LUIS Mª ALFARO
Gato negro. El señor Juan con su pantalón de chándal azul, su grueso jersey marrón para las mañanas frías y sus confortables zapatillas de felpa, abrió la puerta de su casa y al asomarse descubrió un bulto negro en la calle. Eran las siete y media de la mañana; hacía media hora que el termostato había funcionado apagando las pocas farolas del pueblo, y comenzaban a moverse las ramas de los árboles, cuando el señor Juan, puntual como todo catedrático jubilado, se situó en medio de la calle principal, única asfaltada, que hacía además de carretera y se ensalivó el dedo índice derecho colocándoselo a la altura de la nariz para descubrir la exacta dirección del viento. Si venía del sur, podría dolerle la cabeza a media mañana; pero si provenía del norte lo lógico es que no pudiera acudir a comprobar en las tierras de los cascajos el nuevo ataque de los corzos a los almendros, porque el día vendría con esa friura casi polar que invita a refugiarse asentando el culo sobre la trébede. Como era habitual, había salido también sin gafas, porque como en los pueblos agrícolas ya no madruga nadie, sabía por experiencia que resultaba casi imposible tropezarse con alguien con ganas de iniciar tan temprano una estúpida conversación. Los ojos además necesitan del limpio aire matinal para no acostumbrarse a la permanente defensa de los cristales. Así que recordando su época de estudiante, colocó las dos manos sobre la nuca y sobre las rayas desteñidas del único paso cebra, inició la torsión. Fue cuando descubrió el bulto negro. Podía ser un saco, podía ser una caja de cartón. Estaba en este lado de la calle, el próximo a su casa, dirección norte, y no en el contrario, dirección sur. Elucubró posibilidades. Evidentemente no era un papel grasiento, porque ya hubiera volado mecido por el viento ni un trapo viejo, acaso un trozo de goma de una rueda recauchutada de tractor. En cualquier caso no podía quedarse indiferente. 146