También era posible que hubiera tomado de víspera la pastilla de dormir de siete horas o la media que le atontaba durante tres.

Enseguida le surgió la angustiosa pregunta: ¿qué hacer con el animal? Odiaba a los gatos, a los perros, a los pardales, a las palomas, a los pigazos, hasta a la pareja de cigüeñas que anida en la torre del ayuntamiento. Por supuesto, él no tenía gato, por tanto no era suyo, estaba eximido de cualquier responsabilidad civil subsidiaria. Pero el cuerpo se encontraba precisamente en su parcela de calle, la que le correspondía adecentar con el escobón dado que en el pueblo ni había alguacil ni operario de limpieza. Evidentemente, un gato muerto delante de casa altera la convivencia y supone un serio problema sanitario o de orden público o qué más da.

Se acercó con la precaución de un científico, sin ánimo de tocarlo, como un observador objetivo, más con aprensión que con asco. Habría que retirarlo y pronto, antes de que lo atacaran las moscas y los vecinos le llamaran la atención. Pero ¿dónde llevarlo? Y ¿cómo? Además, si él por su propia voluntad asumía esa misión samaritana, ¿no reconocía ante terceros la admisión tácita de una responsabilidad, por lo que el propietario del animal pudiera incluso reclamarle posibles daños y perjuicios?

Tendría que revisar sus libros de derecho.

Sumido en tan honda preocupación le costó todavía un buen rato darse cuenta de una circunstancia singular: el gato muerto no se encontraba exactamente frente a su casa, como le había parecido a primera vista, de modo que la perpendicular tirada desde el límite de su fachada (el punto de desagüe del canalón) no pasaba por encima completamente del cuerpo sino del rabo, y no del rabo entero, algo así como cinco o diez centímetros más aquí. Respiró aliviado ¡Solamente era responsable de la parte alícuota del felino correspondiente a cinco centímetros de rabo! Pero por si acaso y como buen defensor de la ley y ante la convicción de que los jueces por ser de letras andan oscuros de matemáticas, al señor Juan se le ocurrió la mejor solución de su problema. Miró en todas las direcciones posibles, comprobó que la luna comenzaba a diluirse en el cielo enrojecido, y silbando quedamente y con disimulo, como un tontito en apuros, dio una patadita al rabo, suficiente para sacarlo de sus límites. Volvió a mirar a un lado y a otro, y muy satisfecho de semejante hazaña ejecutada sin testigos, regresó a su casa.

Suspiró con alivio. ¡Resuelto el problema! Pensó acaso en esos momentos que las cuestiones por incómodas que resulten pueden solucionarse con imaginación. No hay que obcecarse en las dificultades, eso es absurdo. Lo que hoy es pesadilla mañana es ternura, y lo que es desesperación puede convertirse en alegría. Un empujoncito al rabo y ya está. Acababa de realizar en la más completa impunidad una pequeña travesura infantil, como cuando en el colegio colocas un sapo (no una rana) en el pupitre del alumno menos aventajado o sueltas una lagartija en los urinarios. Una preocupación menos. Bastante tenía con el atasco de la cocina y sus reclamaciones al fontanero como para tener que dedicar un tiempo imposible a un asunto tan desagradable.

Se frotó las manos. El problema correspondía ahora en su totalidad a la señora Tina, su vecina, con la que no se llevaba especialmente bien, porque la buena señora al regar los rosales que

emergían por encima de la tapia, por culpa de su falta de pericia incontestable convertía a menudo la manguera en un surtidor de lluvia inesperada que le inundaba la colchoneta, el parasol, la hamaca, la camiseta y el suplemento semanal del periódico. Cuando en esas circunstancias el señor Juan protestaba, la señora Tina asomaba sus ojos grandes por encima de la pequeña tapia, y respondía ingenuamente: –Don Juan ¿no me diga que le he mojado hoy también?

Esta vez el señor Juan sonrió para sus adentros. ¡Una pequeña venganza de vecinos! ¡Lo que iba a disfrutar! La señora Tina se enfrentaba a un hecho de dimensiones preocupantes. Tendría que tomar una decisión trascendente para la convivencia de la comunidad y la pobre vivía sola, sin el amparo de alguien con el que discutir un planteamiento responsable del asunto. Como en tantas otras ocasiones (por ejemplo cuando el panadero le entregaba las rosquillas de baño rotas o el cortador las jijas sin picantón o el pescatero una lubina acartonada) le consultaría a él cómo resolver la situación porque una denuncia sin denunciado bien sabía ella que no tendría posibilidades de prosperar. Pero esta vez no pensaba inmiscuirse en un asunto tan desagradable y de tamaña responsabilidad. ¿Y si el gato era portador de la rabia? ¿Y si su presencia en la calzada causaba un choque frontal entre vehículos? ¿Y si la policía rural intervenía a requerimiento del veterinario de la comarca?

Problemas, problemas, problemas. Estaba harto de problemas.

Por tanto, el señor Juan decidió encerrarse en casa durante todo el día, bajando por si acaso las persianas como cuando se desplazaba a la capital. Vigilaría, eso sí, desde la ventana de su dormitorio, con los portillos un poco vueltos, y en penumbra, que ni la señora Tina ni ningún otro advenedizo desaprensivo hiciera la gracia de retornar de una patada el cuerpo inerte del gato a los límites de su propiedad.

La condición diaria para saber exactamente si la señora Tina se

había levantado era fijarse en la ventana que daba a la calle. Si colgaban las sábanas al oreo, evidentemente había principiado su rutina diaria de zafarrancho doméstico, consistente en cama patas arriba, chupón escupiendo humo, leche resquemada y romances desquiciados de zarzuelas. Atacada por su frenesí destructivo, a esas horas tempranas subía y bajaba fregando las escaleras de granito media docena de veces (y si encontraba una mancha descontrolada a destiempo, otra más). Cambiaba de pilas a los relojes, aplastaba con el fraile de pelo negro las arañas que anunciaban el cambio de tiempo, quitaba el polvo de mesas, mesillas y basares, y hasta era muy capaz de auparse al banquito de la cocina para pulir con esmero el plafón de porcelana de la bombilla. Y si ponía la olla a calentar dejaba que pitase descaradamente como una vieja locomotora de las de carbón

Fue precisamente al orear la encimera sobre la barandilla del balconcito cuando se encontró la señora Tina con el bulto aquel de la calle. Coqueta y hasta cierto punto presumida, nunca usaba sus lentes graduadas para combatir el astigmatismo, porque prefería subsistir en un mundo de manchas inconcretas a que los demás vieran sus ojos, en algún tiempo azules y saltones, ocultos tras unos cristales oscuros.

Efectivamente, el bulto estaba allí, como una espantosa mancha de tinta, y encima no merodeaba nadie por las cercanías. Faltaban unos minutos para las ocho menos cuarto de la mañana y se extrañó que el señor Juan no anduviera arrastrando sus zapatillas de felpa, arriba abajo, desgastando como todos los días las rayas del paso cebra. Pensó que igual se había puesto malo (creyó recordar oírle toser la víspera, una tos gangosa, de viejo abstemio que había fumado en su vida un único cigarrillo a los doce años) o que se hubiera quedado dormido, cosa harto improbable.

Así que se empolvó rápidamente la cara, se dio un punto de color en los labios, se quitó los dos rulos molestos y ganó la calle. Era posible que se levantara el aire y que viniera frío. Miró a iz-

quierda y a derecha, buscando alguna presencia inoportuna y se acercó a paso rápido al bulto. ¡Dios santo!, ¡un gato muerto! A la señora Tina le dio un vuelco espantoso el corazón. Le costó reaccionar. Un gato negro, además; y muerto, además. Instintivamente, regresó sobre sus pasos; buscó nerviosa en la cocina, en la despensa, en el escobero, abrió la puerta de la salita, y suspiró. Su gato llamado Marciano estaba tranquilamente acurrucado en uno de los sillones, usando como almohada un confortable cojín de miraguano.

Corrió a abrazarle y el gato se despedazó, abriendo la boca como cuando un niño reclama teta. La señora Tina le acarició la cabeza, le tocó una de las orejas y el gato respondió agitando la otra. Lo cogió en brazos, y muy decidida salió con él a la calle, y al mostrarle al colega muerto, le dijo en voz alta: –Mira Marciano lo que les pasa a los gatos golfos y pandilleros.

Luego, de regreso a casa, cayó en la cuenta de la exacta dimensión del problema. ¡El cuerpo se exhibía frente a su fachada, en el tramo correspondiente a su casa! ¿Qué hacer en un caso así? La señora Tina desconocía los vericuetos legales (un leguleyo patizambo una vez le pidió la mano, pero se la negó, porque la justicia para ella no era en absoluto de fiar), pero lo que tenía claro era que debía adoptar una decisión, ¿pero cuál? Recordó entonces que cuando las fiestas, el altavoz municipal anunciaba imperiosamente a los vecinos la obligatoriedad de asear dignamente cada uno su parte de acera y su tramo de calle. ¡Y el gato se encontraba en su tramo de calle! Podía tener alguna duda acerca de la punta del rabo, pero el resto del cuerpo estaba claro. ¿Qué hacer?

Tenía una carretilla casi de juguete para el traslado de tiestos, y se le pasó por la cabeza que llegado el momento podría usarla. Pero ¿dónde depositar el gato muerto? Enterrarlo, pero ¿dónde? El último muladar, allá en el páramo, se encontraba a tres o cuatro

kilómetros e incluso era muy posible que ya ni se usara, porque rara vez se atisbaban carroñeros surcando plácidamente el cielo. ¿Quién se lo llevaría, además, hasta allí? La señorita Tina no sabía conducir, carecía de automóvil y jamás se había subido a una bicicleta.

Acuciada por la necesidad de calmar su agitación, decidió consultar a don Juan. Era además una bonita excusa para interesarse por los posibles trastornos de su salud culpables de los tosidos de la víspera. Podía pasarle unas pastillitas de regaliz, de las que cualquier dama elegante lleva en su bolso de paseo. Se acercó al murete que separaba las dos casas, y gritó: –¡Don Juan! ¿Se encuentra usted bien? ¿Quiere que le prepare una tila?

El viejo catedrático abandonó su puesto de espía y se asomó al corralito. –Dígame usted. –¡Tengo un problema, don Juan! ¿No se ha enterado?, ¿no ha salido hoy a la calle? –He salido y he vuelto. –¿Y no ha visto nada especial? –¿Qué es lo que tenía que ver? –¡Un gato muerto! –¡Qué me dice, señora! ¿Acaso el suyo? –¡No, por Dios! Un gato ajeno. –Si es ajeno, ¿dónde está el problema? –¡Qué se encuentra en mi lado de la calle!

El señor Juan guardó un delicado silencio para no descubrirse. La sociedad en su afán de salvaguardar los derechos de los animales combate con multas severísimas a quien incremente su espeluznante estrés. Por eso suena Mozart en los establos, por ejemplo. Por eso llevan chip incorporado los perros, y pendientes el vacuno, el porcino y el ovino. ¿Y los gatos?

Dijo en tono profesoral:

–Sabe, mi querida señora, que en estos casos la autoridad debe establecer primero la identidad del propietario del animal, para determinar su grado de responsabilidad en tan desagradable asunto. –¿Y si no localizan al dueño? –Entonces la responsabilidad recae directamente sobre el propietario o usufructuario del lugar donde haya aparecido el cadáver. –¡Ay, Dios mío! –exclamó sofocada la señora Tina– ¡Ay, que me veo detenida y en la cárcel!

Quizá por apiadarse de ella o por verla tan desbordada por los acontecimientos, el señor Juan entonces concretó: –Todos sus problemas desaparecerían, mi querida señora, si ese maldito gato del que me habla en lugar de encontrarse en este lado de la calle, que corresponde ciertamente a su casa y que es de su absoluta responsabilidad, se encontrara unos centímetros más allá, digamos que precisamente en la otra dirección, porque entonces usted estaría eximida siquiera incluso de formular declaración presencial ante la autoridad competente. –¿Se refiere usted orillado donde el Teleclub? –preguntó ansiosa la señora Tina. –Efectivamente. Esa, si me lo permite, es mi modesta opinión.

El señor Juan entonces retornó a su puesto de espía. Y la señora Tina sin pérdida de tiempo empezó a hurgar entre los aperos del jardín buscando alguna herramienta apropiada para la labor que estaba dispuesta de inmediato a emprender por su cuenta.

El Teleclub –reminiscencia de otra época, apenas un bar con ese nombre y un aparato de televisión un poco más grande que el de los particulares, situado en un altillo para que fuera visible desde cualquier ángulo– era el único lugar del pueblo donde servían café y vendían licores y la lotería semanal.

La encargada, Melisa, levantaba la persiana alrededor de las

nueve, una hora antes de que llegara el panadero con su furgoneta blanca. Levantaba la persiana, recogía los vasos de plástico abandonados de la noche y limpiaba la barra y el suelo y las mesas del exterior. Tenía treinta y cinco cumplidos, y un marido que le acompañaba en la tarea y que, como todos los agricultores sin regadío, vivía estupendamente a cuenta de la Pac.

Esa mañana venían los dos tan felices como acostumbraban siempre: ella por delante, a paso rápido, con la sonrisa abierta, y él quince o veinte metros por detrás, más taciturno y con aire cansado, arrastrando los pies.

A la altura del Teleclub, Melisa pegó un grito, se llevó la mano horrorizada a la boca y llamó con aspavientos histéricos a su marido.

Éste echó entonces a correr hasta detenerse delante del gato muerto.

Melisa, dijo: –¡Un gato muerto! –¿Y qué? –dijo él. –¡Un gato negro muerto! ¿No lo entiendes? –No. –¡Que se encuentra en nuestro lado de la calle! –¿Y qué? –¡Tendremos que dar parte a los guardias!

El marido de Melisa tocó sin ninguna aprensión al gato con la puntera de la bota, y dijo: –Es el de la Vicenta. –¡El de la Vicenta tiene calcetines blancos!

El marido volvió a remover el gato, y confirmó: –No es el de la Vicenta. –Ya te lo he dicho. –No tiene calcetines blancos. –¡Claro que no los tiene! –Es completamente negro.

–¿Qué hacemos ahora? –Voy a por el carrete y lo echo en un momento al río. –Pero, ¿qué dices? ¿Estás loco? ¿Y si te ven? ¿Qué sería de nosotros si te ven? ¡No tendríamos dinero suficiente para pagar la multa!

A tal punto pasó por allí el tío José con su moto asmática. Echó pie a tierra y miró al animal con atención. Dijo: –Este gato es forastero. –También es mala suerte –dijo el marido de Melisa–. Con todo el campo libre y venir a morirse delante del Teleclub un gato forastero. –No podéis tocarlo –dijo el tío José–. Es forastero en esta villa, pero igual está reclamado en otra. –¿Qué hacemos entonces? –preguntó angustiada Melisa.

Y Venancio que andaba por allí mordiendo una hoja, dijo al acercarse: –En este país hasta para matar una pulga se necesita permiso. Yo creo que este asunto más que del juez de paz y del alcalde es de los guardias. Igual al gato lo han matado con el tirabeque y entonces es un asesinato. –¿Qué dices? –se asustó Melisa.

Y acercándose al felino, después de observarlo minuciosamente, dijo: –Es evidente que no ha fallecido por muerte natural. Alguien le ha dado con algo en la cabeza. ¡Y no es un tiro de carabina!

Ya eran las nueve y cuarto y para las diez aparecería el panadero con su cara aceitosa y sus pantalones blancos de harina.

Don Juan, cuando vio cómo se amontonaba la gente, abandonó su centro de espionaje y supuso que, para eludir sospechas, bueno sería que apareciera medio despistado por el lugar para exponer su docta opinión. Tenía que buscarse una excusa racionalmente creíble. Miró en la panera y se dio cuenta de que tocaba hacerse con la hogaza de la semana. Salió ya más presentable. Y el llamado Venancio le dijo:

–Tenemos un gato forastero al que en lugar de facilitarle su derecho de asilo se le ha atizado en la cabeza. –¡Dios santo! ¡Qué bellaquería! –exclamó don Juan. –Terrible –dijo una señora recién llegada que al juntarse con otras comenzaron a perderse en conjeturas.

Una dijo que había visto merodear la víspera al gato perdido por en medio de la calle; otra que los gatos jamás se pierden, al revés de los perros que son capaces de olvidarse del retorno cundo cortejan a una perra salida. Una insistió en que era de la Vicenta, al que habría tintado las extremidades; otra, que si del buhonero, el que venía los jueves a las once. Una dijo que los gatos negros traen mala suerte, que encarnan al diablo y al conjuro del nombre se santiguaron; otra que son portadores de enfermedades contagiosas.

Una dijo que había que retirarlo de ahí, que era una mala enseñanza para los niños camino del colegio, a los que podría herir su sensibilidad. Y otra abogó por quemarlo en la choranca, pero de inmediato una tercera dijo que entonces el humo escupido por el chupón saldría rabioso si el animal portaba tan maldito mal.

El corro fue creciendo hasta colapsar prácticamente la carretera. Todo el mundo intentaba hablar, todo el mundo aportaba ideas, aquello parecía una romería.

Como el alcalde estaba desayunándose tardó todavía un buen rato en subirse al tractor. Cuando apareció, sin parar el motor (el gasoil está subvencionado) dijo a la gente: –El ayuntamiento no ha autorizado el exterminio de gatos forasteros. ¿Entendido? Por tanto anuncio que principiaremos una investigación a través de una comisión para determinar responsabilidades. –Mientras tanto habrá que llamar a los guardias –dijo el juez de paz, molesto porque de no mediar tan importante asunto todavía estaría en la cama. –Cualquier solución será mejor a que vengan los guardias –

acertó entonces a decir Melisa solicitando la complicidad de los presentes. –¡Ah, no, mi niña! –exclamó irritada la señora Julia, que cada verano aumentaba en dos centímetros más su hermoso trasero–No nos involucres, cielo. El gato si no tiene dueño es tuyo porque ha aparecido en tu zona, y tú eres la que tiene el problema y la que tiene que buscarle solución. Nosotras estamos aquí para comprar el pan.

Entonces, el tonto Remigio que se apretaba fuerte el cinturón para que no se le cayeran los calzoncillos sin goma, que en medio de las animaciones daba el saltito loco y tocaba la esquila, dijo uh, y sin pensárselo dos veces agarró al gato por una oreja y se lo cargó al hombro como un talego de mendigo.

La señora Julia, más irritada todavía, gritó: –Pero ¿qué haces, desgraciado? ¡Verás la que te va a caer cuando vengan los guardias!

Entonces, el tonto Remigio mostró sus dientes amarillos, y dijo: –¡Qué sí! ¡Que el cuarto delantero es lo mejor del conejo!

Y ya se perdió por donde el rollo y el pajar derruido.

A las diez en punto el claxon escandaloso del panadero asustó a las torcaces, mientras la cigüeña coja planeaba graciosamente. Es posible que por la tarde incluso lloviese. El panadero, dijo: –¿Quién es hoy la primera?

Los que aguardaban para comprar pan, compraron pan; y los que aguardaban para comprar magdalenas, compraron magdalenas.

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