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Un matón profesional

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Un matón profesional

El rey de los telediarios vespertinos, el de los dientes salidos y sonrisa artificial de oreja a oreja, colocó con sumo cuidado al caniche en el suelo. El perro marcó su territorio con dos ladridos secos y comenzó la tarea de rascarse, para luego empeñarse en morderle los zapatos a Peralta que estaba por allí un poco desconcertado. Tubito no hagas payasadas. Tubito estate quieto. Tubito te voy a castigar sin chocolate.

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Jodido Tubito.

Peralta buscó las palabras adecuadas de agradecimiento por haberle llamado, pero le costaba encontrarlas. Le hubiera gustado darle dos patadas a Tubito y aplastarlo contra la pared. O hacerlo desaparecer por el inodoro. O convertirlo en salchichas para un restaurante oriental. Tenía que contenerse. Necesitaba estarse quieto y sonreír sumiso como un idiota mientras el perro iniciaba el nuevo acoso. Era su primer trabajo después de terminar condena. Al despedirse, el oficial de puerta le había dicho a modo de saludo de despedida: volverás. No me espere. Volverás porque la cárcel es como una querida a la que quieres abandonar pero no puedes. Si las cosas están mal dentro, afuera tampoco puede decirse que mejoren. Sabía disparar y había disparado a tipos de ojos oblicuos empeñados en abrirle en canal y a policías de mostacho y cejas negras ansiosos de confiscarle la vida, pero ya estaba en la calle y la calle es gris y cuando llueve si no tienes cobijo te mojas. Era, además, un tipo solitario sin muchos lugares donde acudir. Este iba a ser su primer trabajo; nunca hay un segundo sin primero. Miró al perro. Cabrón de Tubito. Debía mantener la compostura. Y Tubito levantó la cabeza. Bicho estúpido. Tubito torció el cuello como si necesitara otra perspectiva antes de iniciar el siguiente ataque. Evidentemente, es un problema, señor, vino a decir como auto justificándose de que lo contratasen. Un problema menor. No. Bueno, quiero decir que no hay problemas me-

nores. Un problema de orden público. Jodé, ¿dónde está el problema? Que no es un problema de telediario, coño. Las palabras no sirven más que para confundir las cosas. Por mucho que se embadurnen con betún, los zapatos siguen apretando. Soluciones.

El rey de los telediarios, dijo: –¿Sabe exactamente para qué le contratamos? –Espero me lo diga usted, señor –dijo Peralta asumiendo la necesidad de encogerse como un pardal hambriento. –Para que acabe con el problema de una puñetera vez –dijo el presentador del telediario, intentando al ponerse de puntillas sobrepasarle por unos centímetros los hombros (dando las noticias parecía más alto).

Desde hacía unas semanas, un tipo malcarado, sucio y aparentemente peligroso, merodeaba por la urbanización de lujo, molestando a los residentes, gente por lo demás importante, de mucho prestigio en la sociedad. Aparecía y desaparecía el harapiento como un fantasma silencioso, una sombra que en su desfachatez incluso se asomaba al borde de las piscinas privadas coartándolas su necesaria libertad. –Queremos que haga algo para que no nos moleste más.

Peralta había participado en un reality de televisión, uno de esos programas que por un bocadillo de salchichas y una cerveza desnudas las vergüenzas. La productora buscaba personas al límite, y él encajaba en el guión. Ni pesaba doscientos kilos, ni tenía seis mujeres embarazadas ni sabía cocinar fuera de dos huevos fritos ni pensaba dedicarse a la política, pero su historial era lo suficientemente violento como para suscitar el interés general. Dijo: en la cárcel si no rajas te rajan, y mostró las dos cicatrices en el pecho. ¿Ha rajado usted a alguien? Entonces Peralta esbozó esa sonrisa cínica de Paul Newman, y dijo: tengo diez dedos en las manos. Y la enigmática respuesta cautivó a la audiencia. He aquí un hombre arrepentido, ganado para la sociedad, que demanda una oportu-

nidad. El presentador del telediario vespertino requirió al de producción, y ya estaba contratado para un trabajo que le ocuparía una hora o dos o como máximo una mañana de un día de verano. ¿Sabe lo que quiero decir? Así de simple. No se confunda. ¿Comprendido? ¿De acuerdo? Cuestión resuelta. ¡Ojo! Las fórmulas expeditivas ahora están rigurosamente prohibidas. Nada de involucrarnos a nosotros. Nosotros no sabemos nada. Usted nos resuelve el problema, y no sabemos nada. ¿Ok? ¿Orden público? ¡Claro que es un problema de orden público! Pero, por favor, deje de expresarse en esa terminología que recuerda para nuestra desgracia tiempos pretéritos. Los grises a caballo acosando sindicalistas. Los grises a caballo acosando estudiantes. Mierda. Los grises se han comido los caballos. Incluso ya no hay grises. Eran otros tiempos. Debe actuar usted con sigilo y moderación.

Peralta acertó a decir: –Entiendo que deben acudir a...

La rubia terció de inmediato, cortándole en seco. –Ya lo hemos hecho. Tres veces en esta semana.

Al rey de los telediarios no le agradó que la rubia botellón mujer del tendero de la urbanización se le aproximara tanto. Temía que pudieran disparársele de repente los pezones atravesándole la cabeza. Tosió con disimulo y se apartó un poco. Dijo: –Acaso treinta en lo que llevamos de verano.

Se pasó la mano por el labio inferior como si estuviera cargando el dardo envenenado. Asintió tres o cuatro veces con la cabeza. Y añadió mordaz: –Muy bien uniformados. Muy correctos. Con sus emisoras, sus códigos, sus claves misteriosas. Seis rojo llama a ocho azul. Corto. Código nueve. Tenemos una gran policía, sí señor. Justo es reconocerlo. La mejor policía del mundo, la más científica, la más capacitada, pero que lamentablemente no sirve para estos casos.

Tubito deja en paz a este señor. Tubito no seas maleducado. ¡Deja ya de molestar, Tubito!

–Que no sirve para nada.

Tubito: te estás portando muy mal.

Insisto: no sirve para nada.

Para nada.

El tendero necesitaba explicarse pausadamente. Quería concretar todos los detalles por temor a omitir alguno importante. Un escarmiento.

Tenemos miedo a que malcarados, pedigüeños, peligrosos, tipos sin respeto a los demás entren en la urbanización y en los chalets vacíos ensucien las paredes con frases inadecuadas y obscenas. ¡Incluso depongan asquerosidades! Robar, lo que se dice robar, poca cosa. La mayoría de los que viven en los chalets tiene las joyas a buen recaudo y los cuadros de las casas o son reproducciones u obras de artistas jóvenes de barba descuidada donados por marchantes amigos para su promoción, para qué engañarnos. Los galeristas se los alquilan a las celebridades, especialmente cuando se organiza una de esas fiestas, ya me entiende, donde corre lo que corre y alguna cosa más, o se los venden a bajo coste. Los cuadros salen así en televisión decorando los devaneos amorosos de nuestras estrellas. La policía, eso sí, cuando se anuncia un sarao acude puntual. Incluso una hora antes para revisar jardines y chimeneas. Bueno, también acude a las llamadas de emergencia, pero no es lo mismo. No sé si me entiende. –Y a comerse los canapés –dijo el del caniche. –Bueno –intentó el tendero escurrir el bulto–, yo eso no lo sé. Sí que los veo levantar las tapas de las arquetas. Traen un pincho y las levantan. –Suponemos que algunas bandas organizadas –dijo el del caniche, con su claro conocimiento del tema– están recabando información últimamente para asestar en nuestra urbanización un golpe magistral. Y estamos convencidos que cuando eso suceda la policía aparecerá. Claro que aparecerá. –Pero tarde –añadió la rubia–. Parece que lo hace a propósito.

–Tarde y mal, para no atraparlos –dijo el del caniche. –Se quedan una o dos horas, y luego se van. –Cuando se acaban los canapés –sentenció uno de los gacetilleros con cara de cebolla, el que gritaba mucho por las tardes para despertar a la gente de la siesta y que resultaba desagradable por sus posturas femeninas y sus camisas estrambóticas. –Muy educados –añadió sagazmente el locutor cuya voz reconoció Peralta por las tertulias deportivas–, pero se van porque parece que la vigilancia de este entorno estresa una barbaridad. ¿Sabe lo que quiero decir? –Todos los que vivimos aquí somos personas muy importantes –aseguró el locutor. –Y muy influyentes –confirmó el del caniche–. ¿Comprende lo que le digo? –Y muy influyentes algo quiere decir, ¿no? –corroboró el gacetillero. –Mucho nos tememos que el tipo en cuestión perpetre algo serio.

Aparece siempre a la misma hora, como si se orientase con el sol. Mira al cielo, haciendo pantalla con las manos, y luego camina en dirección recta como un autómata, lo mismo hollando un jardín que pisando la piedrilla del camino. Mira de nuevo al cielo, y otra docena de pasos largos, casi zancadas. Cualquier día se topará con un chalet o con una piscina, y entonces ¿cuál será su reacción? Habían intentado expulsarlo por las buenas, pero el tipo en cuestión sonreía como un tonto, y volvía el rostro de nuevo al sol. Y cuando se le recrimina su presencia se baja los pantalones y muestra sin ninguna vergüenza el culo. Le habían amenazado con un rastrillo, pero el tipo se baja los pantalones y muestra el culo. Con una escopeta de postas. Pero el tipo...

El del colmado, añadió: –Lo coge la policía, se lo llevan y en seguida lo sueltan. Y al rato ya está aquí de nuevo.

–Seguro –dijo un tipo bronceado exageradamente, casi de color caoba, que acababa de salir de uno de los porches, acercándose al grupo– que ni lo fichan en comisaría. ¿Para qué? ¿Para qué molestarse? Seguro que lo dejan libre en el límite del camino. –Deposita sus excrementos sin ningún decoro en los jardines –dijo el del caniche.

El tipo bronceado llevaba unas chancletas de goma. La bata le dejaba al descubierto parte de sus piernas. Inspeccionó a Peralta durante un rato. Luego, dijo: –Parece usted algo mayor para este trabajo. ¿De verdad tiene condiciones para esta misión? ¿Sabe jiu-jitsu? –Boxeo. –¿Seguro? –¿Quiere que haga una demostración? –No, no hace falta –dijo el tipo, separándose del caniche que de repente comenzaba a interesarse también por su dedos desnudos.

Jodido Tubito.

Una señora con el pelo blanco de peluquería, corresponsal volante de un programa nocturno, de las de verdad cambiante, se abanicaba haciendo sonar sus brazaletes. –Yo lo he visto -dijo, y llevándose un dedo al ojo derecho miró con descaro a Peralta. –La señora le ha visto hacer sus necesidades en los jardines –dijo la rubia. –Sin decoro alguno –insistió la señora–. Como un animal, peor, como una alimaña.

Indecente. Marrano.

Menos mal que aquí no hay un colegio. ¿Me entiende usted? ¿Se lo tengo que contar más despacio? ¿Es usted disléxico? –En ningún país civilizado se permiten esas licencias, se lo aseguro –aseveró la corresponsal–. Hay un respeto por la tierra y por la propiedad privada de las personas, aunque, me hago cargo,

usted quizá sea el menos indicado para comprenderlo. Nadie puede ir molestando los sueños o talando árboles o tirando de la cadena del retrete después de medianoche. Nadie es anarquista. Todo el mundo tiene creencias que se respetan. Esto sucede sólo en este país. –¿Ha talado árboles también? –Yo no he dicho eso, señor. Conviene que no se confunda. Es una licencia poética –dijo la corresponsal–. El lenguaje es una convención. La palabra piedra define a una piedra, pero la palabra piedra no es la piedra. Yo digo azul y usted sabe que es azul porque la palabra azul la asocia usted al color azul. ¿Me comprende? Azul es azul, y rojo es rojo. ¿Está claro? –Creo que sí. –Y verde es verde. –Natural. –Y si lo que usted ve no tiene un referente en la memoria que lo identifique, usted sería un ciego con visión, simplemente. –¡Ah! –dijo Peralta asombrado. –A veces las cosas aparentemente más insignificantes se transforman en las más importantes. –Entendido –dijo Peralta con rotundidad. –Es bueno que nos comprenda. Tenga en cuenta que le contratamos por hacerle un favor. Como usted hay muchos en el mundo. Tipos solitarios que esconden sus ansias hablando con las farolas. Usted es un necesitado y nosotros vamos a ayudarle a salir momentáneamente de esa necesidad. –Me hago cargo. –Pues obre en consecuencia. –Yo también le he visto cagar en el jardín -dijo entonces un niño ridículo, de pelo color zanahoria y cara de ciruela.

La mejor policía del mundo. El mejor país del mundo. La mejor organización judicial del mundo.

Tubito no molestes.

El del telediario, antes de recoger al caniche, dijo también: ja.

Que den gracias a Dios nuestros políticos por contar con semejante pueblo de necios. Ja.

Ja. Ja.

Y ja.

El tendero bajó la voz. Estaba acostumbrado a no forzar las situaciones. Era una confidencia a transmitir entre hombres. Sólo entre hombres, ¿eh? Y lo último... Lo último. ¿Cómo decírselo? Es que no sé cómo decírselo. Inténtelo, hombre. ¡Le han visto cometiendo gestos deshonestos!

Una niña de no más de diez, con aire resabiado y coletas, de ojos saltones, que hacía de tonta en la televisión con mucho éxito, dijo: –Pensamos que ese individuo lo que pretende es violarme y está esperando el momento oportuno para hacerlo.

Sonrió maliciosa, cogió de la mano a Peralta y le preguntó: –¿A cuántos has matado, tío? ¿Es verdad que sabes manejarte con la 38? –le guiñó un ojo–. Mi chalet es aquel de allí –lo señaló–, así que si me oyes gritar acude corriendo a socorrerme.

Sin calcetines, descalzo, empujándose un pie con el otro, el menesteroso vestía una chaqueta azul, demasiado holgada y demasiado vieja. Los pies grandes y sucios. El rostro sin afeitar, desteñido. Tenía los ojos grandes, el pelo desordenado y escaso, el hambre y los años atrapados en la palidez enfermiza de la cara. Peralta le miró de frente y el tipo le respondió mostrándole sus dientes medio caídos envueltos en una sonrisa bobalicona y estúpida. Iba a lo suyo, indiferente al mundo como tantos simples que lo único que pretenden es buscar el sol fuera de la jaula a la que la sociedad les condena. No se detuvo. Pasó a su lado y siguió caminando indiferente. Que el hombre no estaba completo, era evidente, le faltaba un cocimiento y alguna cosa más. Peralta sintió lástima por él: no le aguantaría un bofetón. En la cárcel son los

que se quedan pegados a la pared en las horas de paseo. Se las había visto con elementos así dormidos en soportales, borrachos despreciados en las tabernas, tambaleantes, nariz prominente, enfermos, arrastrándose por los adoquines de los puertos de mar mendigando cualquier cosa. Era un infeliz. Le impresionó su mirada vacía, cansada.

Le llamó. Eh, oiga.

No le hizo el menor caso. El tipo continuó su camino indiferente a todo; después de contar los doce pasos, se detuvo ante el cubo de la basura. Con la mayor naturalidad, como si estuviera acostumbrado a ello, levantó la tapa, introdujo sus manos huesudas y comenzó a extraer su contenido desparramándolo por el suelo. Luego, alcanzó un paquetito envuelto en periódico que se dispuso a abrir.

Peralta advirtió al menesteroso: –Señor, está usted en una propiedad particular.

El tipo siguió desenrollando el papel de periódico. –Señor -insistió Peralta de buenas maneras, sabiendo que estaba siendo observado– no puede estar usted aquí. Esto es una propiedad privada.

Duermen en cualquier sitio. Esto puede llenarse de obsesos sexuales. Una acampada de ladrones, de gente de mal vivir. A nadie le gusta encontrarse a media noche con maníacos y pervertidos, con tipos enfermos y malcarados. Esta es una urbanización de lujo. Somos contribuyentes responsables y con gran poder mediático, que nadie lo olvide. ¿Quién nos asegura que no es un depravado, un violador? Pagamos nuestros impuestos para sentirnos protegidos por la ley. Exigimos que se cumpla la ley. Y como no estamos protegidos por los cuerpos de seguridad del estado, por eso le hemos contratado a usted. –Por favor, recoja sus cosas y váyase –dijo Peralta al menesteroso. ¿Qué cosas?

El tipo dijo algo. Una onomatopeya o un gritito áspero, empezando luego a masticar lentamente lo recogido de la basura. Peralta se le acercó. –¿No me ha oído?

Por toda respuesta el tipo se sentó en el jardín.

Peralta le tocó con la punta del pie como para reclamar su atención. El tipo entonces le miró desde abajo, torciendo la cabeza. Pero cuando Peralta repitió el gesto esta vez con algo más de fuerza, el tipo protestó, amagando embestirle al tiempo que descaradamente mostraba los pocos dientes que le quedaban. –Ya me estoy cansando -dijo Peralta en voz alta, para que los del grupo que seguía a su espalda comprobasen la firmeza de su voz. –Haga algo –dijo el del caniche. –¿No ve usted que es peligroso? –dijo la corresponsal. –Tenga cuidado –dijo el del colmado–, no se sabe nunca cómo reaccionan estos tipos.

Peralta se acercó más al hombre, midiendo cuidadosamente las distancias. Se colocó lateralmente como si buscara alcanzar una posición favorable para abalanzarse sobre él. El menesteroso al quitarle el sol pareció darse cuenta. Se revolvió e hizo ademán de atacarle como un perro enfurecido. Peralta retrocedió instintivamente.

El niño repelente, dijo: –¿Y este tío sabe jiu-jitsu? ¡Si está acojonado!

Y la corresponsal, sentenció: –Todos los matones se desinflan cuando les hacen frente.

Peralta se volvió a las fuerzas vivas de la urbanización y le invadió la sensación de estar haciendo el ridículo. Tampoco en otras circunstancias hubiera rajado al tipo: bastante tenía el pobre con regatear sin suerte a la vida. También estaba Tubito en brazos del rey de los telediarios nocturnos, y la niña tonta y el tendero y su mujer. Tenía que actuar, no le quedaba más remedio, era su tra-

bajo, estaba contratado precisamente para eso. Convertido en el centro del universo, le sonó descaradamente el mecanismo de defensa que todos llevamos dentro. Se fijó de nuevo en el menesteroso, que ajeno a todo, comenzaba a devorar una raspa de pescado. Esperó tranquilamente a que terminara con la raspa, se acercó y al ocultarle de nuevo el sol, el tipo miró confundido al cielo lo que aprovechó Peralta para propinarle sin mediar palabra dos guantazos que lo inmovilizaron dejándolo tumbado boca arriba en el jardín con los ojos abiertos.

Acto seguido se frotó las manos como el profesional que ha terminado su labor, y con la mirada fría, extremadamente sereno, dijo a los que espiaban sus movimientos: –Señores ¿qué me ordenan que haga ahora? ¿Lo mato, lo tiro al tren o lo ahogo en la piscina?

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