STRONHER
Luis Mª Alfaro STRONHER
COLECCIÓN NARRATIVA
Primera edición: abril 2017
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra y su contenido sin la autorización expresa del editor. Todos los derechos reservados.
© Luis Mª Alfaro Juan © Tabula Rasa Ediciones S.L.
Apdo. Correos, 3153 – 20080 • Donostia–San Sebastián email: info@tabularasaediciones.es http://www.tabularasaediciones.es Diseño y Maquetacion: Mikel Fuentealba Iribarne Impresión: Imprenta Guipuzcoana
Printed in Spain I.S.B.N.: 978-84-944554-2-1 Depósito Legal: SS-373-2017
Andrea y Lara: Sabemos tanto de todo que apenas sabemos nada de nada. Y de la nada, nada.
la lucecita roja del teléfono de mi mesa no se enciende y espero y espero espero las horas que hagan falta preguntándome ¿no habrá alguien en el mundo -y fíjense que somos millonesque se equivoque alguna vez de número? (una vez me dijeron ven y no fui desde entonces nadie se acuerda de mí)
ÍNDICE
El Puyazo de Talavera ........................................................................11 Las hormigas alemanas.......................................................................30 Vivalavirgen .........................................................................................38 Dos corredores de fondo.....................................................................47 Protocolo de admisión ........................................................................49 Matar a Franco.....................................................................................62 El almuerzo ..........................................................................................71 Tío miserias ..........................................................................................81 Un matón profesional.......................................................................102 Los hijos robados ...............................................................................113 Los rusos ..............................................................................................115 Pierdemisa ...........................................................................................123 El operativo ........................................................................................132 Gato negro...........................................................................................146 Stronher ...............................................................................................158 Muerte en la vadera ..........................................................................172 La señorita Katy.................................................................................175 Un golpe de fortuna..........................................................................186 Los obispos de la diócesis.................................................................206 Polvo blanco........................................................................................208 Fiesta de cumpleaños ........................................................................214 En el frente..........................................................................................247 El viejo político..................................................................................262
EL PUYAZO DE TALAVERA
El puyazo de Talavera (Relato ganador del XXII Premio Club Taurino Mazzantini, de Relato Taurino, 2015) Era el tiempo en que picadores y subalternos se hospedaban en casas particulares. Por ejemplo, en el número 22, en un primero sin ascensor, en la calle que une las dos iglesias, allá en el barrio viejo, donde por las noches los susurros surgen de los callejones y a los borrachos los serenos a duras penas consiguen encauzarlos a sus casas. Rosiño se movía a trancas con su pierna encogida y sus muchos años colgando de unos ojos tristes y cansados. Limpiaba todos los días el puesto de la pescadería al cierre de las tres y luego, en la semana de fiestas, allá se iba a saludar a los antiguos compadres con la chaqueta de punto sobre la camisa de manga corta escondiendo avergonzado los olores del pescado. –El peligro del picador no está en el toro sino en el caballo –confesaba a los niños hambrientos de ojos sorprendidos, que aguardaban la salida de los banderilleros a la altura del portal. El llamado Varitas, que era como de su quinta o casi, le recibía con aprecio los días que le tocaba corrida, invitándole a fumar y compartir recuerdos. Habían coincidido en demasiadas plazas para no guardarse el respeto y una buena amistad, aunque nunca hubieran pertenecido a la misma cuadrilla. Eso es lo bueno que tienen los años, que van colocando amigos en todas las ciudades. Agosto, un día luminoso de los que se reclaman entradas de sombra en la reventa, el calor húmedo que impide secarte el cuerpo entero. Varitas miró intranquilo el reloj de péndulo del saloncito donde esperaban, y dijo: –En menos de diez minutos está aquí. –¿Y si no viene? –dijo uno de los peones. –Vendrá –afirmó sin titubeos. 11
LUIS Mª ALFARO
–¿Fue tan bueno? –le preguntó uno de los nuevos, al que los años todavía no había dejado compadres con los que saborear nostalgias. –El mejor. –¿Mejor que tú, Varitas? –El mejor –dijo escuetamente y se fue a buscar por la ventana el cielo azul agresivo de la tarde. Fue el picador del cuarto en una de esas tardes irritables, condenada por la maldición de la sangre a no olvidarse jamás, cuando el toro se revolvió enfermo de furia y cargó contra su caballo como si no existiera nadie más culpable de sus vergüenzas en el mundo. Empujó encelado, clavando las pezuñas traseras en la arena, con una fuerza jamás vista, hasta que le descabalgó en la misma barrera. Rosiño cayó con el caballo encima, como si fuera una plancha de plomo, las espaldas aplanadas en las tablas y la vara astillada por la mitad. La pierna ya no le encajó nunca bien en su sitio y el miedo, que muerde como un perro rabioso, hizo el resto. Se le negaron los contratos, y la vida que nunca enmienda los rotos le empujó a mendigar otra profesión. Desde entonces, como una amante estúpida, la absurda cojera le acompañaba y con ella las risas de los chicos al verle contrahecho y deforme. Esa tarde de corrida se acercó al 22 con otro ánimo; subió las escaleras medio gastadas a paso corto, con cuidado para no caerse, con el recelo de un pirata perdido, asustado, al tiempo que rememorando las mil mentiras de las batallas con las que se va justificando la existencia. Ya era mayor para limpiar de aspereza las verdades pero no tanto como para dejar de ensoñarse todavía con sus comienzos como mozo de caballos y con su primera salida al ruedo, aquel día castellano, de sol seco y perezoso, en que se le pegó la saliva y le temblaron los labios. –Fue por la feria de San Pedro –decía–. Y San Pedro me ahormó el toro. Salió del trance como pudo en aquella ocasión, emborrachada 12
EL PUYAZO DE TALAVERA
de sudor la chaquetilla bordada en oro. Luego vinieron derribos y revolcones y demasiados sustos. Y la admiración por la templanza de los caballos al disimularse muertos ante la aprensión dolorosa de las gentes. Y el maldito día que siempre acecha y no se cansa. Y que llega porque está escrito que tiene que llegar. Todavía quedaban colegas en activo. Uno de ellos, Varitas, comentó en voz muy alta a los compadres más jóvenes, nada más verle acercarse por el pasillo: –La mejor puya que he visto en mi vida la dio éste. Fue en Talavera. Tenerle el respeto que se merece un maestro. –¿Te acuerdas todavía? –preguntó ingenuamente Rosiño, con los ojos chispeantes y la boca abierta. –Me acuerdo. ¿Quién puede olvidarla? –Era un zaino enculado. –Malo como el diablo que llevamos dentro. –Malo, muy malo –repitió Rosiño. –Con muy malas ideas. Resabiado. –Miraba de reojo como las malas hembras. –Y como los hombres con dobleces. –También. –Una tempestad que se arrancó de lejos. Y allí estaba éste –dijo Varitas muy firme, señalándole– marcando la puya donde hay que marcarla. Con sus cojones. Bajándole los humos con elegancia. –Como se hacen las cosas que se sienten –afirmó Rosiño ufano de la hazaña. –Se te obligó a saludar la plaza puesta en pie. Suspiró. Era un toro segundón, de los que el mayoral quita importancia para tranquilidad de la gente, pero con un poder suficiente en los cuartos traseros para intentar enlutar la tarde. ¡Qué difícil que en la plaza se aplauda a un picador! Varitas estaba tocando con las manos el retiro. A pesar de los cuidados fuera de temporada, seguía cogiendo centímetros cada año. Lo notaba en la chaquetilla, en la respiración cada vez más 13
LUIS Mª ALFARO
fatigosa. Se sentía demasiado mayor para pastoreos de invierno. Un par de temporadas más. Lo apalabrado. El de la botica al graduar la báscula solía decirle: –Cualquier tarde me desinfla usted al caballo. Sin embargo, Rosiño se mantenía igual: pequeño, estrecho, en huesos. –¿Cómo te va? –le preguntó mientras se vestían para salir camino de la plaza. –Va. –¿Siguen los dolores? –Los físicos son los que mejor se soportan. –Poco mejorarás la pierna con las humedades. –Reparto también a las casas de comida, con los chicos poniéndome zancadillas. –Si serán cabrones. –Lo son. –También hemos sido nosotros chicos. –Y muy cabrones. –Venga, que se hace tarde. No te despegues de mí. Te sientas conmigo en la Lechera y te vienes cogido de mi brazo a la plaza, que quiero que sepan todos que lo que fuiste eres. –Gracias, Varitas por tu confianza. –Las que te mereces, Rosiño. –Gracias otra vez. –Dáselas al Cartones por dejarse atropellar por una moto. Se persignaron después de acompañarse en el último Padrenuestro. Bajaron los picadores despacio con el castoreño puesto y el barboquejo dado, arrastrando sus botas de buzo por la escalera de madera, de peldaños estrechos y poco altos, con las monas y las gregorianas de protección debajo de la calzona de gamuza. Se aferraban al arambol para no desplomarse. Los picadores son gente algo más mayor que los peones de brega. Más pesados, se 14
EL PUYAZO DE TALAVERA
mueven lentamente como muñecos de plomo, con andares de marioneta. En el portal, a la espera del viejo autobús, echaron en silencio un par de caladas profundas al pitillo mal enhebrado con papel amarillo. Rosiño se puso en medio de la cuadrilla para que no se hiciera tan visible su deficiencia. –¿Cómo te sientes? –le preguntó Varitas. –Como un niño meado. –Esa es la ansiedad –dijo uno de los peones jóvenes. Rosiño intentó la sonrisa mostrando los dientes torcidos, y guardó silencio. De ocre pálido, casi un blanco sucio, la Lechera llevaba adosada en su parte posterior una escalera metálica necesaria para alcanzar la baca, donde fuera de temporada viajaban las garrafas de leche y las sacas de patatas y en temporada los descoloridos baúles con los capotes de faena, fucsia y amarillo, el botijo y los estuches de los estoques de cuero sobado y descosido, y las maletas de los subalternos. Los muchachos se colgaban de la escalera, en un equilibrio arriesgado, intentando colarse en la plaza sin pagar entrada. Alguna vez algún celador los perseguía por entre las calles del barrio viejo, haciendo sonar insistentemente su silbato. La Lechera con sus ruedas estrechas y su motor asmático iba despacio, solemne, espantando con su claxon enfermo a las gentes apelmazadas en las esquinas. Dentro de la Lechera, los picadores y subalternos parecían auténticos condenados conducidos a la fuerza al cadalso. Rígidos y serios, como encadenados a unos asientos incómodos de madera, a la espera de escuchar la sentencia de la suerte. A través de las estrechas ventanas enturbiadas por el polvo, se dibujaban sus rostros sin emoción y la mirada vacía de unos ojos perdidos y lejanos. En las proximidades del hotel, a una señal convenida, el con15
LUIS Mª ALFARO
ductor del autobús hizo sonar de nuevo el claxon, momento en que el maestro, entre los aplausos de los aficionados congregados en la calle, salió presuroso del vestíbulo con su empaque de triunfador, de ídolo del mundo, la muleta doblada y montera en mano. Circunspecto, la mirada buscando en el suelo las claves de la tarde y la sonrisa apagada anunciando la hondura del inmediato encuentro. Con el apoderado y el personal de confianza subió a la ostentosa Rubia, una ranchera enorme, alquilada, de marrón y beige pálido, y de chasis niquelado y brillante, habilitada para suavizar los largos recorridos de las noches cortas del verano. La Rubia entonces se puso delante de la Lechera, y encabezó la curiosa comitiva camino de la plaza, como una alguacililla rica, chula y presuntuosa. Esa misma mañana en el desayuno del bar les llegó la inesperada noticia del descalabro del Cartones. El dueño, que con los platillos de jamón había conseguido más fama que como novillero de los de mucho miedo y poca suerte aunque llegara incluso a debutar con caballos, al limpiar con el fraile las esquinas altas del techo había hecho saltar por error un ojo de los de cristal de la vieja cabeza de toro y allá que se andaba desesperado buscándolo para no perderlo por entre las patas de las mesas para que no pareciera la cabeza desorejada ni tuerta, cuando abrió la puerta el recadero con su camisa grande y su pantalón encogido y sus zapatos de otro número y la legaña pegada más grande que una verruga intrusa. Intentó el muchacho trabar con el patrón y al verlo por el suelo también decidió agacharse por aquello de repartirse algún beneficio de lo perdido. Dijo: –Busco al Varitas. –En la mesa del fondo lo tienes. El muchacho levantó la cabeza. Y dijo: –¿Quién es? –El más gordo de los cuatro. –¿El de la camisa a cuadros? 16
EL PUYAZO DE TALAVERA
–El más gordo, ya te lo he dicho. –¿Quién me llama? –dijo entonces Varitas, volviéndose con el cigarrillo en la boca. El recadero se le acercó. –Que se vaya usted para el hotel ahora mismo, que el jefe le espera. –¿Pasa algo? –Pues seguro que sí, pero no me lo sé con certeza. –Y si extiendes la mano de pedir y yo te la lleno, ¿sabrías algo más? –Pues cómo no, a veces de repente la cabeza recupera los olvidos. Dejó de inmediato Varitas las fichas del dominó y la primera copa de orujo de la mañana sin terminar sobre la mesa y cariacontecido dijo entonces: –Malo. –¿Te acompañamos? –le preguntaron los compadres. –Al jefe mejor lo toreo solo. –Tú mismo. – Nos vemos luego. Y malo fue. Sucedió el accidente a esas horas madrugonas en que uno está ausente de sí mismo porque flota sin dirección, lo mismo por una calle para arriba que por una calle para abajo. A Cartones le privaba calibrar el vareado de la lana de los colchones ajenos amaneciendo lejos de su propia cama. Poco bullicioso, más bien silencioso, pero con aguante, si una hembra se aproximaba a cederle la esencia de sus perfumes, aunque fueran fragancias limpias de colonia de baño, allá se iba ciego como un autómata a explorar los nuevos olores, sin importarle los contagios pasados ni los venideros. Fue la moto de uno más turbio que él que iba embistiendo al tiempo para ganarlo, la que le alcanzó en una de las esquinas sin luz, dejándolo en reposo vestido de momia egipcia en el hospital. 17
LUIS Mª ALFARO
Como ya no había tiempo de que viniera alguien para cubrir la baja, Varitas nombró a Rosiño. Obvió el apadrinamiento, porque tenía un currículo. –No parece buena solución –le espetó el apoderado, removiéndose inquieto en el sillón de cuero del hotel. –No se me ocurre otra –dijo Varitas de pie, como si estuviera de audiencia. –Pero, coño, ¿no hay nadie más por aquí? –El alguacilillo es barbero, por si gusta saberlo, y trapero el acompañante; pocos más hay que sepan dominar un caballo. –Entonces, ¿qué hacemos? –Es lo que hay. El apoderado pareció meditar un rato largo. Pegó una chupada al cigarro y el perezoso humo gris se dispersó por el aire. Una señora tosió, el apoderado entonces pegó una nueva chupada para que se supiera que allí se tosía porque a él le daba la gana y la espesa nube pastosa revoloteó indolente por encima de sus cabezas. –¿Estará por la labor? –preguntó algo vencido. –Intentaré convencerle. –No me gusta. Y lo que no me gusta me disgusta. –Una tarde pasa rápida. –Sólo una tarde, ¿eh? Para salir del paso. –Así se lo diré. –¿No se lo hará en los pantalones? –dijo entonces mordaz el mozo de estoques, que también ejercía de confesor, propio y lo que fuera menester. Diligente y limpio, pequeño de estatura, aunque musculoso y poco agraciado, con una barba cerrada difícil de rasurar, el mozo sabía de lo que hablaba. Llevaba permanentemente encima un reloj de cadeneta heredado de su padre, que también se había pateado las plazas de cuadrilla en cuadrilla, contando chascarrillos y babeando las maledicencias. Meticuloso con sus aperos, a los que quería más que cualquier cosa en este mundo, limpiaba él mismo 18
EL PUYAZO DE TALAVERA
con reverencia los capotes, cepillándolos con un cariño infinito. Había tenido que ocultar muchos orines para callarse la boca. Jamás nadie podría recriminarle no tener a punto las herramientas. –Le entró el miedo muy dentro –dijo de nuevo–, muy hondo, que soy testigo y encima otros me lo juraron. Y esa enfermedad tarda años en curarse. La pierna es una excusa, porque desde arriba los riñones del toro no se frenan ni con resignaciones ni con fatalismos, lo jodido es el miedo. –Y el orgullo perdido –dijo el apoderado. –Tan jodido lo uno como lo otro –dijo el mozo. –Todos tenemos miedo –dijo Varitas. –Eso para los romances de viudas –dijo el mozo con descaro–. A ti el toro ni te angustia desde que cumpliste los quince y te escapaste de casa, ni te ha vuelto chalado. –Pues igual me quita todavía el sueño, ya lo ves tú. –Vamos, Varitas, que roncas como un cerdo. El apoderado pidió un nuevo café, esta vez solo y fuerte, sin achicoria. Tomaba tres o cuatro por la mañana, pero tras el del almuerzo ya no consumía ninguno otro hasta el día siguiente. El café le rompía las tibiezas dejándole despierto para abordarse los pensamientos. –Venga, Varitas –terció con aire preocupado–, haz lo que tengas que hacer. Que el tiempo corre y la hora se aproxima. –Vendrá –aseguró. –Dile que es por el reglamento, que lo necesitamos para guardar puerta –añadió el apoderado–. Los favores se agradecen, díselo también. –Así se lo diré. –Y si el toro se desorienta y le busca, déjalo aclarado que ni un picotazo, ¿eh? ¡Ni tocarlo! –Comprendido. –Solamente por un día, ¿eh? –Entendido. 19
LUIS Mª ALFARO
–Coño –dijo el mozo de estoques, intentando disculparse–, si le quedan cojones y le veo rehecho como hombre ¿por qué no darle un abrazo? En el piso superior del edificio de arenisca se encontraba la pescadería, con sus puestos alquilados por el ayuntamiento. Unas escaleras exteriores sometidas en invierno a las inclemencias del tiempo, conducían directamente a la planta de baldosas blancas siempre inundada. Las mujeres subían despacio las escaleras de piedra, las desgastadas todavía no rotas, con sus bolsas de tela y el pan en la mano. Algunas, las más mayores, se obligaban a detenerse en el primer descansillo, a tomarse un respiro, disimulando antes de atacar los últimos escalones. Abajo, por la calle estrecha y aislada, circulaban lentamente algunos vehículos. Dentro del edificio, la algarabía era tremenda. Al ruido de las cajas de pescado arrastradas por el suelo, se unía el concierto de las voces estridentes ofertando la mercancía. Como en un zafarrancho de combate premeditado, había un ir y venir continuo del personal con sus mandiles blancos impermeables. Se molestaban, se insultaban, se empujaban los empleados por las prisas, regando el suelo sin cuidado en cualquier dirección, salpicando el agua con sus botas de goma. En los puestos, una treintena aproximadamente formados de manera rústica por unos entablados de madera para elevar a las vendedoras por encima de los clientes, la mercancía se exponía casi viva, colocada sobre superficies de hielo picado. Pescadillas, merluzas, congrio, lubina, pulpo, sapo, rodaballo, nécoras, almejas. Cuando el pescado venía con el ojo turbio y la agalla poco fresca, se le cortaba la cabeza para vender el lomo y la cola por separado, y encima a más precio. La fábrica suministraba el hielo en barras. La operación de picarlo con el martillo o el cincel llevaba también su tiempo. Separados entre sí por apenas unos metros, entre los puestos 20
EL PUYAZO DE TALAVERA
los había incluso adosados, que por un lado pertenecían a un titular y por el lado posterior a otro. A veces, si en uno gritaban seis, la pescadora contraria clamaba cinco noventa y cinco y además más fresco y con el reclamo de entrado en la lonja de madrugada. Generalmente estaban regentados por mujeres de mediana edad, con jerséis cerrados debajo del mandil y el cuello vuelto hasta arriba para evitarse molestias de garganta. Chillaban frenéticamente como si con sus gritos pretendieran asustar a los pocos hombres que se acercaban a hacer la compra. Los viernes y las vísperas festivas, se dejaban acompañar por sus maridos, menos gruesas que ellas y de rostro enjuto y aire tímido y sacrificado, a los que dejaban la tarea de desescamar a cuchillo el pescado y envolverlo en papel duro para ganancia en el peso. A veces alguna clienta, decía: –Límpiamelo tú, Marisa, que ese marido tuyo no sabe. Entonces, la pescadora daba sin miramientos un empujón al hombre hasta sacarlo casi del puesto, cogía con soltura el cuchillo, lo amolaba, extraía la raspa y cortaba la cola. –Los maridos son unos inútiles –gritaba–. Si no fuera porque nos calientan la cama en invierno por los cojones que íbamos a tenerlos a nuestro lado. Entonces se volvía al hombre, y le ordenaba: –Venga tú, panoli, prepara por lo menos el pedido del bar. Y el panoli avergonzado empezaba a contar las gambas que luego en el bar servirían a la gabardina. Esa mañana como a las doce sonó el teléfono negro como una maldición y la pescadora lo cogió con sus manos ásperas y frías. –¡Rosiño! –gritó con todas sus fuerzas– ¡Que te llaman! –¿Es a mí? –preguntó incrédulo. –¿Tú eres Rosiño, no? –¿Seguro que es para mí? –¿Qué coño te pasa? ¿Estás sordo o te duele otra vez la puta pierna esa de los cojones? 21
LUIS Mª ALFARO
Rosiño dejó rápidamente el garfio con el que arrastraba las cajas de pescado, se secó las manos en el mandil, procuró no salpicar con sus andares difíciles a las clientas que aguardaban turno, subió al puesto y descolgó aterrorizado el teléfono. Varitas le dijo de sopetón y a modo de saludo: –Tengo algo para ti. La vida son caminos que se desbrozan entre días tristes y otros engañosos, con más silencios que esperanzas. Sabía Rosiño de todo eso y de que los años no abren puertas sino que las cierran. Gozaba como único consuelo para poder sobrellevarla con los recuerdos de las cada vez más lejanas tardes de gloria, que ahora, al paso del tiempo, se le antojaba finita, quebradiza, frágil, estrecha, porque cuando se acaba (y a él se le había acabado) anochece para siempre. Aquella tarde aciaga en que el caballo le desobedeció colocándose de mala manera fue el comienzo de su infortunio. Nada le había vuelto a ir bien. Las puertas que se cierran una vez difícilmente se abren otra. No sabría acertar el por qué, pero antes de terminar el saludo ya se le habían agolpado de repente el carrusel de imágenes de las buenas tardes, ese cuaderno sepia de hojas manoseadas donde se almacenan en cascada los recuerdos. Había sido algo importante, sí, señor, alguien a quien se le invita a olivas y vermú, que puede irse si lo pretende con mujeres de cuellos sin arrugas, tipos a los que un aficionado a su paso da un codazo a otro para suscitar su atención. –¿Estás todavía ahí? La voz gruesa de Varitas le devolvió a la realidad. –¿Para qué dices que me llamas? –preguntó Rosiño ingenuamente, como si en realidad necesitara la confirmación de que no se trataba de un error. Al otro lado del teléfono, Varitas insistió: –Que no nos da tiempo de buscar reemplazo, así que te vienes esta tarde conmigo. 22
EL PUYAZO DE TALAVERA
–No sé si podré –intentó humildemente la huida Rosiño. –Alegas allí que se te revuelven las tripas, un corte de digestión y todo eso, que desocupas de mala manera, y te doblo en la plaza, ¿vale? Sólo estás de figurante que el tenor soy yo, oye, y tú a cubrir puerta, de primera, con entrada principal. –Igual tengo que pensarlo. –¿Desde cuándo filosofas? Las cosas que se piensan se enquistan en la cabeza. Se toma una decisión ahora o no se toma nunca. Esto es como el viento sur que si se refrena termina el día en agua. –Es que no sé qué decir. –Pues ya tardas. Volvió Rosiño amargamente de la ilusión: la pescadera gritaba histérica a sus espaldas: –¡Hay mucho personal esperando para andarse de cháchara, cojo! ¡Que es para hoy! Muévete. Manda a la mierda a ese amigo tuyo. Que llame cuando no moleste. Ahora estás trabajando. Venga, inútil, ¡ponte a mover el culo! O le dolió el alma o fue el incipiente reuma, pero Rosiño se vio como muy abajo en la escala de hombre. Intentaba a veces, en la soledad de su cama, convencerse que ya había trepado lo suficiente por la cucaña de la vida, rozando casi el premio del respeto, cuando algo siempre le hacía resbalar otra vez estrellándose de nuevo contra las baldosas enfermas del suelo. Era paloma, era cucaracha. Las mujeres de la cola le miraron con cierta complicidad, rayando en el desprecio. ¿Quién podría ver en él algo más que a un perdedor tullido? ¿Quién recordaba el puyazo de Talavera? Colgó bruscamente el teléfono, cogió el garfio y comenzó nervioso a arrastrar de nuevo las cajas, pero una neblina cansada, de esas que se pegan como moco a los ojos comenzó a enturbiarle la vista. La pescadera gritó de nuevo: –Venga, Rosiño, que es para hoy, cojones. ¡Que estás dormido! Que te pago para que trabajes, inútil. 23
LUIS Mª ALFARO
Según dieron las dos se dio en recoger con prisas. La pescadera tenía abono sacado para todas las corridas y por tanto tenía también prisa para mudarse y depilarse los erguidos pelos sueltos que le rondaban la boca. La semana de la fiesta los puestos cierran antes. Para y media, sin meterse nada en el estómago, Rosiño se acercó al malecón a contemplar los veleros dormidos por la mar en calma. La raya del horizonte, ese labio de cielo que besa delicadamente al mar, atempera las inquietudes y concentra las ansiedades, invita a los hombres que aprendieron de niños a soñar, a perderse en las aguas que nunca son iguales y sí eternamente cambiantes. Las olas siempre rompen contra la roca con más o menos violencia, la rompen o la lamen, pero siempre retroceden como vencidas para revolverse valientes e intentarlo de nuevo. Vio un carguero dibujado donde muere el mundo, las gaviotas vigilantes. Cerró los ojos. La brisa comenzaba a humedecerle suavemente los labios. Abandonó el malecón, seguía indeciso, había dado su palabra, pero las palabras se borran. Pidió un bocadillo en un bar y bebió un vaso de agua. Estaba a tiempo de regresar sobre sus pasos, ¿pero qué tenía detrás? Así, tan de repente. Con las manos en los bolsillos, perdido y confuso, tenía la sensación de encontrarse en ese preciso momento solo en el mundo, solo y desnudo. Varitas era un buen hombre y a Varitas había dado su palabra. Sin quererlo se topó con la primera de las iglesias, la que acota la ciudad por el mar. Rondaban por allí otra vez los muchachos, los que le llamaban cojo, los que se reían de él, los que le ponían la zancadilla. Unos pasos más y alcanzó el número 22. El conductor de la Lechera con más pergaminos estampados en su rostro que un libro viejo, dijo al ponerse de nuevo al volante: –Que haya suerte. Que la tarde no venga desproporcionada. Y que a la vuelta traiga los mismos que llevo. 24
EL PUYAZO DE TALAVERA
–Que así sea –dijo uno de los banderilleros. –Amén –dijo otro. –Así será –dijo Varitas. Rosiño hizo el trayecto en silencio, contemplando la ciudad con otros ojos distintos. Las calles ya no eran iguales. Las caras menos ahogadas, los edificios menos altos. En los cruces, cuando la gente se acerca a espiar por los cristales, miraba al infinito, con ese aire de importancia y solemnidad y de resignación de los condenados a muerte. Descendió con dificultades de la Lechera, visitó la capilla con todos, y ayudado por la cuadrilla montó rápidamente en el percherón para pasearlo despacio por el patio. El caballo, manso y aburrido como un colegial en la primera hora de clase, se dejaba llevar. Comenzó a sentirse seguro al dirigirlo sin problemas. Olía a establos, maderas, arena, estiércol, a tierra removida. Nadie podría reconocerle en la distancia. Varitas le hizo un gesto de complicidad al ponerse a su lado, y descubrió en su rostro cincelado por los pesares una extraña metamorfosis. Sonó de repente la música, y los dos alguacilillos, con más de un siglo sumando edades, amagaron una cabriola de lujo sin excesiva fortuna. Ya en el paseíllo, con cierta altivez en la mirada, Rosiño buscó la localidad ocupada por la pescadera. Allí estaba de verde, con unos collares exagerados alrededor del cuello abierto, hablando con unos y otros, braceando como una verdulera. No era mala persona, en realidad, maleducada y soberbia, sí, con el maldito genio vivo incontrolable que se transforma inesperadamente en un rosario de insultos. Nunca podría la deslenguada imaginarse que él, el tullido, el pobre hombre, estaba allí en medio de la plaza, agrandado, más bonito que un san Luis, en lo alto del mundo, enorme, trascendente. Al tercero de la tarde Varitas le castigó con más oficio que clase. Si tenía que taparle la salida se la tapaba sin problemas, todo antes 25
LUIS Mª ALFARO
de que el toro le hiciera un feo dejándole en evidencia. Rosiño no perdió detalle, y cuando el toro salió del lance desconcertado y recorrió el anillo con ganas de pelearse también con él sintió como una pena profunda no poder probarse aunque fuera con un picotazo de defensa. Varitas, dijo al bajarse del caballo: –¿Bien? –Le has pegado algo fuerte –dijo con timidez Rosiño. –Eso es mejor que rodar como un ovillo –dijo Varitas. Encendieron un cigarrillo mientras los peones cubrían los otros lances. –¿Cómo te encuentras? –le preguntó luego Varitas. –Entero –dijo Rosiño. –Con el gusanillo dentro, ¿eh? –Más que gusanillo un lagarto. –¡Qué bueno has sido, Rosiño! –¿De verdad así lo crees? –Un espejo. El mejor. Echaron la calada juntos. Fumaban tabaco negro, del que mancha menos los dedos. Y así se estuvieron un buen rato. A Varitas le costó juntar las palabras, pero al final dijo: –¿Por fin vas a ponerte malo? –Quiero salir –Rosiño confesó con vergüenza en voz muy baja. –Mira que me lo estaba temiendo. –Lo necesito, Varitas. –¿Estás seguro? –Lo necesito más que el comer. –Mira que tengo que ocupar tu lugar, que me la juego. –Quiero salir. –Tú mismo. Cambiaron las cabalgaduras. Varitas le dijo: –Recuerda que es el sexto. Acuérdate de despedirte del presidente. Y no me dejes en evidencia. 26
EL PUYAZO DE TALAVERA
Rosiño se santiguó, musitó el último Padrenuestro y salió muy entero al ruedo. Fue el momento en que se le quedó la mente en blanco, casi paralizada. Todos los ojos concentrados en su persona. Era como encontrarse perdido en medio del desierto. El toro retenido junto a las tablas, y él avanzando lentamente a su lugar de destino. Allí estaba la gente, la pescadora, el animal, las vergüenzas, el orgullo, la vida. En tropel le vinieron las cosas buenas y las malas, también los amores, los malos y los buenos; los que no son ni siquiera amor y los que lo son. Las oraciones, las que se dicen y las que se olvidan. Los deseos, las envidias. Los recuerdos. La maldita infancia que se empeña en regresar a trompicones. Las oportunidades perdidas. Al ponerse frente al toro se le fueron al instante las humillaciones pasadas. Estuvieron así, como dos púgiles en el cuadrilátero, tanteándose con respeto durante unos segundos intensos, con la plaza en silencio, ocultándose las intenciones. Rosiño movió entonces el caballo, adelante, atrás; un bailecito de jinete experto; se encontraba tan a gusto que incluso se dio en lucirse dándose sin temor la vuelta completa. Citó con la voz al toro con descaro. Avanzó un paso más. Y el toro se arrancó. Al término de la corrida, la banda de la plaza recorría media ciudad para asentarse definitivamente en el kiosco de la música, para el concierto de pasodobles, que casi enlazaba con los fuegos artificiales y los espectáculos al aire libre de la media noche en la terraza del ayuntamiento. El director, un tipo alegre, al que más que dirigir con la batuta le privaba mover sus hechuras, a la mitad del concierto hacía un receso para dirigirse a la audiencia. Dijo lo mismo que en otras ocasiones: –La corrida ni fu ni fa, aunque un poco más fa que fu. Y se entregó al nuevo pasodoble. La pescadera se movía nerviosa. Era viernes, la gente hacía cola desde primera hora. Gritó: 27
LUIS Mª ALFARO
–¡Rosiño! ¿Qué cojones estás haciendo? ¡Ven a ayudarme! Rosiño se acercó despacio al puesto. Tenía el cuerpo molido, los ojos caídos. Le dolía la pierna más que otras veces. Había dormido pocas horas y encima mal. Si no se había emborrachado la víspera poco había faltado. Lo malo de la bebida es que aturde las ideas. Estaba convencido que el licor todavía se le escapaba por la comisura de los labios: se pasaba la lengua, sabía a menta. La pescadera gritó para dejarlo en evidencia: –¡Eres un inútil, Rosiño! ¡Con los años que llevas aquí y todavía no sabes hacer tu trabajo! ¡Inútil! Rosiño miró la punta afilada del garfio. Se apoyó en una columna para no caerse. Le temblaban las manos. Se acercó a la caja de pescados. La mujer volvió a gritarle a sus espaldas: –¡Inútil! ¡Alcánzame la mercancía de una puta vez! ¡Qué es para hoy! Fue a trabar la caja, pero antes de engancharla con el garfio, se volvió a la mujer y la vio muy lejana, con la boca abierta, gritando, descolorida, sucia, moviendo los brazos como amenazándole. En otra dimensión. Seguramente le estaba recriminando algo delante de las clientas, que él no estaba en condiciones de comprender. Miró entonces Rosiño de nuevo el garfio, y lo vio brillante, afilado, suficiente, adecuado para clavarlo en la agalla y arrastrar el bonito hasta el mostrador. La pescadora seguía con su revoltijo de insultos, gritando y gritando. Rosiño con el garfio en la mano recordó el último consejo de Varitas: “Hay que rebajar el orgullo al toro para que el toro no rebaje el tuyo. Por dignidad, Rosiño, por dignidad." Y sin quererlo se percató entonces que la pescadora llevaba curiosamente esa mañana el cuello abierto sin los collares. Demasiado blanco. Demasiado desnudo. Demasiado desnudo y blanco. En otra plaza, esa misma tarde, el mozo de estoques dijo a Varitas: –¿En qué piensas? 28
EL PUYAZO DE TALAVERA
–En su puyazo de Talavera. –El de ayer tampoco fue malo –Todavía fue mejor el de Talavera.
Nota. Relato ganador del XXII Premio “Club Taurino Mazzantini” de Relato Taurino, fallado en Laudio/Llodio (Alava) en Noviembre de 2015. Se publica con autorización de la organización del premio, al amparo de la cláusula 8 de las Bases del Concurso. 29
LUIS Mª ALFARO
Las hormigas alemanas Se levantó cansada. Le dolía el cuello, cargados los hombros. Culpa del calor áspero de las noches de balcón abierto, de las nuevas sábanas recientemente estrenadas. El caso es que la señora María tenía el cuerpo como si se lo hubieran vareado en sueños como a un colchón de borra vieja. Se acercó a la cocina, llenó de agua del grifo el vaso y bebió despacito sentada en la banqueta de madera. Estaba amaneciendo, pero si no dormía más tendría el día tonto de mareos. Las amigas del julepe se lo repetían todos los jueves, todos los sábados y todos los domingos: –No puedes seguir así. Tienes que acudir al médico. Contó las pastillitas que dejaba alineadas de víspera para no olvidarse ninguna. La azul, la marrón, la verde, la amarilla. La amarilla era la más canija de todas, pero la más fuerte: sólo podía tragarse una el lunes y otra el viernes. Primero la habitual media marrón previa al desayuno, una cucharadita sopera de leche, y la pastilla amarilla sin chuparla. Una vez la disolvió por error en la boca y sabía a diablos. Si se le olvidaba la del lunes por nada del mundo debía duplicar la dosis del viernes. El médico insistió como saludo de despedida al final de la consulta: –Es usted una enferma, señora María. Y aunque goce de buena salud, sigue siendo una enferma. ¡No se le olvide tomar las pastillas! Tenía una confianza ciega en el doctor, que era muy serio, una lumbrera graduada en muchos sitios y que había heredado la consulta de su padre, que precisamente había sido el médico de familia cuando ella era una adolescente de coletas ridículas y vestidos hasta el suelo. El doctor la trataba con suma delicadeza, como se trata a una enferma y eso le agradaba. Todas las amigas del julepe también estaban enfermas. Durante la partida del jueves, y especialmente 30
LAS HORMIGAS ALEMANAS
la del sábado y no digamos la del domingo, la conversación versaba sobre la evolución de sus enfermedades respectivas, y el número de pastillas recetadas que siempre iba en aumento. La señora Catalina, ataviada con su brillante vestido de medio luto y su pamela de luto entero, tomaba diez diarias; la señora Narcisa, nueve (lo que le producía un enojo terrible, que a duras penas lograba ocultar) y la señora Rosario (a pesar de su artístico relicario de plata que paseaba con orgullo), ocho. La señora María se encontraba, por tanto, en manifiesta inferioridad. Extremadamente cortés y educado, el doctor se levantaba para recibirla con estudiada pleitesía, se abrochaba el botón de la bata blanca, la besaba en los carrillos como a la tía del pueblo, y la señora María le preguntaba entonces por su distinguida esposa, de la que ya estaba separado lo menos cinco años, y por los niños, uno de los cuales estaba próximo a terminar Medicina. Y comenzaba a exponerle sus problemas, que los tenía y muy serios. Por ejemplo, la tensión. Era evidente que el mancebo de la botica no sabía colocarle el aparato, porque le daba unas mediciones tan bajas que tenía que pellizcarse ya en la calle para cerciorarse de que no estaba muerta. Por ejemplo, el temblequeo de la mano derecha cuando elevaba el plato sopero; ¿qué decir de las manchas marrones, los puntitos blancos en los brazos, un pellejito suelto a la altura de la nariz, los culebreos de las venas verdosas, los carraspeos enfermizos, esos ahogos monstruosos? El doctor escuchaba con atención, anotaba las incidencias en un folio con la seriedad de un presidente de tribunal que estuviera examinando a un opositor a cátedra, daba la vuelta al folio dos o tres veces para comprobar si se le llenaba de una puñetera vez para cambiar a otro, y guardaba por educación un profundo silencio. Al final la señora María no pudo contenerse y le dijo: –Doctor, todas mis amigas toman por lo menos ocho pastillas y yo únicamente cuatro, ¿eso le parece correcto? La azul, la marrón, la verde, la amarilla. 31
LUIS Mª ALFARO
El doctor se quitó las gafas, se frotó los ojos, y dijo como viniendo en sí: –Gusanos. –¿Qué? –se asustó la señora María. El doctor se levantó, cruzó las manos por la espalda, giró a un lado y a otro el cuello, se acercó a la ventana y se volvió a sentar, e insistió: –Gusanos. La señora María, llegado a este punto, estaba ya muy nerviosa. El doctor habló con propiedad: –Su sintomatología está plenamente estudiada y hay que dejar que el curso de su enfermedad, doña María, evolucione naturalmente. Por tanto ni puedo ni debo aumentarle la dosificación establecida, porque eso supondría una alteración brusca de su proceso con consecuencias imprevisibles. –Y entonces, doctor, ¿qué debo hacer? –Esperar a que aparezcan los gusanos. Y se lo explicó muy despacio para que lo entendiera. –Un día de estos al levantarse de madrugada, cuando acuda a la cocina y dé la luz, descubrirá unos cuerpitos amarillos, peludos, amorfos, con un puntito negro a modo de nariz en un extremo, paseando medio atontados por el vasar, donde los tarros de legumbres. Igual encuentra alguno más osado acercándose al paquete de galletas. No se ponga nerviosa en esos momentos. Simplemente, retírelos con una cucharilla y échelos al reciclaje. No intente arrastrarlos con un trapo porque se desintegran y lo dejan todo perdido. ¿Me ha comprendido usted? La señora María asintió medio horrorizada. –Cuando suceda eso pida hora a mi enfermera para que le extienda la receta de las píldoras rojas. A partir de ese día, la señora María se levantaba con prevención todas las mañanas. Se acercaba con tiento a la cocina, daba la luz y se lanzaba rápidamente al vasar intentando sorprender a los as32
LAS HORMIGAS ALEMANAS
querosos y deseados gusanos. Abría el armarito y los buscaba con ahínco entre los tarros de legumbres. Las lentejas, los garbanzos, las alubias pintas, las blancas y los caparrones. Nada. Buscaba dentro de la cajita donde guardaba las bolsitas de manzanilla. Nada. La de té verde, la de té negro, la de menta poleo, la de tila. Nada. Otro día sin gragea roja. Un martes a las cinco de la madrugada, la señora María que gozaba de un oído despierto sintió que algo merodeaba en las cercanías de la cocina. El reloj de la catedral tenía la maldita costumbre de repetir la hora; a las cinco daba dos veces cinco, y a las medias sólo uno para no confundirse con las enteras. Caminando de puntillas se acercó a la cocina. Se contuvo a la altura del interruptor. ¿Y si el ruido proviniera de un ladrón? Contuvo la respiración un rato y cuando no pudo más, encendió la luz. Allí estaban los asquerosos gusanos amarillos: grandes, peludos, pesados, con el puntito negro a modo de nariz, moviéndose lentamente por el azulejado después de haberse atiborrado con las migajas del bollito de pan del domingo. No lo dudó ni un instante. Les atizó con el escobón, con el recogedor, con las babuchas (cómo lo hacía en otro tiempo con su difunto esposo al aparecer bebido después de gastarse los cuartos en francachelas), pero cuando fue a retirarlos se dio cuenta que aquellos cuerpos gaseosos se disipaban en el aire. Que igual era una alucinación. Que los gusanos a lo mejor eran simplemente manchas dejadas la víspera al cerrar la bolsita de la basura orgánica. Que no había nada al despertarse al día siguiente. Pidió hora por si acaso. Muy contenta ese jueves la señora María se tomó por primera vez la pastilla roja y se lo contó con emoción a las amigas del julepe. Al finalizar su vehemente exposición, la señora Catalina le anunció bruscamente, sin demasiada educación, seguramente para cercenar su explosión de alegría: 33
LUIS Mª ALFARO
–Querida, la pastilla roja es importante pero mucho más lo es la negra. –¿La negra? –Sí, querida, pero esa sólo se receta cuando aparecen las hormigas alemanas en casa. –¿Hormigas alemanas? Y la señora Rosario, aclaró: –Se les llama alemanas porque son disciplinadas, caminan ciegas en grupo, incordian lo más posible, pican como guindillas las condenadas, arramplan con todo y consiguen siempre su objetivo. –Son hormiguitas, casi invisibles, ¿sabes? –corroboró la señora Narcisa, que le gustaban los merengues de café, y por eso necesitaba un poco más de espacio en la silla–. Son pequeñitas, parece que no están pero están, se esconden durante el día en los libros, y por las noches atacan el tobillo derecho haciendo un abazón blanco del tamaño de una lenteja. –¿Y desaparecen con la pastillita negra? –No –dijo la señora Catalina– pero refuerza la potencia de la pastilla gris que esa sí que permite tomar la pastilla naranja, que en realidad es la que combate el dolor. La señora María se dio en pensar. Siempre había sido una persona lógica y extremadamente juiciosa. Antes de hablarle el doctor de los gusanos jamás los había tenido en casa. Alguno envuelto entre las hojas de las lechugas cuando compraba a las caseras de la plaza; alguno entre los claveles. Pero ahora hasta las endivias adquiría envasadas y limpias. Azul, marrón, verde, amarilla, y ahora otra también roja. Estaba condenada de por vida ya a tomar cinco pastillas, pero si aparecían las hormiguitas alemanas tendría que tomar también la negra, y luego seguramente otra gris y más tarde otra naranja. La señora Catalina tomaba diez, la señora Narcisa nueve y la señora Rosario ocho. ¿Y después? Después de las fatídicas hormigas alemanas ¿qué vendría? 34
LAS HORMIGAS ALEMANAS
Con la llegada de los primeros calores, al pie derecho de la señora María se le ocurrió una noche investigar la calidad del aire en solitario, porque apareció colgando de la colcha. Se despertó con un picor inaudito. Efectivamente, el abazón se anunciaba un poco pálido pero en cuanto le dio por rascarse se convirtió en una lenteja y luego en un botón camisero. ¡Acababa de padecer el primer ataque despiadado de las insensibles hormigas alemanas! Se dio agua, se dio alcohol, se dio vinagre. El doctor esa misma tarde se lo dijo con claridad: –La pastilla negra. Es usted una enferma, doña María, y debe tomarse la pastillita negra hasta acabar el frasco entero. Y luego, ya decidiremos. El frasco era más grande que uno de esos envases de cacao del desayuno de los niños. La señora María lo estuvo contemplando sopesando la evidencia: después de la negra tendrían que recetarle por lo menos dos más para igualar a la señora Rosario, sólo que ésta para entonces ya se habría hecho con la necesidad de tomar otra distinta, por ejemplo esa añil casi cuadrada que permite una orina más densa y en technicolor. En un momento de lucidez decidió no tragarse aquel bote más grande que su estómago. Si las hormigas anidaban en los libros (como se lo habían comentado durante la partidita del jueves), acabaría con los libros antes de emborracharse de pastillas negras. Sabía que su difunto marido guardaba en algún sitio la colección de El Coyete, y otras novelas del oeste como las de Marcial Lafuente Estefanía y de alguno más, incluso algunos periódicos viejos de cuando faltaban rollos de papel en el retrete. Le costó localizar los libros, que estaban medio ocultos en las baldas superiores de un armario al que no alcanzaba sin subirse a la banqueta. Como le dio cierto reparo buscar las hormigas entre las hojas amarillentas, alguna incluso agujereada, introdujo los libros en un par de bolsas de plásticos y se deshizo de ellos arrojándolos al contenedor azul. 35
LUIS Mª ALFARO
Esa noche durmió por precaución con calcetines y las hormigas alemanas no aparecieron. Pero el primer día que se acostó de nuevo con los pies desnudos, no daban siquiera las cuatro cuando se despertó aquejada por el picor molesto en el tobillo derecho. Se rascó y el botón camisero comenzó a florecer bruscamente. A la señora María no le había intimidado nunca ni siquiera el jefe de la oficina de correos donde había trabajado en su juventud pesando cartas y certificándolas. Así que volcó las pastillas negras en el molinillo como si fueran granos de café, las trituró hasta cansarse, luego cercó la cocina con montoncitos de lo molido que también esparció por el pasillo y los zócalos de su habitación. Estaba dispuesta a no esclavizarse con las pastillas. Diría a las amigas y al doctor que las tomaba y punto. El remedio no funcionó. Entonces sustituyó el polvo negro por sal. Y tampoco. Al mes, después de sufrir intermitentes ataques, y comprobar que ni la sal ni los regueros de aceite de geranio surtían efecto, decidió como los soldados en el ejército montarse en imaginaria permanente. Colocó una silla en la habitación, dejando encendida una lamparita. Con una zapatilla en una mano, un aerosol en la reserva, ofreció sus pies desnudos y limpios como cebo a las golosas hormigas alemanas. No tardaron en aparecer. La señora María no daba crédito. Eran como átomos peludos con patas, que se movían unas detrás de otras, despacio, como un hilván rojizo, en procesión disciplinada, igual que una columna de mercenarios detrás del ariete. Tomó aire y cargó con la zapatilla contra ellas, las roció con el spray, y cuando vio cómo caían todas inmóviles formando montoncitos de puntos rojizos, se acostó y durmió aquella noche como los ángeles. Las comadres le anunciaron en la partida del domingo: –Te seguirán molestando durante mucho tiempo todavía, querida, porque son alemanas. La pastillita negra sólo te prepara para 36
LAS HORMIGAS ALEMANAS
la pastilla gris, que permite tomar la pastilla naranja que es la que vuelve tu cuerpo inmune a su ataque. –Contra ellas, querida, si no es con pastillas no se puede hacer nada –dijo la señora Rosario. –Son muy inteligentes y muy astutas –dijo la señora Catalina– aunque descubras el agujero de su hormiguero y lo obtures con silicona, abren otro en cualquier sitio. –Por eso se llaman alemanas, querida, porque son cabezonas y constantes –dijo la señora Narcisa. –¡Ah! –dijo la señora María, abriendo la boca de asombro. –Pero no te preocupes por nada, querida –dijo la señora Catalina–, que para eso estamos aquí las amigas, para ayudarte a superarlo. La señora María perdió las manos del julepe, pero también esa noche durmió a pierna suelta, sin gusanos ni hormigas. Y las siguientes. Y cuando la señora Catalina, le preguntó otro día: –Ya no te oímos quejarte de las hormigas, querida, ¿tomas la pastilla negra? –Sí, cielo –mintió sin sonrojarse. –¿Y la gris? –No se me olvida nunca. –¿Y la naranja? –Por supuesto. No la dejaría de tomar por nada del mundo. –¿Ves cómo teníamos razón, bonita? ¡Sin las pastillas, las hormigas alemanas te hubieran martirizado, haciéndote la vida imposible!
37
LUIS Mª ALFARO
Vivalavirgen Al simple de Aranegui le apodaban Vivalavirgen. Estando acodado en la barra de un bar filosofando sobre el color cucaracha mestiza del vaso de vino, un día se personaron sudorosos los municipales. Uno de ellos, después de recuperarse del sofoco, reclamó la atención de los presentes: –Buscamos una pareja de desaliñados que creemos se han escondido aquí ahora mismo. ¿Alguien los ha visto entrar? Y Vivalavirgen sin pensarlo dos veces, dijo señalando a los del fondo de la barra: –Esos son. Y cuando los llevaban detenidos, el tabernero le dijo: – Esos lo mismo llevaban aquí la media hora. –¿Y qué? Los policías no lo saben –contestó tan tranquilo. Así de simple era Aranegui. Campechano, sobrado, zumbón, pletórico, alegre. Un tipo de ventas, apuestas, tascas y tabernas. Decía cualquier cosa en cualquier sitio como si las palabras le sobraran y tuviera necesidad de repartirlas a suertes, como los naipes de la baraja. –Soy un hombre sistemático –gritaba al mundo subido a un noray del puerto para demostrar con su absurdo equilibrio que esa vez no estaba más bebido de lo habitual. Y como ni el salado de Zubeldia ni el sacristán parece entendían el mensaje, añadía: –Sistemático quiere decir que soy un tipo con conocimientos. Alardeaba de sus múltiples trabajos anteriores, satisfecho de que de todos le hubieran echado. Decía, por ejemplo, que había sido carbonero, y lo mismo era verdad. Por ejemplo, que había estado cinco campañas de redero en el bacalao y que por eso comía carne. Que también contratado de pastor, segando hierba, talando árboles, recogiendo patata, recolectando fresones en la vendimia francesa. 38
VIVALAVIRGEN
Zubeldia, su amigo del alma y con el que echaba los cánticos a las altas horas de la noche, lo admiraba profundamente: –¡Eres un gran hombre! –Lo soy, claro que lo soy. Y tú también. –Y yo también –afirmaba con rotundidad Zubeldia, antes de pasarse ambos los brazos por los hombros para darse más fuerza a la voz. Era además muy de irse a putas y alternando para no encapricharse con la misma. Se pegaba tres fanfarronadas, un par de cánticos solitarios, eructaba peligrosamente y estrenaba nueva cama la noche de sábado Cuando el sacristán de la parroquia, tan borracho como él, se lo encontraba tirado en los soportales de la dársena, le decía: –Búscate una mujer que te sujete para que no te caigas. –¿Mujer buscar, yo? ¡Preocupaciones voy a coger ¿o qué?! –Una decente; una que cuando tengas fríos los pies te caliente la bolsa de agua. –Fríos los pies nunca tengo yo. –Pues una que te ponga paños de vinagre en la frente cuando te duela la cabeza. –La cabeza no me duele nunca. Ya ves. –Una que te emboque la frazada cuando se te caiga la ropa de la cama. –Es que duermo sin manta. –Jodé. Una que de verdad te quiera. –¡Ah, no! De esas, ni mentar. Si quieres ser mi amigo, de esas ni hablar. Son las peores. Zubeldia dice que salen muy caras. –Piénsatelo. Ya tienes una edad y los años vuelcan sal al puchero y luego la comida no hay quien la digiera. Después de reflexionar un rato, encender un cigarrillo y fumárselo entero, confesó al sacristán: –Coño, de comidas bien sabes tú, que ningún cura delgado hace misa. Igual algo de razón tienes. Dejaré de acudir al mueble cuando encuentre una mujer que me llene el corazón. 39
LUIS Mª ALFARO
–Muy grande tiene que ser esa mujer porque tu corazón es muy grande –dijo entonces el sacristán enriqueciendo su vena poética. –Sí que el corazón lo siento grande, sí –dijo Aranegui– y lo noto como que quiere salir, pero nunca se sale el muy cabrito. El consignatario lo tenía contratado para la estiba del puerto, por ser de sobra el más bruto del barrio y muy capaz de sustituir a la grúa estropeada. Decían incluso que había detenido desde el foso una vez un montacargas con la cabeza. Anchas las espaldas, cuello macizo de levantador de piedras, brazos de leñador, firmes como columnas góticas, y una cara salpicada de hoyitos rojizos a juego con sus ojos medio verdes y medio inocentes, Aranegui medía el uno setenta y mucho, pero visto de frente, en el quicio de la puerta, en la penumbra de una habitación, lo mismo aparentaba dos. Desde las recomendaciones del sacristán, proclamaba orgulloso los lunes a la mañana: –Yo soy libre y para que me ate una, buena hembra ha de ser. Y Zubeldia, le replicaba: –¿Una mujer atarte a ti? ¡Y yo que lo vea! La patrona, que se llamaba doña Engracia, le cobraba el alquiler los sábados, a las doce, que es cuando suena el cañoncito que da paso a la sirena que avisa de la llegada puntual del mediodía. Aguardaba a la puerta del consignatario y según salía con el sobrecito marrón se lo quitaba de las manos, lo abría, retiraba su parte del alquiler y unos picos más, y se lo devolvía: –Tienes pagada la semana, y un sobrante para la cartilla. –Es usted una bruja. –Lo que soy es una buena madre. ¡Tu madre tendría que hacerte esto! Cuando asientes la cabeza y te cases, te devolveré la cartilla de la Caja para que tengas para pagarte un buen traje. La señora Engracia había heredado un primero de una tía fallecida sin testar. El piso contaba con cuatro habitaciones, un meadero y la taza, y un cuarto con bañera. Eran los tiempos de la 40
VIVALAVIRGEN
guerra, y la señora Engracia, solterona, sin novio con el que cartearse por culpa de un desengaño con el capataz del silo, se había venido del monte a ayudar a la tía al quedarse ésta coja por un mal traspiés al varear la lana de un colchón húmedo. La coja, que tenía más experiencia en hombres, le enseñó a tratarlos como si fueran deshecho, poco menos que mercancía averiada. A golpes. Nada de amistades ni de cariños ni de sonrisas ni de conversaciones indecentes. Con su armadura de mujer áspera, pero enorme, decía a quien quisiera oírla: –Todos los hombres son pendencieros y puteros, y los que no lo son hoy lo serán mañana. Está intrínseco en su naturaleza. La señora Engracia, gracias a su tía, aprendió a desnudarlos cuando llegaran borrachos, y a meterlos a empujones en la cama. Acaso por ver tantas vomitonas y asistir a tantas lloreras y a las condenas sociales y a las necesarias prevenciones a adoptar para no despertarse con un bombo inoportuno, nunca tuvo apetencia por ninguno y ninguno de los inquilinos tampoco por ella, y ahora pasado su tiempo menos. La excepción la constituía Aranegui, que por verlo tan simple, tan bien dotado y tan inocentón sentía como una cierta compasión hacía él o quizá más bien una cierta curiosidad por saber lo que la vida podría depararle. Un día, le dijo: –Eres un desgraciado. –Razón lleva usted. Lo soy de lunes a viernes. –Y el sábado, peor. –¡Ay, señora Engracia! ¡El sábado soy el rey del mambo! –Una buena mujer necesitas tú para ser rey también de lunes a viernes. –Dudo que de esas existan. –Hay que buscarlas. –Igual buscarlas ya se busca. Lo difícil es encontrarlas. –Ya te voy a traer yo una, pues. –Una, poco me parece a mí. Igual mejor dos. 41
LUIS Mª ALFARO
–Una que valga por dos. Una con remango. Que te restriegue la piel para sacarte los picores. Ya sabes. De pueblo, de las acostumbradas a ordeñar lo mismo una vaca que un buey. –Pero a prueba, ¿eh? Que la mercancía se cata antes de comprar. –¿Y si quiere catarte ella la tuya? Aranegui se quedó meditando lo mismo veinte segundos. Le pareció un golpe bajo. –¿Qué quiere decir usted? –Que igual sólo sabes ponerte arriba y empujar. –¿Qué pasa? ¿Eso ahora no es suficiente o qué? –Las mujeres quieren otra cosa. Aranegui se asustó. –¿Qué otra cosa? –Tienes que lavarte, tienes que cortarte el pelo, darte colonia, mostrarte sensible. –¿Sensible dice? ¡Lo que faltaba! Ahora hasta limpios hay que llevar los zapatos para irse con una mujer. No te jode. ¿Cómo va a ser uno feliz con tantas obligaciones? Mejor me quedo como estoy. –Con Zubeldia. –Ese hace buenas risas. –Y mejores purés para cuando te quedes sin dientes y él como es más viejo que tú se encuentre ya en el asilo. Aranegui estaba un poco confuso. Es que los lunes no le iba demasiado bien. Los lunes comenzaba con la cartera vacía y el cuerpo un poco cansado. Si no entraba un maderero, vale, pero si ya desde la primera hora tenía que prestar sus espaldas y sus riñones, la jornada se tornaba desagradable. Y este lunes hasta el práctico había abjurado de la mala suerte porque el carguero venía con la línea de flotación en peligro. La señora Engracia era una fuente de realismo. Dijo: –Las mujeres llevan el gobierno de la casa y como sufridas que son se conforman con que el marido las acaricie. 42
VIVALAVIRGEN
–¡Acariciar! ¡Si sabré yo! ¡Bien que acaricio los sábados! –Y las digan palabras bonitas. –¡Palabras bonitas! ¡Qué tontería! Mucha cursilada me parece a mí lo que hablamos. –Por ejemplo, “te quiero”. –¿”Te quiero” es una palabra bonita? ¿Quién coño va a decir esa tontería una noche de sábado? –Es lo que dicen los maridos a las mujeres. –Así terminan empujando ridículos el cochecito y limpiando el culo de los niños. Entonces, la señora Engracia elevó la voz y dijo: –¡Una mujer buena te voy a traer para ti, y no hay más que hablar! –¡Pero que sea virgen! –Virgen lo será. Precisamente de esta conversación provenía su apodo, porque el simple de Aranegui lo contaba todo y porque ese mismo atardecer en la sociedad donde cenaba, levantó el porrón más alto que nunca, y dijo: –La bruja esa que me acuesta cuando voy borracho va a buscarme una virgen para mí solo. Y el salado de Zubeldia, que trabajaba de relojero a pesar de su diabólica ceguera (veía lo que le daba la gana), exclamó: –Que te la presente a la luz, con mucha luz, que las que vienen del monte recomendadas suelen estar averiadas. –Pues ésta es virgen de nacimiento. –¡Santo cielo! ¡Eso sí que es mérito! –Para que sepas. Y Zubeldia entonces gritó: –Coño, pues ¡viva la virgen! Y el simple de Aranegui repitió: –¡Viva la virgen! Y desde ese momento en la sociedad dejaron de llamarle Aranegui para convertirse en Vivalavirgen. 43
LUIS Mª ALFARO
Los padres de Margarita, allá en el pueblo del interior, recibieron la nota de la señora Engracia con alborozo, y el hermano mayor más. Una boca menos que alimentar. Margarita hizo en una hora la maleta, y se pagó de sus propios ahorros el billete de autobús. Era una mujer resuelta, los treinta pasados, cansada del heno y las vacas, de los pajares y las cuadras, decidida, sin complejos, moderna. Se bañaba en el río todos los viernes, estuvieran los viejos paseando, así que tenía la piel enseñada a los fríos. Guardaba un parentesco lejano con la señora Engracia. Ésta le puso en antecedentes por si acaso. –Borracho, pendenciero, simple, jugador, apuesta hasta la camisa en el frontón, se gasta el salario de los sábados con pelanduscas y se toma de ronda diez chiquitos antes de cenar en la sociedad. Y Margarita, sin vaciar todavía la maleta, dijo cándidamente: –Pero ¿algo malo tendrá, no? La señora Engracia se le quedó mirando algo atónita y le dijo: –¿Te parece poco? Y Margarita, dijo: –Borracho también lo es mi padre, pendenciero mi hermano, simples los dos, cuando bajan a la ciudad también se gastan el dinero en putas, y más de diez chiquitos también aguanto yo los domingos con unas olivas delante y unas patatas fritas detrás. El día de la presentación fue épico. La señora Engracia acudió al puerto y en la distancia señaló al tipo que estaba al pie de la grúa, y le dijo a Margarita: –Es el que cincha los maderos. –Parece alto. –Lo es. –Parece fuerte. –Lo es. –¿Y está soltero? 44
VIVALAVIRGEN
–Lo está. –¿Seguro que nadie le ha echado el guante? –Nadie. –¿Y su disposición? –Pues dudas tengo. –Bueno. Tampoco importa demasiado. Estuvo un rato contemplando su trabajo, y le agradó verlo tan suelto. Igual se había hecho a la idea de un tísico o un enfermizo, un vago o alguien a falta de un hervor, porque nadie regala manzanas si no están podridas. En su lugar, tenía delante un buen tipo semental. Alto, con la camiseta sudada, los brazos desnudos, que lo mismo podía cargar sobre sus espaldas sacos de patatas que de cemento. Esperó a que el reloj de la iglesia del puerto marcara menos diez, y preguntó a la señora Engracia: –¿Ya sabe que he venido? –Callada como una monja he estado. –¿Y por qué? –Por la sorpresa. –Pues vamos a dársela. Y Margarita, sin ningún reparo, a paso rápido se acercó a la grúa y la mandó detener. Vivalavirgen, gritó: –Quítese de ahí, señorita, que la puede atropellar. Margarita entonces se puso en jarras, como en los sainetes, y gritó: –¿Tú eres el Aranegui? –Sí. –¿Y no adivinas quién soy yo? –Pues, no –dijo Aranegui algo confundido. –Pues soy tu mujer, para que te enteres. Faltan cinco minutos para las siete, así que aquí te espero para irnos juntos a casa, que de algo tendremos que hablar. 45
LUIS Mª ALFARO
Y ya de regreso, atrapado del brazo como un presidiario, con doña Engracia detrás, Aranegui escuchó asustado a Margarita: –Y mañana te limpias los pies que vamos a tu iglesia para leerte los papeles, que los míos de sobra los tengo ya leídos.
46
DOS CORREDORES DE FONDO
Dos corredores de fondo Dos corredores de fondo, de los que habitualmente nunca llegan a ninguna parte. Eso eran. Viejo y cansado él; sin hermosura ni colores ella. Con su aire de perdedor, pantalones grises caídos, la cara gravemente enferma por el aburrimiento, juntando palabras que conformaran pensamientos. Fíjense ahora en ella. Extraña en su propia tierra. Quizás es que hablase una lengua confusa o tuviera dificultades de oído. Perdida en ninguna parte. Mañana, se decían los dos a destiempo y en distintos lugares. Cuando no vacile mi suerte algo sucederá agradable. Cuando deje de traicionarme el destino. Cuando el porvenir toque a mi puerta para detenerse. Mañana. Pero mañana, lamentablemente, se vuelve hoy al día siguiente. Un día anodino. El mismo paisaje. Los mismos bostezos durante la semana. El bochorno del atardecer antes que rebrote el cierzo. Se encontraron. Por fin. Esa casualidad que entre trago y trago se despierta. Sólo necesitaron mirarse. En los ojos de él estaba ella. En los silencios de ella aparecía él. 47
LUIS Mª ALFARO
En una maleta vacía cabe mi ilusión, susurró él. En mi bolso sobra espacio para la esperanza, dijo ella. Compraron libros de viajes, visitaron agencias, se armaron de folletos y buenos mapas. A esa edad en que las cosas se tornan difíciles, ¿por qué no recuperarse jóvenes? Alquilaron una habitación. Antes de bajar la persiana y de apagar la luz compartieron el descubrimiento de aquellas ciudades siempre lejanas. Luego, se amaron envolviendo sus sentimientos en sábanas limpias. Se amaron en el Cuerno de Oro, en Iquite, en el Gran Mendoza. ¡En tantos sitios se amaron! Se amaron hasta la extenuación lo mismo en imaginados hoteles de cinco estrellas que en pensiones de buhoneros. En sitios donde el tiempo lamenta su existencia. E s c á n d a l o La felicidad crea resentimiento. Por eso fue un escándalo cuando ella dijo y dijo él (radiante expresión hasta entonces desconocida) que concluida la primera vuelta al mundo, con la misma embriaguez y en esa misma noche daban comienzo de inmediato a la segunda.
48
PROTOCOLO DE ADMISIÓN
Protocolo de admisión Y entonces al reverendo le entró un pasmo terrible, la espuma floreció en sus labios y goterones de sudor como vidrios hirientes, comenzaron a brotarle en el rostro. Los ojos rígidos, perdidos en un más allá cercano, las manos estiradas y el dedo índice acusador congelado. ¡Había menguado su autoridad! ¡Un desequilibrado, un apóstata histérico de voz atiplada seguramente pecaminosa, se había levantado de repente en uno de los primeros bancos y osaba rebatirle en público lo incontestable de su homilía con infames argumentos de taberna! ¡En su misa, en su propia misa, en medio de la misa! ¡Un descreído, sin duda! ¡Hasta ese punto llega la promiscuidad de la nueva sociedad! ¡Qué desvergüenza! ¿Qué vendría luego? ¿La quema de iglesias? ¿Las violaciones? ¿El tormento? ¿La persecución incontrolada! ¡Terrible! ¡Humillarle a él, canónigo, teólogo, que había visitado dos veces los Santos Lugares, que se había bañado en el Jordán y en la piscina de Lourdes sin enfermar en el intento! ¡Aquel tipo sin duda era el mismísimo diablo disfrazado de activista social! ¡Y en la iglesia, su iglesia amada, la única iglesia verdadera, se atrevía a romper el muy desvergonzado la exquisita musicalidad de sus bellas palabras! Sin poderse contener, gritó acusándole con todas sus fuerzas: –¡Anatema! –y se desplomó en el suelo. Alterado en su apacible sueño por el codazo violento de su mujer, el médico balbuceó algo así como “¿quién me llama?” o “¿qué pasa?” o “que vuelva más tarde” o “miren que estoy echando la siesta” o “¿qué nombre van a ponerle al niño?” antes de percatarse de la gravedad del suceso. Abandonó presuroso la tercera fila de los bancos de madera para dirigir el auxilio. Tomó el pulso al cura, le abrió la boca, le tocó la lengua con un palito, le hizo girar los ojos dibujando con sus dedos delicadas espirales en los párpados, y conminó a que todos se separasen. Luego, se volvió al resto de los asistentes, y dijo con voz profunda: 49
LUIS Mª ALFARO
–¡Hala! Ite misa est, y a tomar todos el aire a la calle. Llamen al coche fúnebre. Un cuarto de hora más tarde (igual un poco más), el reverendo se encontró medio volando como una paloma torcaz en día de viento sur bajo el ábside de su iglesia. Como estaba todavía entibiado por el contraste súbito del calor al frío suspiraba por alcanzar la petaca de brandy que ocultaba en el confesionario, pero todavía no era experto en el manejo de la ingravidez, así que tampoco en esos momentos podía encarar sin estrellarse la puerta de la sacristía para fumarse el delicioso cigarro de todos los días después de misa. Le costó su rato comprender que aunque muerto seguía manteniendo una sutil dependencia de su cuerpo carnal ya rígido, al que permanecía sujeto con un invisible hilito elástico, similar al de los chicles adheridos al zapato, así que por mucho que volase grácil de momento no podría ir demasiado lejos hasta desprenderse de aquella atadura que le ligaba a la oxidada chatarra vieja. ¡Por fin había cumplido la parte más importante del trato que uno al nacer firma con la vida: morirse! Ahora sólo tocaba aguardar a que apareciera el impresionante cortejo incandescente de querubines y serafines que le condujera a presencia de Dios padre, como en tantas catequesis había proclamado ante las miradas angustiosas de los niños de Primera Comunión. Los ángeles acogen a uno en sus brazos de nube, anotan en un ábaco blanco las buenas obras realizadas y en otro negro las malas, y según el peso ponderado muestran o no al difunto el camino a ese infinito eterno donde los días luminosos si se prenden nunca se apagan. Pero no había intuido jamás, ni siquiera en los mortificantes ejercicios espirituales del seminario, que el tránsito no es automático (te mueres y en paz, y ya está, a danzar desnudo toda la eternidad al son de las ocarinas), porque el alma resulta que no recobra su libertad hasta que del más allá aparece alguien con atri50
PROTOCOLO DE ADMISIÓN
buciones para cortar definitivamente ese hilito viscoso con tanta habilidad tejido por una araña invisible en el momento del tránsito, que retiene de algún modo todavía al muerto a la tierra. Pensó que el hilito actuaba como el precinto de garantía que se adhiere a las prendas para detectar su nicho de ubicación y zumbar cuando las roban. Pensó también que seguramente Dios en su eterna bondad había ideado esa espera como un tiempo de reflexión para la contrición de los pecados, necesario para la limpieza del espíritu. Para la hora ya estaba cansado de hacer de cometa y aburrido de recordar sus pecadillos más próximos, por supuesto todos veniales, ninguno importante. Era una experiencia novedosa, ciertamente, pero cansina eso de estar en el aire volando dentro de un recinto aunque fuera espacioso como la iglesia. Y desconcertante: ningún serafín de momento aparecía para recibirle. Ni un ángel ni un profeta ni (lagarto, lagarto) un demonio con rabo, orejas puntiagudas, cara de mala leche, sello y tampón. Para hacerse más visible desde el exterior (de modo que los ángeles le localizasen rápidamente) pretendió en su ingenuidad encaminarse hacia la claridad de los rosetones, como los pardales asustados, pero sufría de vértigo. Desde las alturas la visión aterradora de los bancos apolillados no le serenaba el ánimo. Además, para su desgracia, comenzaba a sentirse solo: habían abandonado prácticamente todos los feligreses la iglesia, lo que resultaba tan desalentador como desagradable, e incluso descubrió al párroco (con su amargura de una próxima jubilación sin llegar a obispo) vestido de calle, sin la estola puesta. Supuso que le habría reconfortado anteriormente, pero se sorprendió que en lugar de iniciar una piadosa oración en su memoria, apremiara a los de la funeraria para que retiraran rápidamente porque molestaba su cuerpo, aparcado al lado del evangelio. Le oyó decir: –Venga, venga, muévanse. Llévenselo de aquí cuanto antes y tengan cuidado: no tiren las macetas ni me pisen las flores. 51
LUIS Mª ALFARO
Fue entonces cuando desde su ingravidez el reverendo comprendió que ya no pintaba nada, que estaba indefenso como un niño recién nacido, y que la venganza de la vida precisamente es retirarte los atributos pasajeros (uniforme, sotana, cartera de ejecutivo, gafas de miope, tarjeta de crédito, metálico en el bolsillo) y dejarte avergonzado ante tu propia pequeñez. ¿Y Dios? Seguro que Dios se le aparecería ya en cualquier momento, por supuesto en cuanto estuviera en disposición de desprenderse de la molesta atadura carnal. Al fin y al cabo (en sus homilías incendiarias lo dejaba muy claro), el cuerpo es simplemente un envoltorio, y en cuanto se rompe la carcasa que la constriñe, surge el alma limpia que navega sin alas hacia esa dimensión extraña donde se desconoce el tiempo. Ansioso por entrar definitivamente para siempre jamás en el nuevo estado y conocer de cerca a Dios y a los profetas y a todos los patriarcas y a los santos de sus jaculatorias, le agradó que los de la funeraria no demoraran más la operación, transportándolo rápidamente al tanatorio. Seguramente, en cuanto concluyeran los ritos fúnebres, el Señor se le presentaría en todo su majestuosidad. Le satisfizo especialmente que el recepcionista vistiera con elegancia: traje impoluto, negro y de corbata; los zapatos limpios, y que fuera además reservado en sus expresiones. Ordenó el hombre que le colocaran sobre un catafalco, con unos claveles preciosos de plástico y un fondo suave de Vivaldi (que también había sido cura). Los muertos tienen la particularidad de ser todos serios y decadentes. Nada de rock ni de canciones guturales. Precisan de una serenidad suficiente para asimilar apaciblemente el nuevo estado. El trámite duró lo justo, muy de agradecer porque si algo molesta a los muertos, por su lógica inexperiencia, son demoras inoportunas. Están intranquilos por investigar su futuro, como los 52
PROTOCOLO DE ADMISIÓN
niños revoltosos los cuartos oscuros. Así que en cuanto el del tanatorio cerró la puerta, el reverendo se puso a volar de nuevo con la misma alegría con la que se tropieza un payaso de nariz roja en medio de la pista del circo. Evidentemente, aquel era sitio de calidad. La ausencia de ventanas le desagradó bastante, eso sí. La luz, siempre la luz, y la luz de aquella sala provenía de lámparas halógenas, tan diferente a la natural. Se preguntó por el túnel blanco del que hablaban los que de una forma u otra habían tenido alguna experiencia sensorial en ese sentido. Nunca había creído, faltaba más, en historias de aparecidos ni en vueltos del más allá, porque en sus muchos años de cura ninguno había retornado para malherirle el sueño con visiones apocalípticas del infierno. La paz sí que la tenía, pero también en vida cuando se acostaba por las noches sin enchufar el televisor. Disculpó a Dios. Dijo en voz alta aunque nadie pudiera oírle: –Bueno. Todas las cosas llevan su tiempo, y el cielo también es lógico que posea protocolos de admisión para que no se cuelen desgraciados sin merecerlo. Le desagradó que una señorita guapa, con las uñas repintadas y los labios bermejos, se le acercara tanto para maquillarle con un pincel y que le retocara encima las cejas como a una cabaretera de las condenadas a la perdición. El párroco, con el que se llevaba mal por sus embrutecidos ataques a San Pablo, del que jamás leía una epístola, acudió el primero a visitarle, y antes de marcharse, dijo al administrativo del tanatorio: –Me gustaría que le colocaran un rosario entre sus manos, ¿no tendrán uno retirado por ahí? Cierto que el reverendo era muy viejo y muy suyo, un picajoso inflexible con los pecados, al que las teorías de la evolución descolocaba ante los jóvenes, pero de eso a que de todos los feligreses (incluyendo los catequistas y las responsables del guardarropa pa53
LUIS Mª ALFARO
rroquial y los que daban sopa a los pobres) sólo el párroco, más tarde la señora Martínez y luego el sacristán se acercaran a visitarle no dejaba de sorprenderle. Mucho más cuando la señora Martínez, tan elegante y selecta, tan seria y circunspecta, al saberse a solas sorprendentemente se saltara todas las normas de higiene que la lógica impone salvando la mampara de cristal para abalanzarse sobre su cuerpo, besándole con descaro el rostro y apasionadamente en los labios, para decirle: –¡Ay, Damián, Damiancito, ¿cómo no captaste nunca que el objeto de los cientos de mis pecados que te confesaba eras tú?! ¿Qué va a ser ahora de mí? El ingrávido reverendo tuvo que ocultarse detrás de la corona de plástico, avergonzado por tamaño descubrimiento. Y el sacristán, asomado con recelo por si aparte del muerto estuviera por allí algún vivo, parece que también necesitado de descargarse la conciencia, le dijo: –¡Jódase, cura! ¡Seguro que ahora ya lo sabe! ¡Yo soy el que se bebe las vinajeras y roba los cepillos! ¡Y pienso seguir haciéndolo! Así que el reverendo se enfrentó a esa primera noche de su nueva vida apenado por tan terribles descubrimientos. Lamentó carecer de un cilicio a mano para purificarse ofreciendo su sacrificio por ellos, pero ya era tarde: su estado de ingravidez le conminaba a estar no estando, suelto y sujeto a la vez. ¿Y Dios? ¡Cuánto tardaba en aparecer! Pensó que como los muertos diarios son tantos en el mundo, antes mandaría un adelantado para cortar el molesto hilito. Un querubín rubio, sin duda. ¡Oh, cómo sería de hermoso el encuentro! En la oscuridad más absoluta se dio en aguardar con ansiedad (como así lo había expuesto en las homilías que sucedía) que la película de su vida comenzara a proyectarse de una puñetera vez ante sus ojos. Tenía como una curiosidad morbosa por ver circular los fotogramas a la velocidad de un bólido de carreras. De joven, de viejo, de niño. Aquella aventurilla, aquel desaire; aquella mirada 54
PROTOCOLO DE ADMISIÓN
indecisa, aquella contestación inadecuada. Aquella matrona de pechos abultados queriendo hacérselos tragar. Los almuerzos copiosos, las cenas nunca frugales. Alguna obra de caridad también, seguramente. Desviaciones sin importancia. Dieron la una y las demás horas, y ya sin Vivaldi de fondo, la inacción le resultaba cada vez más irritante. Ni le reclamaba nadie, ni la proyección del cine mental sucedía, ni podía dormir porque el sueño en su nuevo estado no existe. Además, su necesidad irresistible por volar le empujaba a rebotar con frenesí por el techo y las paredes, como un balón de reglamento, y esto resultaba peor, porque no sólo la atadura invisible a su cuerpo le impedía alejarse sino que además al revolotear como un murciélago hambriento, la salita parecía irse encogiendo hasta convertirse casi en una auténtica celda de cartujo. Tremendo. También en el nuevo estado los caminos de Dios resultan inescrutables, pensó o debió hacerlo. Como cada vez se le hacía más difícil asimilar lo que estaba pasando, le asaltaron algunas lógicas dudas. ¿Y si de verdad quién debiera acudir a recibirle se hubiera perdido? ¿Y si el más allá fuera algo gaseoso? ¿Y si como todo lo gaseoso hiciera pluf y se disipara? ¿Y si no hubiera nadie por el otro mundo? ¿Y si no hubiera nada? ¿Y si la nada fuera eso: nada? A las nueve en punto de la mañana, se abrió la puerta; cuatro empleados de más del uno ochenta cada uno, sin mediar palabra levantaron la caja con pasmosa facilidad e hicieron el traslado del ataúd al depósito del cementerio sin la compañía de ningún deudo o amigo. El reverendo estaba desquiciado. ¡Viajaba dentro del automóvil de cortinillas pegado encima del ataúd como una hormiga sobre un zapato! ¡Tantos años consolando enfermos y nadie en el mundo se acordaba de él para acompañarle en tan cruciales momentos! La Andaluza ni se preocupó en volverse según los sintió llegar. Simplemente, dijo: 55
LUIS Mª ALFARO
–Los deudos, fuera. A la calle. Que no molesten y se vayan a la capilla a rezar. –No le acompaña nadie –dijo el que parecía el jefe de la cuadrilla de empleados. La Andaluza se sorprendió: –¿No viene nadie con el difunto? –Nadie. Está más solo que una rata. –¿Y las coronas? –La que regala el tanatorio, la de plástico. –¿Ni siquiera un ramo de flores? –Ni siquiera. –Está bien. Aparcarlo por ahí, donde no moleste. Lo dejaron en una esquina como se hace con los cacharros rotos en los trasteros, y se fueron. La Andaluza tenía un mal día, y no podía ocultarlo. Le habían vuelto a mandar un becario, un tipo tímido, mermado, silencioso, de rostro casi infantil, con los ojos redondos y sonrisa forzada que no parecía demasiado aparente para la labor. Un tipo que igual era hasta listo, pero de pocas agallas, sin remango, que estaba como aturdido, allí, en medio, estorbando, de los que se pinchan con los alambres roñosos sobrantes de las coronas. Le mostró la tinaja donde preparaba el mejunje a base de lejía y sosa para la limpieza de los panteones. La Andaluza era una mujer poco agraciada, de ademanes bastos. Gruñía más que hablaba, como si hubiese nacido exclusivamente para protestar. Estaba cansada de que le enviaran novatos para que les enseñara el oficio. –Si metes la mano aquí te quedas sin dedos –le dijo a modo de saludo, para colocarlo en su sitio. El becario retrocedió un par de pasos asustado, mientras el reverendo asistía atónito a la escena escondido allá donde las arañas esperan al mal tiempo para asomarse. Las paredes estaban recubiertas de baldosines blancos, fáciles de lavar. El suelo de piedra gris permitía también su fácil lampaceo. 56
PROTOCOLO DE ADMISIÓN
Cogió la Andaluza el escobón y el reverendo temió que fuera a atacar las telarañas de los rincones alcanzándole a él, pero no fue así: simplemente comenzó a restregar con nervio la mesa del depósito. Se le notaba mujer de carácter, y totalmente desinhibida. Sus piernas blancas y feas, embutidas en unos calcetines rojos chillones, resultaban especialmente llamativas en aquel triste lugar. Vestía además una bata con una abertura tan desproporcionada, que al agacharse dejaba al descubierto los moratones de sus muslos. Se desenvolvía con soltura. En un momento dado, tomó una espátula e inició el ataque despiadado a una mota negra resistente. Luego se enfrentó sin miramientos al carrito de mano. –Tenemos a este desgraciado para enterrar a las once –anunció a gritos al becario, señalando el ataúd del reverendo–. ¿Sabes qué quiero decir? Y añadió sin dejar la faena: –¡Que muevas el culo, que el tiempo se echa encima! El becario quiso decir algo, pero la Andaluza no estaba para fiestas. –Las lápidas de alrededor de donde le vayan a colocar también tienen que oler a limpio. La gente viene poco por aquí, pero cuando viene es muy chismosa, se fija en esas cosas. Y para eso estoy yo, ¿qué te crees tú? Para ordenar los trabajos y ese es el tuyo: restregar las lápidas hasta que brillen como los chorros de oro. Le entregó con desgana una bata gris dos tallas mayor que casi tapaba sus zapatos. El becario intentó excusarse como si no fuera con él el asunto, pero ella no sólo le obligó a ponérsela sino que encima le dio un balde, una bayeta, los guantes de goma y un escobón. Y un gorro de plástico para que no tuviera que lavarse la cabeza. Y le dijo: –Nunca se sabe quién acompaña al difunto. Si es un militar, los soldados; pero si es un noble todos a los que debe dinero. Así que me dejas los panteones de alrededor como si fuese el de tu propia familia. 57
LUIS Mª ALFARO
Y añadió, luego, antes de retornar a sus propias faenas: –Aunque sea cura, me lo limpias todo con esmero. ¿Entendido? ¿Te has enterado de algo? ¿Es necesario que lo repita? El becario cohibido sin duda por su carácter intimidatorio, se puso corriendo el gorro y cogió los artilugios. Fue entonces al agacharse cuando la Andaluza se fijó en el bulto que sobresalía en el bolsillo de atrás del pantalón. –¡Eh, tú! –le gritó– ¿Qué coño llevas ahí? ¿No serán unas malditas tijeras? ¿Para qué coño las quieres? ¿Piensas cortarle el dedo al difunto para robarle el anillo? ¿Eso piensas, eh? Venga, déjalas aquí inmediatamente. ¡Que no te vea yo! ¡Qué juventud! ¡Habrase visto! ¡Y no pretendas también arrancarle sus dientes de oro! ¡Qué futuro nos espera! Con el balde en la mano y el gorro en la cabeza, más asustado que otra cosa, el becario salió pitando del depósito. El compadre que debía acompañarle como pareja en el trabajo esperaba fuera. Escupió al verlo y le dijo como saludo: –Los clientes no tienen prisa, ¿por qué vas tan rápido? Y añadió: –Además, hasta noviembre no acostumbran protestar por el estado de sus lápidas. Y añadió más: –Si quieres plaza de funcionario aprende a ir despacio. Las prisas sólo sirven para ponerse enfermo. Los trabajos se hacen bien cuando se hacen despacio. Grande, con la barriga inflada, tiznado por el fuego del verano, de ojos profundos y penetrantes, orejas puntiagudas y boca torcida, al compadre le costó todavía unos minutos ponerse en marcha, acaso porque temiera que al no sujetarlas con su espalda fueran a caerse las paredes del depósito. Le preguntó de buenas a primeras: –¿Tú sabes por qué a todos los muertos les crecen las uñas? El becario intentó una sonrisa de circunstancias. 58
PROTOCOLO DE ADMISIÓN
–Pues no les crecen –afirmó orgulloso de sus conocimientos–. Se les merma la carne, simplemente. Cruzaron media docena de calles del cementerio. Luego el compadre se sentó tranquilamente sobre una lápida a fumarse un cigarrillo. Expulsaba el humo con delectación, lentamente, como si viviera el momento memorable de una tertulia de café. Algo nervioso, el becario se puso a mirar por allí. Había Cristos dorados y Cristos plomizos. Cristos que miraban al suelo buscando al difunto o Cristos mirando al cielo obviando al pobre que descansaba bajo sus pies. Y vírgenes de ojos misericordiosos. Y ángeles, muchos ángeles, revueltos, pícaros, juguetones, inocentes. Había un panteón que parecía una salita de estar, con su silla, su búcaro, su bóveda azul plagada de estrellas y una luminaria prendida permanentemente en un diminuto altar. Acercó el rostro a la verja candada. El compadre le dijo: –Es de unos marqueses, señores importantes, se nota en los angelitos y en los dorados. Seguro que explotadores de la clase obrera. ¿Tú crees que en el más allá los angelitos necesitan alas para volar? ¡Qué gilipollez! Si quieren coger velocidad se montan en un cohete, digo yo. El becario le miró asombrado. –¿Qué harías tú, eh, novato, si de repente escucharas ahora una voz que viniera de dentro de esa tumba? El becario volvió a esbozar de nuevo una sonrisa forzada. El grandullón se rascó el vientre. Estaba satisfecho de sí mismo. –Te pondrías malo, supongo –dijo luego sin inmutarse, con ganas de demostrar su superioridad–. ¿Y sabes por qué? Porque eres nuevo. A los nuevos no se os ocurre pensar que si un muerto grita es que está vivo. Se acercó a la tumba abierta donde iban a colocar al reverendo. Y con un pincho alcanzó de su interior el capazo con las botellas de vino. –Las tengo aquí refrescando. Abrió la primera y bebió a morro. 59
LUIS Mª ALFARO
–Este es un buen trabajo, muchacho –le gritó–. Y muy seguro. Todos los días se muere alguien. Vente para acá, que un trago calienta la sangre. Cigarrillo y trago. ¿Has traído almuerzo? ¿Quieres un consejo? Al becario no le quedó otro remedio que sentarse a su lado. –Hay que prestar atención a los muertos recientes, que son los únicos que reciben visitas. Mucho cuidado con las viudas, que siempre hay alguna que viene a recriminarle al marido el poco tiempo que le ha concedido para amargarle la existencia. Bebió otro trago y le pasó la botella. –Venga, acábate ésta para ver si la siguiente está mejor. Para las once menos un minuto se formó la comitiva. El reverendo no cabía en sí. ¡Por fin iba a desprenderse de aquel cuerpo pelma que ya no le servía de nada! Tenía ganas de volar libre y no como ahora que volaba frenado, muy justito. A Dios no le quedaba excusa ya para tenderle la mano. Un poco más, y, por fin, estaría en su presencia. Cuando el consiliario del cementerio dijo amén, los empleados pasaron la maroma por debajo del féretro y con cuidado lo hicieron descender lentamente, mientras el reverendo se colocaba expectante en el brazo de la cruz de piedra esperando que el hilito invisible se rompiera liberándole de la atadura. Pero no fue así. Los empleados entre juramentos retiraron la cuerda y con ayuda de unos rodillos corrieron la lápida dejando una rendijita para que los albañiles la sellaran luego con cemento, antes de alejarse contándose los últimos chistes procaces. El reverendo se sobresaltó. ¡Algo no marchaba bien! El hilito no sólo no se había roto sino que encima estaba más tenso, impidiéndole volar a más altura. Se sintió como preso. ¡Cuánto tardaba en aparecer el enviado de Dios! Desconsolado, aturdido, sumido en una queja profunda, a la media hora o así escuchó unas voces descaradas que rompían el silencio respetuoso del lugar. Recobró el ánimo perdido. ¡Cielo 60
PROTOCOLO DE ADMISIÓN
santo! ¡Seguro que venían ya a buscarle! ¡Seguro que aquello eran cánticos! ¡La alegría incontenible, el alboroto celestial, la celebración ruidosa del acontecimiento! ¡El cortejo de querubines! Miró ansioso en la dirección de donde provenían las voces y descubrió a dos tipos que caminaban abrazados cantando y gritando, dando tumbos por una de las calles perdidas del cementerio. Antes de doblar la esquina, uno de los tipos, el más grandullón, feo como una gárgola de catedral, asestó una palmada sonora en la espalda al enclenque, y le dijo: –Venga, novato. ¡Apura ya la tercera botella que nos queda una cuarta antes de tumbarnos a dormir la borrachera!
61
LUIS Mª ALFARO
Matar a Franco. Teníamos motivos para odiar a Franco. A un tío de Javier lo destriparon en la guerra, al padre de Fidel en la muga con la mochila a la espalda cuando pasaba contrabando, a un pariente de Campos le aplicaron la ley de fugas y un hermano de Olegario andaba desaparecido allá por Francia o por Argelia o no se sabe dónde. Mi abuelo murió en el 36, en diciembre. Aunque fuéramos todos a la pública, a diferencia de los José Antonio, Francisco, Adolfo y nombres así, cuyos padres tenían la medalla de la victoria con un lacito con la bandera nacional, nosotros éramos un poco más rebeldes; mirábamos recelosos a izquierda y derecha como conspiradores pobres. Todos pasábamos necesidades, la verdad, y las moscas verdes merodeaban sin piedad en nuestra piel nunca demasiado limpia, pero los padres de los José Antonio y los Francisco gozaban la mayoría de trabajo estable y hablaban con menos miedo en sus casas, incluso con risas, y cenaban todas las noches. Los nuestros o estaban criando malvas o en la mar o trabajando en lo que saliera. Nuestras conversaciones estoy seguro también eran más tristes, envueltas en largos silencios. Unos y otros merendábamos lo mismo: nata amarilla con azúcar marrón, y los viernes anchoas en salazón, extraídas de una lata de membrillo después de levantar la piedra que las prensaba. Nosotros queríamos matar a Franco; los otros se disimulaban las ganas o les daba lo mismo. Franco veraneaba en agosto. Para la Salve y la corrida de toros de la Virgen ya estaba aquí, con el sombrero gris que le disimulaba la altura y con las gafas de sol para ocultar la cara de miedo del pobre barbero cuando le suplantaba como doble. A veces por tierra, a veces por mar, su llegada se mantenía en secreto. Lo intuíamos un mes antes por la cantidad de extraños que visitaban el 62
MATAR A FRANCO
barrio. De dos en dos, bajándose de los coches negros, los tipos tenían ese aire siniestro de golfos enfermos: delgados, con el pantalón sobrante, la boca metida para dentro por culpa de los dientes ausentes, zapatos brillantes, chaqueta, corbata y gabardina, aunque hiciera un calor tórrido. La chaqueta para ocultar la gruesa pistolera del sobacal y la gabardina para avisarnos de su condición de secretas. Durante el resto del año seguramente estarían detrás de una mesa tomando huellas dactilares o pegando antefirmas y tampones en oficios con súplicas y expones vergonzosos, porque aquí llegaban cansados, de modo que subían a las casas despacio como si la superioridad les obligara a contar los escalones de madera por si faltara alguno. Trepaban a los tejados como gatos inexpertos. Hacían preguntas estúpidas del tono de: ¿han visto ustedes a alguien raro por aquí en los últimos meses?, ¿saben si alguno de los vecinos admite inquilinos?, ¿suenan las cañerías de noche?, ¿en qué trabaja el cabeza de familia? Cuando tocaban la aldaba (o el timbre si lo hubiera) ordenaban enérgicamente: abran. Abríamos con cautela la puerta después de girar la mirilla, poniendo cara de asustados, y el más alto hacía las preguntas cuyas respuestas anotaba en una libreta mugrienta mientras el otro husmeaba el trozo de pasillo visible. Si le gustaba el descolorido de la pared penetraba en las habitaciones para examinar el mullido de los colchones de lana y la disposición de los armarios y llevarse de paso algunas de las pulgas residentes. Levantaba la tapa del cocido, miraba con curiosidad en la vacía fresquera, comprobaba que el hacha para descuartizar el conejo (o el gato) fuera de mango corto e incluso a veces se asomaba al retrete para cerciorarse que en los trozos de periódico colgados del pincho se hablaba bien del Régimen. De encontrar libros, lo que sin duda a sus ojos resultaba sospechoso, deletreaba sus títulos al tipo alto, que parecía el jefe y que se esmeraba en anotarlos. Mi casa era muy grande, iba de un lado al otro, con un pasillo 63
LUIS Mª ALFARO
muy largo. Teníamos una gata que ronroneaba como tonta el dobladillo del pantalón del policía. Alguna vez mi abuela (la viuda de mi abuelo) que era una santa dejaba a la vista el culo del anís escarchado de las navidades, y un par de vasos limpios, de cristal. Este detalle les gustaba mucho, haciéndoles creer además que éramos afines, aunque no tuviéramos puesta la bandera en el balcón ni gallardetes en las habitaciones. Nunca imaginaron que quisiera matar a Franco. Como a nadie de mi familia obligaron jamás a tomar en esas fechas el tren ni invitaron a personarse en la comisaría más cercana para librarle de las calorinas del verano, mi reputación quedaba en entredicho entre mis amigos. Si en todas las familias había algún miembro fichado, era injustificable que la mía careciera de alguno. Suspiraba porque algún verano de repente apareciera un celular para llevarse a la fuerza después de un duro forcejeo a un tío o a un primo o algún pariente cercano. Eso me haría sentirme importante. Como ya he dicho, mi abuelo murió en el 36, en diciembre, contaba yo que fusilado como tantos otros. Hablaba de mi abuelo en cualquier momento, sin conocerlo en vida, con auténtica pasión, singularizándolo de los demás porque fiel a sus convicciones morales, decía yo, había rechazado el consuelo del confesor y sobretodo por su último grito heroico de “¡Muera Franco y viva la República!”, lo que a mis compadres les causaba más emoción que la gesta de Guzmán el Bueno o la desmesura sajando moros del mismísimo Cid. Matar a Franco. ¡Vengar la muerte de mi abuelo! Al igual que mis compadres, me he criado en el monte que por un lado defiende a la ciudad del mar y por otro abriga a los vaporcitos de las inclemencias del tiempo. El puerto en realidad es un tajo que la propia naturaleza y los hombres han asestado a su ladera, de ahí que el monte constituya una atalaya magnífica para controlar la entrada y salida tanto de los pesqueros como de los 64
MATAR A FRANCO
escasos barcos de cabotaje que recalan. Pasábamos horas en aquel balcón impresionante contemplando las maniobras del práctico. Cómo salía con su motora a la búsqueda del pequeño cementero, cómo subía a bordo y cómo el barco seguía sumiso y humillado detrás de la motora hasta finalmente atracar paralelo a las mismas oficinas del consignatario. Al monte llamábamos castillo porque había sido campamento de franceses napoleónicos o algo así. Entre los restos de aquella invasión sobresalía el cagadero, dos agujeros a medida de culo adulto por donde los soldados evacuaban sus necesidades al mar, también el armazón metálico de la horca (para otros simplemente el soporte de una campana de emergencia), multitud de troneras, pasadizos secretos, edificios carcelarios, y letreros de última despedida escritos con grafía nerviosa por los futuros ajusticiados. Conocíamos el castillo como la palma de la mano, mejor que el guarda, un tipo pequeño, algo grueso para alcanzarnos, vestido con un uniforme gris con raya verde en el pantalón, que tenía su propia vivienda cerca de la iglesia de subida, donde cultivaba una huertita de tomates y judías verdes. Siempre que nos perseguía, tres o cuatro veces a la semana, terminábamos ocultándonos en cualquier escondrijo hasta la hora siguiente a la puesta de sol en que candaba las verjas de entrada, dejándonos todo el castillo para nosotros solos. Las estrellas ya eran nuestras y la mar oscura y las luces intermitentes de los dos faros persiguiéndose sin alcanzarse y los puntitos lejanos de los cargueros viajando por el límite del horizonte hacia la libertad y la esperanza. Nos situábamos entonces por turnos a pulso sobre el cagadero, con el culo al aire, para sentir en nuestras partes por efecto del chupón el airecillo salvaje bañado con salitre del mar. Fue en una de esas ocasiones cuando Javier dio con un atajo hasta entonces inexplorado cerca de los castaños pilongos, que terminaba sorprendentemente en una abertura entre la maleza que enfilaba directamente al malecón del muelle, donde Franco 65
LUIS Mª ALFARO
embarcaba y desembarcaba. ¡Dios santo, qué fácil era! Bastaba apostarse allí, apuntar guiñando el ojo para afinar la puntería y disparar. Tan sencillo como eso. Al día siguiente, Olegario se hizo en el muelle con un chinchorro y salimos Campos, Fidel, él y yo a la bahía. La mar estaba piojosa, con ganas de volverse arisca. Luego de bañarnos, enfilamos con alguna dificultad la bocana del puerto, arrimamos el bote al pequeño pantalán y desembarcamos. Yo iba en medio haciendo de Franco, y Campos y Fidel tiesos, delante y atrás, como guardaespaldas. Yo, la verdad, me negué en principio a hacer de Franco, pero los otros se empeñaron porque era el más pequeño de estatura. Javier nos dio a continuación el parte: justo en el noray Franco quedaba al descubierto antes de esconderse en el coche negro. Quince segundos. Si mediaba algún saludo especial, dos segundos más. Hicimos otro descubrimiento no menos sorprendente: desde el muelle aquella pequeña abertura en la maleza quedaba perfectamente disimulada incluso para los prismáticos. Sólo el sonido seco del disparo podría orientar a los policías hacia el sitio. Pero para entonces Franco ya estaría finiquitado. Más de una docena de salidas a la bahía arrojaron idéntico resultado. Pero en la última algo nos refrenó el ánimo. A Javier se le ocurrió usar la navaja para rebajar la punta de la rama que simulaba el arma y el destello del filo lo detectamos claramente desde el noray. ¡Ojo! ¡Aquel culebreo metálico al atardecer podría descubrir nuestra posición poniendo en peligro la misión! Un día el vaporcito gris reconvertido en patrullera, con la ametralladora obsoleta en proa y achicando agua a destajo para no hundirse, atracó de madrugada. Era la señal evidente de la inmediata venida de Franco. La patrullera guardaba los puntos de amarre, vigilando que ningún hombre rana perpetrase algo desde el fondo. Veinticuatro horas después llegó Franco. 66
MATAR A FRANCO
Los siguientes días fueron de gran nerviosismo. Fondeado en la bahía, en el Azor apenas se detectaba movimiento. Franco permanecía encerrado en su residencia estival sin embarcar para salir a la mar. Es posible que esperasen la llegada del destructor de escolta o del buque de apoyo encargado de cebar cachalotes y marrajos. Empezaron a patrullar por el castillo los tipos sospechosos. Disimulábamos jugando partidillos de fútbol en la explanada abierta, hasta donde llega el griterío de la gente que gusta imaginarse sentirse arrastrada en la playa por el ímpetu de las olas. Los ubicábamos sin problemas, merodeando siempre lejos de nuestra atalaya, con el sudor pegajoso embetunando sus rostros de secano. Los calores invitaban a refrescarse en el arroyito natural de agua fresca de la cima. Un día uno de los policías me abordó: –¡Eh, muchacho! ¿No tendrás un cigarrillo? –No, señor. No fumo. –Cagüenlaputa. ¿No tendrás un amigo que fume? –Olegario. –¿Y quién coño es Olegario? –Mi amigo, el que fuma. –Mira a ver si le sacas un cigarrillo para mí. El policía me dijo que tenía un hijo de mi edad, que era vago, mal estudiante, que le importaban más las musarañas que las cuentas y que escribía con mayúsculas porque la caligrafía se le daba fatal. –Su madre y yo pensamos que en realidad no sabe escribir. Gracias a vivir en Madrid y ser hijo de funcionario iría a la universidad y llegaría a juez o a general o a procurador como los saharauis de vestimenta folclórica. –¿Y tú? –me preguntó– ¿Qué piensas estudiar? –Nada –dije–. Cuando cumpla los años, me hago a la mar. –Claro. Aquí todos iréis a la mar. –La mayoría. 67
LUIS Mª ALFARO
–Es un buen oficio. ¿Sabes nadar? –Por supuesto. –Pues yo no y bien que lo siento. Me contó más cosas en ese y días sucesivos. Olegario, me dijo: –Menudo aprovechado. Cigarrillo a cigarrillo al llegar a veinte se me ha fumado el paquete entero. El día en que el Azor salió a la mar de madrugada supimos que tardaría en regresar porque los policías tampoco aparecieron. El guarda andaba por allí más tranquilo, con el perro canijo de los que llamas y no viene caminando despacio tras su sombra. Le saludamos y el guarda gruñó, acaso para enseñarle al perro a hacerlo. Dijo: –Si os veo molestar a la gente con la pelota os la quito. Tres días después, aparecieron de nuevo a primera hora de la tarde los secretas. Franco estaría próximo a entrar en puerto. Contamos lo menos diez, inconfundibles, escocidos, sudorosos, de corbata. Retornaron a sus posiciones estratégicas sin buscar unas nuevas. Pronto el Azor, como el buque fantasma, sin ningún aviso de cortesía, se asomó en el horizonte, dirigiéndose lentamente al punto de atraque. Aparecieron los motoristas de espaldas tiesas y la caravana de coches oficiales. De repente, puntas del muelle se convirtió en un desfile de uniformes. Se obligó a la gente a retirarse y el coche de Franco, pesado y feo como una cucaracha gigante, se colocó próximo al noray, donde el primer descansillo de las escaleras de piedra, vuelto hacia la ciudad. A requerimiento de los secretas tuvimos que retirarnos del balconcillo principal del castillo. Lo hicimos despacio, sin problemas, como la cosa más natural del mundo. Alcanzamos en unos minutos nuestra atalaya secreta. En seguida nos pusimos a distinto plano de los policías sin que ellos en ningún momento lo intuyeran. La espesura de los matorrales, el ramaje entrecruzado de los árboles salvajes brindaba un escon68
MATAR A FRANCO
dite privilegiado. Javier me hizo entrega del fusil imaginario, una rama de olmo afilada en la punta. Me dijo: –Prueba apuntando al que está próximo al noray, al de la borla en la gorra. Lo hice. –Dispara. Lo hice. –¿Está muerto? –Todavía anda. –Jodé. Dispara otra vez. –No quiero darle. Entonces me retiró de malas maneras el fusil de madera, apuntó y disparó él. Y cuando me lo devolvió, dijo: –Corrige el punto de mira a la izquierda y recuerda que Franco mandó fusilar a tu abuelo. Para cuando llegó la falúa aquella parte del muelle ya estaba repleta de gente uniformada. Los autorizados a aplaudir se encontraban bastante más lejos, acodados en el pretil, vigilados por una hilera de grises. Enganchó el proel el bichero con destreza y lentamente de estribor la falúa maniobró arrimándose al pequeño pantalán, que no era más que una balsa de madera lampaceada de madrugada para evitar resbalones inoportunos. Muy tieso, muy serio, Franco enfiló las escaleras, y cuando asomó su rostro hierático de noticiario a la altura del noray, no tuve piedad, y disparé y disparé y disparé. Cinco años más tarde, destinado durante el servicio militar en la Comandancia de Marina, el Segundo, un capitán de fragata que en los tiempos libres escribía novelas del oeste, y que lucía un bigotito estrecho que se le movía nervioso cuando las palabras le exigían masticar consonantes, nos llamó a mí y a otros dos marineros. Ordenó: –Más inmaculados que la nieve, esta tarde a recibir al Caudillo. Y mirándome a los ojos, me dijo: 69
LUIS Mª ALFARO
–Tú como eres del puerto te colocas en puntas, donde el noray, a hacerle el saludo. Embetunadas como nunca las botas, ajustado el peto de gala, atiborrado de blanco tiza el gorro de plato, comprobé la tirantez del barboquejo y la disposición visible de la cinta. Y después de saludar a las autoridades apostadas, nos situamos en los lugares asignados. Yo en puntas, en el extremo donde la gente en otros momentos echa las cañas de pescar, el lugar más visible y solitario, el punto preciso de la línea de tiro, donde la soledad en esos momentos se transforma en miedo. Alcé la cabeza e instintivamente miré al viejo escondite, la atalaya secreta. Suspiré. Seguramente nadie lo habría descubierto todavía. Si hubiera alguien allí, si alguien desde allí apuntara con un arma… –¡Atención! ¡El Generalísimo! Firme, saludé disciplinadamente al enfilar puntas la proa de la falúa, y Franco hizo como un amago automático de responder a mi saludo. Lo tenía ahí, a pocos metros. Comenzó a subir las escaleras, como yo suplantándole tantas veces lo había hecho. Calculé mentalmente los segundos, y cuando se detuvo a estrechar la mano del Comandante, miré de nuevo temeroso a mi antiguo escondite. Sorprendentemente atisbé como un reflejo irisado. ¡Dios mío! ¡Alguien estaba allí! ¡Alguien apuntaba con un arma! ¡Santo cielo! Instintivamente quise lanzarme sobre Franco para retirarle de la línea de tiro. Pero no lo hice. Me quedé petrificado, rígido, con la mano en la sien, saludando. Cerré los ojos aceptando lo que viniera, y recordé en ese momento lo que mi abuela me había confesado la última noche de navidad al cumplirse el aniversario. Mi abuelo efectivamente había muerto en el 36, en diciembre, pero de pulmonía. 70
EL ALMUERZO
El almuerzo Al cielo del sábado le había dado por emborronarse, lo que presagia la lluvia del domingo. Los sábados sin sol son más tristes que el resto de los días de la semana. Seis meses buscando apartamento en la zona vieja de la ciudad y por fin la llamada del empleado de la inmobiliaria: una buhardilla de bohemio, justo en la plaza de la diputación, allá donde al atardecer los patos se resguardan en su caseta y los mendigos se acomodan para pasar la noche en los bancos públicos. Al anterior inquilino, un viejo pintor sin demasiada fortuna en la conquista de la luz, le había entrado el hielo en el cerebro congelándosele para siempre los pensamientos. Lo tuvieron que bajar a pulso en camilla: carecía el inmueble de ascensor, por eso el alquiler resultaba más económico. Olían las paredes a linaza, a pescado, a vino barato, a suciedad, a papeles sin quemar, a trapos viejos. Diego escuchó el gemido misterioso de las cañerías, el ronroneo del viento sobre el cristal sucio de la claraboya, retiró el hule grasiento que taponaba el único ventanuco y descubrió, subiéndose al banquito de cocina, como muy lejano el mar, y algo más cercano los tejados de las casas contiguas. Le gustó a la primera impresión y a la segunda y más a la tercera cuando coincidió en día de lluvia intensa. Los sonidos en las alturas cobran una intensidad inusitada, como el golpeo del martillo del cantero sobre una pieza de mármol. A Diego este ataque violento de la lluvia le recordaba el contrapunto metálico de las gotas de agua horadando el tejado de los monasterios trapenses. Algo mágico. O algo así. Ordenó que le retiraran los muebles viejos, el caballete cojo, los otros aperos y acicalaran las paredes con una capa de pintura plástica. El de la inmobiliaria al entregarle las llaves, le dijo: –Si crujen los peldaños de la escalera es porque el edificio cuenta con más de cien años de antigüedad. 71
LUIS Mª ALFARO
La noche del estreno, Diego se sintió realizado. Esperó a que aparecieran las estrellas burlonas, y al expulsar el corcho del espumoso con el ventanuco abierto, invitó al brindis al chupón cercano. El mundo ya era suyo. Tenía casa, tenía trabajo, un burbujeante vaso en la mano y un charquito de mar dibujado entre casas que incitaba a la ensoñación. ¡Cuántas noches pasaría en el futuro asomado allí! ¡Cuántas noches disfrutando de las estrellas, de la lluvia, de todo lo que la imaginación arrastra cuando se vive cerca del cielo! Parecía a propósito la buhardilla para un tipo como él de vida independiente y no demasiado social. Además, quién sabe, acaso. Cierto que su trabajo de bibliotecario era circunstancial, pero algún día sería alguien importante. Las personas internamente conocen sus límites: los locos los traspasan y terminan erradicados con violencia de la sociedad, y los amorfos, es decir los vulgares, los anónimos, sucumben apesadumbrados ante la muralla en que se convierten para ellos. Él, sin embargo, se sentía capaz de ensancharlos hasta el infinito sin necesidad de romperlos. Por eso un día, al terminar una conferencia en el saloncito caliente del Ateneo al que acudían los viejos para no enfriarse, se fijó otra vez en la muchachita habitual de la tercera fila, la que permanecía erguida como un busto egipcio y callada siempre, y que sabía sonreír con una dulzura inocente. Se acercó a su corro para oír de cerca por primera vez su voz, y antes de que el anciano conferenciante apareciera por allí tosiendo descaradamente rompiendo el encantamiento, conversaron unos minutos intensos. Y Belén entonces le respondió con unos ojos grandes teñidos de asombro a la arrogancia de su beso de saludo de despedida. Tres o cuatro conferencias más tarde ya se sentaron juntos en la misma fila. A ella le apasionaban los autores nórdicos y a él los sudamericanos. A la quinta o sexta quedaron a comer, y luego… Se cepilló los zapatos, se vistió una especie de chaqueta, calcetines de un solo color y pantalón con raya. Le llevó su tiempo sus72
EL ALMUERZO
tituir la programación clásica por otra música más electrizante, con letra inteligible terminada con la misma sílaba en las dos únicas frases. Es que a ella igual le gustaba la música moderna. Pasó revista a los muebles, a la cama, al retrete, a la pequeña cocina americana. Cuando le pareció todo en orden, asomó su cabeza por el ventanuco y comprobó que el día venía turbio, tapizado de impaciencia. Era sábado e iban a comer juntos. Y luego… Belén al verle de ejecutivo sonrió para sus adentros: una nueva coincidencia, estaban hechos el uno para el otro, porque ella, también es casualidad, había aparcado en la silla de su habitación los vaqueros remendados en las rodillas, y vestido un suéter ajustado, una minifalda llamativa y unos zapatos de tacón nada exagerado. Incluso se había dejado aconsejar por su madre, una viuda condenada siempre a serlo. Se vieron, se besaron, se cogieron de la mano, miraron trece o catorces veces al móvil y se fueron a celebrar con un almuerzo lo que Diego tenía que decir a Belén y que Belén a ojos ciegos iba a aceptar. Lo normal es que le propusiera irse a vivir juntos. Diego tenía trabajo, los veintiséis o veintisiete, un buen parecido físico, un comportamiento responsable y un apartamento (la buhardilla) recientemente estrenado, que estaba deseando conocer para cambiar de una vez los suspiros de la imaginación con el encanto de la realidad. ¿Y ella en cambio qué tenía? Dos hermanos ásperos que le tocaban las tetas al pasar por el estrecho pasillo de su casa y que la pellizcaban el culo. Así que Belén dijo: –¿Y qué me tienes qué decir? –Que entramos en primavera –dijo él. –Tonto –dijo ella, enseñando sus dientes blancos y cuidados. –Los secretos se desvelan a los postres –dijo él. –¿Un secreto? 73
LUIS Mª ALFARO
–Efectivamente. –¿Un secreto, secreto? –Una proposición. Exacto. Desde la concreción de la cita, Belén se había pasado las noches inventariando las cosas imprescindibles que tendría que llevarse a la buhardilla. Se tumbaba sobre la colcha, pierna sobre pierna, y contaba con los dedos, mientras se despedía mentalmente de las paredes que hasta entonces habían albergado su vida. Su madre según le vio la víspera preparando la maleta, le dijo con algo de dolor dentro: –¿Te vas de viaje? –No, mamá. –Entonces, ¿por qué preparas la maleta? Belén se sentó al borde la cama, hizo un gesto a su madre para que le acompañase y se abrazaron. Eran como dos hermanas, mejor, como dos amigas, mejor, como dos confidentes que se cuentan lo imprescindible matizando los desacuerdos. Belén dejó que su madre le acariciara la barbilla, que le pasara la mano por el suave cutis, que le mirara con ojos acuosos. Dijo: –Madre, estoy enamorada. Se abrazaron de nuevo. –¿Otra vez, hija? –Esta es la definitiva. –¿Seguro? –Seguro, mamá. –¿Y cómo lo sabes? –Esas cosas se saben, ¿no lo crees así, mamá? –Sí que se saben. –¡Es el hombre de mi vida! –suspiró. –Los otros también lo fueron. –¡Oh, no, mamá! Los otros fueron un espejismo. Este es un chico formal, muy serio, un intelectual. –¡Ah! –dijo la madre. 74
EL ALMUERZO
–Sabe de todo, madre. ¡Es un hombre del renacimiento! La mujer se asustó. Eso del renacimiento le sonaba a antiguo, a jubones desgarrados, a escudillas y lentejas caldosas, a nigromantes y pedigüeños ciegos. –¿Y eso es bueno? –¡Mamá! –protestó con un mohín de disgusto la muchacha– ¡Quiero decirte que tiene una conversación muy cultivada, que jamás me aburriré a su lado! Siguieron un buen rato abrazadas, el rostro de Belén reposando sobre el pecho derecho de su madre y ésta peinándola con mesura, despacio. Belén, dijo: –Se llama Diego. –Diego es un nombre muy bonito. –Tiene un apartamento en el centro. –¿Un apartamento? –se extraño la madre. –Bueno, una buhardilla. –¡Qué romántico! –Una buhardilla desde la que incluso se ve el mar. –Las buhardillas suelen tener goteras. –¡Mamá! –protestó enfurruñada Belén– ¡No me quites el sueño! –Disculpa –la mujer la abrazó más intensamente. Belén entonces dijo: –Creo que me va a pedir que me vaya a vivir con él. –¿Tan pronto? –exteriorizó la madre una sorpresa fingida. –Es lo lógico, ¿no? Llevamos saliendo un tiempo. –¡Un tiempo! ¿Y cuánto es un tiempo? –Un mes en serio. –¡Un mes en serio! ¡Qué barbaridad! Belén miró a su madre a los ojos. –¿Papá no te lo pidió nunca? La mujer guardó silencio, intentando acaso olvidar el pasado. –¿No te lo pidió nunca? –insistió Belén. 75
LUIS Mª ALFARO
–Nunca. –No te creo. –¿Dónde íbamos a ir? Como no fuera al monte. Siete años estuvimos de novios. Siete ahorrando él y yo haciendo el ajuar. –¿Siete? –Eran otros tiempos. Belén se separó un poco de su madre, e insistió: –¿Te hubieras ido a vivir con papá de pedírtelo al mes? La mujer no dudó un instante: –Sin pasar por la iglesia, jamás. –¡Qué antigua eras madre! –¡Sólo el sacramento impide que no se rompan los matrimonios! Se descendía al restaurante por unas escaleras resbaladizas y peligrosas. Ocuparon una mesa para dos, discreta, al principio del comedor, un poco distanciados del resto de mesas, al otro lado de la pared del guardarropa. A Belén le gustó el sitio, podían estar tranquilos, sin que nadie se confundiera en sus miradas. ¡Tenían tanto que decirse! Una buena parte del local estaba ocupado por los miembros alborotados de una familia que agasajaban a un matrimonio anciano, acaso por su aniversario. Los niños corrían, los viejos sonreían como si fueran a morirse a los postres, y las mujeres mostraban con descaro sus gorduras. De vez en cuando, uno de los de la mesa se levantaba, elevaba la copa de vino y gritaba: “¡Por los abuelos!”. Entonces el abuelo hacía un gesto leve de asentimiento con la cabeza, y la abuela comenzaba a sonreír algo forzada o por lo que fuera. Luego, alguien cantaba, soltaba un grito aterrador y atacaban el siguiente plato. Belén abordó en cuanto pudo a Diego: –Tengo ganas de conocer tu apartamento –le soltó sin rubor. 76
EL ALMUERZO
–Te gustará –dijo él. –¿De verdad que se ve el mar? –Y el monte lejano. Y cuando silba la galerna parece que el mundo se rompe. –¡Oh! –exclamó la muchacha– ¡Qué maravilla! Entonces uno de los comensales reclamó silencio. Tendría menos de treinta, pidió a su compañera que se levantara de la mesa, que mostrara en público su vientre abultado, y dijo: –Abuelos, ¡vais a ser de nuevo bisabuelos! Todo el mundo comenzó a aplaudir. Belén, dijo: –¡Qué bonito! Diego se fijó en el abuelo. Tenía los ojos abiertos, pero la mirada perdida. El traje le quedaba grande, la corbata caída, nada de aquello parecía suyo. Posiblemente alguna de sus nueras le había vestido de prestado y con más urgencia que la necesaria para la ocasión. Pensó que seguramente los habrían sacado de mañana del asilo para la celebración de algún aniversario (allí estaba también el cura, tan viejo como ellos, a su lado, medio dormido). Los niños le estiraban la chaqueta al abuelo, uno buscaba algo en sus bolsillos, otro pretendía subirse en sus rodillas, otro atacaba su rostro apergaminado con bolitas de miga de pan. El viejo estaba como ido, ausente. Belén, preguntó a Diego: –¿En qué piensas? –En ese hombre. –Fíjate qué emocionado está –dijo Belén. –¿Tú crees? –No me extrañaría que se echase de repente a llorar. Otro de los mayores, seguramente hijo de los viejos, reclamó la atención de los presentes, machacando con el cuchillo el vaso vacío de agua. –¡Atención! –dijo exigiendo el máximo de silencio–¡Mucha 77
LUIS Mª ALFARO
atención! Hoy es un día grande para nuestra familia. ¡Un día irrepetible! ¡El abuelo y la abuela cumplen cincuenta años de casados! Todos empezaron a gritar vivas y aplaudir, mientras los estridentes fogonazos del flash herían la sensibilidad de los ojos del abuelo, que pareció despertar. –¡Venga, padre, que usted siempre ha tenido chispa, diga algo! El abuelo miró a su hijo, intentó mover los labios, miró a su mujer, volvió a mirar a su hijo, miró las paredes, y dijo por fin: –¿Qué? Entonces Diego se fijó en la abuela y en su sonrisa enigmática y casi benévola. Estaba allí la mujer en segundo plano, un poco en la sombra, con el bolso de charol sobre el regazo, la espalda todavía en el respaldo de la silla, mirando con indiferencia a su marido, como si no lo conociese. Las cejas cuidadas, algo coqueta, con un poquito de color en los párpados para combatir la piel aceitosa, manchada por el tiempo. Parecía más entera que él, un poco más tiesa, más serena. Y pensó que aquella sonrisa condescendiente podía encerrar misterios imposibles de compartir. Belén exclamó: –¡Oh, qué felices se les ve! Y luego, preguntó a Diego: –¿A que estás tan emocionado como yo? Diego miró a Belén y la vio dulce y bonita, los ojos negros, la boca estilizada, los labios definidos con un toquecito sutil de color. Miró de nuevo a la abuela y se le antojó esta vez más como una abeja reina que como una pobre mujer a la sombra de su marido. Y se preguntó ¿en cincuenta años le habría sido fiel? Seis o siete hijos y una tonelada de nietos y bisnietos. ¿Y si en ese momento el abuelo y la abuela se estuvieran preguntando en silencio los dos al mismo tiempo, si la vida no les hubiera ido mejor de no haberse conocido? Creyó descubrir que por lo menos uno de los hijos había sido 78
EL ALMUERZO
rubio y otro moreno y otro… Uno era alto, otro más bajo; uno serio, de ojos dormidos, otro más despierto. ¿Seguro que todos sus hijos eran de verdad de su marido? Belén, insistió: –¿No te gustaría el día de mañana que nuestros hijos nos hicieran un homenaje así de bonito? Entonces el cura regresó de su mareo. La bebida le había sentado mal, alegó cosas de la edad, del estómago, de los achaques. Se levantó, y se sentó, y se volvió a levantar y dijo agarrándose a la mesa para no caerse: –Hijos míos, hace cincuenta años casé a vuestros padres; os he bautizado a vosotros, a vuestros hijos, y a los hijos de vuestros hijos. Y hoy he vuelto a celebrar el aniversario. ¡Cincuenta años juntos! Y me alegro, y me alegro mucho más porque yo también he estado esos cincuenta años permanentemente con vosotros, así que me considero uno más, ¡y no el menos importante de vuestra familia! –¡Viva también don Julián! –dijo uno. –¡Viva! –gritaron. Y el cura sacando fuerzas de dentro, dijo: –¡Lo que une Dios que no lo separen los hombres! Levantaron todos de nuevo la copa y volvieron a brindar, y cantaron, y bailaron, sin conseguir que la abuela borrara ni por un momento la sonrisa enigmática de su rostro. El cielo seguía con sus manchones de borra. Ya en la calle, Belén se cogió del brazo de Diego, se acurrucó emocionada y le dijo: –¡Qué fiesta familiar más preciosa! ¿Te has fijado cómo se quieren los viejitos? ¡Cincuenta años juntos! ¡La de cosas que habrán disfrutado en común! ¡Cincuenta años! Ella fíjate qué feliz parecía, y él tan serio ha tenido que ser un padre muy responsable. Diego no dijo nada. Belén insistió: 79
LUIS Mª ALFARO
–Cariño, con tanta emoción, se te ha olvidado contarme lo que tenías que decirme. Diego miró a la muchacha un poco entristecido. Y simplemente, le dijo: –Era una excusa tonta para comer juntos. Sólo quería decirte que entramos hoy en primavera.
80
TIO MISERIAS
Tío Miserias Delgado como los alambres espinosos que cercan sus tierras, la pretensión en vida de Tío Miserias era ganar plaza de más rico del cementerio. De nariz basta, labios apenas perfilados, sus ojos incisivos, extremadamente pálidos, horadaban de forma tan agresiva que me congelaban la sangre en su presencia, dejándome inerte y desprotegido. Era capaz de permanecer inmóvil igual que los juncos del río, mirándote como si tu alma se desnudara ante él transparente, más nítida que en un espejo. Jamás gastó la vida en ingenuidades. Había decidido quedarse soltero y dedicar los minutos de su existencia en agrandar su hacienda. Era el rico, el hermano rico de mi madre, merecedor de nuestro respeto, el orgullo de la familia, ejemplo para todos nosotros. El hecho a sí mismo. Ninguno de sus allegados nos sentíamos capaces de adivinar para qué necesitaba con tanto frenesí hacerse con más propiedades, sabiendo que es imposible llevárselas consigo. Ni siquiera nos planteamos con qué artes las iba obteniendo (madre contaba historias truculentas al respecto, de tormentas y ríos revueltos, de agresiones en recodos oscuros, de caminos tortuosos en situaciones imposibles, de los malditos tiempos del hambre). Cada vez que acudíamos a visitarle –vivía alejado de nosotros, en la casona de las afueras del pueblo, allá donde los carroñeros deambulan las noches crudas de los inviernos–, atendido por Clara, la sirvienta (una mujer encantadora, de ojos plegados y nariz chiquita de cerdito bueno), y el capataz, Lucas, un tipo huraño, al que le costaba arrastrar los pies porque estaba castigado a aguantarse el desgaste de las botas hasta pasados los días fríos, Tío Miserias gruñía para que nos fuéramos casi sin haber llegado. Le molestaba todo. En las reuniones familiares, según entraba anunciaba sus prisas, mirando con descaro la esfera de su reloj de bolsillo: 81
LUIS Mª ALFARO
–¿A qué hora se come aquí? Por supuesto, siempre que había un acontecimiento (bautizo, boda) acudía con las manos vacías, la boina calada y una chaqueta que de tanto cepillarla cambiaba su brillo de color según los visajes del cielo. Nunca se le vio adelantarse a pagar nada, nunca se le vio un detalle amable. Decía, no para justificarse, que bien poco le importaba, sino para asentar la firmeza de sus convicciones: – Quien espere algo de mí que consuma su impaciencia hasta que me muera. Para Tío Miserias, al contrario de sus otros sobrinos, yo era el desahucio de la naturaleza, la nube enfermiza incapaz de embrollarse en el cielo. No me tenía en ninguna consideración, y por eso a nadie sorprendió que me condenara antes de cumplir los doce a trabajar en el campo como el más necesitado de sus criados. Seguramente madre se lo sugirió pensando acaso que los fríos de los inviernos crudos y los calores de los estíos salvajes endurecen los huesos blandos, convirtiéndome en un hombre, o lo que entonces se entendía por hombre. El caso es que un día presintiendo acaso su cercano final, madre quiso que hubiera una celebración especial y citó a mis primos, sus sobrinos, y a mis tíos, sus hermanos, a un chocolate espeso, resquemado, acompañado por unos panes revenidos, pasados por aceite viejo. Tío Miserias se presentó como siempre el último, besó en la frente a mi madre, saludó con un gruñido a sus otros hermanos y al sentarse como un patriarca en la cabecera de la mesa me señaló delante de todos, con su dedo índice acusador extendido para que no hubiese ninguna duda: –A las cinco de la mañana comienza la jornada en el campo. –Sí, señor –dije yo asustado. –Quiero verte entresacando con la primera luz. –Sí, señor –dije yo todavía más asustado. –Irás de obrero con los criados, porque vienes a servir como criado. Que no se te olvide nunca. 82
TIO MISERIAS
–No se me olvidará, señor. –Te pagaré según tu trabajo, descontándote la comida. –Sí, señor. –Los aperos que rompas me los repondrás nuevos con tu salario. –Así lo haré, señor. –No hay más que hablar. Era una orden. Madre se llamaba Elisa y como mayor de todos los hermanos huérfanos por la maldita guerra, había cargado sobre su juventud perdida con la crianza de los otros. Tío Miserias era el segundo, su ojo derecho: se querían con locura. Era un cariño ciego, de hermanos que habían compartido tantas miserias como infortunios (madre comentaba a menudo cómo aquella noche el mulo salvó a mi tío de verse arrastrado por la corriente salvaje del río, cuando huido de los guardias regresaba tras vender lo que estaba prohibido, a quienes en la otra orilla pagaban porque podían). Tío Miserias le expresaba el cariño a su manera, con una luz especial en sus ojos cuando estaban juntos. Madre había realizado una mala boda y eso Tío Miserias no consiguió digerirlo nunca. Padre era un vivalavirgen, que se pasaba la mitad de la vida gastándose la otra media, dejándonos muchas veces sin sustento. Cuando nací yo, cuentan que madre enfermó por el mal parto, y todo empeoró. Tío Miserias ya tenía a dos en este mundo para envolver con su desprecio más profundo. Y ya cuando padre finalmente se fue de casa a dormirse las borracheras por otros lugares donde nadie le acosara, quedé yo solo a sus ojos para descarga de su inquina. Recuerdo que cuando acompañaba a madre a visitarle (cada vez más a menudo aunque madre le intentaba ocultar nuestra situación real siempre que podía, poniéndose limpia y dándose una fragancia de rosas elaborada por ella misma) Tío Miserias se abrazaba a ella dejándome a mí a un lado, sin una caricia ni una frase 83
LUIS Mª ALFARO
amable, olvidado en una esquina como un alamar roto. Yo no era nadie y a sus ojos evidentemente el culpable de la decadencia de su hermana, mi madre; jamás me lo perdonó. Yo aprovechaba esos momentos de desprecio para escaparme de puntillas a la cocina para intentar hincar los dientes en la hogaza de pan duro que envolvía el trozo medio mordido de cecina de vaca que me preparaba a escondidas Clara, la sirvienta, que de tan buena parecía santa; que, también a escondidas, retiraba de las caballerizas algarrobas que ocultaba en una bolsita de tela, para entregármelas en el momento de la despedida. Lucas, el capataz, me ayudó el primer día a calzar las botas enormes de goma que me cubrían por encima de las rodillas. Había una fuga de agua en una regadera y fui mandado a taponarla. Dijo: –Vienes de criado y nada aprendido. La única escuela del obrero es la vida. Si no sabes sumar, aquí no se enseña; si no sabes leer, tampoco. Si uno te pisa un pie impide que te pise el otro. Arréglatelas como puedas. Y mirándome fríamente a los ojos, añadió: –Si alguno de los otros criados te ofende, no me lo mientes. Yo no sé nada de lo que no quiero saber. Aquí los hombres se trabajan sus vergüenzas. Todos llevan navaja para cortar el pan, todos la llevan amolada y todos saben usarla. Hombre de respeto, descansaba sobre sus espaldas la ejecución de los trabajos. Me dijo también: –Los animales comen todos los días, menos los cerdos que descansan uno. Ese día te puedes mudar e irte a la iglesia o donde quieras. De todas las circunstancias de aquellos tiempos, recuerdo como la más agradable subir a la ciudad. Era como acudir a una fiesta. El descubrimiento de las otras vidas anónimas, con sus prisas y extravagancias, sus risas confiadas, sus voces sin misterio, sus tiendas abastecidas, la abundancia, los escaparates iluminados, las ca84
TIO MISERIAS
lles limpias, me sorprendió la primera vez, y me sedujo las siguientes. Acompañaba a los criados a compras, mirando con la emoción de un niño sin preguntas a izquierda y derecha, siempre dos pasos detrás, con una chaqueta raída que me bajaba de las rodillas. Me hablaban sin taparse las palabras, igual que a un colega de infortunio. Yo era un criado más, y no el sobrino del amo. Hablaban también a veces entre ellos bajando la voz, con ese aire secreto que te obliga a prestar atención para penetrar en el sentido doble de los silencios. Subíamos en el único autobús de línea, el de las seis de la mañana, el que renquea en las curvas y regresábamos al finalizar la tarde, algo dormidos y menos contentos. Generalmente íbamos dos o tres, con el dinero apretado en la mano, con una tartera para no gastar en comidas. Y con muchas ganas de respirar por parte de los criados mayores, ese aire pecaminoso que ventea por los extramuros inciertos de las ciudades. Reconozco que desde el primer día me consideraron adulto, y lo agradezco ahora pasado el tiempo. En el trabajo del campo no existen edades intermedias: o eres hombre o no sirves para serlo y entonces no vales nada. Limpiaba establos, retiraba los purines de las lechoneras, respigaba, cambiaba la cobertura, cargaba las galeras de broza, amontonaba los molederos, encalaba las paredes, movía fardos de paja, cuidaba de los animales y esquivaba a las moscas piojosas que añoran dormirse en la piel. Lo que madre quería. Lo que Tío Miserias ordenaba. A lo que se obliga a un criado. La ciudad para un muchacho se presenta entonces como el oasis maravilloso, la esperanza. Otra vida. Nadie se preocupa de nadie, todo huele relativamente a limpio. Y en el bar de la estación de autobuses el café con leche sabe a café y nadie se molesta porque repitas el terrón de azúcar. –¿Sabes lo que hizo un día el amo? –me dijo un día un criado 85
LUIS Mª ALFARO
delante de los otros y agradecí que dijera “el amo” en lugar de señalar mi parentesco. –No –dije. –¿Conoces a Teodoro? –Qué hacer. –Le prestó un dinero con la condición de que debía devolvérselo tal día personalmente y en mano. –¿Y? –Que en la fecha tu tío desapareció del pueblo para que al no poder cumplir lo convenido Teodoro perdiera la prenda. A madre debía dolerle profundamente que yo pareciera débil y torpe, incapaz seguramente a sus ojos de guarecerme sin riesgo bajo una tormenta. Pensaba seguramente que había nacido demasiado apocado para enfrentarme a un mundo esquivo donde siempre estaría de más. Incluso cuando el día que Tío Miserias hizo pública ante ella y el resto de parientes su decisión de incorporarme como criado, madre le sacó la cara. Le dijo: –Oblígale a los trabajos más duros para que se le vuelvan fuertes las espaldas. Agaché entonces humillado la cabeza. La veía acabada, simulando sin conseguirlo una templanza inexistente. Sufría sin quejarse, como siempre lo había hecho. El fracaso de su matrimonio y posiblemente la decepción de encontrarse con un hijo algo enfermizo y de futuro por tanto incierto, le seguía carcomiendo por dentro. Tío Miserias era todo lo contrario: un triunfador, el dios reinante sobre las calamidades. Para los trece sabía bandearme sin perderme por la ciudad. Tenía por entonces las manos demasiado ásperas de ablandar tabones, pero ya respiraba sin ataques de asma. Al año nada quedaba en mí del muchacho huidizo, acomplejado. Cierto que la vida me condenaba a un futuro de criado de mis primos, al no poder alcanzar jamás estudios como ellos. Pero no era en absoluto perezoso y sí intrépido porque Lucas me lo exigía obligándome a 86
TIO MISERIAS
caminar en solitario de noche a través de las nieves que ciegan los caminos, aullara el lobo o se callara. Intuía ya entonces que nada de la heredad de Tío Miserias me tocaría en suerte, y por tanto nada esperaba. A veces la amanecida me sorprendía arrancando las malas hierbas como si fueran pensamientos. La noche en el campo te obliga a convivir con la melancolía. A madre le quedaban pocos meses. Lo anunciaban las arrugas repentinas de su rostro. Y yo cavilaba en ausentarme para siempre del pueblo llegado el triste momento de su tránsito. ¿A dónde pensaba ir? A cualquier sitio, que es el lugar donde caben todos los que han perdido lo que nunca poseyeron. Tío Miserias no es que me tratara como uno más (ojalá), sino que descargaba sobre mí la conciencia de sus propios errores y los de otros ajenos. Le privaba inspeccionar sus tierras invitando a mis primos cuando la naturaleza mecía los hermosos mares de espigas verdes, como si intentara suscitar en ellos un interés imperecedero por el campo. Se sentía orgulloso de sus logros. Jamás me permitió que les acompañara como un pariente más en esas visitas, y sí me obligaba a trabajar ante ellos como el más torpe de sus obreros, sin levantar del suelo la mirada de vergüenza. Estoy convencido que en esos momentos mis primos comentarían su bonhomía al recogerme del arroyo a que un padre borracho, una naturaleza débil y una madre enferma me habían conducido. Madre murió a las seis de la tarde un jueves sin luz, tercero de mes. Su entierro fue demasiado triste: el cielo se enturbió y una avalancha increíble de agua obligó a la comitiva a guarecerse bajo un sotechado. Abandonado a la intemperie en medio de la calle embarrada, las gotas gruesas bailaban sobre el ataúd una danza insólita, en absoluto macabra, como si antes de convertirse en cielo madre necesitara desprenderse de sus últimas lágrimas terrenas. 87
LUIS Mª ALFARO
Había sufrido demasiado. La vida siempre es injusta, pero la vida que se empeña en extorsionar sentimientos, mucho más. Madre estaba otra vez sola, abandonada sobre la charca. En su homenaje, con los ojos humedecidos, calado hasta los huesos, decidí quedarme quieto, en medio de la calle, solo, junto al ataúd hasta que escampara. Tío Miserias, sorprendentemente, entonces salió a la intemperie, se me acercó, me pasó el brazo por la espalda y me dijo en voz baja algo insólito viniendo de él: –Hay tanto amor en esta lluvia que yo también quiero mojarme. Allí estuvimos los dos abrazados, separados del mundo, a la vista de todos, mojándonos, callados todo el tiempo que madre necesitó para desahogarse. Nunca olvidaré ese momento. Por ese recuerdo estoy ahora aquí. Exclusivamente por ese recuerdo he vuelto. A las cuarenta y ocho horas de darle tierra, sorprendentemente todo cambió. Tío Miserias me mandó llamar, y me dijo secamente: –Ya se han agotado los lloros y se amontona el trabajo. Ya tardas en salir al campo. Fui a darme la vuelta para enfilar la puerta, cuando dijo: –Quiero que sepas que voy a encargar un monumento de mármol para tu madre. –¿Y para qué? –Para que siempre la recuerdes. Te lo descontaré mes a mes de tu salario. –¿Qué dice? ¿Está usted loco? Eso me sujetará a usted de por vida. –Es lo que deseaba tu madre. –Pero yo, no. –¿Cómo que no? Pero ¿dónde vas a estar mejor, desgraciado? –a Tío Miserias se le abultaron las venas, que parecían a punto de estallar– ¿Dónde, desagradecido, donde? –En cualquier otro sitio –dije con alguna insolencia. 88
TIO MISERIAS
–¡Estás a cumplir los catorce! –estalló de nuevo Tío Miserias– Muchacho, yo a esa edad había vendido carne con mosca en todos los pueblos de alrededor, cabalgando dormido sobre la mula noches enteras. ¿Sabes qué hacía? Si no me la quería comprar la mujer porque la carne apestaba se la vendía al marido, pero nunca retornaba con la mercancía a casa. –¿Qué pretende decirme con eso? –pregunté todavía más altivo. –¡Qué no vales para nada! –Pues bien que me enmierdo por usted de luz a luz. –¿Tú por mí? ¡Si serás insolente! ¡Eres el peor de mis criados, el más débil, el más inútil, el peor mandado! ¡Terminarás borracho como tu padre! –No lo verá usted jamás. Resuenan todavía en mi memoria sus últimas palabras: –¡Sal de mi casa, desgraciado! Y no pretendas volver porque las puertas las encontrarás siempre cerradas. Soy su único pariente desheredado, el único que puede exponer sin temor a represalias de terceros mis sentimientos. Nunca quise a Tío Miserias, tampoco ahora cuando vengo a despedirle, con la sombría emoción de encontrarme cerca por primera vez desde mi marcha, del lugar donde yace mi madre. El médico del pueblo, un tipo descolorido y tremendamente melancólico, que se deja acompañar por el tabaco y el alcohol protestó cuando lo sacaron de la cama. Se llama Sánchez, tiene el carácter avinagrado de los viejos que nunca han sido jóvenes; llegó, pidió de beber, pidió de fumar, pidió de nuevo de beber, certificó la hora e indicó que una vez aseado el cadáver lo mejor era encerrarlo bajo llave en una de las habitaciones de la planta inferior para que no molestase el resto de la noche. Dijo: –A la gente le privan las desgracias de los ricos. Es su venganza. La verdad es que sobraba la advertencia: nadie se molestó en acudir al velatorio. 89
LUIS Mª ALFARO
Tío Miserias muerto producía exactamente la misma impresión que vivo. Podría decirse que hablaba más o menos lo mismo; lo único que lo diferenciaba ahora es que tenía sus ojos endurecidos siempre vigilantes cerrados para siempre. Pronto mis primos al aparcarlo en la habitación más oscura de la planta baja de la casona, se olvidaron de él. Y también de mí. Se encerraron en la salita de estar, como bandoleros ante el cofre del tesoro, con el médico supongo de testigo del reparto, dejándome en la cocina con la sirvienta y el capataz. El médico nos había visto nacer a todos. Y de todos recordaba el instante preciso del parto. Yo, por ejemplo, estaba en este mundo de milagro (me lo recordó otra vez). Venía tan corto y tan exánime que mi pobre madre tuvo que hacer lo imposible por echarme al mundo. Eso es lo que le rompió la vida y le mermó la salud para siempre. Madre era una mujer guapa –decía–, la más guapa de las por él conocidas. Y una buena mujer, la más buena mujer –decía–de las por él conocidas. Una mujer hermosa. Un cuerpo perfecto en una cara de ángel. El médico, dijo: –Yo también estaba enamorada de ella. –¿También? –pregunté confundido por la extraña deriva de la conversación en tan especiales momentos–¿Qué quiere decir eso de también? –Que todos los de por aquí nos enamoramos como tontos de tu madre. Y añadió luego de chupar con esmero la colilla: –La mujer más hermosa que se recuerde por muchos años. Desde luego, ninguno de los tres de guardia en la cocina esperábamos nada ni del reparto entre mis primos ni de las mandas de mi tío. Yo porque estaba desheredado y los sirvientes (la pobre Clara tan mayor que asemejaba un pergamino arrugado, y Lucas, cansado y con el vientre inflado, sentado ahora sobre un taburete con una pierna rígida, casi de madera), porque Tío Miserias cuando compraba servicios los pagaba, sin guardarse para el futuro un gramo de humanidad. 90
TIO MISERIAS
En esa noche del reparto (mejor definirla así que la propia de velatorio) no hubo ni un momento de sosiego. A los diez minutos de comenzar la reunión en la salita, cerrada la puerta para que no se desvelase su contenido, las voces eran tan altas que más parecía aquello una timba prohibida. Para la media hora, el médico ya había salido y entrado tres veces, pidiendo café, más tabaco y más alcohol. Era el hombre bueno, el contador partidor elegido para nivelar acuerdos. En una de esas aperturas de puerta, pude escuchar con nitidez a uno de mis primos exclamar: –¡No podemos esperar a la lectura del testamento! ¡Tenemos que decidir el reparto ahora mismo! Y otro, dijo: –La citación del notario puede tardar semanas. Hay que vender, yo necesito dinero rápidamente. –Y yo. Todos necesitamos dinero, ¿eh? –dijo otro. –¿Y los animales? ¿Quién se va hacer cargo de los animales hasta que nos deshagamos de ellos? –dijo otro de mis primos. –Para eso está Lucas –dijo otro. –Lucas está mayor y enfermo, no sirve para nada; hay que decirle que se vaya buscando otro sitio donde vivir, que esto no es un asilo –dijo el anterior, y se cerró la puerta. Lucas se encogió de hombros. Lo había escuchado perfectamente. Llevaba al servicio de Tío Miserias toda la vida. Esa noche pronuncié por primera vez con respeto exento de temor su nombre. A mis primos les había enseñado con una paciencia infinita a montar a caballo, a orientarles en la ubicación de las tierras para no perderse, a distinguir los almendros de los cerezos, los ciruelos de los manzanos, los nísperos, los altivos nogales. A no confundir la avena con la cebada. Yo nunca conseguí que tuviera un detalle amable conmigo, supongo que por prohibición expresa de Tío Miserias. Por aquellos tiempos mis primos mayores venían en verano desde ciudades lejanas, con sus estudios en colegios de pago 91
LUIS Mª ALFARO
y Lucas los recibía con las manos grasientas, camisa sucia, un pantalón tan tiznado que avergonzaría a un pordiosero. Me levanté de la silla, me acerqué a la mesa donde intentaba tomar postura, y le dije: –Están demasiado excitados, no les haga caso. Me di cuenta entonces que Clara me miraba desde el ángulo perdido de la cocina, interrogándome con sus ojos demasiado grandes cargados con algún temor oculto: –Señorito ¿qué va a ser de nosotros? –imploró– Somos ya demasiado viejos para acomodarnos fuera de aquí. –Todo va a seguir igual, Clara –intenté animarla. –Si a usted le tocara la casona seguro que así sería, pero usted está desheredado. –Lo sé –dije–. Así lo ha querido mi tío. –Su tío se portó con usted de manera irresponsable –dijo secamente Lucas, y era la primera vez que en todo ese tiempo hablaba–. Debería haber previsto que usted es el único que pronunciaría con respeto su nombre después de muerto, que jamás vendería ninguna de sus propiedades. Y ya no dijo más. Clara entonces se atrevió a interrogarme: –¿Por qué, señorito? ¿Por qué no se humilló nunca ante su tío? ¿Por qué se marchó de esta casa? Me encogí de hombros. Mi madre se llamaba Elisa. Era la mujer más hermosa del mundo. Dicen que tuvo pretendientes. Dicen que como todas las mujeres hermosas eligió al peor. Acaso fue una coincidencia, pero aquel jueves en que ya había cumplido con creces los treinta reconocí de inmediato al hombre que caminaba por la ciudad con paso tambaleante y que casi tropieza conmigo al cruce de una esquina: Tío Miserias. Jueves, tercero de mes. Caminaba apoyado en un bastón por el laberinto de 92
TIO MISERIAS
calles. Media tarde, el cielo limpio conteniéndose la hermosa explosión de luz que murmura entre ventanas. Pude cerrarle el paso, empujarlo a una calleja, ponerle en un aprieto, devolverle las humillaciones padecidas, escupirle a la cara. Estaba consumido y yo, sin embargo, en la plenitud de la vida. Aunque pude soltarle los malos pensamientos acumulados en mi alma vengativa en las horas solitarias de tantas noches revueltas, me contuve. Viejo, decrépito, acabado, la naturaleza había apagado su soberbia. Caminaba a pasitos cortos, arrastrando los pies, como un alma en pena. Me esquivó ocultando la mirada en el suelo. Miró también luego a los lados con cierta prevención, acaso temeroso de que alguien le siguiera. No se percató de mi presencia o simuló no darse cuenta. ¿Qué hacía allí? En la plazoleta situada en el barrio viejo, al pie del pequeño monte que como una defensa natural cierra prácticamente la ciudad, un edificio de piedra, señorial, austero, con unos ventanales casi tapiados, recordaba al mundo su condición de antigua abadía. Penetró en el edificio. ¿Cuál era su misterio? No pude aguantarme. Decidí seguirle. El pórtico, abierto a un jardín cuidado, se adornaba en el centro con un pozo posiblemente en desuso. El claustro conducía a una serie de salas. En cada una de ellas, iluminadas con acierto, se exhibían docenas de cuadros. Una explosión de colores emborrachando la austera sencillez de las viejas paredes. El silencio, absoluto. Temí haberle perdido. Al momento, el golpe del bastón sonó descaradamente al estrellarse sobre el suelo de piedra encerada como si me reclamase. Me obligué a caminar casi de puntillas. Unos bedeles aburridos de su trabajo custodiaban las salas vacías de visitantes. Alcancé unas estrechas escaleras gastadas por el centro, algo húmedas, en cuyos rellanos dos armaduras medievales pica en ristre parecían custodiarlas. Escuché como un carraspeo lejano. Acaso fuera un 93
LUIS Mª ALFARO
amago de tos. Me pegué a una de las paredes, crucé un pasillo, desemboqué en otro, me deslicé con cautela. En una sala abierta descubrí por fin a Tío Miserias. Caminaba lentamente golpeando con el bastón en el suelo. Se detuvo de repente delante de un cordón carmín que impedía la entrada a una zona reservada, señalada con un letrero sujeto a la pared. Miró el reloj, esperó de pie unos segundos sin moverse, y justo al sonar las seis en el carillón cercano, apareció el bedel de la planta que le saludó de forma respetuosa, inclinando un palmo la cabeza. Retiró el bedel con habilidad el cordón, y poniéndose delante avanzó unos metros por el nuevo pasillo para abrir con su llave una puerta oculta en un recodo. Luego, le cedió el paso; Tío Miserias volvió la mirada para comprobar seguramente que no era seguido por nadie y se introdujo en una sala ajena a la vista. Repuesto de nuevo el cordón, el bedel se fue a completar la ronda dejándole dentro de aquella sala privada. Estuve tentado de saltarme la prohibición. Si se encontraba solo era un buen momento para ajustar cuentas. Pero tuve miedo o lo que sea: abandoné confuso el edificio. Aquella noche me costó conciliar el sueño. Estuve un buen rato dando vueltas a la cabeza. Nunca hubiese otorgado una sensibilidad especial a Tío Miserias, antes al contrario. ¿Qué hacía un tipo de su condición en un museo? ¿Por qué podía acceder a una zona reservada? ¿Qué misterio se ocultaba allí dentro? Al tercer jueves del siguiente mes, no me aguanté más. Esperé a que el bedel se retirara. Me acerqué despacio, en silencio, de puntillas, pegado a la pared, conteniendo la respiración. Estaba seguro de descubrir algo extraño, acaso el secreto con el que podría vengarme del viejo. Me asomé con sigilo a la sala oculta. Era más bien pequeña, de una austeridad absoluta. Tío Miserias estaba sentado en una silla de cuero, contemplando con devoción una escultura de mármol, la única que allí había, situada en el centro 94
TIO MISERIAS
de un haz de luz sobre una peana de granito. Representaba la figura perfecta de una mujer joven, casi una niña, con los pechos desnudos y la cabeza vuelta a un lado, como buscando en el infinito esa esperanza que trasciende la tierra. Tras una sutil gasa se adivinaba la armonía de un cuerpo cincelado con tanto amor que se diría perfecto. Parecía sumido en un éxtasis especial. Un estremecimiento me recorrió por entero. ¿Qué era todo aquello? ¿Qué clase de sensibilidad enfermiza dominaba en aquel hombre, implacable ante las desdichas humanas, empequeñecido ahora ante un trozo de mármol? Luego de un rato que se me hizo eterno, se levantó, se acercó con respeto a la escultura, rozó suavemente con sus manos los pechos desnudos de mármol, puso su cabeza entre ellos, y luego estampó un beso casto, limpio, en los labios de la estatua. Un beso desapasionado, inmóvil, sin tiempo. ¡Tío Miserias abrazado a la estatua! Abandoné con cautela la sala. ¡Tío Miserias se desahogaba en una antigua abadía! Confundido, deambulé un tiempo por la ciudad intentando asimilar aquella imagen de un viejo rico, miserable, estúpido, abrazado a un trozo de mármol. Tuve la tentación de retornar por primera vez en más de veinte años al pueblo, y hacer pública su condición de trastornado, de hombre que ha perdido la cabeza. Realmente, Tío Miserias no ocupaba ya ningún lugar especial en mi vida. Pero las semanas siguientes no pude evadirme de aquella sorprendente imagen. Al tercer jueves del tercer mes, no sé por qué, monté guardia de nuevo en las proximidades de la plazoleta. Apuré el café. Efectivamente, Tío Miserias se asomó de nuevo, miró a un lado y al otro, y con sus andares lentos se acercó a la puerta. ¡Penetró de nuevo en el edificio! Subió al segundo piso, se sentó en la silla de cuero y se pasó un buen rato contemplando la estatua. Me pareció incluso que movía los labios. ¡Ya no tenía ninguna duda! ¡Tío Miserias hablaba con aquel trozo de mármol 95
LUIS Mª ALFARO
con forma de mujer! ¡Tío Miserias estaba loco, loco de atar! ¡Desvariaba! ¡Pobre hombre! Me dio lástima, sinceramente. Lo confieso. Amasar tanto dinero y acabar buscando consuelo en una figura de mármol. Pensé en la venganza inexorable de la naturaleza. En la imposibilidad manifiesta que tenía para abrirse a otra persona. Opté por no mentar a nadie el asunto. Aunque no merecía mi respeto, la verdad, las personas tenemos derecho a conservar parte de nuestra vida oculta a los demás, son nuestros pequeños secretos, los que nos singulariza: las cosas se quedan aquí, nadie puede llevárselas; los secretos, sin embargo, nos acompañan para siempre. Los secretos por secretos sólo a uno pertenecen. Y este era el suyo, el del hombre esquivo, desagradable, mezquino, ruin, miserable vencido ante una estatua. Notaba que mi juicio sobre él, no obstante, venía alterándose en los últimos días. Era como si yo de alguna manera hubiera entrado en su vida y en parte ya me perteneciera al arrebatarle la oscura complejidad de su alma y este sentimiento me obligara a disculpar su reconocida animadversión hacia mi persona. Por otra parte, su comportamiento no dejaba de responder más que a una situación extraña pero inofensiva. No molestaba a nadie. ¡Mi propio tío, el hermano querido de mi madre! ¿Qué hubiera opinado madre de saberlo? Mi madre se llamaba Elisa, la mujer más guapa del mundo, la más sufrida, a la que la vida no le concedió más paz que la muerte, ¿qué hubiera opinado de su hermano de descubrir su extraño comportamiento? Cuando el señor notario tosió al abrir la puerta de su despacho nos callamos por respeto. Hacía gala de una verruga indiscreta pegada en la nariz. Era un hombre de andares pesados, con una enorme papada y un vientre voluminoso. La entrada de un notario en la sala de firmas reviste tanta so96
TIO MISERIAS
lemnidad como la de un rey en su palacio. Se dirigió directamente a la cabecera de la mesa, dijo: “Señores”, abrió el cartapacios, sacó los papeles, se caló las gafas en un gesto mil veces estudiado, y preguntó: –¿Están todos ustedes en condiciones de firmar la aceptación, si procede, de lo que voy a leerles? Uno de mis primos como saludo se dirigió a mí: –Sabemos que el viejo te desheredó en vida, ¿qué coño haces aquí? Pero el notario terció de inmediato: –A este señor le asiste el mismo derecho que a todos ustedes. Y se zanjó la cuestión Dio vuelta a la primera hoja. Y comenzó. Estoy desheredado desde el día que me fui de la casa. Lo hizo público y por eso lo conocen mis primos y lo conozco yo. No participo en ese reparto porque no tengo derecho a nada. Tampoco lo necesito. Asisto por cortesía o acaso por esa malsana curiosidad que alienta a los humanos. En medio de la lenta letanía del notario, pensé de nuevo en mi madre y en su cariño infinito hacia su hermano. Es difícil que pudieran encontrarse en el mismo plano en la otra vida. Pero seguro que madre estaría en el cielo intentando con la exposición de sus desgracias conseguirle un vaso de agua para que saciara su tormentosa sed. El notario soltaba largas peroratas como un autómata. Estaba tan pagado de sí mismo como cansado de su papel de escribano; las mediciones de los inmuebles le producían somnolencia. A medida que referenciaba las ubicaciones mis primos se miraban entre sí con una cierta sonrisa cargada de complicidad. Todo aquel paripé sobraba. Ya se habían encargado, en pleno velatorio del viejo, de componer las particiones en base a valoraciones pactadas entre ellos. Ninguno estaba dispuesto a desnivelar el contenido de una parte, porque, según lo acordado, las partes serían adjudicadas por 97
LUIS Mª ALFARO
riguroso sorteo entre ellos, y por supuesto era de estúpidos asumir con tanta heredad el riesgo de un reparto desequilibrado. Terminada la relación de bienes, comenzó el notario con las indicaciones puntuales. Fue nombrando una por una las mandas específicas. Cuando concluyó, dijo: –¿Alguna objeción? –Ninguna. –¿Están todos ustedes de acuerdo? –De acuerdo –dijeron mis primos. El notario antes de terminar la reunión, se dirigió a mí como disculpándose: – Lo siento, señor. –Me hago cargo –dije. –Su tío era un auténtico romántico –añadió entonces sorprendentemente–. Sólo se entiende así que su recuerdo hacia usted lo exprese en el escrito contenido en este sobre que le muestro. -¿Qué es? –pregunté a la defensiva. –Un sobre que le entregaré el tercer jueves de este mes, a las seis de la tarde, en el lugar donde usted acudió tres veces a espiarle en secreto. No supe reaccionar. Balbuceé algo sin sentido. ¡Así que el viejo miserable me había descubierto! ¡Así que jugaba de nuevo conmigo, incluso después de muerto, como le venía en gana! ¡Así que el muy canalla se había hecho el despistado para evitar mi cólera y eludir el enfrentamiento! Lo maldije de nuevo en silencio. Lo maldije con todas mis fuerzas. Luego me eché a reír. El notario me miró estupefacto. Debió pensar que estaba loco, que el mal viento del despecho me había trastornado temporalmente. Reía y reía, sin poderme contener. ¡Tío Miserias se quitaba la careta de su miseria moral y se convertía en algo humano! Mis primos también se asustaron de mi pérdida de lucidez. Ellos felicitándose por sus mandas y yo, el desheredado, el despreciado del difunto, el criado apartado de la casa, riéndose como un estúpido ¡y encima con los bolsillos vacíos! 98
TIO MISERIAS
¡El comportamiento de Tío Miserias cuando menos resultaba sorprendente! ¿Qué podía contener el sobre? Me imaginé al miserable trazando a la luz de una vela para ahorrar, con su espíritu amanuense, un laberinto de confusiones para perderme. Las concesiones a mis primos eran concretas: nada había dejado al azar. Estaba lúcido entonces. Sólo jugaba conmigo. Rehecha mi vida, nada suyo necesito para sobrevivir. Me hubiera gustado que en sus momentos finales, simplemente como deferencia hacia mi madre, su hermana querida, hubiera tenido un atisbo del cariño que nunca me otorgó en vida. Sólo eso. Una frase amable. No pido una disculpa. ¿Qué podía contener el sobre? Supuse, vaciado como estaba por la donación de todos sus bienes, que allí dentro habría volcado sus últimas recriminaciones hacia mí, su venganza más hiriente por haberme alejado de su sombra y haberme organizado la vida sin su apoyo, y sobre todo sin necesidad de arrastrarme a mendigarle. Desde mi marcha, yo había renunciado mentalmente a considerarme parte de la familia. Se incrementó mi nerviosismo al acercarse la fecha del tercer jueves. Hasta la víspera me había mostrado firme en desistir de acudir a la cita. ¿Para qué? Pero acaso por terminar de una vez con el hilo de unión con el viejo decidí en el último momento presentarme. Me atraía en el fondo contemplar de nuevo la escultura. Me acerqué a la plazoleta. ¿Qué hacía allí? Realmente, ¿para qué acudía? ¿Para darle la última satisfacción al miserable de reírse nuevamente en mi cara? ¿Qué podía contener el sobre? ¿Qué era lo que Tío Miserias habría maquinado en mi contra en sus noches de venganza? Recordé de nuevo su imagen abrazándose a la estatua de mármol; aquel beso suave, demasiado candoroso que en el fondo provenía posiblemente de un alma más enferma que sensible. Penetré en el edificio bastante intranquilo; subí rápidamente al segundo piso. Me pareció curioso que el notario me recibiera 99
LUIS Mª ALFARO
acompañado del bedel. Esperamos a que dieran las seis en el carillón cercano y entonces el bedel retiró el cordón de seguridad. Siguiendo exactamente el rito, me invitaron a sentarme en la silla de cuero y ya de cerca contemplé con afecto las líneas perfectas de aquella mujer hermosa, casi una niña, que parecía respirar suavemente, imaginándose seguramente que la vida es maravillosa cuando se tiene esperanza en el futuro. Desconozco el tiempo que estuve allí. El caso es que por momentos me sentí deslumbrado por aquella armonía, aquellos pechos dulces y serenos, aquellos labios posiblemente húmedos. Había algo especial en aquella mirada cargada de infinito. Me levanté, y repetí como un autómata los movimientos de mi tío. Besé la estatua. Apenas un roce. Me separé unos centímetros y la volví a besar, esta vez con los ojos cerrados, sujetándome a ella para no caerme. No sentí los labios fríos. El mármol desprendía un calor casi humano. Seguramente la estatua también necesitaba llorar. Estuve un rato así, embrujado. Unos minutos eternos. Aquella paz infinita, aquel silencio envolvente. O nadie más rondaba por el museo o el mundo en aquel espacio reducido desaparecía para siempre. Sólo el tosido artificial del notario me devolvió a la realidad. –Lo siento –dije al volverme y encontrarme con su mirada nerviosa. Me entregó el sobre: –Tenga la amabilidad de abrirlo, por favor. Con el sobre en las manos sentí de repente como si me hallara en la encrucijada más importante de mi vida. Hay una línea invisible que al traspasarla pone en movimiento mecanismos mentales desconocidos. Soy libre. Desde el día que me expulsó de la casa dejé de ser criado de los demás para convertirme en señor de mí mismo. Estaba a un paso de traspasar de nuevo esa línea, acaso en dirección contraria. Me asaltaron a trompicones imágenes vio100
TIO MISERIAS
lentas, pretendidamente olvidadas, ninguna por cierto agradable. Tanta miseria, la pobreza, los temores, los malditos silencios, los desprecios, el miedo en definitiva, aquella vida vieja y mezquina, el puente roto, el río nervioso rompiéndose ante el terraplén, arrastrándome a la intemperie como un muñeco de trapo. Abrir el sobre, pensé en esos momentos, suponía aceptar tácitamente la nueva atadura que me ligara posiblemente ya para siempre a Tío Miserias. Era la tela de araña envolvente, el truco ideado por el viejo para que no se rompiera definitivamente la familia. Como una reacción defensiva, intenté rechazarlo devolviéndoselo al notario, pero éste rehusó. –Sólo puede abrirlo usted –me dijo. Miré el sobre, la caligrafía de letras grandes y nerviosas citando mi nombre era la propia del miserable; me acerqué de nuevo a la estatua. Los ojos de mármol me parecieron entonces humanos, y una incipiente sonrisa triste descubrí dibujándose lentamente en sus labios. Creo que hablé en voz alta con la estatua. Creo que susurré su nombre. Creo que la besé de nuevo. Cerré los ojos y cuando volví a abrirlos rompí decidido el sobre en dos y acercando una cerilla le prendí fuego inmediatamente. El bedel gritó preocupado: –¿Pero qué hace, señor? ¿Está usted loco? ¡Van a activarse los detectores de incendios!
101
LUIS Mª ALFARO
Un matón profesional El rey de los telediarios vespertinos, el de los dientes salidos y sonrisa artificial de oreja a oreja, colocó con sumo cuidado al caniche en el suelo. El perro marcó su territorio con dos ladridos secos y comenzó la tarea de rascarse, para luego empeñarse en morderle los zapatos a Peralta que estaba por allí un poco desconcertado. Tubito no hagas payasadas. Tubito estate quieto. Tubito te voy a castigar sin chocolate. Jodido Tubito. Peralta buscó las palabras adecuadas de agradecimiento por haberle llamado, pero le costaba encontrarlas. Le hubiera gustado darle dos patadas a Tubito y aplastarlo contra la pared. O hacerlo desaparecer por el inodoro. O convertirlo en salchichas para un restaurante oriental. Tenía que contenerse. Necesitaba estarse quieto y sonreír sumiso como un idiota mientras el perro iniciaba el nuevo acoso. Era su primer trabajo después de terminar condena. Al despedirse, el oficial de puerta le había dicho a modo de saludo de despedida: volverás. No me espere. Volverás porque la cárcel es como una querida a la que quieres abandonar pero no puedes. Si las cosas están mal dentro, afuera tampoco puede decirse que mejoren. Sabía disparar y había disparado a tipos de ojos oblicuos empeñados en abrirle en canal y a policías de mostacho y cejas negras ansiosos de confiscarle la vida, pero ya estaba en la calle y la calle es gris y cuando llueve si no tienes cobijo te mojas. Era, además, un tipo solitario sin muchos lugares donde acudir. Este iba a ser su primer trabajo; nunca hay un segundo sin primero. Miró al perro. Cabrón de Tubito. Debía mantener la compostura. Y Tubito levantó la cabeza. Bicho estúpido. Tubito torció el cuello como si necesitara otra perspectiva antes de iniciar el siguiente ataque. Evidentemente, es un problema, señor, vino a decir como auto justificándose de que lo contratasen. Un problema menor. No. Bueno, quiero decir que no hay problemas me102
UN MATÓN PROFESIONAL
nores. Un problema de orden público. Jodé, ¿dónde está el problema? Que no es un problema de telediario, coño. Las palabras no sirven más que para confundir las cosas. Por mucho que se embadurnen con betún, los zapatos siguen apretando. Soluciones. El rey de los telediarios, dijo: –¿Sabe exactamente para qué le contratamos? –Espero me lo diga usted, señor –dijo Peralta asumiendo la necesidad de encogerse como un pardal hambriento. –Para que acabe con el problema de una puñetera vez –dijo el presentador del telediario, intentando al ponerse de puntillas sobrepasarle por unos centímetros los hombros (dando las noticias parecía más alto). Desde hacía unas semanas, un tipo malcarado, sucio y aparentemente peligroso, merodeaba por la urbanización de lujo, molestando a los residentes, gente por lo demás importante, de mucho prestigio en la sociedad. Aparecía y desaparecía el harapiento como un fantasma silencioso, una sombra que en su desfachatez incluso se asomaba al borde de las piscinas privadas coartándolas su necesaria libertad. –Queremos que haga algo para que no nos moleste más. Peralta había participado en un reality de televisión, uno de esos programas que por un bocadillo de salchichas y una cerveza desnudas las vergüenzas. La productora buscaba personas al límite, y él encajaba en el guión. Ni pesaba doscientos kilos, ni tenía seis mujeres embarazadas ni sabía cocinar fuera de dos huevos fritos ni pensaba dedicarse a la política, pero su historial era lo suficientemente violento como para suscitar el interés general. Dijo: en la cárcel si no rajas te rajan, y mostró las dos cicatrices en el pecho. ¿Ha rajado usted a alguien? Entonces Peralta esbozó esa sonrisa cínica de Paul Newman, y dijo: tengo diez dedos en las manos. Y la enigmática respuesta cautivó a la audiencia. He aquí un hombre arrepentido, ganado para la sociedad, que demanda una oportu103
LUIS Mª ALFARO
nidad. El presentador del telediario vespertino requirió al de producción, y ya estaba contratado para un trabajo que le ocuparía una hora o dos o como máximo una mañana de un día de verano. ¿Sabe lo que quiero decir? Así de simple. No se confunda. ¿Comprendido? ¿De acuerdo? Cuestión resuelta. ¡Ojo! Las fórmulas expeditivas ahora están rigurosamente prohibidas. Nada de involucrarnos a nosotros. Nosotros no sabemos nada. Usted nos resuelve el problema, y no sabemos nada. ¿Ok? ¿Orden público? ¡Claro que es un problema de orden público! Pero, por favor, deje de expresarse en esa terminología que recuerda para nuestra desgracia tiempos pretéritos. Los grises a caballo acosando sindicalistas. Los grises a caballo acosando estudiantes. Mierda. Los grises se han comido los caballos. Incluso ya no hay grises. Eran otros tiempos. Debe actuar usted con sigilo y moderación. Peralta acertó a decir: –Entiendo que deben acudir a... La rubia terció de inmediato, cortándole en seco. –Ya lo hemos hecho. Tres veces en esta semana. Al rey de los telediarios no le agradó que la rubia botellón mujer del tendero de la urbanización se le aproximara tanto. Temía que pudieran disparársele de repente los pezones atravesándole la cabeza. Tosió con disimulo y se apartó un poco. Dijo: –Acaso treinta en lo que llevamos de verano. Se pasó la mano por el labio inferior como si estuviera cargando el dardo envenenado. Asintió tres o cuatro veces con la cabeza. Y añadió mordaz: –Muy bien uniformados. Muy correctos. Con sus emisoras, sus códigos, sus claves misteriosas. Seis rojo llama a ocho azul. Corto. Código nueve. Tenemos una gran policía, sí señor. Justo es reconocerlo. La mejor policía del mundo, la más científica, la más capacitada, pero que lamentablemente no sirve para estos casos. Tubito deja en paz a este señor. Tubito no seas maleducado. ¡Deja ya de molestar, Tubito! 104
UN MATÓN PROFESIONAL
–Que no sirve para nada. Tubito: te estás portando muy mal. Insisto: no sirve para nada. Para nada. El tendero necesitaba explicarse pausadamente. Quería concretar todos los detalles por temor a omitir alguno importante. Un escarmiento. Tenemos miedo a que malcarados, pedigüeños, peligrosos, tipos sin respeto a los demás entren en la urbanización y en los chalets vacíos ensucien las paredes con frases inadecuadas y obscenas. ¡Incluso depongan asquerosidades! Robar, lo que se dice robar, poca cosa. La mayoría de los que viven en los chalets tiene las joyas a buen recaudo y los cuadros de las casas o son reproducciones u obras de artistas jóvenes de barba descuidada donados por marchantes amigos para su promoción, para qué engañarnos. Los galeristas se los alquilan a las celebridades, especialmente cuando se organiza una de esas fiestas, ya me entiende, donde corre lo que corre y alguna cosa más, o se los venden a bajo coste. Los cuadros salen así en televisión decorando los devaneos amorosos de nuestras estrellas. La policía, eso sí, cuando se anuncia un sarao acude puntual. Incluso una hora antes para revisar jardines y chimeneas. Bueno, también acude a las llamadas de emergencia, pero no es lo mismo. No sé si me entiende. –Y a comerse los canapés –dijo el del caniche. –Bueno –intentó el tendero escurrir el bulto–, yo eso no lo sé. Sí que los veo levantar las tapas de las arquetas. Traen un pincho y las levantan. –Suponemos que algunas bandas organizadas –dijo el del caniche, con su claro conocimiento del tema– están recabando información últimamente para asestar en nuestra urbanización un golpe magistral. Y estamos convencidos que cuando eso suceda la policía aparecerá. Claro que aparecerá. –Pero tarde –añadió la rubia–. Parece que lo hace a propósito. 105
LUIS Mª ALFARO
–Tarde y mal, para no atraparlos –dijo el del caniche. –Se quedan una o dos horas, y luego se van. –Cuando se acaban los canapés –sentenció uno de los gacetilleros con cara de cebolla, el que gritaba mucho por las tardes para despertar a la gente de la siesta y que resultaba desagradable por sus posturas femeninas y sus camisas estrambóticas. –Muy educados –añadió sagazmente el locutor cuya voz reconoció Peralta por las tertulias deportivas–, pero se van porque parece que la vigilancia de este entorno estresa una barbaridad. ¿Sabe lo que quiero decir? –Todos los que vivimos aquí somos personas muy importantes –aseguró el locutor. –Y muy influyentes –confirmó el del caniche–. ¿Comprende lo que le digo? –Y muy influyentes algo quiere decir, ¿no? –corroboró el gacetillero. –Mucho nos tememos que el tipo en cuestión perpetre algo serio. Aparece siempre a la misma hora, como si se orientase con el sol. Mira al cielo, haciendo pantalla con las manos, y luego camina en dirección recta como un autómata, lo mismo hollando un jardín que pisando la piedrilla del camino. Mira de nuevo al cielo, y otra docena de pasos largos, casi zancadas. Cualquier día se topará con un chalet o con una piscina, y entonces ¿cuál será su reacción? Habían intentado expulsarlo por las buenas, pero el tipo en cuestión sonreía como un tonto, y volvía el rostro de nuevo al sol. Y cuando se le recrimina su presencia se baja los pantalones y muestra sin ninguna vergüenza el culo. Le habían amenazado con un rastrillo, pero el tipo se baja los pantalones y muestra el culo. Con una escopeta de postas. Pero el tipo... El del colmado, añadió: –Lo coge la policía, se lo llevan y en seguida lo sueltan. Y al rato ya está aquí de nuevo. 106
UN MATÓN PROFESIONAL
–Seguro –dijo un tipo bronceado exageradamente, casi de color caoba, que acababa de salir de uno de los porches, acercándose al grupo– que ni lo fichan en comisaría. ¿Para qué? ¿Para qué molestarse? Seguro que lo dejan libre en el límite del camino. –Deposita sus excrementos sin ningún decoro en los jardines –dijo el del caniche. El tipo bronceado llevaba unas chancletas de goma. La bata le dejaba al descubierto parte de sus piernas. Inspeccionó a Peralta durante un rato. Luego, dijo: –Parece usted algo mayor para este trabajo. ¿De verdad tiene condiciones para esta misión? ¿Sabe jiu-jitsu? –Boxeo. –¿Seguro? –¿Quiere que haga una demostración? –No, no hace falta –dijo el tipo, separándose del caniche que de repente comenzaba a interesarse también por su dedos desnudos. Jodido Tubito. Una señora con el pelo blanco de peluquería, corresponsal volante de un programa nocturno, de las de verdad cambiante, se abanicaba haciendo sonar sus brazaletes. –Yo lo he visto -dijo, y llevándose un dedo al ojo derecho miró con descaro a Peralta. –La señora le ha visto hacer sus necesidades en los jardines –dijo la rubia. –Sin decoro alguno –insistió la señora–. Como un animal, peor, como una alimaña. Indecente. Marrano. Menos mal que aquí no hay un colegio. ¿Me entiende usted? ¿Se lo tengo que contar más despacio? ¿Es usted disléxico? –En ningún país civilizado se permiten esas licencias, se lo aseguro –aseveró la corresponsal–. Hay un respeto por la tierra y por la propiedad privada de las personas, aunque, me hago cargo, 107
LUIS Mª ALFARO
usted quizá sea el menos indicado para comprenderlo. Nadie puede ir molestando los sueños o talando árboles o tirando de la cadena del retrete después de medianoche. Nadie es anarquista. Todo el mundo tiene creencias que se respetan. Esto sucede sólo en este país. –¿Ha talado árboles también? –Yo no he dicho eso, señor. Conviene que no se confunda. Es una licencia poética –dijo la corresponsal–. El lenguaje es una convención. La palabra piedra define a una piedra, pero la palabra piedra no es la piedra. Yo digo azul y usted sabe que es azul porque la palabra azul la asocia usted al color azul. ¿Me comprende? Azul es azul, y rojo es rojo. ¿Está claro? –Creo que sí. –Y verde es verde. –Natural. –Y si lo que usted ve no tiene un referente en la memoria que lo identifique, usted sería un ciego con visión, simplemente. –¡Ah! –dijo Peralta asombrado. –A veces las cosas aparentemente más insignificantes se transforman en las más importantes. –Entendido –dijo Peralta con rotundidad. –Es bueno que nos comprenda. Tenga en cuenta que le contratamos por hacerle un favor. Como usted hay muchos en el mundo. Tipos solitarios que esconden sus ansias hablando con las farolas. Usted es un necesitado y nosotros vamos a ayudarle a salir momentáneamente de esa necesidad. –Me hago cargo. –Pues obre en consecuencia. –Yo también le he visto cagar en el jardín -dijo entonces un niño ridículo, de pelo color zanahoria y cara de ciruela. La mejor policía del mundo. El mejor país del mundo. La mejor organización judicial del mundo. Tubito no molestes. 108
UN MATÓN PROFESIONAL
El del telediario, antes de recoger al caniche, dijo también: ja. Que den gracias a Dios nuestros políticos por contar con semejante pueblo de necios. Ja. Ja. Ja. Y ja. El tendero bajó la voz. Estaba acostumbrado a no forzar las situaciones. Era una confidencia a transmitir entre hombres. Sólo entre hombres, ¿eh? Y lo último... Lo último. ¿Cómo decírselo? Es que no sé cómo decírselo. Inténtelo, hombre. ¡Le han visto cometiendo gestos deshonestos! Una niña de no más de diez, con aire resabiado y coletas, de ojos saltones, que hacía de tonta en la televisión con mucho éxito, dijo: –Pensamos que ese individuo lo que pretende es violarme y está esperando el momento oportuno para hacerlo. Sonrió maliciosa, cogió de la mano a Peralta y le preguntó: –¿A cuántos has matado, tío? ¿Es verdad que sabes manejarte con la 38? –le guiñó un ojo–. Mi chalet es aquel de allí –lo señaló–, así que si me oyes gritar acude corriendo a socorrerme. Sin calcetines, descalzo, empujándose un pie con el otro, el menesteroso vestía una chaqueta azul, demasiado holgada y demasiado vieja. Los pies grandes y sucios. El rostro sin afeitar, desteñido. Tenía los ojos grandes, el pelo desordenado y escaso, el hambre y los años atrapados en la palidez enfermiza de la cara. Peralta le miró de frente y el tipo le respondió mostrándole sus dientes medio caídos envueltos en una sonrisa bobalicona y estúpida. Iba a lo suyo, indiferente al mundo como tantos simples que lo único que pretenden es buscar el sol fuera de la jaula a la que la sociedad les condena. No se detuvo. Pasó a su lado y siguió caminando indiferente. Que el hombre no estaba completo, era evidente, le faltaba un cocimiento y alguna cosa más. Peralta sintió lástima por él: no le aguantaría un bofetón. En la cárcel son los 109
LUIS Mª ALFARO
que se quedan pegados a la pared en las horas de paseo. Se las había visto con elementos así dormidos en soportales, borrachos despreciados en las tabernas, tambaleantes, nariz prominente, enfermos, arrastrándose por los adoquines de los puertos de mar mendigando cualquier cosa. Era un infeliz. Le impresionó su mirada vacía, cansada. Le llamó. Eh, oiga. No le hizo el menor caso. El tipo continuó su camino indiferente a todo; después de contar los doce pasos, se detuvo ante el cubo de la basura. Con la mayor naturalidad, como si estuviera acostumbrado a ello, levantó la tapa, introdujo sus manos huesudas y comenzó a extraer su contenido desparramándolo por el suelo. Luego, alcanzó un paquetito envuelto en periódico que se dispuso a abrir. Peralta advirtió al menesteroso: –Señor, está usted en una propiedad particular. El tipo siguió desenrollando el papel de periódico. –Señor -insistió Peralta de buenas maneras, sabiendo que estaba siendo observado– no puede estar usted aquí. Esto es una propiedad privada. Duermen en cualquier sitio. Esto puede llenarse de obsesos sexuales. Una acampada de ladrones, de gente de mal vivir. A nadie le gusta encontrarse a media noche con maníacos y pervertidos, con tipos enfermos y malcarados. Esta es una urbanización de lujo. Somos contribuyentes responsables y con gran poder mediático, que nadie lo olvide. ¿Quién nos asegura que no es un depravado, un violador? Pagamos nuestros impuestos para sentirnos protegidos por la ley. Exigimos que se cumpla la ley. Y como no estamos protegidos por los cuerpos de seguridad del estado, por eso le hemos contratado a usted. –Por favor, recoja sus cosas y váyase –dijo Peralta al menesteroso. ¿Qué cosas? 110
UN MATÓN PROFESIONAL
El tipo dijo algo. Una onomatopeya o un gritito áspero, empezando luego a masticar lentamente lo recogido de la basura. Peralta se le acercó. –¿No me ha oído? Por toda respuesta el tipo se sentó en el jardín. Peralta le tocó con la punta del pie como para reclamar su atención. El tipo entonces le miró desde abajo, torciendo la cabeza. Pero cuando Peralta repitió el gesto esta vez con algo más de fuerza, el tipo protestó, amagando embestirle al tiempo que descaradamente mostraba los pocos dientes que le quedaban. –Ya me estoy cansando -dijo Peralta en voz alta, para que los del grupo que seguía a su espalda comprobasen la firmeza de su voz. –Haga algo –dijo el del caniche. –¿No ve usted que es peligroso? –dijo la corresponsal. –Tenga cuidado –dijo el del colmado–, no se sabe nunca cómo reaccionan estos tipos. Peralta se acercó más al hombre, midiendo cuidadosamente las distancias. Se colocó lateralmente como si buscara alcanzar una posición favorable para abalanzarse sobre él. El menesteroso al quitarle el sol pareció darse cuenta. Se revolvió e hizo ademán de atacarle como un perro enfurecido. Peralta retrocedió instintivamente. El niño repelente, dijo: –¿Y este tío sabe jiu-jitsu? ¡Si está acojonado! Y la corresponsal, sentenció: –Todos los matones se desinflan cuando les hacen frente. Peralta se volvió a las fuerzas vivas de la urbanización y le invadió la sensación de estar haciendo el ridículo. Tampoco en otras circunstancias hubiera rajado al tipo: bastante tenía el pobre con regatear sin suerte a la vida. También estaba Tubito en brazos del rey de los telediarios nocturnos, y la niña tonta y el tendero y su mujer. Tenía que actuar, no le quedaba más remedio, era su tra111
LUIS Mª ALFARO
bajo, estaba contratado precisamente para eso. Convertido en el centro del universo, le sonó descaradamente el mecanismo de defensa que todos llevamos dentro. Se fijó de nuevo en el menesteroso, que ajeno a todo, comenzaba a devorar una raspa de pescado. Esperó tranquilamente a que terminara con la raspa, se acercó y al ocultarle de nuevo el sol, el tipo miró confundido al cielo lo que aprovechó Peralta para propinarle sin mediar palabra dos guantazos que lo inmovilizaron dejándolo tumbado boca arriba en el jardín con los ojos abiertos. Acto seguido se frotó las manos como el profesional que ha terminado su labor, y con la mirada fría, extremadamente sereno, dijo a los que espiaban sus movimientos: –Señores ¿qué me ordenan que haga ahora? ¿Lo mato, lo tiro al tren o lo ahogo en la piscina?
112
LOS HIJOS ROBADOS
Los hijos robados Hay que joderse. La Seguridad Social me ha robado cinco hijos. Cinco como cinco luceros. Cinco como cinco soles. Cinco como los dedos de esta mano. Eso gritó la gitana saliendo de las oficinas, allá muy cerca de las dependencias oficiales, donde los patos juguetones nadan contentos y el puente moderno recién inaugurado comienza a resquebrajarse. El día estaba revuelto, cubierto el cielo, con la cortina de agua fría acariciando los huesos. La gitana iba de gris, a tono con el día, con el vientre abultado por la colección de refajos. Tenía el rostro cenizo y la nariz demasiado grande, los dientes sucios, la mirada resuelta, gruesos los labios. La piel rugosa y áspera, las uñas negras. Hay que joderse, dijo de nuevo, me han robado cinco hijos, y lo dijo en voz muy alta para quien quisiera escuchar lo escuchara. Caminaba a pasos rápidos, como si le pillaran las urgencias. Uno de sus hijos, el de su derecha, el más joven, dijo: Madre, usted sólo nos tuvo a nosotros. Usted no ha tenido nunca otros hijos. Usted parió dos y esos dos somos nosotros. La gitana ni se molestó en mirarle. Calla la boca, dijo ¿qué sabes tú? ¿Qué has aprendido por tu cuenta? Sé lo que hay que saber. Sabes quién fue tu padre porque yo te lo he dicho. Sé que usted es mi madre y yo uno de sus hijos Calla la boca. Cállela usted. ¿Qué pasa?, se volvió encarándose la gitana, con evidentes ganas de imponer su autoridad. Sus ojos amenazantes mostraban una firme decisión. 113
LUIS Mª ALFARO
Tuve lo menos siete, gritó sin bajar el paso. Uno en Palencia, otro en Segovia, dos en Zaragoza, otro en Madrid. Y vosotros dos en la entresaca de la remolacha en Burgos. Allí a vuestro padre le saltó una chispa al ojo; allí casi se me queda ciego. Que me acuerdo muy bien. ¿Son o no son siete? ¿Suman o no suman siete? Las cuentas hacen siete, dijo de nuevo. Los cuento y me salen siete. Uno, dos y me salen siete. La Seguridad Social me reconoce dos y me roba cinco. Cinco partos me roba. Cinco hijos que mamaron estas tetas. Madre, ¿recuerda usted el nombre de los otros cinco?, preguntó el mayor cansado de tanta insistencia. Y el nombre de sus padres, ¿acaso lo recuerda usted?, preguntó el hijo menor descolgándose del paso. Cruzaron el puente y la gitana no se arredró al ver ondeando la enorme bandera. ¿Dónde están los hijos que me faltan?, gritó ante el guardia que hacía puerta en comisaría. ¿Dónde los que secaron mi leche? ¿Dónde los que me dieron quehaceres? El guardia la miró con indiferencia. Estaba aburrido de soportar quejas. Se quiso dar la vuelta y resguardarse en la garita, pero no pudo. La gitana le dijo a gritos gesticulando: Me han robado cinco hijos, sabe usted, y quiero denunciarlo ahora mismo al guardia que le manda a usted.
114
LOS RUSOS
Los rusos El caserío, rústico y de siglo y medio pasado y poco más, se encontraba en la ladera de un monte no demasiado alto, cerca de la cima. Desde allí podía divisarse la ciudad difuminada y el mar y los otros montes cercanos y a veces cuando las nieblas otoñales, quedaba envuelto en un manto de confusión y misterio. Quizá por eso, para orientarse en sus excursiones dominicales, los de Acción Católica unos años después, cuando los curas mandaban y mandaban mucho, colocaron una cruz sujeta en la hendidura de dos piedras enormes, y un buzón de hojalata, con disgusto del padrino de Juanicorena que si acudía alguna vez a un funeral procuraba quedarse fuera, fumando en el atrio, no fuera que por exigencias de la plática tuviera encima que perdonar al difunto. Este Juanicorena era un tipo ancho, un poco inocente, cansado, de pies grandes, sonrisa torcida, hecho a sí mismo, que olía a vaca desde siempre y a ajo después de comer, con las manos más ásperas que una escofina basta y los ojos tan metidos que la primera vez que lo conoces lamentas no contar a propósito con un sacacorchos para sacárselos a orear. En la frente unos pliegues dibujaban vaporcitos tristes surcando el mar. Decían en lo Viejo por donde gustaba merodear cuando bajaba del monte para cruzar las apuestas de septiembre, que aquel día aciago a la vuelta de jugar a los soldados con los hijos de otros pastores escuchó como una estampida de ganado y regresó corriendo para descubrir horrorizado que en la trasera del caserío, usada como paredón, había cambiado de repente y por completo su vida. Tenía entonces once o doce años o menos. La guerra estaba comenzando. Su padrino, que sabía en castellano los juramentos y alguna otra palabra destrozada arbitrariamente, y que ya no estaba para que le movilizaran por viejo y baboso, le dijo entonces, saliendo del agujero donde se había escondido, mirándole de frente: 115
LUIS Mª ALFARO
–Aguántate los lloros que pronto los rusos vendrán a liberarnos. El padrino era de ideas firmes. Le dolía una pierna por la reuma y el dedo gordo del pie derecho por la gota y le atacaba la jaqueca cuando descansaba en cama mullida. Entendía de animales, algo de hombres y poco o nada de mujeres. Le sentaba mejor poner los riñones sobre paja de centeno que sobre lana cardada de oveja merina. Para él el mundo se dividía en dos: los otros y los rusos. Los otros eran los burgueses, los capitalistas, los que llevan los hijos a colegios de fraile con babero, los que pueden pasarse una tarde entera en el casino incluso hablando de mujeres, los tipos a los que por santo Tomás hay que pagar la renta, sin que inviten siquiera a un miserable platillo de olivas negras encebolladas. Los rusos, sin embargo, eran los libertadores, los que había acabado para siempre con el despotismo del zar y su cohorte de sifilíticos y chiflados, y repartida la propiedad de la tierra entre el proletariado hambriento, devolviendo la dignidad usurpada a los desarrapados, cortando el cuello a los capitalistas, a los curas, a los militares, a los sinvergüenzas de pechera de hueso y bigotito almidonado. –¡Viva Rusia! –gritó el padrino saliéndole desde los adentros. Juanicorena se convirtió por influencias del padrino en ruso de sentimiento. Y su padrino a modo de iniciación política, le regaló un manoseado diccionario, retirado junto algunas monedas a un republicano despeñado en el fondo de un barranco. Desde entonces ambos leían media docena de entradas como ritual previo al ataque al perol de alubias; aprendieron juntos a decir leche, vaca, adiós, los otros saludos de cortesía obligados, suspirando porque aparecieran de una puñetera vez serpenteando por la carretera las columnas liberadoras encabezadas por los voluntarios rusos. A media tarde, se apostaban con los prismáticos a otear el horizonte, ocultos entre matas espinosas. Pasaban los días y las noticias recogidas en sus escasas visitas 116
LOS RUSOS
al pueblo cercano que pronto sería anexionado por la ciudad tampoco presagiaban su inminente venida. Nadie hablaba de los rusos y sí de las moscas y de las chinches y de los piojos y las pulgas. De vez en cuando unos destartalados cacharros volaban por encima del caserío camino sin duda de los otros frentes abiertos y entonces ese día el padrino brincaba de alegría, aunque luego en la cama la pierna le regañara los excesos. ¡Ya estaban ahí! Ya podían volcar en el vaso el culito de anís coloreado por las endrinas. ¡Los ansiados papaítos rusos jamás olvidan el compromiso adquirido con los desheredados y los millones de parias que pueblan la tierra! Así un mes y otro y hasta un año y otro y algunos otros más. Luego, cuando los de los cánticos gloriosos no hacían gana de enmudecer e incluso se atrevían a desfilar en noviembre con sus banderines y estandartes en pantaloncito corto por la avenida principal de la ciudad al compás de los tambores (pom, pom, pom, maricón), no entendían por qué si todo el país estaba con los sacrificados hermanos rusos, éstos con sus acerías a tope y las fábricas produciendo a destajo, no conseguían acabar con los odiados usurpadores rompiendo de una puñetera vez el frente, devolviendo la ansiada libertad al pueblo machacado y oprimido. Pasó otro año más. Y luego vinieron otros. Requisas, racionamientos, mercado negro, tabaco de picadura, voces bajas, recelos, alguna epidemia. Apareció un camión antituberculoso donde unos médicos de bata blanca te manejaban como un pelele aplastándote contra una superficie casi de cristal enfriándote la tripa. Y las vacunas infectadas que te dejaban como recuerdo el dibujo de una araña rabiosa en el antebrazo. La reuma de una pierna se contagió a la otra, y a pesar de las friegas de pita y los emplastes de tortilla francesa de una sanadora con pinta de bruja y vello crecido como bigote, el padrino se murió sin ver de cerca ni en pintura a un solo ruso. Para combatir la soledad del caserío, Juanicorena adquirió en117
LUIS Mª ALFARO
tonces una radio de contrabando a un marinero del bacalao. Éste, un redero al que la bebida sólo hacía daño cuando estaba sobrio, le enseñó el manejo de aquella especie de puchero con ojo mágico. Le dijo: –Se pone verde cuando la voz no tartamudea. –¿Y esos números y esos nombres? –Las emisoras. Es que el mundo muy grande y hay muchas. Pero el marinero que de tonto tenía lo justo, le guiñó un ojo y le dijo: –La que buscas no viene escrita porque es clandestina. O sea, que no existe. Existe pero no existe; igual me entiendes. Es como mi mano. La ves pero si la oculto ya no la ves, pero existe porque no soy manco. Si corres con cuidado la rayita esta por aquí a partir de las once –y señaló un punto concreto cerca donde las letras diminutas decían París– verás cómo aparece. –¿Y por qué a partir de las once? –preguntó Juanicorena ingenuamente. –Por las interferencias –aclaró el marinero–. Esto de las ondas es misterioso. Traspasan hasta las paredes, pero si otra emisora se cruza por medio se tropiezan las dos, riñen entre ellas y no entiendes nada. Y antes de despedirse le advirtió: –Si te coge la policía ni yo te conozco ni tú me conoces, ¿estamos? –Salud, camarada –dijo Juanicorena. –Salud, y que te deje dormir esa murga por las noches –dijo el marinero, que pasado el Carmen volvería a embarcarse hasta navidad. Con la manta tapándose la cabeza y el aparato de radio con su ojo chivato metido en la oreja para evitar la delación de algún advenedizo perdido (el país estaba plagado de chivatos y gente de mal vivir, de militares y secretas, de gente que por hacer mérito para ganar plaza en Sindicatos era capaz de vigilar por las noches 118
LOS RUSOS
los atajos de los montes a la caza de contrabandistas y contrarios al régimen), Juanicorena comenzó a realizarse. Ya no era un elemento pasivo sino activo, convencido de que al escuchar las arengas incendiarias de la emisora contribuía al triunfo de la justicia universal por lo menos. Había un frente internacional, proclamaba la emisora desde sus enclaves clandestinos, una solidaridad de las personas honradas del mundo. La voz desgarrada, pero patriótica, de una mujer enfebrecida le hacía vibrar el corazón. Focos de resistencia brotaban por todo el país allanando el camino definitivo a los rusos. Pronto iban a cambiar las cosas. Millones de voluntarios en todo el mundo se alistaban en los banderines de enganche para echar del país a patadas a los usurpadores y al tirano. Sonaba la Internacional y a Juanicorena la congoja le impedía recoger los platos de la cena. Un día escuchó lo que quería escuchar. ¡El sur se había levantado! ¡Al fin! Cansados de la opresión de latifundistas y burgueses, miles de jornaleros hambrientos protagonizaban las protestas abandonando las plazas de los pueblos, aunque las fuerzas de la reacción, clero, militares, maestros de escuela actuaban con sus elementos represivos, el proletariado les hacía frente valientemente desde las barricadas y las dehesas arrebatadas a los marqueses. Acaso por el efecto contagio, los obreros de todo el país tomaban también la calle. Incluso mientras el locutor con su voz sentida arengaba a las gentes de buena voluntad para que acudieran a incrementar los focos de resistencia, Juanicorena pudo apreciar de fondo el silbido inútil de las balas de la represión. ¡El pueblo levantado en armas! Tras repetir durante una semana la dramatización enlatada del asunto la estación clandestina enmudeció; Juanicorena intuyó que la maldita censura contrarrestaba las ondas de la libertad con otras más potentes y negativas, con un efecto colateral preocupante: detectar los aparatos de radio que intentaban sintonizarla. Sintió miedo. Apagó el aparato y lo ocultó bajo una pelliza de piel de oveja. 119
LUIS Mª ALFARO
Al domingo siguiente, después de dejarse pinchar la banderita en su chaqueta desteñida y conseguir sorprendentemente dos o tres bailes en la plaza del pueblo cercano y cruzar una mirada amistosa con alguna de las aburridas muchachas marginadas al pie del quiosco de los músicos, quizá por la euforia del éxito, decidió jugársela encendiendo el aparato, pero en cuanto el ojo mágico tintineó nervioso, lo apagó de nuevo, aguardando temeroso con la respiración contenida que el viento acercara alguna voz lejana. Salió al campo, y con el perro a su lado comprobó que las estrellas continuaban indiferentes su ronda nocturna alrededor de una luna medio rojiza. Semanas después, sucedió lo ansiado. La radio clandestina proclamaba la inmediata liberación del país. Le costó contenerse. ¡Los rusos estaban a un paso de penetrar definitivamente por el norte! ¡Y en el norte se encontraba precisamente él! Como el boletín de noticias se repetía periódicamente contuvo el aliento cuanto pudo. Lo repitieron cuatro veces en dos horas: las revueltas populares del sur con su triunfo incuestionable habían contribuido a las movilizaciones del norte. Millares de obreros ocupaban ya las calles de la ciudad, las fábricas estaban paradas, los soldados de la guarnición huían como cobardes, se escuchaban los primeros disparos. Los rusos en unas horas liberarían las ciudades. Arrancó la vieja moto, la que nunca le dejaba tirado. Cogió también un cuchillo de monte. Y se puso a descender como un loco por los caminos de cabras que tan bien conocía. Cuando apareció por la ciudad ya era el día siguiente. Las calles estaban iluminadas por la luz mortecina de siempre. El sereno fumaba un cigarrillo en compañía de los dos guardias de la ronda que habían aparcado sus bicicletas. Hablaban que si no se embarraba el campo jamás el equipo local ganaría el partido. No sucedía nada en especial. Se sorprendió del silencio. Nadie celebraba nada ni nadie esperaba nada. La ciudad dormía plácidamente. Se acercó a la casa de putas, la que estaba a las afueras, la que disimulaba la entrada con un arco de geranios. Los clientes bebían a morro, sin hacer uso del 120
LOS RUSOS
vaso. Eran ocho o diez, y uno baboso provocando a los demás. Una de las putas, esponjosa y gruesa, con cara de humo y unas enormes tetas de nodriza que hubiera amamantado a varias docenas de trillizos, se le acercó y le dijo: –¿Te has perdido? Juanicorena la miró sin ninguna emoción. –No sigas buscando que ya me has encontrado. –¿Tú eres rusa? –Sí, hijo –dijo la mujer–. Me llamo Katiuska como la de la zarzuela. Decepcionado y medio borracho, y con algo menos de dinero en el bolsillo, regresó al caserío. Tardó igual un mes en volver a enchufar aquel puchero de ojo estrafalario. Pero se conoce que al moverlo ¡había perdido la sintonía! Lamentó que no se le hubiera ocurrido colocar con lápiz un punto negro a la altura del dial para volver a localizarla. Frenéticamente comenzó a hacer girar el mando, lo mismo a derecha que a izquierda. En algún sitio tenía que estar la ansiada emisora. No podía haber desaparecido. Paraba cuando el ojo mágico se encendía plenamente, escuchaba unos segundos y continuaba rastreando. Cerca de París, pero cerca de París también estaba Lisboa. Y cerca de Lisboa, Londres, London. Oslo, Berlín, Roma, Copenhague, Viena. Voces extranjeras, conciertos. Tintineaba el ojo como si estuviera tuerto. Al cabo de veinte minutos, por fin, una voz hablaba de los rusos. Le dio un vuelco el corazón. Igual la voz sonaba menos metálica, distinta a la de otras veces, serena, extraña, amortiguada por el acolchado de un estudio en condiciones, pero alguien, alcalde, comisario político, quien fuera, un jefe, un tipo importante, alentaba a los ciudadanos a que acudieran en masa a la vieja Plaza de la Constitución para rendir homenaje al ejército ruso. ¡Por fin! ¡Los rusos habían conseguido entrar en la ciudad! ¡La ciudad vitoreaba a los vencedores! Se mojó los ojos, se restregó los sobacos. 121
LUIS Mª ALFARO
Arrancó de nuevo la moto, pero, por si acaso, previendo posibles controles a la entrada de la ciudad, sustituyó el cuchillo de monte por la navaja. Ante cualquier ruido sospechoso o en los recodos ciegos apagaba la luz para confundirse con la noche. Se apartó de la carretera general y avanzó por los caminos secos de barro, levantando un polvo sucio. Tomó un atajo y otro, y accedió por uno de los barrios extremos por donde la ciudad comenzaba a expandirse. Aquello parecía un auténtico desierto. Ni un bar, los portales cerrados, una ciudad fantasma. Nada. ¡Seguro que había toque de queda! Aparcó la moto en un lugar seguro, y se acercó andando al centro con el corazón en vilo. Efectivamente, le costó un buen rato comprenderlo. Los rusos estaban allí. Vio el desvencijado autobús, vio los baúles medio rotos, los trajes desgastados, el personal recogiendo a prisa los bártulos. Las botas de caña, los gorros de cosaco. El armazón desnudo de las gradas erigidas en la plaza de la Constitución parecía el esqueleto de una ballena muerta. Penetró en el recinto y cuando miró al cielo se encontró que unos inmensos toldos azules y blancos preparados por la organización para combatir la posible lluvia impedían la visión de las estrellas burlonas. Entonces el celador de la puerta dio dos palmadas sonoras para llamar su atención y le gritó: –Señor, salga ya por favor que voy a apagar las luces. Y luego de aplastar la colilla del cigarrillo contra el suelo, añadió: –Tendrá que esperar al año que viene para ver actuar de nuevo a los cosacos rusos, señor, porque viajan ahora mismo a Santander para terminar la gira por el norte.
122
PIERDEMISA
Pierdemisa Los pueblos de Castilla, denominada antiguamente la Vieja, cuentan con una fría iglesia de piedra que amenaza caerse, una ermita a las afueras que ya se ha caído, un cura a reparto, un alcalde hijo y nieto de alcalde, el juez de paz, unos cuantos vagos poco madrugadores, los puntuales vendedores ambulantes y por lo menos un personaje singular que da pábulo a los sucedidos, y al que se conoce por su apodo. Pierdemisa siempre llegaba tarde a la iglesia. Tarde y sucio. Según se escuchaba la campanilla de la collera, el cura detenía la plática o lo que fuera, y aguardaba su entrada para increparle desde lo alto del púlpito: –Ya te has perdido otra vez media misa. –No se preocupe, don Marcial –respondía Pierdemisa sin perder la compostura y buscando un hueco donde aposentarse cerca de la pila bautismal–, que cuando me condene sólo medio cuerpo se me quemará en el infierno, y ya me aguantaré en el cielo con el otro medio porque soy de buen conformar. Tenía su mérito llegar al oficio aunque fuera tarde, porque vivía en el páramo, en una borda de piedra algo más grande que un chozo, en estado semisalvaje, cuidando caballos cojos y unas ovejas y unas gallinas sueltas y unos cerdos y una docena de perros, algunos lisiados. Se obligaba a salir hora y pico antes del ángelus, para que los repiques le cogieran vadeando el río. Bajaba cada semana cabalgando sobre un percherón blanco, vago de andares, que según los viejos era el animal más independiente y listo del mundo porque siempre iba al paso y por su cuenta, lloviera, hiciera sol o atronara, se le mandara detener o se le espoleara. Durante el tiempo de la misa, permanecía espantando tábanos hasta que a la salida acompañaba a su dueño a la puerta de la taberna; luego retornaba al río, retozaba sobre la hierba verde, peleándose con el cielo, y como si supiera contar las 123
LUIS Mª ALFARO
campanadas del reloj, aguardaba a las cuatro para recuperar a su amo. Cuando alguien le preguntaba por esa extraña cualidad del equino por conocer la hora, Pierdemisa aclaraba: –Cosa de familia. La yegua que lo parió incluso daba cuerda al reloj. Y si alguien le recordaba el peligro que supone dejarse conducir por un animal irracional por laderas tan esquivas y cerradas, repetía cansinamente: –Nunca se equivoca. Es demasiado inteligente para volverse humano. La dueña de la taberna, Marisa, viuda todavía con algún destello de alegría en su rostro, le reservaba el domingo la mesa de la cocina, la más escondida, la que daba a una ventana para que se ventilaran los malditos olores de sus sudores. Y mientras los demás parroquianos, incluido el cura, tomaban el vermú y las olivas, Pierdemisa atacaba la jarra de vino negro, la hogaza de pan, las sopas, las legumbres y las hebras recias de una vaca muerta de parto, antes que nadie y sin mediar una palabra. Esta deferencia singular molestaba al cura, que no comprendía a santo de qué él no podía comer nunca en un reservado como la cocina, que era, según su criterio, un símbolo de deferencia y de buena amistad. La tabernera ante sus insinuaciones se lo dijo claramente un día: –Señor cura, esa mesa los domingos es para Pierdemisa, porque me recuerda a mi difunto marido. Y esa respuesta resultaba cuando menos enigmática, porque lo cierto es que Pierdemisa y el difunto sólo se asemejaban en su forma de comer con la boca llena y en rasgar la carne a dentelladas. Si uno había sido alto, fuerte y fatigado en vida, el otro era enjuto, aunque con el nervio que se le supone a quienes viven a la intemperie en los páramos. Y si el tabernero era amigo de las 124
PIERDEMISA
chanzas y los sucedidos, Pierdemisa hablaba siempre de menos como un filósofo oscuro. A la tabernera lo que de verdad le privaba más que servir vinos era foguear las especias por ella misma recogidas del campo. Le gustaba experimentar salsas. Si hubiera nacido en otros tiempos tendría la escoba metida en el caldero y el vasar, como las boticas, repleto de pócimas. Dejaba a la hija, una muchacha algo regordeta con los veinte cumplidos, al servicio en la barra y se perdía avanzada la tarde por detrás del camposanto hasta que la nube de mosquitos comenzaba a perseguirla. Tomillo, orégano, manzanilla, perejil silvestre, hierbabuena, laurel, semillas de tilo, alguna sapa de guisante maduro, raíces, lo propio del tiempo, insectos de los que engordan también, alguna hierba extraña, lo maceraba todo con su gotita de vinagre, su puñado de sal y su chorrete de aceite, antes de volcarlo en los guisotes, según las enseñanzas recibidas de su madre y de la madre de su madre, todas ellas también en su día viudas jóvenes y maravillosas cocineras. Tenía bien presente la conseja de aquellas venerables mujeres: –Hay que casarse para que alguien nos pruebe gratis las comidas. Precisamente ese punto exótico de las especias, que alguno de los parroquianos vueltos de la emigración lo tildaba cuando menos de francés por la sobrecarga de sabores, había sorprendido tanto al cura que prefirió ajustarse en la taberna que acoger en su casa a una vieja desdentada únicamente experta en sopas de ajo y huevos revueltos. Pero el cura, como todos los curas aburridos de pueblo, hacia sus cábalas, porque la viuda en confesión jamás exteriorizaba ni el más mínimo desliz en su comportamiento. Ni hombres ni mujeres. ¿Qué grado de relación había pues entre Pierdemisa y ella para concederle la distinción de la cocina? ¿Por qué prefería los domingos a un tipo sucio, maloliente y maleducado antes que a él, por ejemplo, que sabía de latines y que tras el afeitado se sua125
LUIS Mª ALFARO
vizaba la piel con una piedra cicatrizante, transparente como el hielo? Empeñado en descubrir tan terrible secreto, se puso a indagar preguntando sutilmente en los momentos de arrepentimiento de los fieles, sin conseguir sacar nada en claro. Marisa no sólo había guardado el año de ausencia sino que ya iban más de dos de propina, y aunque chanceaba con los hombres, que para eso tenía remango y estómago, se comportaba respetuosa con la memoria de su marido. Ni toleraba bromas ni provocaciones. Cuando se le acercaba un mozo viejo, le soltaba: –Con mi marido delante ¿hubieras osado galantearme? –Hombre, Marisa, es distinto. –Para mí es igual. –Él ya no está para calentarte la cama. –Ni tú tampoco. Y si el mozo se ponía baboso, se plantaba ante él y le decía: –¿Cuánto tienes ahorrado en la cartilla? –Coño –decía asustado el mozo viejo–, así no se comienzan las relaciones. –Claro que no. Así sólo se terminan. Lo que nunca había confesado al cura, y ni siquiera a su propia hija, es su profunda sospecha de que las especias volcadas en su guisote por error de medida podrían haber sido la causa repentina de quedarse viuda. Y esto le remordía la conciencia. Porque a su marido, a las pocas horas después del postre de aquel domingo aciago, le dio por ponerse amarillo y luego morado y luego morirse. Certificaron ataque al corazón, pero no se le podía ir de la cabeza que aquella semana había macerado unas bayas más carnosas y gruesas, más rojas que las habituales, y dadas a probar precisamente en el almuerzo del domingo a su marido, antes de componer una receta definitiva para servir durante la semana al resto de comensales. Desconociendo esta circunstancia, el cura se desquiciaba dando 126
PIERDEMISA
vueltas a lo que entendía como un desprecio a su categoría. ¿Por qué no podía comer él en la cocina? ¿Qué encerraba de especial Pierdemisa para la tabernera? ¿Qué oculta relación? ¿Cómo un despropósito de hombre puede tener prelacía sobre un cura? ¿Dónde se ha visto eso? Un cura es un cura, tiene una autoridad moral y un respeto social, y más importancia que un tipo más tiznado que un rastrojo quemado, más sucio que la cernada acumulada en la choranca. Como ninguna de las comadres le aventó una pista sobre tan extraña deferencia, el cura cada vez más superado se dio en espiar los movimientos de la tabernera. Algo tenía que existir que se le ocultaba. Comenzó de paso a fijarse especialmente en sus formas proporcionadas, en los coloretes de sus mejillas, en la hechura de sus caderas. Decidió vigilarla cuando cerrara la taberna, porque desde su ventana de la casa curial, oculto en la sombra de su habitación, podía comprobar sin temor a ser descubierto los garbosos andares de la mujer. Efectivamente, Marisa bajaba la persiana metálica nunca más tarde de las doce, se enfundaba el echarpe y se perdía por el empedrado en compañía de su hija. Como don Marcial estaba todavía en esa edad en que muchas noches te despiertas deseando volverte a dormir para que tenga continuidad el sueño, en la preparación cuaresmal, al resguardo de la rejilla del confesionario, decidió atacarla de frente. Dijo: –Hija mía, igual te convendría en estos momentos de contrición, realizar una confesión general de toda tu vida. –Los pecados antes confesados –dijo Marisa sin rubor–ya están perdonados, don Marcial, máxime si la penitencia ya ha sido cumplida y hubo propósito de enmienda. –¿Y si se te hubiera olvidado alguno? –Los olvidados si están olvidados no se pueden recordar. –Algún pecadillo de moza, ya sabes –dijo el cura con la voz meliflua de investigador con ganas de participar en aventuras ajenas. 127
LUIS Mª ALFARO
–¿Se refiere usted a si hubo o hay más hombres en mi vida, aparte de mi marido? –Por ejemplo. –Pues, sí, don Marcial. Tantos como mujeres en la suya. Y ahí concluyó la confesión. Esa noche, a la sopa le faltaba, como protesta evidente de la tabernera por la impertinencia del cura, la clara del huevo, y las patatas del bistec estaban reblandecidas y una miaja más aceitosas. La hija al servirle el café, le dijo: -¿Se encuentra usted bien, don Marcial? –¡Oh, sí! –se sorprendió el cura–¿Por qué? –Dice mi madre que hace usted preguntas extrañas en el confesionario. ¿No sufrirá mareos ni alucinaciones de tanto como trabaja? El cura se ruborizó como una amapola. Y se puso nervioso. Y tosió y se le cayó la cucharilla al suelo. ¿Acaso comenzaba a comportarse como los obsesos que se acodan en el mostrador pidiendo quitar el aire al vaso exclusivamente para mirar de reojo el escote de la tabernera? ¿Y las piernas? Al descubrirse una mañana en el espejo unas profundas ojeras se preguntó si no le comenzaban a atacar celos extraños, parecidos a los de los pretendientes que en las novelas decimonónicas cometen actos perversos. Y se asustó. La borda de Pierdemisa acotaba una vieja tenada, a la que había colocado una techumbre a base de troncos liados con cuerdas de empacar. Por encima, unas uralitas, y tejas, y pizarras recogidas de alguna escombrera. Tenía muy cerca un riachuelo de agua fría donde a veces se mojaba los pies. Pierdemisa había aprendido de niño a silbar, y silbaba feliz sentado en la falda del páramo, desde donde divisaba en la lejanía las luces amarillas del pueblo, mientras que los mastines se enredaban 128
PIERDEMISA
en medio de las ovejas, y los perros sin raza, con los caninos al aire, husmeaban la posible presencia del raposo. Vivía en las mismas condiciones en invierno que en verano, y lo mismo un año que otro. Cuidaba una huertita para su sustento. La leche de las ovejas, al finalizar la ruta, se la retiraba el panadero que abastecía al pueblo desde el más próximo del otro lado del páramo. Éste, un tipo guasón, perezoso y gordo, de los que cuando se ríen mueven tripa y mofletes, se había casado mayor por obligación y bailaba en las fiestas dando saltitos como un mono travieso. Sabía los chascarrillos de media mancomunidad. Ese jueves después de cargar la marmita se sentó en la mesa de piedra a fumarse un cigarrillo, y abordó a Pierdemisa. –¿Tú no has oído nada de lo que se dice por ahí? -le dijo. Pierdemisa dejó de cavar, levantó la cabeza, y dijo: –¿Eh? –El cura que bebe por los aires de la tabernera. Pierdemisa metió la azadilla para catar la patata nueva. Miró luego al panadero como si acabara de saber de su presencia. Y dijo después de limpiarse el morro con el dorso de la mano: –¿Eh? –Y que a ella tampoco le desagrada. –¡Ah! Entre las muchas cualidades de Pierdemisa sobresalía su conocimiento de las variedades de setas desperdigadas por el páramo. Por ejemplo, las de garduña, las de cardo, las de chopo, las azules. No hacía asco a ninguna. Cuando venía la primavera loca o el otoño lluvioso llenaba hasta dos sacos completos en menos de una hora. El sábado llenó uno y decidió regalárselos a la tabernera el domingo. Ésta según vio la calidad, le dijo: –Pues muchas gracias, hombre. Es un detalle. Como agradecimiento te voy a preparar para la próxima semana un guisote especial. 129
LUIS Mª ALFARO
–Bueno -dijo Pierdemisa. –Uno de esos fuertes, picantones, que agradaban a mi marido y que seguro también son de tu gusto. –Bueno –dijo Pierdemisa. –Para que te bebas un cuartillo tras otro y regreses achispado canturreando al páramo. Al domingo siguiente, después de mojarse los dedos de las manos, se sentó a comer como siempre en la mesa de la cocina. Comió, bebió, tomó café, se echó una cabezadita, y a las cuatro en punto el percherón reclamó su presencia relinchando en la puerta. Curiosamente al despertarse se sentía eufórico, más feliz que nunca. Nada más vadear el río, en el atajo angosto que ya hasta las cabras desconocen, comenzó a sentirse indispuesto. Al principio como un cambio lento de temperatura; luego, le atacó un golpe frío peor que una ventisca de invierno. Aquello era más fuerte que el veneno de las culebras o el espumajeo de las setas venenosas. Le fallaron las fuerzas, le temblaban las piernas. Intentó asirse al cuello del animal, cerró los ojos y sintiéndose más muerto que vivo se desequilibró cayendo finalmente al suelo, mientras el percherón con su andar aburrido proseguía lentamente su camino. El lunes sin viento amaneció limpio. La tabernera al sentir el claxon salió presurosa y muy interesada preguntó al panadero al acercarse a su furgoneta roja: –¿Has visto hoy a Pierdemisa? –Por allá se andaba. –¿Pero lo has visto o no? –No, pero tenía el percherón ensillado a la puerta de la borda como siempre que sale al lobo. Entonces la tabernera aliviada de la sospecha de una posible indigestión, decidió celebrarlo. Retiró de la fresquera el resto del guisote servido la víspera a Pierdemisa y preparó con esmero unos ajitos tiernos para adornarlo un poco más. Seguro que iba a ser un día grande. 130
PIERDEMISA
El cura al verla tan atractiva se sorprendió. Con un jersey ceñido y un collar de dos vueltas, y una sortija de oro, Marisa estaba como para irse de compras a la capital. Se salió de la barra y al acercarse al cura se congratuló de comprobar cómo éste se fijaba en lo que habitualmente no debe fijarse un cura. Entonces con toda familiaridad, le dijo: –Hoy voy a servir un guisote especial, don Marcial, y fíjese, que me he atrevido a pensar que a lo mejor desea usted compartirlo conmigo en la mesa de la cocina.
131
LUIS Mª ALFARO
El operativo El locutor preguntaba: –¿Ahora se vive mejor que antes?, ¿consideras que hay más libertad que antes? La muchacha respondía: la misma, todo es una farsa, los políticos pretenden conducirnos a los ciudadanos a campos de concentración modernos, con risas que se escuchen tras las paredes, para que nuestras cabezas no funcionen correctamente. Editan libros para que perdamos el tiempo leyéndolos. Quieren quitarnos la energía, volvernos locos. Pero no me dejo intimidar. Por eso me he escapado de casa. El día que los jóvenes consigamos el poder vamos a purgar a los viejos. Porque los viejos son los que frenan el progreso para seguir manteniendo sus privilegios de clase. Los gobiernos se alimentan gracias a los cuerpos represivos. Es su propósito miserable. Una confabulación. Responde a un diseño perfecto. La policía está siempre con el poder, el ejército ejecuta fríamente las órdenes del poder y los frailes asienten insensibles a los desmanes cometidos por el poder. Todo es un engaño. Cuando el poder esté en nuestras manos jóvenes pondremos lo de abajo arriba. ¡San Francisco y Rock and Roll! Cambiaremos los pentágonos por círculos. Quemaremos los libros de bautismo para que no haya referencias ni raíces. ¡Muera la historia! ¡Muera la convención de enterradores! ¡Viva el desatino y la intolerancia! Cuando los jóvenes asaltemos el Palacio de Invierno pondremos todo patas arriba. Acojonante. Todo es artificial en esta sociedad de hipócritas. Cerdos. ¡Los jóvenes somos los únicos que merecemos el futuro! Locutor: ¿Te pinchas? Niña: Viajo lo que puedo. Locutor: ¿Animal preferido? Niña: El caballo. Locutor: ¿Qué vas a ser de mayor? 132
EL OPERATIVO
–Puta, como su madre –gritó cabreado Ceberio, saliendo en pelotas de la ducha. Se presentaba un día muy duro, otro más de los muchos en los que andaba envuelto últimamente. Parece como que a cada paso se le obligara a mendigar una justificación. Él era así, y punto. Un tipo directo sin tiempo para las melancolías. Un hombre de acción y a los hombres de acción para serlo debe permitírseles trasgredir de vez en cuando las normas estúpidas. Se restregó con la toalla hasta casi hacerse daño. Se peinó para atrás. Cada vez le gustaba menos el rostro reflejado en el espejo. Los párpados acuosos, la mancha oscura del pómulo derecho que parecía ir a más. Vació un cuarto del frasco de colonia de olor a establo (quería impresionar a la jueza si esta vez tocaba jueza) y se paseó desnudo por la casa, incluso delante de la ventana abierta al patio de vecindad. A alguien se le había quemado la leche y las tostadas del desayuno, seguro que al mismo tipo que agitaba la batidora para el zumo de naranja a las siete de la mañana. El operativo por el que estaba de nuevo denunciado hubiera resultado perfecto de no mediar las tres o cuatro balas que habían astillado cañerías, ocasionando la rotura de cristales, y la alarma social producida por los gritos del detenido que seguía retorciéndose en el suelo, a consecuencia de la patada en el bajo vientre. Dos de sus compinches ya estaban convenientemente esposados pero el tercero seguía gritando como una verdulera del muelle mientras sangraba por la nariz. Uno de los policías aquejados de almorranas por tantas horas al volante sin moverse, le dijo: –Otra de las tuyas, ¿eh, Ceberio? Otra vez te has pasado. –Ahí los tienes bien zurcidos –respondió Ceberio con ese aire indolente característico de los sobrados–. Te los cedo para el repaso final. Apúntate el tanto. Son todo tuyos. –Y una mierda –respondió el de las almorranas–. Te devuelvo el de las costillas rotas. A mí no me pasas el problema. Ceberio dejaba siempre demasiadas huellas. Item más: prefería 133
LUIS Mª ALFARO
enfrentarse solo a tener que ejercer de niñera de uno de esos muchachitos de academia más interesados en los derechos de los delincuentes que en acabar realmente con ellos. Un delincuente es un delincuente. Y ninguno lleva cosido en la frente un letrero denunciando su voluntad de regeneración. Así que la intuición es clave y las agallas necesarias y el arrojo y la sorpresa. Son los malos los que obligan a los buenos a usar la fuerza, pero ¿quiénes son los buenos? Empezaba a dudarlo viendo cómo transcurrían últimamente las cosas. ¿Los que firman los partes? o ¿los que se ríen al salir de comisaría de los que los han firmado? Había estado destinado allí arriba, con lo que eso marca y añoraba en el fondo aquellos tiempos donde la única consigna era sobrevivir y sobraban papeles y arengas y justificaciones y tonterías así porque conocías desde el principio que las medallas sólo se conceden cuando ya no puedes disfrutarlas. Corrían entonces ríos de bilis y orina y a las muchachas de sonrisa cautivadora antes de invitarlas a una copa había que registrarles el bolso y tocarlas descaradamente las tetas intentando descubrir el escondite donde ocultaban la pistola con la que pensaban dispararte. Como hombre directo, de escasa conversación con el espejo, utilizaba el cerebro para justificarse posteriormente los comportamientos. Los testigos confirmaron la versión oficial, relatando al detalle lo sucedido. Había entrado en tromba, solo, rompiendo la puerta, sin aviso, y de repente las balas comenzaron a explicar la teoría de la muerte a paredes y cañerías. Dos de los individuos se rindieron enseguida, pero el tercero pretendió la huida imposible llegándose hasta el coche. Allí estaba ahora en el suelo, en un charquito de sangre oscura, llorando su desgracia. Ceberio no podía imaginarse que en la vecindad se ocultaran sin levantar sospechas. Una señora, dijo: “Muy buenos chicos, muy amables y muy educados”. Otra, dijo: “Salían poco de casa, esa es la verdad. Hacían la compra ellos mismos. Apenas se dejaban ver”. Otra, aclaró: “Ninguna chica, oiga. Así que nada de escándalos ni de 134
EL OPERATIVO
una palabra más alta que otra. Estudiantes igual. Aunque ya nos parecían un poco mayores para andar con libros”. El vecino del sexto, dijo: “¿Estos? ¡Pero si son de los nuestros!” El de la ambulancia firmó el parte del servicio. El automóvil con el que pretendían huir estaba destrozado, con la rueda izquierda reventada, y el depósito escupiendo gasolina por toda la calle. Ceberio lo reconoció enseguida, pero el juez Zugasti ni se inmutó al verlo entrar. Arqueó un poco las cejas y continuó leyendo los documentos amontonados en su mesa de despacho. A los dos o tres minutos le abordó abiertamente: –Tengo varias denuncias contra usted. Su violencia nos va a colapsar un día el juzgado. La verdad es que me gustaría archivarlas en consideración a su larga hoja de servicios. Pero los hechos descritos son sustanciales, lamentablemente. ¿Quiere que se los lea? Le recuerdo que hay testigos. –¿Es necesario hacerlo? –preguntó Ceberio. –Puede obviarse si alega usted que los conoce. –Los reconozco –afirmó Ceberio. –Entonces omitamos los detalles si está usted conforme. –Lo estoy. –Pasemos entonces de repetir lo sabido. El secretario, un hombre mayor, de aspecto enfermizo, con unas gafas de vidrio grueso, suspiró. Menos trabajo. Cerró la carpeta, sopló sobre ella, rehízo el nudo de cordón rojo y se quedó con los brazos cruzados. El despacho tenía una ventana casi cegada por un cortinón de terciopelo. Los legajos se amontonaban en la mesa, en el suelo y en las estanterías. Una escalera de mano estaba anclada en una guía metálica que recorría la pared, a la espalda de la silla del juez. Este, dijo: –Debo reconocer que su historial es impresionante. –Agradezco que lo considere así. –Es usted lo que el antiguo régimen consideraría un salvapatrias. 135
LUIS Mª ALFARO
–Soy simplemente un inspector de policía al que le han tocado mucho los huevos –dijo Ceberio a regañadientes. –¡Señor –saltó el juez–, esa expresión la considero incorrecta! –La única que se me ocurre, señoría. –La omitiré si me lo permite –dijo el juez quedamente–. Cierto –siguió hablando luego más pausadamente, y en tono condescendiente, como midiendo cuidadosamente las palabras– que merced a su intervención pudo establecerse un operativo digamos que exitoso. Y debemos los ciudadanos felicitarnos por ello. Y felicitarle a usted también, por supuesto. Pero, amigo mío, vivimos en un estado de derecho. Y el estado de derecho funciona gracias a unas reglas de juego. Unas reglas que nos las hemos dado nosotros a sí mismos. Nadie nos las ha impuesto. Debe usted saberlo. Todo el mundo tiene unos derechos inviolables. –Incluso los que se los quitan a los demás. –Incluso ellos –cortó secamente el juez–. Aunque nos moleste y aunque nos duela y lo suframos. –Incluso los que te agreden físicamente. –Por supuesto. –Incluso los que te apuntan con una pistola y adivinas que si no aprovechas ese punto de indecisión pueden acabar con tu vida. –Incluso esos. –Incluso yo –dijo con firmeza Ceberio, cansado de la reunión–. Porque supongo que yo también tengo derechos. El juez le miró fijamente. –Los cojones, Ceberio –elevó de repente la voz el juez–. No me toques los cojones. ¿Estamos? ¡No me los toques más! El secretario abrió inopinadamente los ojos, como si acabara de despertarse, más sorprendido que asustado. –Aparenta por lo menos que estás arrepentido –añadió el juez, volviendo una y otra hoja del expediente. –Creía que su señoría no me iba a reconocer –dijo Ceberio un poco más relajado. 136
EL OPERATIVO
–Claro que te conozco, mamón. Pero no quiero saber de qué. Así que es mejor que tú tampoco sepas de qué me conoces. ¿Lo captas, eh? Un pacto entre viejos amigos. En cualquier caso han pasado muchos años. Y los años confunden los recuerdos. ¿De acuerdo? No tengo ningún interés en volver la vista al pasado. No sé si me comprendes. Yo estoy ahora a este lado de la mesa y tú, al otro. –De acuerdo –convino Ceberio–. Antes estábamos en el mismo lado. –Antes estábamos donde había que estar. A veces resulta conveniente olvidarse del pasado porque la exigencia siempre es el presente. Igual se te escapa esta sutileza, pero la vida es así. Hay cosas que están permitidas al amanecer y prohibidas por la noche. Lo importante es el criterio, la coherencia. La sociedad a veces impone unas exigencias, que deben acatarse y cumplir. –Me hago cargo. –La sociedad cambia, los hombres cambian, menos tú por lo visto. Eres un hombre de Cromagnon, un australopiteco con pistola. –Lo que su señoría diga –repuso con desprecio Ceberio. –¡Y una mierda! No te la pegues de humilde y menos de místico, que no has leído en tu vida a San Juan de la Cruz. Ceberio guardó silencio. El juez añadió: –Portémonos como caballeros. –Lo que somos. –Así está mejor. Las cosas irán entonces mejor. Continuemos. Las denuncias contra usted –volvió el juez a su tono procesal, que agradó al secretario que volvió a entornar los ojos– por lo que parece están sólidamente documentadas. Bien. ¿Tiene usted algo que alegar? Ceberio le miró fríamente: –¿Qué coño puedo alegar? –Lo que se le ocurra. El señor Secretario tomará puntualmente 137
LUIS Mª ALFARO
nota de sus palabras y luego al final se las leerá para que usted firme la conformidad. –Soy policía –dijo Ceberio–. Si me pongo en pelota ante usted, comprobará que tengo más medallas incrustadas en mi piel por servicios a la patria que su señoría pecas en la espalda. Cada medalla me la he ganado a pulso, dando y dándome. No reniego de ninguna de ellas. Todas son mis hijas. Incluso esa piel asada que cuelga de mi brazo izquierdo desde hace ya bastantes años. Hizo una pausa larga. El juez aprovechó el momento para dejar las gafas sobre la mesa y pasarse una mano por las párpados, como intentando refrescarse los ojos. Ceberio, insistió: –Yo no he cambiado, señoría, y no quiero cambiar. –Eso es lo verdaderamente triste. Eso es lo verdaderamente lamentable –dijo el juez lentamente–. La sociedad ha cambiado, el mundo ha cambiado, pero todavía hay gente que se resiste a hacerlo. Gente que quiere frenar el progreso. Gente que se niega a admitir la realidad. Como usted. –Yo tengo otro punto de vista. –Que respeto, pero no comparto ni apruebo –dijo secamente el juez–. Así que me veo en la obligación de dar curso a la instrucción. –Haga usted lo que quiera –dijo Ceberio en tono desafiante. –Sin chulerías, ¿eh, Ceberio? Que nos conocemos. Ceberio se encaró con el juez. –Zugasti –le dijo irritado, pero sereno– soy lo suficientemente inteligente para saber cuándo tengo las de perder y lo suficientemente estúpido para desconocer cuándo tengo que callarme. He aprendido a tragar saliva y a comerme la mucha mierda que se esconde bajo las alfombras. Pero lo que nadie me ha enseñado todavía es a contenerme cuando me tocan los cojones. No sé si me entiendes. –¿Debo interpretar sus palabras como una amenaza? -gritó nervioso el juez, levantándose de la mesa y asustando al secretario. 138
EL OPERATIVO
–Como quieras, Zugasti, como quieras. Ceberio se dio la vuelta, amagando el marcharse. Luego se volvió hacía el juez: –¿Qué tal va tu pierna izquierda? –dijo tuteándole de nuevo. –¿Qué le pasa a mi pierna? –dijo el juez visiblemente contrariado. –Me intereso por cortesía. Antes cojeabas ostensiblemente, y simplemente ahora quería saber si, aprovechando todos esos cambios sociales que me anuncias, había conseguido su graciosa señoría, aparte de cambiarse de muda interior, cambiarse también de pierna. Cada vez que le llamaba al despacho, Ceberio sabía exactamente que tendría que contar mentalmente hasta cincuenta para contenerse. El comisario, un jovencito con bíceps de gimnasio, y color de rayos uva, y una dentadura enriquecida con potingues de farmacia, le castigó un buen rato de pie como en el colegio, para decirle: –¿Qué puedo hacer con usted? –No lo sé, usted es el comisario jefe. –Y el que le saca de las dificultades. No quiero problemas, pero usted se empeña en buscármelos. Le asigne un compañero o le asigne dos. Usted es un cero a la izquierda. Ya no somos un cuerpo represivo, Ceberio, ahora acompañamos viejitos al cruzar la calle y bajamos a los gatos domésticos de las ramas de los árboles. ¿Entendido? –Sí, señor. –Así nos ganamos el respeto perdido. –¿Qué respeto, señor? El barbilampiño le miró con desprecio. –Me gustaría destinarle a pegar tampones en los oficios en una oficina perdida lejos de mi vista, pero el hecho de que se le hayan aguantado tanto tiempo sus desmanes sin retirarle ni siquiera pre139
LUIS Mª ALFARO
ventivamente el arma, me hace suponer que usted está más agarrado al cuerpo que una garrapata. –No sé de qué me habla. –¡Claro que sabe de lo que hablo! En la Administración siempre por encima de uno hay otro. ¡Y eso es lo que nos frena en la toma de decisiones! Resopló exageradamente para manifestar su malestar. Y añadió: –Pero a mí no me la juega más. A partir de este momento se va a encargar usted de los casos menores para evitarme problemas. Raterillos y mierdas así. Hasta que se jubile o hasta que se muera. La interina del comercio de tejidos tenía los hijos casados jóvenes, dos nietos, y una familia abnegada y muy trabajadora allá en su Salamanca natal. Era bajita, rechoncha como un botijo, un poco simple pero simpática. El encargado le abría la puerta a eso de las ocho. La señora Avelina se quedaba dentro limpiando muy contenta los mostradores y los suelos, mientras el encargado acudía a la cafetería de la otra manzana a desayunarse sus cuernos tostados untados con una gotita de miel, y el café corto de café y con una nube de leche. Luego cuando se ganó la confianza del encargado éste le facilitó las llaves para evitarse el madrugón y venirse de casa ya desayunado. Sucedió que a la señora Avelina las acelgas y las lechugas, que adquiría en el mercado minutos antes de entrar en la tienda, se le desarrollaban durante el trabajo una barbaridad, de modo que apenas asomaban en la bolsa a primera hora de la mañana, para mostrarse luego espléndidas y maravillosamente clorofiladas a la hora de concluir su jornada. Algo insólito. Las dependientes, le decían: –Que ojo tiene usted para la compra, señora Avelina. Y ella, decía: 140
EL OPERATIVO
–Es que soy de pueblo, hija. Y las de pueblo sabemos comprar. Nadie nos engaña con lechugas de plástico y tomates que saben a pimiento. –Ni que lo diga. Hay que ver. Y lo que había que ver se vio. El marido de la señora Avelina era un hombrecillo pálido y encorvado, que llevaba una gorra puesta incluso en casa, para no descubrirse en los espejos su absoluta calvicie. Se convirtió con el tiempo en un experto organizador. Preparaba paquetes redondos como mástiles, que almacenaba en el salón de su casa a la espera de su posterior envío a su abnegada familia. El recadero de la agencia de transportes, un día le dijo: –¿Dónde tiene usted la fábrica, señor Antonio, que parece que el negocio de los textiles le crece una barbaridad y encima no sale nunca de casa? –No tengo fábrica, hijo. Soy mayorista de una algodonera catalana. –Pues no recibe usted ningún paquete por nosotros. –Es que hay que dar de comer a otras agencias. –Lo comprendo, don Antonio. Pero si quiere le estudiamos los precios y le prometo que se lo mejoramos una barbaridad. –Todo se andará, hijo. Cuando finalice el contrato con la competencia, negociaré primero con vosotros. –No se arrepentirá, don Antonio. –Eso espero. El señor Antonio dejó la bata de mil rayas colgada en el perchero de la cocina y atendió la llamada de la puerta. Preguntó: –¿Quién llama? –Policía –dijo Ceberio–. Abra. El hombrecillo puso la cadena y asomó su ojo por entre la rendija. –Abra la puerta o se la tiro abajo de una patada –dijo Ceberio sin ningún tipo de contemplaciones. 141
LUIS Mª ALFARO
El hombrecillo abrió la puerta visiblemente atemorizado. –¿Tienen ustedes orden judicial? Ceberio le dio un cachete cariñoso en la cara. –¿Quieres leerla o prefieres que te la grabe en la cara? –Yo no he hecho nada –intentó el hombrecillo recular asustado. –Ya lo sabemos –dijo Ceberio. –Entonces, ¿qué desean ustedes? –Venimos a ver la exposición de los grandes almacenes –dijo Ceberio, entrando violentamente en la casa. Aquello parecía un zoco árabe. Cortinas, mantas, retales, paños de cocina, servilletas de todos los colores, juegos de cama. La señora Avelina era la mejor cliente del comercio de tejidos, con el mérito además de adquirirlo todo mucho más barato que nadie, incluso que el propio empresario. Ceberio le dijo: –Ya conoce usted toda esa cantinela de los derechos y demás, ¿verdad? –Yo no sabía nada –dijo el hombrecillo, intentando una disculpa infantil por la mercancía encontrada–. Pensaba que eran gratificaciones de Navidad que entregaban a mi esposa. –Ya –dijo Ceberio–. Cortinas en lugar de turrón. Lo propio en esas fechas. Eso lo del comedor. Y lo de los dormitorios regalo de Año Nuevo. –Pues, sí. –Y las sábanas confeccionadas de debajo del fregadero el regalo de Reyes para los nietos. –Pues, también. Ceberio fue a esposar al hombrecillo, pero éste echó a correr por las escaleras abajo. Lo cogió por el cuello del jersey. Lo empujó contra la pared. Le dio un golpe en el plexo solar y el hombrecillo escupió un cuajaron de sangre antes de besar el suelo. -¡Le denunciaré por malos tratos! –gritó el hombrecillo con evidentes dificultades de respiración. 142
EL OPERATIVO
–Supongo que sí. –¡Quiero un abogado! –¿Y para qué? Si quieres largarte, lo mejor es por la ventana – dijo entonces Ceberio con absoluta tranquilidad–. Te subo y te tiras. Te digo esto porque ya no me dejan empujarte. Antes lo hubiera hecho con gusto, la verdad, pero los tiempos han cambiado. Ahora te tienes que empujar tú solo. Cosas de Ginebra, de los derechos humanos, de la Onu, de todas esas convenciones que firman los gobiernos en Nueva York. Ya sé que igual te faltan agallas y que es un poco sucio, porque dejas el suelo pringado, para qué engañarnos, pero igual no te importa. Manchas un poco la calle, pero eludes la cárcel. Detenido el hombrecillo, Ceberio se acercó a la señora Avelina aquella mañana, cuando se esmeraba todavía en limpiar el polvo a las estanterías de la tienda. Ya había lampaceado el suelo y ahora estaba repasando aquel foco de ácaros perversos, en un afán de que el tiempo pasara a la espera de encontrar el momento propicio para abandonar sin miradas recelosas el trabajo. Al presentarse Ceberio, la señora Avelina agachó la cabeza con su humildad habitual característica, y guardó un silencio absoluto. Estaba enseñada que cuando no hay nada que decir lo mejor es callarse y tararear música. Sólo que en ese momento parecía realmente inoportuno ponerse a hacerlo. Ceberio comprobó en persona que efectivamente las gigantescas lechugas estaban a punto de saltar de la enorme bolsa de mano. Vació enérgicamente la bolsa y destripó un par de paquetes sin etiqueta por allí escondidos. En ese momento, sin inmutarse, la señora Avelina le sonrió, como si no fuera con ella la cosa, y le dijo tranquilamente: –Tres meses. En tres meses me verá de nuevo en la calle. El abogado de la señora Avelina alegó en su defensa que en cinco años nunca había faltado al trabajo, que era muy limpia, acaso un poco cleptómana, y que esa conjunción de ansia de limpiar y la enfermedad la arrastraban inexorablemente a delinquir 143
LUIS Mª ALFARO
de una manera tan inocente como primitiva. Alegó que como su infancia había sido muy triste, culpa de las circunstancias sociales de la época y de las muchas necesidades, tenía un sentido hermoso de la justicia, porque lo que usurpaba al poderoso lo repartía entre sus amigos y familiares del pueblo, y así todo el mundo en septiembre y en primavera estrenaba edredones y visillos y mantas de fibra, muchas menos pesadas que las tradicionales de lana. Incluso dado su altruismo, el ayuntamiento de su pueblo natal pensaba concederle en una reunión monográfica la medalla de honor, por lo menos de oro, especial, única para ella, como benefactora de la humanidad y mil atributos más. La señora Avelina al escuchar estas palabras no pudo contenerse las lágrimas, enjugándose con uno de los cientos de pañuelos de su colección privada, teniendo mucho cuidado en dejar siempre abierto el ojo derecho para otear la siempre imprevista reacción de los asistentes. Alegó también el abogado que la culpa, de haberla, debería ser compartida con el encargado y los propietarios por no haber dispuesto las medidas oportunas de control, lo que hubiera impedido el nacimiento del problema. Efectivamente, tres meses más tarde la señora Avelina se encontró con Ceberio en la calle. La cárcel le había sentado bien, seguramente porque allí a veces hacen gimnasia. Se le acercó sin vergüenza alguna, y tras mostrarle con descaro las dos sortijas de oro, los pendientes de oro, el reloj minúsculo de oro y la pulsera del mismo metal, le dijo: –Se lo anuncié, ¿eh? ¿Recuerda usted? Tres meses y ya estoy limpia. Ya me ve, en la calle. Y encima ahora tengo un trabajo más cómodo que el anterior y mejor remunerado. –Me alegro –dijo Ceberio en tono irónico. –Mucho mejor considerado, ¿qué se cree usted? Y en el que puedo prosperar. 144
EL OPERATIVO
–No me diga. –Pues se lo digo para que se entere. Estoy de interina en otro establecimiento donde le aseguro que jamás nadie se atreverá nunca a echarme. ¿No quiere saber en cuál? –Dígamelo. Estoy impaciente por saberlo. –Pues, mire usted, en una entidad bancaria de la avenida principal.
145
LUIS Mª ALFARO
Gato negro. El señor Juan con su pantalón de chándal azul, su grueso jersey marrón para las mañanas frías y sus confortables zapatillas de felpa, abrió la puerta de su casa y al asomarse descubrió un bulto negro en la calle. Eran las siete y media de la mañana; hacía media hora que el termostato había funcionado apagando las pocas farolas del pueblo, y comenzaban a moverse las ramas de los árboles, cuando el señor Juan, puntual como todo catedrático jubilado, se situó en medio de la calle principal, única asfaltada, que hacía además de carretera y se ensalivó el dedo índice derecho colocándoselo a la altura de la nariz para descubrir la exacta dirección del viento. Si venía del sur, podría dolerle la cabeza a media mañana; pero si provenía del norte lo lógico es que no pudiera acudir a comprobar en las tierras de los cascajos el nuevo ataque de los corzos a los almendros, porque el día vendría con esa friura casi polar que invita a refugiarse asentando el culo sobre la trébede. Como era habitual, había salido también sin gafas, porque como en los pueblos agrícolas ya no madruga nadie, sabía por experiencia que resultaba casi imposible tropezarse con alguien con ganas de iniciar tan temprano una estúpida conversación. Los ojos además necesitan del limpio aire matinal para no acostumbrarse a la permanente defensa de los cristales. Así que recordando su época de estudiante, colocó las dos manos sobre la nuca y sobre las rayas desteñidas del único paso cebra, inició la torsión. Fue cuando descubrió el bulto negro. Podía ser un saco, podía ser una caja de cartón. Estaba en este lado de la calle, el próximo a su casa, dirección norte, y no en el contrario, dirección sur. Elucubró posibilidades. Evidentemente no era un papel grasiento, porque ya hubiera volado mecido por el viento ni un trapo viejo, acaso un trozo de goma de una rueda recauchutada de tractor. En cualquier caso no podía quedarse indiferente. 146
GATO NEGRO
Regresó rápidamente a su casa, encontró por fin las gafas sobre el aparador de la cocina, comprobó que el café continuaba caliente y retornó a la calle. Le desagradó sobremanera descubrir que el bulto negro en realidad era un gato muerto. Tenía el cuerpo encogido, pero la cabeza despegada como una liebre huidiza y el rabo largo, iniciando la vuelta, parecido a un cordón grueso de bota. Como no había charco de sangre, pensó de inmediato en un golpe seco, inesperado, producido por un coche conducido por muchachos algo alocados que vuelven de una juerga a las tantas. Aunque conservaba el oído fino, sorprendentemente no había escuchado nada especial. También era posible que hubiera tomado de víspera la pastilla de dormir de siete horas o la media que le atontaba durante tres. Enseguida le surgió la angustiosa pregunta: ¿qué hacer con el animal? Odiaba a los gatos, a los perros, a los pardales, a las palomas, a los pigazos, hasta a la pareja de cigüeñas que anida en la torre del ayuntamiento. Por supuesto, él no tenía gato, por tanto no era suyo, estaba eximido de cualquier responsabilidad civil subsidiaria. Pero el cuerpo se encontraba precisamente en su parcela de calle, la que le correspondía adecentar con el escobón dado que en el pueblo ni había alguacil ni operario de limpieza. Evidentemente, un gato muerto delante de casa altera la convivencia y supone un serio problema sanitario o de orden público o qué más da. Se acercó con la precaución de un científico, sin ánimo de tocarlo, como un observador objetivo, más con aprensión que con asco. Habría que retirarlo y pronto, antes de que lo atacaran las moscas y los vecinos le llamaran la atención. Pero ¿dónde llevarlo? Y ¿cómo? Además, si él por su propia voluntad asumía esa misión samaritana, ¿no reconocía ante terceros la admisión tácita de una responsabilidad, por lo que el propietario del animal pudiera incluso reclamarle posibles daños y perjuicios? Tendría que revisar sus libros de derecho. 147
LUIS Mª ALFARO
Sumido en tan honda preocupación le costó todavía un buen rato darse cuenta de una circunstancia singular: el gato muerto no se encontraba exactamente frente a su casa, como le había parecido a primera vista, de modo que la perpendicular tirada desde el límite de su fachada (el punto de desagüe del canalón) no pasaba por encima completamente del cuerpo sino del rabo, y no del rabo entero, algo así como cinco o diez centímetros más aquí. Respiró aliviado ¡Solamente era responsable de la parte alícuota del felino correspondiente a cinco centímetros de rabo! Pero por si acaso y como buen defensor de la ley y ante la convicción de que los jueces por ser de letras andan oscuros de matemáticas, al señor Juan se le ocurrió la mejor solución de su problema. Miró en todas las direcciones posibles, comprobó que la luna comenzaba a diluirse en el cielo enrojecido, y silbando quedamente y con disimulo, como un tontito en apuros, dio una patadita al rabo, suficiente para sacarlo de sus límites. Volvió a mirar a un lado y a otro, y muy satisfecho de semejante hazaña ejecutada sin testigos, regresó a su casa. Suspiró con alivio. ¡Resuelto el problema! Pensó acaso en esos momentos que las cuestiones por incómodas que resulten pueden solucionarse con imaginación. No hay que obcecarse en las dificultades, eso es absurdo. Lo que hoy es pesadilla mañana es ternura, y lo que es desesperación puede convertirse en alegría. Un empujoncito al rabo y ya está. Acababa de realizar en la más completa impunidad una pequeña travesura infantil, como cuando en el colegio colocas un sapo (no una rana) en el pupitre del alumno menos aventajado o sueltas una lagartija en los urinarios. Una preocupación menos. Bastante tenía con el atasco de la cocina y sus reclamaciones al fontanero como para tener que dedicar un tiempo imposible a un asunto tan desagradable. Se frotó las manos. El problema correspondía ahora en su totalidad a la señora Tina, su vecina, con la que no se llevaba especialmente bien, porque la buena señora al regar los rosales que 148
GATO NEGRO
emergían por encima de la tapia, por culpa de su falta de pericia incontestable convertía a menudo la manguera en un surtidor de lluvia inesperada que le inundaba la colchoneta, el parasol, la hamaca, la camiseta y el suplemento semanal del periódico. Cuando en esas circunstancias el señor Juan protestaba, la señora Tina asomaba sus ojos grandes por encima de la pequeña tapia, y respondía ingenuamente: –Don Juan ¿no me diga que le he mojado hoy también? Esta vez el señor Juan sonrió para sus adentros. ¡Una pequeña venganza de vecinos! ¡Lo que iba a disfrutar! La señora Tina se enfrentaba a un hecho de dimensiones preocupantes. Tendría que tomar una decisión trascendente para la convivencia de la comunidad y la pobre vivía sola, sin el amparo de alguien con el que discutir un planteamiento responsable del asunto. Como en tantas otras ocasiones (por ejemplo cuando el panadero le entregaba las rosquillas de baño rotas o el cortador las jijas sin picantón o el pescatero una lubina acartonada) le consultaría a él cómo resolver la situación porque una denuncia sin denunciado bien sabía ella que no tendría posibilidades de prosperar. Pero esta vez no pensaba inmiscuirse en un asunto tan desagradable y de tamaña responsabilidad. ¿Y si el gato era portador de la rabia? ¿Y si su presencia en la calzada causaba un choque frontal entre vehículos? ¿Y si la policía rural intervenía a requerimiento del veterinario de la comarca? Problemas, problemas, problemas. Estaba harto de problemas. Por tanto, el señor Juan decidió encerrarse en casa durante todo el día, bajando por si acaso las persianas como cuando se desplazaba a la capital. Vigilaría, eso sí, desde la ventana de su dormitorio, con los portillos un poco vueltos, y en penumbra, que ni la señora Tina ni ningún otro advenedizo desaprensivo hiciera la gracia de retornar de una patada el cuerpo inerte del gato a los límites de su propiedad. La condición diaria para saber exactamente si la señora Tina se 149
LUIS Mª ALFARO
había levantado era fijarse en la ventana que daba a la calle. Si colgaban las sábanas al oreo, evidentemente había principiado su rutina diaria de zafarrancho doméstico, consistente en cama patas arriba, chupón escupiendo humo, leche resquemada y romances desquiciados de zarzuelas. Atacada por su frenesí destructivo, a esas horas tempranas subía y bajaba fregando las escaleras de granito media docena de veces (y si encontraba una mancha descontrolada a destiempo, otra más). Cambiaba de pilas a los relojes, aplastaba con el fraile de pelo negro las arañas que anunciaban el cambio de tiempo, quitaba el polvo de mesas, mesillas y basares, y hasta era muy capaz de auparse al banquito de la cocina para pulir con esmero el plafón de porcelana de la bombilla. Y si ponía la olla a calentar dejaba que pitase descaradamente como una vieja locomotora de las de carbón Fue precisamente al orear la encimera sobre la barandilla del balconcito cuando se encontró la señora Tina con el bulto aquel de la calle. Coqueta y hasta cierto punto presumida, nunca usaba sus lentes graduadas para combatir el astigmatismo, porque prefería subsistir en un mundo de manchas inconcretas a que los demás vieran sus ojos, en algún tiempo azules y saltones, ocultos tras unos cristales oscuros. Efectivamente, el bulto estaba allí, como una espantosa mancha de tinta, y encima no merodeaba nadie por las cercanías. Faltaban unos minutos para las ocho menos cuarto de la mañana y se extrañó que el señor Juan no anduviera arrastrando sus zapatillas de felpa, arriba abajo, desgastando como todos los días las rayas del paso cebra. Pensó que igual se había puesto malo (creyó recordar oírle toser la víspera, una tos gangosa, de viejo abstemio que había fumado en su vida un único cigarrillo a los doce años) o que se hubiera quedado dormido, cosa harto improbable. Así que se empolvó rápidamente la cara, se dio un punto de color en los labios, se quitó los dos rulos molestos y ganó la calle. Era posible que se levantara el aire y que viniera frío. Miró a iz150
GATO NEGRO
quierda y a derecha, buscando alguna presencia inoportuna y se acercó a paso rápido al bulto. ¡Dios santo!, ¡un gato muerto! A la señora Tina le dio un vuelco espantoso el corazón. Le costó reaccionar. Un gato negro, además; y muerto, además. Instintivamente, regresó sobre sus pasos; buscó nerviosa en la cocina, en la despensa, en el escobero, abrió la puerta de la salita, y suspiró. Su gato llamado Marciano estaba tranquilamente acurrucado en uno de los sillones, usando como almohada un confortable cojín de miraguano. Corrió a abrazarle y el gato se despedazó, abriendo la boca como cuando un niño reclama teta. La señora Tina le acarició la cabeza, le tocó una de las orejas y el gato respondió agitando la otra. Lo cogió en brazos, y muy decidida salió con él a la calle, y al mostrarle al colega muerto, le dijo en voz alta: –Mira Marciano lo que les pasa a los gatos golfos y pandilleros. Luego, de regreso a casa, cayó en la cuenta de la exacta dimensión del problema. ¡El cuerpo se exhibía frente a su fachada, en el tramo correspondiente a su casa! ¿Qué hacer en un caso así? La señora Tina desconocía los vericuetos legales (un leguleyo patizambo una vez le pidió la mano, pero se la negó, porque la justicia para ella no era en absoluto de fiar), pero lo que tenía claro era que debía adoptar una decisión, ¿pero cuál? Recordó entonces que cuando las fiestas, el altavoz municipal anunciaba imperiosamente a los vecinos la obligatoriedad de asear dignamente cada uno su parte de acera y su tramo de calle. ¡Y el gato se encontraba en su tramo de calle! Podía tener alguna duda acerca de la punta del rabo, pero el resto del cuerpo estaba claro. ¿Qué hacer? Tenía una carretilla casi de juguete para el traslado de tiestos, y se le pasó por la cabeza que llegado el momento podría usarla. Pero ¿dónde depositar el gato muerto? Enterrarlo, pero ¿dónde? El último muladar, allá en el páramo, se encontraba a tres o cuatro 151
LUIS Mª ALFARO
kilómetros e incluso era muy posible que ya ni se usara, porque rara vez se atisbaban carroñeros surcando plácidamente el cielo. ¿Quién se lo llevaría, además, hasta allí? La señorita Tina no sabía conducir, carecía de automóvil y jamás se había subido a una bicicleta. Acuciada por la necesidad de calmar su agitación, decidió consultar a don Juan. Era además una bonita excusa para interesarse por los posibles trastornos de su salud culpables de los tosidos de la víspera. Podía pasarle unas pastillitas de regaliz, de las que cualquier dama elegante lleva en su bolso de paseo. Se acercó al murete que separaba las dos casas, y gritó: –¡Don Juan! ¿Se encuentra usted bien? ¿Quiere que le prepare una tila? El viejo catedrático abandonó su puesto de espía y se asomó al corralito. –Dígame usted. –¡Tengo un problema, don Juan! ¿No se ha enterado?, ¿no ha salido hoy a la calle? –He salido y he vuelto. –¿Y no ha visto nada especial? –¿Qué es lo que tenía que ver? –¡Un gato muerto! –¡Qué me dice, señora! ¿Acaso el suyo? –¡No, por Dios! Un gato ajeno. –Si es ajeno, ¿dónde está el problema? –¡Qué se encuentra en mi lado de la calle! El señor Juan guardó un delicado silencio para no descubrirse. La sociedad en su afán de salvaguardar los derechos de los animales combate con multas severísimas a quien incremente su espeluznante estrés. Por eso suena Mozart en los establos, por ejemplo. Por eso llevan chip incorporado los perros, y pendientes el vacuno, el porcino y el ovino. ¿Y los gatos? Dijo en tono profesoral: 152
GATO NEGRO
–Sabe, mi querida señora, que en estos casos la autoridad debe establecer primero la identidad del propietario del animal, para determinar su grado de responsabilidad en tan desagradable asunto. –¿Y si no localizan al dueño? –Entonces la responsabilidad recae directamente sobre el propietario o usufructuario del lugar donde haya aparecido el cadáver. –¡Ay, Dios mío! –exclamó sofocada la señora Tina– ¡Ay, que me veo detenida y en la cárcel! Quizá por apiadarse de ella o por verla tan desbordada por los acontecimientos, el señor Juan entonces concretó: –Todos sus problemas desaparecerían, mi querida señora, si ese maldito gato del que me habla en lugar de encontrarse en este lado de la calle, que corresponde ciertamente a su casa y que es de su absoluta responsabilidad, se encontrara unos centímetros más allá, digamos que precisamente en la otra dirección, porque entonces usted estaría eximida siquiera incluso de formular declaración presencial ante la autoridad competente. –¿Se refiere usted orillado donde el Teleclub? –preguntó ansiosa la señora Tina. –Efectivamente. Esa, si me lo permite, es mi modesta opinión. El señor Juan entonces retornó a su puesto de espía. Y la señora Tina sin pérdida de tiempo empezó a hurgar entre los aperos del jardín buscando alguna herramienta apropiada para la labor que estaba dispuesta de inmediato a emprender por su cuenta. El Teleclub –reminiscencia de otra época, apenas un bar con ese nombre y un aparato de televisión un poco más grande que el de los particulares, situado en un altillo para que fuera visible desde cualquier ángulo– era el único lugar del pueblo donde servían café y vendían licores y la lotería semanal. La encargada, Melisa, levantaba la persiana alrededor de las 153
LUIS Mª ALFARO
nueve, una hora antes de que llegara el panadero con su furgoneta blanca. Levantaba la persiana, recogía los vasos de plástico abandonados de la noche y limpiaba la barra y el suelo y las mesas del exterior. Tenía treinta y cinco cumplidos, y un marido que le acompañaba en la tarea y que, como todos los agricultores sin regadío, vivía estupendamente a cuenta de la Pac. Esa mañana venían los dos tan felices como acostumbraban siempre: ella por delante, a paso rápido, con la sonrisa abierta, y él quince o veinte metros por detrás, más taciturno y con aire cansado, arrastrando los pies. A la altura del Teleclub, Melisa pegó un grito, se llevó la mano horrorizada a la boca y llamó con aspavientos histéricos a su marido. Éste echó entonces a correr hasta detenerse delante del gato muerto. Melisa, dijo: –¡Un gato muerto! –¿Y qué? –dijo él. –¡Un gato negro muerto! ¿No lo entiendes? –No. –¡Que se encuentra en nuestro lado de la calle! –¿Y qué? –¡Tendremos que dar parte a los guardias! El marido de Melisa tocó sin ninguna aprensión al gato con la puntera de la bota, y dijo: –Es el de la Vicenta. –¡El de la Vicenta tiene calcetines blancos! El marido volvió a remover el gato, y confirmó: –No es el de la Vicenta. –Ya te lo he dicho. –No tiene calcetines blancos. –¡Claro que no los tiene! –Es completamente negro. 154
GATO NEGRO
–¿Qué hacemos ahora? –Voy a por el carrete y lo echo en un momento al río. –Pero, ¿qué dices? ¿Estás loco? ¿Y si te ven? ¿Qué sería de nosotros si te ven? ¡No tendríamos dinero suficiente para pagar la multa! A tal punto pasó por allí el tío José con su moto asmática. Echó pie a tierra y miró al animal con atención. Dijo: –Este gato es forastero. –También es mala suerte –dijo el marido de Melisa–. Con todo el campo libre y venir a morirse delante del Teleclub un gato forastero. –No podéis tocarlo –dijo el tío José–. Es forastero en esta villa, pero igual está reclamado en otra. –¿Qué hacemos entonces? –preguntó angustiada Melisa. Y Venancio que andaba por allí mordiendo una hoja, dijo al acercarse: –En este país hasta para matar una pulga se necesita permiso. Yo creo que este asunto más que del juez de paz y del alcalde es de los guardias. Igual al gato lo han matado con el tirabeque y entonces es un asesinato. –¿Qué dices? –se asustó Melisa. Y acercándose al felino, después de observarlo minuciosamente, dijo: –Es evidente que no ha fallecido por muerte natural. Alguien le ha dado con algo en la cabeza. ¡Y no es un tiro de carabina! Ya eran las nueve y cuarto y para las diez aparecería el panadero con su cara aceitosa y sus pantalones blancos de harina. Don Juan, cuando vio cómo se amontonaba la gente, abandonó su centro de espionaje y supuso que, para eludir sospechas, bueno sería que apareciera medio despistado por el lugar para exponer su docta opinión. Tenía que buscarse una excusa racionalmente creíble. Miró en la panera y se dio cuenta de que tocaba hacerse con la hogaza de la semana. Salió ya más presentable. Y el llamado Venancio le dijo: 155
LUIS Mª ALFARO
–Tenemos un gato forastero al que en lugar de facilitarle su derecho de asilo se le ha atizado en la cabeza. –¡Dios santo! ¡Qué bellaquería! –exclamó don Juan. –Terrible –dijo una señora recién llegada que al juntarse con otras comenzaron a perderse en conjeturas. Una dijo que había visto merodear la víspera al gato perdido por en medio de la calle; otra que los gatos jamás se pierden, al revés de los perros que son capaces de olvidarse del retorno cundo cortejan a una perra salida. Una insistió en que era de la Vicenta, al que habría tintado las extremidades; otra, que si del buhonero, el que venía los jueves a las once. Una dijo que los gatos negros traen mala suerte, que encarnan al diablo y al conjuro del nombre se santiguaron; otra que son portadores de enfermedades contagiosas. Una dijo que había que retirarlo de ahí, que era una mala enseñanza para los niños camino del colegio, a los que podría herir su sensibilidad. Y otra abogó por quemarlo en la choranca, pero de inmediato una tercera dijo que entonces el humo escupido por el chupón saldría rabioso si el animal portaba tan maldito mal. El corro fue creciendo hasta colapsar prácticamente la carretera. Todo el mundo intentaba hablar, todo el mundo aportaba ideas, aquello parecía una romería. Como el alcalde estaba desayunándose tardó todavía un buen rato en subirse al tractor. Cuando apareció, sin parar el motor (el gasoil está subvencionado) dijo a la gente: –El ayuntamiento no ha autorizado el exterminio de gatos forasteros. ¿Entendido? Por tanto anuncio que principiaremos una investigación a través de una comisión para determinar responsabilidades. –Mientras tanto habrá que llamar a los guardias –dijo el juez de paz, molesto porque de no mediar tan importante asunto todavía estaría en la cama. –Cualquier solución será mejor a que vengan los guardias – 156
GATO NEGRO
acertó entonces a decir Melisa solicitando la complicidad de los presentes. –¡Ah, no, mi niña! –exclamó irritada la señora Julia, que cada verano aumentaba en dos centímetros más su hermoso trasero– No nos involucres, cielo. El gato si no tiene dueño es tuyo porque ha aparecido en tu zona, y tú eres la que tiene el problema y la que tiene que buscarle solución. Nosotras estamos aquí para comprar el pan. Entonces, el tonto Remigio que se apretaba fuerte el cinturón para que no se le cayeran los calzoncillos sin goma, que en medio de las animaciones daba el saltito loco y tocaba la esquila, dijo uh, y sin pensárselo dos veces agarró al gato por una oreja y se lo cargó al hombro como un talego de mendigo. La señora Julia, más irritada todavía, gritó: –Pero ¿qué haces, desgraciado? ¡Verás la que te va a caer cuando vengan los guardias! Entonces, el tonto Remigio mostró sus dientes amarillos, y dijo: –¡Qué sí! ¡Que el cuarto delantero es lo mejor del conejo! Y ya se perdió por donde el rollo y el pajar derruido. A las diez en punto el claxon escandaloso del panadero asustó a las torcaces, mientras la cigüeña coja planeaba graciosamente. Es posible que por la tarde incluso lloviese. El panadero, dijo: –¿Quién es hoy la primera? Los que aguardaban para comprar pan, compraron pan; y los que aguardaban para comprar magdalenas, compraron magdalenas.
157
LUIS Mª ALFARO
Stronher Estaban sentados los dos en el suelo. Ceberio como un faquir o algo así, las rodillas separadas, la espalda recta, como si el nirvana proviniera de las gotas de sol. Los ojos cerrados, las palmas de las manos vueltas al cielo. Cerca del mediodía, apretaba el calor. Tanita se desquitó la bolsa de tela que habitualmente cruzaba su espalda a modo de mochila. Tenía esa edad insensata en que las mujeres si están sucias parecen viejas, pero si tienen la cara limpia aparentan menos de cuarenta. Las piernas al aire y el cuello larguirucho, como las egipcias de los libros antiguos, y un poco frágil. Dijo: –A la gente le gusta saber que somos pobres. La gente necesita saber que hay pobres porque si no hubiera pobres, tampoco habría ricos. Y lo que es peor, sin pobres y sin ricos tampoco habría gente. Es terrible. –Sí –dijo Ceberio–. Terrible. –La gente es así. –Sí –dijo Ceberio–. La gente es así. –Necesitan meterse en un túnel negro y no salir hasta el día siguiente. –Eso mismo pienso yo. Necesitan sentirse importantes. –En realidad somos un alivio para los padres. –Lo somos. –Pueden decir a sus hijos cuando pasamos a su lado: “Mirad, unos pobres. ¿Y sabéis por qué son pobres? Pues porque tienen necesidades”. –Muy cierto. Si les dijeran otra cosa igual tampoco era verdad. –Los padres –dijo Tanina– caminan por el pasillo de la casa con un aire de suficiencia insoportable. Explican las cosas con aire cansino, con detenimiento, detalle a detalle, despacio, para 158
STRONHER
que se entiendan. Los niños necesitan conocer esas cosas precisamente para que cuando se pierdan, sepan que se han perdido. –La vida es tan compleja que quien la hizo descuidó dejar unos prospectos indicativos, por eso a veces parece un laberinto sin salida. Compras una medicina y dentro vienen las contraindicaciones; compras una mesa camilla y viene un folleto para que no te equivoques al atornillar las patas. Pero compras la vida y nadie te explica qué hacer con ella. –Sí, señor, lo acaba de expresar usted con propiedad. Si la vida fuera simple sería irracional. ¿Quién se iba molestar en descubrir por qué los ricos pretenden ser más ricos y los pobres menos pobres? ¿Por qué hay personas inteligentes y otras extravagantes? ¿Por qué hay señores que sueñan y otros que simplemente están tristes? Nadie investigaría nada. –Si a nadie se le hubiera ocurrido inventar la ropa para taparse la desnudez, no habría fabricantes de botones. –Lamentable, algo deprimente –corroboró Tanina–. Si nadie trabajase, todos estaríamos sentados en el atrio sin hacer nada, recibiendo el sol a cambio, contando los minutos para que no se nos perdiese ninguno. Lo malo es que hubiera un señor más gordo que los demás que quisiera quedarse con un poco más de sol. ¿Me comprende? El mundo sería un caos, algo insoportable. Solamente de pensarlo se me pone dolor de cabeza. –Si no hay gordos ¿cómo reprochar su falta de solidaridad a los delgados? –dijo Ceberio con la convicción de haber descubierto una verdad irrefutable. –Efectivamente –dijo Tanina–. ¿Si no hay agua, para qué sirven los vasos de cristal? ¿No es absurdo? –¿Para qué correr los visillos si el día amanece nublado? –¿Se ha dado usted cuenta? ¡Si se abolieran las diferencias tendría que practicarse una eutanasia selectiva con los diferentes! ¡Una eutanasia institucional selectiva! ¿Qué sería entonces de la humanidad? ¡Oh, qué angustia! Nos habrían quitado la posibilidad 159
LUIS Mª ALFARO
de la existencia. ¿Se imagina usted? Usted y yo caminaríamos a ciegas por un pasillo oscuro que no conduce a ninguna puerta, un pasillo infinito donde las palabras están tan vacías que poco a poco van perdiendo sus letras. Usted ya no podría imaginarse las historias de siempre porque las historias de siempre serían igual de aburridas al ser todas iguales y ninguna diferente. –Eso es algo sin sentido, señorita. Permítame que se lo diga. Se quedaron los dos en silencio intentando acaso poner el orden en sus ideas. Se habían encontrado en un cruce de caminos hacía muy poco. El mojón estaba torcido y el pilón de las ovejas con musgo y hierbajos malos sobrevivientes a los pesticidas. Ella se había colocado la mano a modo de visera, oteando el horizonte, acaso esperando que la reverberación del sol sobre la tierra ocre de los barbechos le orientara sobre dónde habría una fuente de agua potable en condiciones. Pero apareció él con sus botines sucios y su barba incómoda y al volcar la cantimplora descubrió que todavía le quedaban media docena de gotas de agua, que amablemente se las ofreció. Entonces ella dijo “gracias”, simplemente eso, nada más, pero como al mismo tiempo sonrió, Ceberio se obligó a iniciar una conversación despegando los labios: –No tengo donde ir –le dijo. –Ni yo tampoco –le dijo Tanina. –Seguro que si nos quedamos aquí tampoco llegamos a ninguna parte. –Seguro. –Y si vamos a una parte seguro que dejamos de acudir a otra. –Parece evidente. –Entonces tenemos un problema. –Sí que lo tenemos. Por eso decidieron seguir juntos por el camino hasta resolver el problema. La gente cuando pasaba a su lado daba un pequeño rodeo para no tropezarse con ellos. Aceleraban el paso. Ceberio, dijo: 160
STRONHER
–Reflexiono a menudo sobre las cosas porque busco una respuesta primero y otra segunda después. Pero eso a la gente le desagrada mi compañía porque prefiere personas inflexibles, cargadas de soberbia. Les molesta encontrarse con uno que defienda dos opiniones contrapuestas. Cada uno, dicen, tiene que tener una sola y no dos, y ser consecuente con ella, y no con las dos. Pero yo, pienso, que cuando uno tiene una sola opinión se pasa la vida urdiendo artimañas para defenderla. Por eso en lugar de empecinarse en imponer criterios inadmisibles por los demás, es mejor cambiar de respuesta y si no se puede, de pregunta. Esa es mi forma de pensar y puede usted expresar la suya libremente. –Evidentemente, perdone que lo diga, no parece usted un hombre de acción, señor -dijo Tanina–. Disculpe mis dudas. Gente como usted no hace las guerras. Y si no hay guerras tampoco hay materia para estudiar en la escuela. ¿Qué sería de un país sin Viriato, sin Godofredo el Velloso? ¿Qué me dice usted de la Tizona de El Cid? Los libros de historia quedarían convertidos simplemente en portadas de cartón, como un bocadillo de pan sin nada dentro, porque dentro no habría ni siquiera hojas. –Exacto. –Como una iglesia vacía, sin santos dentro. –Una expresión acertada. –Nadie sabría qué rey fue zurdo y cual diestro. –Evidentemente. –Pero si es zurdo no es diestro –protestó Tanina–. Si es tuerto carece de visión en un ojo. Si es cojo, una pierna la tiene fláccida y descolocada. –Afirmativo. ¿Lo ve usted? ¡Usted misma lo acaba de señalar! La naturaleza es tan curiosa que duplica las cosas. Dos manos, dos brazos, dos piernas, dos ojos. ¡Siempre dos! Uno y su contrario –dijo Ceberio en tono profesoral–. En realidad, la vida es una gran mentira. Todo está montado para que si algo va mal lo contrario se suponga que irá bien. Así uno puede justificarse los erro161
LUIS Mª ALFARO
res pensando que los cometen los demás. La gente cuando miente, como la vida es una mentira, en el fondo dice la verdad. Tanina cerró los ojos y recostó su espalda sobre la columna de piedra del pórtico de aquella ruina que la gente fotografiaba como algo muy valioso. Le gustaba estarse así, quieta, como dormida, bañándose de sol como las ligaternas en las paredes de las casas viejas. Era como si flotase por el espacio mecida por el aire caliente envolvente. Llevaba los brazos desnudos, la camisa algo desabrochada. –¿Ha sido feliz usted alguna vez? –preguntó a Ceberio de repente, sin necesidad de mirarle, como si fuera una pregunta inocente y despreocupada. –¿Se refiere a sentirse bien, sin ninguna angustia? –dijo éste. –Me refiero a viajar despierto sin moverse –aclaró Tanina. –¿Sin ningún dolor? –Asomarte al cielo y comprobar que nadie se lo ha llevado todavía. –¿A poder contar las nubes aborregadas? –A sorber despacio una a una las gotas de lluvia. –¿A no envejecer nunca? –A volar tumbado sobre una cama de plumas –añadió ella. Ceberio pareció dudar unos segundos. –No –dijo luego de un rato–. No. Confieso que no. Tanina suspiró profundamente. Se estiró un poquito la falda que no le cubría las rodillas y comenzó a hablar en un tono apagado y melancólico: –Yo era una niña muy triste, señor y desconsolada. Aquella vez en el colegio una señorita mustia, de esas profesoras que se recuerdan como una flor de apariencia marchita pero que con el tiempo recupera el aroma, nos dijo: “Cuando estéis tristes, niñitas del alma, niñitas buenas de corazón manso, dejaos de abismos y tonterías de esas que se les ocurre a las gentes impúdicas. Eso es para quienes se aburren las noches de los domingos. Cuando es162
STRONHER
téis tristes, niñitas dulces y sensatas, poneos delante de un globo terráqueo, cerrad los ojos y dejad que vuestro dedo índice se pose suavemente en un punto del globo, y ya está. Cuando os duela la vida trasladaros en silencio a ese lugar mágico que os haya regalado la fortuna”. Así es, señor, como descubrí que la tierra es redonda, y que si unos estamos aquí con la cabeza alta necesariamente los otros, los de las antípodas, la tienen gacha. Es un juego maravilloso. Señalas a ciegas un punto del mundo y lo que sea ya es para ti. Para siempre. Te puede tocar Riad, en Arabia, con sus muros de barro cocido y sus palacios de adobe o Schedir la estrella más brillante de Casiopea porque el dedo se ha hecho insolidario de los demás y se ha ido corriendo al cielo. Un pedazo de monte, un país embrujado. Una isla desierta, rodeada de flores marinas y tiburones blancos. También un monasterio olvidado en una esquina del mundo. Te puede tocar cualquier cosa, ¿no es extraordinario? Entonces deseas un lugar exótico, misterioso, para ensoñarlo mejor. ¿Me comprende? Ceberio asintió con la cabeza. –Nos iban a hacer la foto contra la misma fachada del museo –siguió diciendo Tanina, visiblemente emocionada–; todas estábamos nerviosas por descubrir el punto del mundo que podría tocarnos en suerte. La profesora mustia vestía una falda vaporosa de esas que el aire se empecina en convertir en vela, estaba muy guapa. Llevaba una camisa crema, con un lacito negro al cuello. Pusieron un trapo blanco, acaso una sábana, tapando las palabrotas y el musgo y los restos descoloridos de viejos anuncios. Colocaron una mesa, dos sillas. La profesora mustia, entonces, apareció portando el globo con gran respeto. Nos lo mostró con un cariño infinito y dijo: “esto, niñitas, es el mundo”. Tanina se contuvo unos segundos, respiró profundamente, y añadió: –La directora, como siempre, estaba borracha. Se tambaleaba de aquí para allá. Tenía la cara rojiza y los ojos saltones. A veces 163
LUIS Mª ALFARO
se subía las faldas y era un escándalo. Tenía las piernas gordas y blancas, cubiertas de moratones. "Me los ha hecho él", decía. Él era el celador. La directora buscaba al celador y éste se dejaba encontrar. Tenía también la cara rojiza y los ojos saltones y los labios gruesos, demasiado oscuros. Era un hombre grosero: se rascaba descaradamente a cualquier hora y eructaba. El uniforme se le había quedado pequeño, la camisa estrecha. Los zapatos marrones los llevaba sin cordón. A veces nos perseguía con la navaja o nos asustaba apareciendo de improviso a la vuelta de una esquina. Hizo una pausa, y añadió entristecida: –A mí me siguió aquella mañana, a la vuelta del recreo. Me dijo: “ven”, y yo no quise ir. Era malo y estaba enfadadísimo. Me persiguió por la calleja. Me introduje en un pasadizo oscuro y aparecí en una calle empedrada. Crucé los jardines, la trasera del museo. Sentía su aliento en mi nuca, sus dedos bastos rozándome. Nadie acudía en mi ayuda como si el mundo se hubiera quedado sin gente de repente. Estaba sola y desamparada. El trapero me vio pero estaba más interesado en espantar a los gatos porque ensuciaban sus cartones que en socorrer a una niña desvalida y no me hizo caso. Temí por un momento que si lograba atraparme aquel hombre insensato, la vida se acabara definitivamente para mí, dejándome quebrada el alma, aturdida y sin esperanza. Que no podría salir ya jamás a la calle. –¡Pobrecita! –exclamó Ceberio realmente compungido– ¿Por qué me cuenta esas cosas? –Porque usted es muy sensible. Y yo le quedo muy agradecida si me escucha. –¡Pobrecita! –repitió Ceberio. –Me alisé la bata y me quité el sofoco como pude. Cuando terminó el acoso, comprendí que ya había pasado todo. Que el hombre llevaba el pantalón puesto y que el trapero contaba de uno en uno los cartones como si nada hubiese ocurrido y el peluquero sanaba con alcohol las cortaduras de su navaja. Nada. Yo no era 164
STRONHER
nada antes y luego un poco menos. Me lavé la cara y recompuse mi cabello. Cuando vino el señor fotógrafo, le hicimos corro. Tenía un bigotito minúsculo, una gotita gris, y mucha prisa. Yo tenía ganas de llorar, pero me faltaban lágrimas. Delgadito y nervioso, se manejaba el señor con soltura. Abrió la maleta y extrajo los aparatos: el trípode, la máquina, el trapo negro, las lentes, las plaquitas, el misterio. "Tú, aquí; tú, allí; ésta a ese otro lado, coño, venga ya." Hablaba a trompicones, saltándose palabras, rompiéndolas a golpes. Luego, se puso a mirar al cielo. Nosotras, también. Caminó dos o tres pasos para coger distancia; nosotras, también. Para la derecha, pues también nosotras. Se volvía de repente y allí estábamos otra vez. El cielo parecía muy limpio, despejado, nada de ese cielo inquieto y timorato que avanza la próxima tormenta. El monte recortaba su verde áspero sobre el inmenso azul. Cambió varias veces el trípode de sitio. Masculló algo entre dientes y por fin nos hizo la foto. Ceberio miró la foto que ya amarilleaba. –Seguro que me reconoce –dijo Tanina–. Detrás pone la fecha. Seguro que me reconoce porque no he cambiado apenas. Soy la misma, ¿sabe? Estoy igual, ¿ve? Esta soy yo. Ahora no tengo el pelo así, claro. ¡Qué horror de bata! Tenía las piernas muy delgadas. No era fea, ¿verdad? ¿Verdad, señor, que no era fea? –Tampoco bonita. –Tampoco. Pero no era fea. –Ni fea ni bonita. Suficiente. Un poco rígida, acaso. Una muchacha asustada, yo diría que inteligente. Tanina le acarició suavemente las mejillas. Y añadió: –Sucedió ese mismo día mientras la foto emergía de una cubeta con líquido estampada en un papel blanco, ¿sabe? Un par de perros se revolcaban sobre la hierba; corrían, saltaban, brincaban como locos. Me tocaba a mí. Estaba nerviosa. Una señora salió de un portal y comenzó a molestar a los perros. Intentaba que 165
LUIS Mª ALFARO
uno de ellos, el más pequeño, le hiciera caso; pero éste le miraba estúpido, agachaba la cabeza y seguía revolcándose. Yo estaba delante del globo. Nerviosa. Era como un día de fiesta para todas nosotras. Las otras niñas se dieron cuenta de mi excitación. "No debes mirar", me dijeron. "Si miras, no vale." "Si miras, eres una tramposa." "Seguro que miras, pero siempre serás una tramposa.” Cuando llegó mi turno, temblando puse el dedo a ciegas. Era un juego. Sería maravilloso que unos bárbaros o unos piratas de mares lejanos o de la India me secuestraran, confundiéndome con una famosa bailarina oriental. Me exhibirían para subastarme. Podría comprobar entonces si había alguien en este mundo dispuesto a pagar mi rescate. Diría al jefe de los piratas: "Eleve la cifra y respéteme con honor." Pero ¿y si nadie acudiera al rescate? No. Eso no era posible. No podría suceder una cosa así. Yo quería ser para siempre una gatita mimosa. Me dejaría arropar, besar los labios. Me dejaría mecer por unos brazos fuertes. Haría inmensamente feliz a un hombre nada mezquino y en absoluto vulgar. –¿Y puso usted el dedo sin adoptar ninguna precaución? –Efectivamente. –Asumió usted un riesgo inconcebible. –Hágase cargo, señor. Quizá fuese la desesperación del momento. Necesitaba abandonarme a mi suerte. ¿No le ha ocurrido eso a usted alguna vez? Nada podría irme peor. Sentía la vergüenza de la novia primeriza que aguarda ansiosa la hora y el novio no acude a la cita. Tenía mi dedo colgando en el aire, suelto y ligero, dejándose mecer por un viento tibio y modesto. Por fin después de unos segundos de duda, mi dedo se posó sobre un punto del mapa. La directora, dijo: “¡Abra de una puñetera vez los ojos y díganos, señorita cabizbaja, lo que le ha tocado!” Abrí los ojos lentamente conteniéndome la emoción. Mis compañeras se tapaban la boca y me miraban necias. Me hacían gestos de burla. Escuché avergonzada sus grititos estúpidos, sus risitas nerviosas. Y me puse a llorar esta vez con lágrimas. ¡Jamás había te166
STRONHER
nido suerte! ¡Jamás! ¡Ellas suspiraban por París, por pasear por la Quinta Avenida o por la Plaza de Colón, por visitar Londres, Roma, Atenas, la Patagonia, la Tierra de Fuego! Me llamaban tonta y lo soy y lo era. –¿Qué le tocó a usted realmente? –preguntó Ceberio interesado. –Algo terrible, señor. –Pero ¿qué? –¡Mi destino! De repente mi destino se desenrollaba ante mí descubriéndome la agonía del futuro. Igual ya no era preciso que viviera más. –¡Dios santo! ¡No me tenga en ascuas! Tanina le miró con los ojos acuosos. Y exclamó: –¡Mi dedo se estaba ahogando en medio del océano azul, señor, completamente desvalido y exhausto! Las niñas se reían de mí. Me llamaban pendejo. –¡Oh, qué historia más deprimente! –Yo quería desparecer para siempre. Tanina contuvo a duras penas su angustia. –Señor, ¡estaba ahogándome sin que nadie acudiese en mi socorro! –¿Qué hizo usted entonces? –inquirió Ceberio. –Nada. Pero a media noche cuando los fantasmas y las tinieblas deambulan desorientados, tomé una decisión. Salté de la cama con el camisón puesto y los pies descalzos. Abandoné con mucho sigilo el dormitorio sin que las otras muchachas, dormidas como estaban, se percataran de mi ausencia. Abrí con cuidado la puerta del aula de la señorita mustia. Giré la falleba conteniéndome la respiración para evitar descubrir mi presencia, y al comprobar que en el aula no había nadie, me acerqué de puntillas a su mesa. La luz macilenta de una luna enferma penetraba sesgadamente, estampando mi silueta y la del globo sobre la pared gris. Cerré entonces los ojos. ¡Y dejé que mi dedo índice cayera de nuevo sobre el globo terráqueo! 167
LUIS Mª ALFARO
–¿Por qué hizo eso, alma bendita? –Necesitaba una segunda oportunidad, ¿no lo comprende? –¿Y acertó esta vez? Tanina guardó silencio durante unos segundos densos. –¿Acertó? –¿Quiere de verdad saberlo? Ceberio asintió. –El ruido alertó a la señorita mustia, la señorita mustia gritó presa de un ataque de nervios y la directora apareció desgreñada, con el salto de cama sin abrochar. Y detrás, el señor asqueroso, con una sonrisa tan detestable como cínica, rascándose la entrepierna y eructando. Estreché entonces el globo contra mi pecho. ¡Quería quedarme el mundo! ¡Quería intentarlo otra vez! ¡Seguro que a la tercera lo lograba! Lloraba y mis lágrimas comenzaron a enturbiarme la vista. La señorita mustia se abalanzó sobre mí. Forcejeamos un rato. Me deshice. Entonces, pude besar precipitadamente el globo, lo elevé al cielo y después, ¡después lo estrellé contra el suelo! ¡Quería vaciar los océanos para siempre! ¿Sabe, señor? ¡Quería que al huir el agua impetuosa por los ríos de la tierra jamás volviera a ahogar a nadie! Los ojos de Tanina con su forma de avellana le parecieron a Ceberio que estaban ahora demasiado abiertos y que asustaban con su intensa luz. Tanina dijo luego de un rato: –Me expulsaron del colegio. Y después de rezar mis oraciones, esa misma noche, desamparada y en la calle, conocí Stronher. –¿Stronher? –se preguntó Ceberio en voz alta–. ¿Qué es Stronher? –Quizá lo haya oído alguna vez en alguna parte. –Imposible –dijo Tanina. –¿Una ciudad de negocios, una acería, un sitio ruidoso donde no se puede dormir? –Una nada –dijo Tanina–. Stronher es una nada. Una gotita de aire. Nada. Mi dedo había sido incapaz de sobrevivir al confuso 168
STRONHER
reclamo de las sirenas y se había hundido de nuevo en el agua fría. Por eso me inventé Stronher para evitar avergonzarme de mí misma durante el resto de mi vida. Ceberio le tomó cariñosamente una mano. –¿Qué sucedió después? –¿Quiere saberlo, de verdad? –Por supuesto. Tanina, dijo : –Aquella noche en la calle empecé a pensar en construirme Stronher. ¿Para qué depender de los demás? Fue acaso un milagro. ¡Stronher! ¿Por qué no podía ser un lugar donde anidasen las cigüeñas? ¿Por qué no había de tener un puente de piedra, un camino empedrado que conduzca al convento, un castillo derruido en lo alto del cerro? Flores silvestres, parajes exóticos, arbustos, moreras, bandadas de pájaros dibujándose arriba. Millones de flores blancas, pequeñitas como copos de nieve, sacudiendo de vida a los manzanos. Y esos guisantitos verdes, delicados como puntas de alfiler, renaciendo en los cerezos. Un lugar apacible donde se goza la eternidad en silencio, donde uno recobra la libertad de las estrellas en el cielo. Si podía ensoñar Stronher, ¿qué me impedía construirlo? –Stronher –dijo Ceberio–. Es un nombre sonoro. Tiene algo de misterio. Diría que incluso mágico. –Hay una cascada natural donde el agua cae a borbotones. Se lo aseguro. –Un arroyo plateado y prados verdes, también, supongo. –La sombra de los árboles, la puerta del mundo. Las cigarras en verano. –Extraño. Un nombre sugerente. –Le aseguro que allí nadie deforma las palabras. –Parece interesante. –Una cadena de montañas, llanuras enormes. –Resulta atractivo. 169
LUIS Mª ALFARO
–Un lugar apacible, donde a un suspiro sucede otro. –Me conmueve. Tanina, añadió : –Siempre sueño con Stronher. Todos los días cuando las ilusiones se derrumban, me traslado sin que nadie se entere. Lo hago de puntillas, en silencio. Nadie sabe cuándo emprendo la marcha. Es mi secreto. A veces la gente se detenía unos segundos a secarse el sudor pegajoso de la frente. El camino quebrado y la fuerza del sol castigan duramente. –Le envidio –dijo luego de un rato Ceberio. –Me lo imaginaba –dijo Tanina. –Le envidio con una envidia sana, no se crea. Por lo menos usted tiene un sitio al que dirigirse. Yo, sin embargo, a veces me detengo en un cruce y como me da lo mismo tomar una dirección que otra me quedo quieto y no avanzo, como un escritor sin pluma o un panadero sin harina. –Como un paquete abandonado en la trasera de una tienda, ¿quiere usted decir? –Exactamente. Reconozco que también tiene su encanto la incertidumbre. Puedo pasarme toda la tarde imaginando ante un cruce que si fuera por aquí llegaría a un sitio y si fuera por el otro a otro. En cualquier caso el sitio no sería nunca mío, no podría quedarme en él, me vería obligado a continuar. En lugar de una moneda como el judío errante, cada vez que introduzco mi mano en el bolsillo, me sale un camino nuevo que debo transitar. A veces los caminos son estrechos, a veces anchos. A veces la hierba verde me acompaña brillante, a veces la hierba amarilla me devuelve el otoño. –Desesperante. –Eso me obliga a convertirme en persona humilde. Al no poseer nada, me poseo a mí mismo. Es una cosa curiosa. –¿Y Stronher? ¿Por casualidad no pasará alguno de sus caminos 170
STRONHER
por Stronher? –se preguntó Tanina, mirándole con emoción a los ojos. –¿Cómo saberlo? –¿Y no le gustaría buscarlo? ¿No le gustaría detenerse allí para siempre? Imagínese un sitio donde curarse las heridas de las moreras, donde los pájaros no desnuden los misterios. Ceberio pareció pensarlo. Luego, dijo un poco triste: –Lo siento. Me convertiría en uno de esos tipos que miran sin ver, que disipan las nubes para no perderse en la niebla. Uno de esos tipos que odian la soledad, que no necesitan el silencio.
171
LUIS Mª ALFARO
Muerte en la vadera Entró arrastrando los pies. Parecía cansado. La camisa por encima del pantalón, rota, los pantalones sucios, manchados de barro. Las botas también sucias, manchadas de barro. Se acercó a la barra, y dijo: –Lléname el vaso. La mujer lo miró con desgana, dejó el periódico abierto sobre la esquina del mostrador, abrió el frigorífico, cogió la botella y la volcó sobre el vaso. El hombre bebió un trago. Calentó el vaso con la mano. –Está frío –dijo. –¿Y qué? –le dijo la mujer, volviendo a la lectura. –No me gusta el vino frío. –¿Lo has pagado? –le preguntó despectiva la mujer. –No. –Puedes marcharte sin beber una gota más que no te lo cobro. –Tampoco es eso. –Pues es lo que es. El hombre se entristeció un poco más. Volvió a calentar el vaso con las manos, y dijo: –Eres muy dura conmigo. –Lo soy con todos los hombres –dijo ella. –Más conmigo. –No hago excepciones. El hombre apoyó un pie sobre la escupidera que corría a lo largo de la barra. Estaba de jornalero para el regadío. Un trabajo ingrato, casi siempre a deshoras. Raro era el día sin urgencias. Una llave de paso obturada, un motor desenganchado, una fuga de agua inundando la carretera, unos aspersores cegados por alguna culebra atrapada en la boquilla. –Lo he matado en la vadera –dijo después de un rato. Ella no le hizo caso. Él insistió: 172
MUERTE EN LA VADERA
–Lo he matado. Ha sido fácil. Ella le miró indiferente. –¿Y qué? –Que he matado a tu hombre en la vadera –insistió él. –¿Cuándo? –Ahora mismo. –No tienes sangre en las manos –Me he lavado en el río. –No tienes sangre tampoco en la ropa. –¿Qué pasa? ¿No me crees? –¿Cómo ha sido? –Lo he abierto en canal como a un verraco. Gritaba como un verraco. El muy hijo de puta gritaba como un verraco. –¿Lo has dejado que se desangre? –Goteaba el muy estúpido. –¿Lo has dejado que se fuera despacio? –Muy despacio. Para que se despidiera sin prisas de la vida. –¿Y el cuchillo? El hombre se echó la mano al bolsillo de atrás y sacó el cuchillo. Lo dejó al lado del vaso. Estaba reluciente. –No parece que lo hayas usado. –De arriba abajo. Así –hizo el gesto–. Ha puesto una cara estúpida. Yo también al principio me he asustado. Podía ser yo el muerto. ¿Lo hubieras sentido? ¿Si yo fuera el muerto lo habrías sentido? –No lo sé. –Dime sí o dime no. –Es posible. –Es posible ¿qué? –Es posible que lo sintiera. –¿Sólo eso? –¿Qué quieres que diga? –Que me quieres. –¿Y si no me sale decirlo? 173
LUIS Mª ALFARO
–Nada. Entonces no digas nada. La mujer regresó a donde había dejado el periódico. Y se puso a leerlo de nuevo. –¿Has visto matar alguna vez a alguien? –elevó la voz el hombre. –Sí. –¿Cuántas? –¿Cuántas qué? –Veces. ¿Cuántas veces? –Una. –Cuéntame cómo fue. –Apareció un tipo parecido a ti, con ganas de hacerme mujer y mi padre lo mató. Fue en el invierno en que cumplí once años. –Seguro que lo cogió desprevenido por la espalda. –Lo colgó de una viga en el desván, como a un perro. –¡Como un perro! –Pataleaba cómo un perro. Se lo merecía por mala persona. –¿Cómo se llamaba? –No lo sé. ¿Eso importa? Estaba muerto. Lo descolgamos al anochecer. Estaba tieso y frío. – ¿Nunca supisteis a qué había venido? –Nunca. –¿Ni quién era? –Tampoco. –¿Qué hicisteis luego con el cuerpo? –Lo dejamos en la vadera. –Como yo. –Como tú. –¿Para que se lo comieran los carroñeros? –Para que se lo comieran. –¿Y se lo comieron? –Se lo comieron. –Eso mismo va a suceder con tu hombre. –Eso espero. 174
LA SEÑORITA KATY
La señorita Katy A la vuelta de la campaña de África donde había servido de repostero de un teniente que buscaba hacerse general matando moros, se dio en granjearse a la infame fortuna pegando el braguetazo al casarse, él que por un centímetro apenas alcanzaba la talla, con la hija flaca, alta como un pino y desgarbada, de un indiano rico entendido en telas. La señorita Katy tenía una voz chillona de ratita presumida y un defecto en la vocalización por lo que se obligaba a pasar en las fiestas de sociedad (pagadas por su augusto padre), por muda. Esta anomalía motivo de chanza la fue minando por dentro, de modo que fue retrayéndose hasta olvidarse de sí misma, dándose a pasear sus tristuras por jardines sin flores. Pero como el destino se empeña en simplificar lo complejo, al antiguo soldado de reemplazo Rafael reintegrado a la vida civil, sin demasiados posibles y con un mal trabajo, el defecto de la señorita Katy no le pareció inconveniente sino virtud. Y pensó que mejor una rica muda y alta, que una pobre pequeña y habladora. La cortejó, la contó chistes indecentes y de los otros, la invitó al baile, al cine, a helados de coco, a eructar con gracia, la liberó de los sainetes de las estúpidas puestas de largo, procurando eso sí resguardarse de la luz natural para que su desproporción no causara demasiada dentera. Hicieron los papeles a la mayor rapidez posible, no por las urgencias del deseo carnal, sino por temor a que apareciera por el horizonte otro advenedizo que para retarle mirara hacia abajo. Al indiano, le gustó el llamado Rafael Malo como yerno: abultaba poco, comía sin excesos, era menguadito, basto como la lija, y además campechano, de los que se arrancan los padrastros de los dedos, y eso estaba pero que muy bien porque así no tendría que guardar en su presencia las composturas de los señores que de tanto contenerse los aires terminan agrietados de ojos. 175
LUIS Mª ALFARO
Consistió el himeneo, y a los pocos años, por hacerles un favor, satisfecho de su cómoda existencia, en un plis plas se murió; la señorita Katy heredó el imperio del indiano y el señor Malo ese mismo día, tapándose los ojos, la hizo el hijo, se fumó un hermoso puro habano, y pasó a llamarse don Rafael y a frecuentar los sitios donde antes no se atrevía a acudir por falta de liquidez y por temor a toparse con su suegro. El defecto en el habla de la señorita Katy no era culpa del frenillo sino de la maldita erre que se le atragantaba, máxime cuando pretendía encadenar dos palabras seguidas sin respirar. Como no podía obviarlo, ya en la madurez y para evitar las risas del personal de servicio, siguió las consejas de un psicólogo y comenzó a remarcar el defecto con más intensidad para conseguir entonces un acento exótico de libertina emocionada, de marcado carácter francés. La gente por cortesía hacia su dinero le preguntaba de dónde era originaria, y ella entonces respondía con orgullo que muy española, nacida en Chantilly, educada en colegios de París, lo que aún siendo mentira podía pasar por verdad. Suspiraba entonces un “oh, la, la”, cargado de matices, esbozando al momento una insinuante sonrisa picarona que todos menos su marido (frío desde el óbito del suegro como la escarcha, y torpe para los requiebros imprescindibles que contentan a las damas), acertaban a captar. Él estaba para lo que estaba y se le daban mejor las mujeres de pasados ocultos, sin problemas, de conversación basta y abierta. La señorita Katy a medida que fue cumpliendo años comenzó a vestirse de modisto, con la misma excentricidad de las francesas millonarias: pamela, tonos beige, limpios, los labios pintoreteados, y unos zapatos a juego de medio tacón, que estilizaban sus piernas barnizadas artificialmente. Caminaba con la distinción de las mujeres de edad serena, arrancándose años con los más caros mejunjes químicos de im176
LA SEÑORITA KATY
portación. De mirada de actriz de cine mudo, de vez en cuando entornaba con coquetería una pizca los párpados para que la gente comprobara la calidad sin igual del baño azul que los cubría. Con todo, era mujer cultivada, más que Tatiana, la esposa cretina de su hijo que olía a perfume empalagoso de vedette de cabaret, a la que consideraba superficial y simple. Cuando se juntaban las dos, suegra y nuera, la conversación era tan banal, que a las dos horas todavía no habían concluido una frase medianamente coherente. Se toleraban, se llamaban querida, y qué guapa estás, y cómo lucen tus zapatos, y dónde has adquirido la pulsera, niña, y luego por detrás se espiaban para descubrir a cuál de las dos la falda remarcaba más el culo. Como don Rafael no se molestaba ya en sacarla a pasear por la ciudad –acaso desplazado por saberse pequeño y vulgar y ella altita y educada–, y menos a tomar helados de coco, y no le atraían las misas ni los oficios religiosos, la señorita Katy se dio en buscar en compañías extrañas y algo bohemias el combate contra sus soledades. Frecuentaba conferencias sobre el más allá y el desorden de las galaxias, recitales de poesía, estudios de decoración, subastas del monte de piedad. El negocio heredado estaba en el centro de la ciudad, perfectamente identificable por carecer de luces de neón y tener los escaparates disfrazados de años veinte. Don Rafael no se había molestado en invertir ni un solo céntimo en su adecentamiento. Sin embargo, Junior, el hijo común, cansado de sacarse títulos sin examen y jugar tenis, un día decidió tomar las riendas y como primera medida de modernización, jubiló a los viejos contratando nuevo personal entre ellos un contable de ojos aburridos. Encima pintó las fachadas. Esto desagradó a don Rafael, pero Junior le dijo: –El heredero soy yo, ¿no? Sigue haciendo tu vida como hasta ahora, y cuando vengas por aquí no molestes demasiado. 177
LUIS Mª ALFARO
Don Rafael, como venganza por la desafección de su hijo, incrementó sus viajes de negocios, incluso hasta en fin de semana. Pero un día, después de dos coitos de hotel arrabalero le vino como un mareo, como un sofoco, como un temblor inaudito. Aquello era anormal, porque siendo capaz de llegar a tres y contando el del amanecer hasta a cuatro, aquel malestar general no presagiaba nada bueno. El médico, colega del juego, trazó un círculo en el calendario, y le dijo: –Si pasas de esa fecha te invito ese mismo día a comer. –Coño –dijo él. –Y no te asustes, que lo que tenga que venir te va a venir igual. Entonces, don Rafael tomó conciencia de la finitud y aunque el despilfarro de luces le dolía en el alma, comenzó a acudir más a menudo al despacho para pasar allí las horas atribuladas. Y empezó a tomar cierto afecto a aquel amanuense puritano y gris llamado Estanislao Balzola, apasionado del trabajo, honrado hasta el asombro, que metía tantas horas que siempre faltaba en el reloj del ayuntamiento alguna, que cuando elevaba la voz enseguida la bajaba y que su única frustración en vida era no haberse ido en su juventud a descubrir mundo, especialmente negritos de tripa gordita y mirada sin futuro. –Cuénteme algo de su vida –le dijo don Rafael un día sin molestarse en apagar la colilla prendida en sus labios. –En cinco años que llevo aquí, es la primera vez que usted se dirige a mí –dijo el amanuense más que sorprendido asustado. –¿Está usted casado? –No, no señor. Durante las siguientes dos semanas, don Rafael se convirtió para el amanuense en una compañía molesta. Aparecía en cualquier momento, se sentaba al otro lado de la mesa y contemplaba con emoción el movimiento de los números por los folios blancos y las cruces en las casillas de los estadillos. De vez en cuando hacía alguna pregunta entre ingenua e inocente, y luego decía: 178
LA SEÑORITA KATY
–Siga, siga, Estanislao, que usted lo hace muy bien. Un día acaso atacado por el delirio de su avanzada enfermedad, y por los gargajos sucios que manchaban los jardines, don Rafael Malo, llamó a capítulo a su hijo, y le dijo: –Voy a nombrar un albacea testamentario. –¿Y para qué necesitas un albacea, si puede saberse? –repuso malhumorado Junior, molesto por la interrupción de su lectura diaria de los ecos de sociedad del periódico, donde acostumbraba a salir retratado cuando pagaba alguna comida. –Porque me voy a morir y quiero que alguien haga cumplir mi voluntad. A Junior esto le disgustó sobremanera por lo que pudiera arrastrar de parálisis en el reparto de la herencia y de desconfianza hacia su propia persona. Y dijo algo desaforado: –¿Y cuál es tu última voluntad, si tienes alguna? Don Rafael carraspeó. Últimamente venía haciéndolo con cierta asiduidad. A cada carraspeo le atacaba una especie de despecho que le dejaba el alma comprimida. Por eso, una tarde oteando el horizonte de las calles para que nadie le descubriese se había atrevido a introducirse en la iglesia. Allí estaban esperándole los viejos santos, tan viejos como él, hieráticos y sublimes. También estaba el ojo de Dios metido a empellones en un triángulo, como un pie ancho en un zapato estrecho. Y la Virgen con un rosario que alcanzaba el suelo. No tenía ninguna gana de descubrir a nadie sus pecados pero mucho menos sus últimas voluntades, que pensaba dejarlas por escrito en un folio pergeñado a mano con su letra nerviosa reconocible, a resguardo en su caja de seguridad personal del banco. Necesitaba pensar y el olor a incienso de los oficios de la tarde adormecía el ambiente. Estaba convencido que Junior presionaría al notario, o a su madre, o a quien fuera menester para hacerse con una copia de sus voluntades. También estaba convencido que si nadie le obligaba dejaría de cumplirlas. Junior estaba intranquilo. 179
LUIS Mª ALFARO
–No me digas que vas a dejar una manda a las putas –dijo incrustando sus ojos vidriosos en los líquidos de su padre–. No me jodas. Ni se te ocurra hacerlo. El viejo pegó otra chupada al cigarrillo, y se miró los dedos cada vez más amarillos y rígidos de la mano derecha. –¿Con quién te has liado esta semana? ¿Con la Aragonesa? ¿Cuánto te ha sacado esta vez? El viejo no respondió. Junior insistió mordazmente: –¿Ya lo sabe mamá? El viejo se revolvió nervioso. –De esto ni una palabra a tu madre. –¿De esto? ¿Qué es esto? –Lo que voy a hacer es cosa mía. –Y mía y de mamá. ¿Qué te has pensado tú? ¿Qué el negocio lo has levantado tú sólo? ¿Qué vendíamos antes? ¿Eh, qué vendíamos? Cuatro mierdas. Yo soy el que ha abierto un mercado. ¡Yo! –gritó muy orgulloso. –He pensado como albacea en el escribiente de ahí afuera. –¿En quién? –Rafael junior abrió tanto los ojos que casi le desaparece la nariz. –En ese. –¿En el contable? ¿Pero qué dices? ¿Estás loco? El viejo exteriorizó su enfado. –Será mi albacea y te obligará a hacer cumplir mi voluntad. –¡Seguro que sí! ¡Seguro que antes lo pongo en la calle! ¡Mañana mismo lo echo a la calle! ¡Y te jodes tú, y que se joda él! Entonces el viejo pareció desinflarse. Estaba acabado. Nunca en otros tiempos su hijo se hubiera atrevido a rebatirle una orden. Se acurrucó inmóvil, le costó llevarse de nuevo el cigarrillo a la boca, temblaba, casi en un sollozo confesó: –Quiero que todos los años en el aniversario de mi muerte repartas una paga extra a los trabajadores. Y añadió con la poca firmeza que le dejaba su voz de enfermo: 180
LA SEÑORITA KATY
–Es mi voluntad. –¡Y una mierda! Por la cabeza de Junior debieron de pasar rápidamente muchas cosas, una de ellas que a su padre eso del infierno comenzaba a tirarle con fuerza de los pantalones para abajo, y otra que estaba chocheando como los viejos abandonados en las sillas de rueda de los asilos, así que le dijo: –Ni se te ocurra dejar escrita esa tontería. Estanislao Balzola había acudido a la firma de la autorización para iniciar el proceso de conversión del negocio en sociedad (el viejo le había ordenado: quiero que mi hijo comience a pasarlas putas, para que aprenda lo que supone trabajar de sol a sol, como lo he hecho yo toda mi vida, así que quiero reducir su participación ya que no puedo desheredarlo). La criada con su cofia torcida y el delantal incólume, le dijo: –No sé si podrá recibirle. La casa estaba a media luz, como si la luminosidad extraviada del atardecer fuera culpable de las desgracias. Olía a campo, a cosa silvestre. La señorita Katy, perdido algo la solemnidad de su porte, acudió a recibirle al hall. –Don Gafael está muy malito –dijo en un hilito de voz–. Igual no puede atendegle. –Necesito su firma para seguir con el papeleo. –Papeleo, papeleo, ustedes los contables siempre están con papeleos. –Siento molestarles. –¿Es muy impogtante? –Sí. –No creo que sea posible, pego pase usted, no se quede en la puegta. La casa pequeña, céntrica y muy coqueta. Los cuadros del pasillo también eran de tamaño reducido a juego con la dimensión 181
LUIS Mª ALFARO
de las paredes. El dormitorio principal constaba de una cama de matrimonio, un galán de noche, dos mesillas, un armario, una consola y un servicio anexo. Un espejo frontal de la anchura de la cama enmarcado en un dorado de calidad partía del cabezal para alcanzar el techo. Tenía una pequeña inclinación seguramente para que cuando la mujer intentara ser cabalgada por el viejo, éste pudiese verla en toda su dimensión, enfriándosele todavía más la cabeza. A Estanislao lo del espejo le pareció de muy mal gusto. De hecho reflejaba ahora la imagen paupérrima del viejo, una especie de pergamino antiguo metido en un pijama de presidiario excesivamente grande. –Está muy malito, ya lo ve usted –dijo la mujer. Y llamó a la criada. Regordeta, la criada gozaba de unos coloretes artificiales estampados en cada una de las mejillas, llevaba las piernas cubiertas y parecía más joven dentro del cuarto que a la tenue luz del pasillo. –Dele algo de bebeg al señog. –¿Qué desea usted, señor? –dijo la criada esforzándose por demostrar su buena educación. –Nada. Muchas gracias. –¿Un refresco de naranja? –No, gracias. La señorita Katy, dijo: –Mi maguido es posible que no se despiegte hasta muy tagde. Está muy cansadito. Acégquese si quiegue a la cabecega de la cama. Con cierta prevención, Estanislao se aproximó a la mesilla. Acercó una mano al rostro del viejo. Este abrió momentáneamente los ojos y quiso decir algo. –Le tiene a usted en mucha considegación. –Yo también a él –dijo quedamente Estanislao. 182
LA SEÑORITA KATY
Una de las huesudas manos del viejo, le rozaron y Estanislao sintió un escalofrío. No pudo retirar la mano. El viejo se la aprisionó y le clavó las uñas. –Coño –dijo Estanislao aguantándose– tiene fuerza. Hace daño. –A mí también me ha hecho muchos agañazos. Y fue al mostrarle las manos cuando Estanislao sintió demasiado cerca a la mujer, y no le agradó demasiado. Él cuidaba de no invadir el espacio vital de las personas, pero la mujer estaba tan próxima que notó su respiración entrecortada. Aquello para su gusto no era nada elegante y encima no estaba nada bien. Sonó el timbre de la puerta. –La practicanta –dijo la señorita Katy, distanciándose un palmo, y alisándose la falda. Habituada a vivir con intensidad cada momento, lo primero que hizo la practicanta nada más entrar fue encenderle un pitillo al viejo y colocárselo en los labios. –Toma, Rafaelito –le dijo con mucho cariño–, que a ti ya no hay que prohibirte nada. Grande, acostumbrada a empujar a los celadores en los pasillos del hospital, preparó con habilidad la inyección, después de batucar la ampolla, y se dispuso a pincharle. Cuando se giró para comprobar que el líquido salía perfectamente por la aguja, el viejo abrió inopinadamente los ojos, y con toda la fuerza de que era capaz, colocó su mano en las nalgas de la practicanta. –¿Ya lo ven ustedes? –dijo ésta despreocupada–. Ahí está mi Rafaelito. Este es mi Rafaelito, sí señor. Con qué descaro te agarras al noray, para intentar que se te tense la estacha, ¿eh, pillín? Y se rió de forma improcedente. El viejo hizo entonces un suspiro profundo, intentó un esfuerzo imposible como si pretendiera levantarse de la cama, y se murió. Dijo la practicanta sin ninguna emoción en su voz: –Se acabó. Ya está corriendo por el otro mundo. Avisen ustedes al cura, que yo me encargo de los trámites oficiales. 183
LUIS Mª ALFARO
–¡Gafael, Gafael! ¡Vuelve, Gafael! –gritó entonces la señorita Katy al darse cuenta de la realidad. –¡Ay, Díos mío, qué desgracia! –exclamó la criada–¡Se nos ha muerto el señor! –¡Gafael, Gafael, dónde estás? ¡Vuelve! Sin poderse contener, la señorita Katy se echó sobre el difunto. Le cogió la cara cerosa con las manos y la llenó de besos. –¡Gafael, Gafael, ¿dónde estás? Estanislao la separó con delicadeza. Estas escenas de plañideras griegas le distanciaban de vivir con intensidad el momento, devolviéndole a la condición de espectador crítico. Le parecían más artificiales que reales. Había mujeres que se caían al suelo, había mujeres que se golpeaban el pecho. Y había hombres que se despachaban a gusto con un vaso de buen vino. La atrajo hacía sí obligándola a que reposase su cabeza sobre su pecho. La señorita Katy, insistía en su llamada al viejo: –Gafael, Gafael, Gafaelito no me dejes sola, por lo que más quiegas. Vuelve, Gafael, vuelve. La practicanta, dijo: –Yo me encargo de todo. Recogió sus cosas. Y se dirigió a la señorita Katy: –Desahóguese lo que pueda que luego vendrán las angustias. Aunque el cuerpo ya sea una chatarra vieja, el difunto sigue aquí entre nosotros. No se le ve, pero se le siente, pero está aquí. Dicen que durante quince minutos para saber cuánto se le quería. Luego, el alma se va a otra parte. Por lo que se ve usted le quería con locura y es bueno que él lo sepa. –Gafael, Gafaelito. Cuando les dejaron solos, la señorita Katy entonces recobró la compostura. Volvió la vista hacia Estanislao y dejó de inmediato de llorar. Hizo algo inesperado. Se secó los ojos con cuidado, sonrió perezosamente y muy decidida cerró la puerta de la habitación por dentro con pestillo. Se acercó a Estanislao, le acarició la bar184
LA SEÑORITA KATY
billa y le besó suavemente en los labios. Estanislao la miraba desconcertado. La señorita Katy le dijo: –Ven conmigo. Se tumbó en la cama al lado del viejo, y le arrastró encima. –Vamos –le dijo mientras intentaba soltarle muy nerviosa el cinturón– comienza a desnudagme, que deseo se entegue este desgraciado de lo mucho que le quiego, ¡y sólo tengo quince minutos paga demostrágselo!
185
LUIS Mª ALFARO
Un golpe de fortuna ¿Cómo podían haberse encontrado frente a frente en una mesa de póquer el marqués y un tipo silencioso, con la apariencia aburrida de viajante de comercio, de apenas uno sesenta y cinco de estatura, de aspecto vulgar, vestido sin gusto, que encima comenzaba a coronarle una especie de tonsura en la nuca con todas las apariencias de ir a más? Es algo difícil de explicar, salvado el aburrimiento de una noche sin emociones, pero había sucedido. Quizá el maldito orgullo o la vergüenza de sentirse atrapado por quien consideraba un tendero –el tipo aquel evidentemente a sus ojos no podía ser otra cosa, como máximo un carnicero del mercado de abastos– que cada vez que tenía que pensar entornaba los párpados como los niños asustadizos, debió encorajinarle al marqués hasta el punto de trastocarle el sentido de la realidad. La conjunción de circunstancias a veces deviene en situaciones estrafalarias y ésta había sido una de ellas. Lo cierto es que el marqués había perdido de forma increíble la más cómoda y menos interesante partida de su vida y el señor Zumeta -un oscuro jugador sin fortuna, de los que sólo aspiran a comer al día siguiente, que venía malviviendo corriendo detrás de las fiestas locales, como los raterillos, las putas baratas y los borrachos de pueblo–, pegado el golpe más importante de la suya, al aprovecharse de su suficiencia y de su estúpida altanería, para hacerse sorprendentemente con su señorial casa de campo. El marqués al levantarse de la partida y de firmarle el reconocimiento de deuda, mordiéndose el orgullo por dentro, le dijo: –Es tradición en esta tierra la revancha entre caballeros, y usted no tengo duda de que lo es. El señor Zumeta debió pensar que caballero es el que posee un caballo y él jamás lo había tenida nunca, ni casa propia, ni estudios, ni mujer, ni hijos, ni una flor olorosa en el ojal, ni siquiera un baúl donde esconder para siempre la habitual mala suerte con 186
UN GOLPE DE FORTUNA
que la naturaleza adorna la existencia de los perdedores –y él lo era o más exactamente lo había sido hasta ese momento–, así que más que caballero se consideraba acaso una chapuza de la vida, un desecho al que el destino para no aburrirse enseña un mal día a jugar a las cartas y que de repente, para encantarle y reírse de él, dota más tarde de alguna importancia. Otro hubiera recogido dinero y prenda y marchado en el primer tren que le llevara lejos de allí, pero el señor Zumeta era un jugador y los jugadores saben que si ganas una vez puedes hacerlo dos. Además, por encima de todo se consideraba un tipo de honor, de los que respetan las reglas. Había conseguido con esfuerzo dominarse tanto la irritación por una mala mano como las emociones generadas por los pequeños golpes de fortuna. Además el marqués tenía un tic imperceptible para los demás, como una arruga revoltosa en el párpado izquierdo cuando ligaba jugada. Era pan comido. Así que con gran aplomo contestó: –Nadie me habló de una posible revancha, señor. Al marqués le agradó su aparente buena disposición. El tendero era un pobre diablo. “Para ser carnicero no parece mala persona”, debió pensar. De todas formas, no estaba acostumbrado a que alguien y menos un extraño, contraviniese las reglas nunca escritas. Impuso: –Este mismo día, en este mismo lugar, dentro de seis meses. Entonces el señor Zumeta con un atisbo de humildad, dijo: –¿Eso quiere decir que la finca hasta entonces no será de mi absoluta propiedad, señor? –Exactamente. –Pero eso no es lo convenido, señor –amagó un principio de protesta, sin levantar demasiado la voz. El señor marqués, entonces dijo: –Esas son las reglas nunca escritas de nuestras partidas de póker, a las que usted sin merecerlo ha sido invitado. El señor Zumeta encajó la afrenta. Comprobó que el resto de 187
LUIS Mª ALFARO
jugadores estaban atentos a la conversación, por lo que se atrevió a decir: –Lo siento, señor, pero la he ganado en buena lid y mi intención es habitarla desde mañana mismo porque no tengo otra a la que acudir. El marqués le miró directamente a los ojos. Era una osadía que un tendero desconocido, basto como la lija, aparentemente más torpe que diestro en el manejo de las cartas, al que se había invitado a falta de otro en la partida y al que nunca en sus cabales hubiera permitido acercarse siquiera a su solar de descanso fuera ahora a ocuparlo a pleno derecho, pero eso era mejor que un litigio que pusiera en entredicho su saber perder. Dijo con la voz engolada de los nobles orgullosos y para que se viera su bonhomía y la calidad de su sangre aristocrática: –No puedo impedírselo. Pero bueno es que recuerde que dentro de seis meses volveremos a sentarnos en esta misma mesa. –¿Y si no aparezco? –Aparecerá –dijo secamente el marqués–. La honra de los hombres vale más que el desprecio. Y añadió con una sonrisa sesgada: –Sólo en ese momento y si fuera el caso, firmaría plenamente la cesión de la propiedad. El señor Zumeta se tomó unos segundos para contestar. Los jugadores poseen un reloj biológico distinto. Sus segundos pueden ser tan eternos como imprecisos. Todavía no se había bajado de la nube. Por su cerebro no entrenado para delicadezas comenzaron a desfilar las imágenes añoradas por cualquier jugador de escaso renombre en sus momentos de desolación. Mujeres, casinos, coches de enormes cilindradas, viajes en trasatlánticos de lujo. Enseguida un gramo de realidad vino a enfriarle las ensoñaciones. Todo eso es pura bazofia, el canto loco de las sirenas seductoras. Lo importante para un jugador que se precie es codearse con los hombres de pies pequeños que calzan zapatos grandes. Lo im188
UN GOLPE DE FORTUNA
portante es participar, aunque sólo sea una única vez en la vida, en una gran partida, en una partida de las que crean historia. Dijo con una firmeza impensable: –Supongo que me corresponde imponer alguna condición. Esto de imponer y condición irritó sobremanera al marqués, y así lo reflejó en su gesto áspero perfectamente perceptible. No estaba acostumbrado a perder la iniciativa en sus relaciones con los otros, pero se avino: –Hable. El señor Zumeta entonces dijo: –Quiero, señor marqués, que la partida de revancha se celebre abierta a las personas de calidad que lo deseen, con juez y crupier. –¿Desconfía usted de mí? –saltó el marqués pensando que aquello era el colmo de la indignidad, rozando el libertinaje. –¡Oh, no, señor, disculpe! Tengo miedo de que con la emoción al repartir se me caigan los naipes al suelo. –De acuerdo -convino el marqués sonriendo para dentro, por primera vez en toda la noche–. Mientras tanto, considérese como un invitado especial en la casa hasta que se resuelva dentro de seis meses la propiedad definitiva. Se dieron la mano, y se disolvió la reunión. Que el marqués era un temerario lo sabía todo el mundo. Su desmedida afición a los pasatiempos del demonio (mujeres, casinos, fiestas, partidas ciegas), le obligaba a empeñar cualquier cosa y de vez en cuando hasta alguna de sus propiedades que generalmente no tardaba en recuperar. Tampoco esta vez iba a ser diferente. Lo que el marqués desconocía es que el señor Zumeta cansado de los sabotajes con que el destino sazona la vida, pensaba exprimir al máximo su inesperado golpe de fortuna. A sus cuarenta y tantos años la señorita Irene destacaba especialmente por sus ojos penetrantes, brillantes como los de un pri189
LUIS Mª ALFARO
mer amor, y una figura estilizada de mujer con clase. Caminaba con la elegancia de los cisnes al deslizarse por el estanque, con esa seguridad que otorga la buena educación. Poseía estudios de humanidades y una gran cultura y había ejercido en algún tiempo de institutriz para familias de bien. Como institutriz había resultado un auténtico fracaso (le gustaba la poesía y recitaba a los clásicos), así que le liquidaron a los pocos años el empleo y al carecer de otras apetencias materiales que las de volar libre, aceptó el trabajo de cuidar la mansión del marqués, sin más obligaciones que las de que las paredes no se vinieran abajo. Cuando se encontró frente al señor Zumeta, lo examinó con la curiosidad de una entomóloga. Era un hombre vulgar, al que en ninguna otra circunstancia se hubiera dignado molestarse en dirigirse siquiera. Nada en su físico denotaba que fuera distinto a los comerciantes de la plaza mayor; manos ásperas, dedos chatos, descuidados, impropios de un caballero. El marqués, todo el mundo lo sabía, apostaba sin límite en círculos privados para gente de su condición, y el señor Zumeta como jugador no pasaría de timbas de mala muerte en tugurios indecentes o en casinos sin renombre, jugando a suelo mínimo y techo corto. Que el marqués trabara relación con un ser tan insignificante parecía impensable y que encima lo sentara a la mesa y perdiera la señorial casa inconcebible. En realidad, el señor Zumeta estaba en el juego porque no servía para otra cosa. Le venía de familia. Su abuelo paterno había sido jugador de mala suerte, de los que ganan hoy lo que devuelven mañana; su padre un perdedor nato, y él sobrevivía de la mejor manera posible. Pasaba por las timbas como el cuchillo por el agua: nada cambiaba en su presencia y nada cambiaba al marcharse. Se comportaba igual que uno de esos tipos a los que puedes insultar durante una hora sin que muevan un solo músculo de la cara porque conocen que si lo hacen se la puedes partir. Ca190
UN GOLPE DE FORTUNA
recía de vicios, más bien no podía tenerlos; no hacía ascos a pernoctar en pensiones sin licencia, de las de sábana con funda de plástico y bodas de borrachos a media noche. Estaba acostumbrado a acostarse con la luz del día y un vaso de agua por toda comida. Sin embargo, era un excelente observador; le adornaba la cualidad de saber retirarse a tiempo y la fatalidad de no hacerlo siempre. Si una mano comienza mal no tiene por qué terminar mejor. Generalmente, en cuanto intuía que la poca suerte de la noche acompañaba al clásico inconsciente con ganas de reventar la mesa, recogía sus cosas, saludaba, y se despedía hasta el año siguiente, suspirando por poder encontrar a esas horas una taberna económica antes de emprender viaje a otro sitio. Pero a veces la lucecita que tintinea inquieta en el cerebro te ciega más que el sol y piensas como el pintor bohemio que estás a punto de terminar el cuadro de tus sueños. Sólo que los sueños de porcelana la mayoría de las veces quiebran al alba. Como jugador le gustaba respetar rigurosamente las reglas establecidas. Así que en cuanto la señorita Irene le enseñó la casa, deshizo el escaso equipaje y se aseó, quedaron en verse en el salón. Algunos de los muebles continuaban cubiertos por una funda blanca. Había un piano, una mesa espaciosa, y unas butacas de apariencia cómoda, y un espejo inclinado para facilitar la visión de cuerpo entero. Irene retiró las fundas, e intentó disculparse: –Ha sido todo tan rápido que no me ha dado tiempo de recibirle con la casa ordenada en condiciones. Le ruego me disculpe. El señor Zumeta obvió las excusas. Todo aquello desde este momento era temporalmente suyo, y sorprendentemente, se dio cuenta de lo poco que costaba asumirlo. Había dejado de ser en unas pocas horas el miserable bufón de barrio para convertirse en el galán de una película de época. Podía mirar las lámparas del techo sin temor a que se le cayeran encima. Los cortinones carmín filtraban la luz tibia del atardecer transformando la estancia en un 191
LUIS Mª ALFARO
aposento de novela romántica. El olor limpio de la naturaleza le invitaba a respirar profundamente. No entraría por lo menos durante los próximos seis meses por la puerta de servicio. Hasta la voz le cambió de repente, quizá menos aguda, menos fresca, más exigente. Fue directo al grano: –¿Qué piensa hacer usted ahora, señorita? Irene encajó perfectamente la pregunta. El titubeante y acobardado tendero del saludo inicial se comportaba ahora como el mismísimo marqués, como si los solariegos pilones de la casona tuvieran la propiedad de diluirse en la sangre, confiriendo a su propietario la alcurnia almacenada en sus paredes. Estaba preparada para responderle. Conociendo los prontos del marqués y sus apuestas ciegas, alguna vez tenía que suceder lo que parece había sucedido. Lógicamente, el tendero querría organizar la vida de la casa a su gusto. Normal. –No lo sé, señor. No lo tengo decidido. El señor Zumeta no se andaba por las ramas. –¿Tiene algún sitio a dónde ir? –De momento, no, señor. Me ha cogido de sorpresa. –Está bien –dijo el señor Zumeta, sintiéndose importante–. Puede continuar aquí si le place. –¿Quiere decir que no tiene intención de prescindir de mis servicios? –preguntó en voz baja la señorita Irene. Y el señor Zumeta como si no la hubiera escuchado, dijo: –Encárguese como hasta ahora del gobierno de la casa. Yo no puedo dedicarme a los pequeños problemas domésticos. Si se rompe una cañería encárguese de que la arreglen. Y si hace frío ordene que calienten la casa. Soy muy poco exigente para las comidas, pero el silencio y el orden me privan. Le pareceré a usted maniático y acaso lo sea, pero le aseguro que jamás levanto la voz y que cuando algo me molesta lo retiro de mi lado. Va a ser usted mi otro yo, señorita. Necesito tranquilidad. Considéreme un enfermo. Alguien que se pone nervioso por cualquier cosa. Las pequeñas servidumbres me alteran profundamente. 192
UN GOLPE DE FORTUNA
El mismo señor Zumeta se sorprendió de su larga parrafada. Nunca había hablado tanto ni tan seguido. Nunca había sido capaz de enlazar dos frases sin descansar en cada punto. Con prevención se miró otra vez en el espejo. Efectivamente era él y no otro. Jamás se había sentido más seguro de sí mismo. Luego se pondría el batín del marqués, las babuchas del marqués, buscaría en los cajones de las mesas algunas de sus otras pertenencias que le cayeran bien, por ejemplo, la tabaquera de cuero, el encendedor de oro, los gemelos de las camisas, todos esas cosas que en las películas de ricos deslumbran a los pobres. ¡Qué fácil resultaba comportarse como las personas importantes! Todo depende de la altura de la cabeza. Si la portas erguida obligas a los demás a mirarte desde abajo, pero si clavas tu vista en el suelo sólo descubres hormigas desconcertadas. ¡En aquel salón comenzaba a destaparse su auténtica personalidad! Añadió en un tono de voz que le pareció incluso desconocido: –Necesito sosiego para concentrarme. ¿Me comprende, señorita? –Por supuesto, señor. –Por cierto, ¿sabe a qué me dedico? La señorita Irene mantuvo firmemente la mirada: –El señor marqués jamás hubiera cedido esta casa de no mediar algo importante por medio, como, por ejemplo, una deuda de juego. –Efectivamente –dijo el señor Zumeta, comenzando a pasearse como una persona de calidad por el salón, con las manos en la espalda. ¿Sería capaz de editar un memorando como hacen los ejecutivos a sus secretarias? Necesitaba sincerarse como si la señorita Irene fuera la amanuense encargada de transcribir su, de repente, extraordinaria biografía–. No debo ocultárselo, señorita. Soy un jugador, sin suerte hasta este momento. Malvivo de los naipes, y eso estoy seguro que en el fondo a usted, como a todas las mujeres, le disgusta. Pero es mi vida y no puedo dejarlo. Es lo 193
LUIS Mª ALFARO
único que sé hacer, lo único que aprendí de pequeño. Nunca antes había tenido un golpe de fortuna. Y le confieso que me aterra pensar que usted y todo este mundo que le rodea sea sólo un sueño y que este sueño se desinfle como un globo de colores y al desvanecerse me vea de nuevo en la calle. Tiene usted que ayudarme. –¿Cómo, señor? –La mitad del juego es suerte, señorita, y a la suerte hay que ayudarla. Sólo la mitad de la otra mitad es conocimiento. –¿Y la otra cuarta parte? –preguntó Irene. –Observación, señorita. Todos los jugadores exteriorizamos en algún momento de la partida emoción o pavor en nuestros ojos. El señor Zumeta se fijó en algunos cuadros de las paredes, y dijo: –No tengo ninguna cultura. Me he educado en la calle, ¡y ahora soy dueño aunque temporal de todo esto! He vivido siempre en hoteluchos de carretera y en pensiones de mala muerte, siempre al límite. ¿Sabe lo que eso significa? Siempre solo, siempre contrarreloj. Siempre vigilante para que nadie te robe la pequeña cantidad que guardas para abrir la partida al día siguiente. ¿Está usted casada, señorita Irene? –No, señor. El señor Zumeta se apoyó en el piano. Efectivamente, también era suyo aunque no supiera tocarlo. Cambió de posición, dirigiéndose al ventanal que daba al hermoso jardín. –¿Rosas? –Y azucenas y azaleas y camelias de dos colores. Y orquídeas. Se sentó en el sofá como si fuera a probarlo y se levantó de nuevo. Era una pérdida de tiempo permanecer quieto, la vida cuando se ofrece hay que vivirla intensamente, atrapándola con las dos manos para que diluya su aspereza. Acción. Seis meses pasan rápido. ¿Y luego? ¡Nunca se había preocupado del futuro hasta entonces! El futuro no existe, el futuro es el tiempo huér194
UN GOLPE DE FORTUNA
fano que necesita ser adoptado por alguien con esperanza. De repente, se sintió atacado por una ansiedad anteriormente desconocida. ¿Y si fuera a perderlo todo en la revancha? Jamás había tenido nada, pero ahora… Se movió nervioso. Descansó su vista de nuevo en el espejo. La chaqueta oscura le cargaba los hombros (no se había dado cuenta hasta entonces), la camisa de mercadillo denotaba su baja calidad, y los zapatos, ¡ay, los zapatos!, sucios, desgastados, viejos. Parecía un clérigo aburrido en visita pastoral. Necesitaba cambiar su indumentaria, transformarse él por entero. Insistió: –¿Tiene usted alguna relación estable, señorita, comparte su vida con alguien? Irene se turbó. –¿A qué se refiere? –Quiero saber si se acuesta habitualmente con algún hombre. Irene se estremeció. ¿Qué podía decir? –No –dijo. El señor Zumeta respiró profundamente. Dijo: –De acuerdo. Nada me turbaría más que sentirla a usted agitada por algún problema personal. Le participo que esta propiedad la tengo en precario. Será mía si gano la revancha al marqués, ¡y estoy dispuesto que así sea! El señor Zumeta continuó hablando impostando la voz, como si fuera un ejecutivo exponiendo las cláusulas contractuales: –La necesito, señorita. Usted me acompañará siempre, cuidando de que nada me afecte personalmente. Tengo que prepararme para esa partida a conciencia, igual que un boxeador ante el combate de su vida. La necesito a mi lado. No le consentiré ni miradas indiscretas ni sonrisas seductoras. Le despediré al instante si detecto en usted un comportamiento distinto al de una esposa fiel y recatada. Usted, debe mentalizarse, es ahora mi mujer y se comporta como tal. Quiero que contribuya a devolverme la confianza en mí mismo si en algún momento la pierdo. Estoy en la 195
LUIS Mª ALFARO
cima del éxito. Pero el éxito dura lo que uno pueda mantenerlo. Soy un jugador, señorita Irene. Y acepto que usted me deteste por eso, pero los jugadores estamos obligados a ser herméticos como una caja de caudales. Cuando en una partida a un jugador se le detecta un tic que denote nerviosismo o inseguridad, lamentablemente está perdido. Su misión será controlar que mi rostro, el movimiento de mis manos o una sonrisa equivocada no descubran mis emociones al contrario. Estas son mis condiciones, señorita Irene. Es muy libre de aceptarlas o no. Recuerde que si las acepta trabajará en exclusiva para mí. Dormiremos cerca el uno del otro. Cuando yo la necesite a usted le pediré que pase a mi cama; y cuando usted me necesite a mí bastará con que se acueste desnuda para que yo pase a la suya. ¿Lo comprende? ¿Me expreso con propiedad? La señorita Irene estaba completamente desbordada: –Sí, sí, señor –se atrevió a decir. –Estupendo –dijo el señor Zumeta.–Ahora vayamos a lo importante. ¿Sabe usted jugar al póquer, señorita Irene? Esa noche se desplazaron a la capital y cenaron en el club náutico, el más distinguido del puerto. La señorita Irene se encargó de seleccionar mesa y un menú sin demasiadas dificultades. Los veleros fondeados se balanceaban armónicamente. Había una música suave de fondo, que amortiguaba el murmullo de las conversaciones ajenas. El señor Zumeta, dijo: –¿Ha navegado usted alguna vez, señorita Irene? –Adoro el mar. –¿Y qué sensación produce encontrarse uno perdido en medio de una tormenta? –Supongo que la misma del jugador sin recursos que aun con cartas no puede abrir la partida. –Una desolación infinita. El señor Zumeta pareció reflexionar. Aquel ambiente lo reser196
UN GOLPE DE FORTUNA
vaba el destino sólo a determinadas personas, y naturalmente ahora él era una de ellas. Unas parejas bailaban en una discreta pista acondicionada a un lado de la sala, cerca de los ventanales. Gozaban intensamente de unos minutos únicos. Acostumbrado al vino común, la copa parecía retarle con arrogancia. Apenas mojó los labios comprendió al instante que ya jamás podría beber otro vino distinto, y menos el pastoso, teñido, áspero y corriente servido en las tabernas. Dijo entonces: –Quiero recuperar el tiempo perdido. La señorita Irene intentó ser comprensiva. Aquel tendero efectivamente no ocultaba nada dentro de sí. Le desbordaba la situación por todos los lados. Parecía tan simple e infantil, que resultaba inconcebible pudiera no sólo haber ganado al marqués sino sobrevivido hasta entonces. Lo miró con cierta condescendencia. Filosofó para salir del paso: –El tiempo nunca se pierde. –¿Lo dice usted en serio? –La vida se desliza por él, simplemente. –¡Oh, qué profundo me parece lo que acaba usted de decir! La señorita supuso que el tendero estaba ahora viajando literalmente por otro mundo, ensimismado seguramente por la música romántica que sonaba de fondo. Le entró una especie de ternura. Sería como regresar a sus años de institutriz, sólo que ahora en exclusiva para un alumno que se comporta como el adolescente que intenta reponerse tras una pelea. Tendría que enseñarle las claves para convivir en una sociedad donde las palabras desvirtúan los sentimientos que ocultan. El señor Zumeta pareció de repente salir de su ensoñación. Dijo: –Necesito aprender a comportarme en público, señorita Irene. Si quiero entrar en las grandes partidas tengo que adaptarme a la gente que participa en ellas. Desentonar sería conceder a mis ad197
LUIS Mª ALFARO
versarios una ventaja inicial que no puedo permitirme. Pero tampoco quiero dejar constancia de mi escasa educación. ¿Me comprende? Irene asintió. El señor Zumeta, dijo: –Tenemos seis meses para que todo encaje como un reloj. –Es muy poco tiempo. El señor Zumeta confesó: –Quedan seis meses para la revancha del marqués. El marqués es un caballero y yo pretendo serlo. Entre caballeros siempre se concede el beneficio de recuperar lo perdido. –¿Y si pierde usted en esa ocasión? –preguntó tímidamente Irene. –Perderé la única oportunidad de mi vida. Perderé mi dinero, perderé la casa, perderé la posibilidad de participar en las grandes partidas y también la perderé a usted. Al señor Zumeta le costó conciliar esa primera noche el sueño. De la parte principal de la alcoba se pasaba a la auxiliar a través de un arco de madera, revestido con pan de oro. Tres enormes armarios empotrados de cuerpo entero, donde bien pudieran ocultarse una docena de personas, se situaban a la derecha de la enorme cama de matrimonio, con otro, más pequeño, a modo de revistero, al lado izquierdo. Una medio disimulada puerta gris conducía al diminuto servicio. La zona auxiliar hacía las veces de tocador. Allí se encontraba la consola de mármol con su inmenso espejo empotrado en la pared y la chimenea, que con su rejilla de gris plateado acotaba el estrecho pasillo por el que había que transitarse necesariamente para alcanzar primero la cama auxiliar, y luego el balcón. Tumbado sobre la colcha, medio desnudo, con la nunca recostada sobre las manos, se dispuso a la contemplación de las imágenes de su nueva vida. ¡La semana había sido pródiga en sensaciones! Estaba desvelado. ¡Nada volvería a ser ya como antes! 198
UN GOLPE DE FORTUNA
Sucediera lo que sucediera, no podría volver a dormir en una pensión con goteras, de cañerías rotas y servicios obstruidos, con las viejas putas aporreando la puerta para ganarse el desayuno del día siguiente. Para la hora había desarrollado el cine mental de su nueva vida. Sacaría el máximo provecho de su situación actual. Nunca había acudido a un museo, y ahora lo haría. Nunca había leído un libro, y ahora lo leería. Nunca había acudido a un concierto e Irene sabría buscarle el más apropiado para no aburrirse. Irene. Parecía la mujer adecuada para la convivencia durante los próximos seis meses: culta, inteligente, elegante e incluso audaz, sin los mohines estúpidos de las muchachitas malhumoradas, que acepta su papel sin reparos. Igual había sido un poco maleducado al expresarse con tanta franqueza y de repente, como un patán insensible, pero no pudo echarse atrás. ¡Ella lo había asumido sin problemas, sin la menor queja ni disgusto! Era una mujer abierta, adulta, sin prejuicios, acostumbrada a los desmanes de la alta sociedad. Se había cambiado ante él sin ningún reparo, y ahora dormía felizmente en la zona auxiliar. Estuvo tentado de despertarla y pedirle que se viniera junto a él, pero desistió al momento: tenía que comportarse como un caballero. A medio noche, Irene se despertó, y dijo: –¿No puede usted dormir? –El día ha venido cargado de emociones. –¿Quiere que le prepare una tisana? ¿Prefiere un té? –No, gracias. Entonces, ella dijo en voz baja, como si se tratara de una confesión obligada: –¿Quiere que me acueste a su lado? –No –rehusó él cortésmente–. Sólo quiero que me dé conversación. Hábleme de usted, señorita Irene. ¿Es usted feliz? –A veces. –¿Se puede ser feliz en un mundo como el del marqués? –Se puede. 199
LUIS Mª ALFARO
–Trío de ases. Superado el aburrimiento de los primeros días, a la señorita Irene comenzó a interesarle el curioso reto de intuir las emociones del juego a través de las expresiones faciales. Situados uno enfrente del otro, repartidas, vistas una vez y tapadas después las cartas, concentradas las miradas de uno en otro, el juego consistente en intuir la mano contraria sin descubrir la suya propia comenzaba concluida la cena y duraba hasta que el cansancio les obligaba prudentemente a retirarse, y eso nunca antes de las dos de la mañana. Agudeza visual, engaños premeditados, equivocaciones fortuitas, maniobras defensivas entre gatos y ratones. El señor Zumeta estaba satisfecho con el rendimiento de la señorita Irene. Se comportaba durante el día como una excelente profesora (le encantaba su cuidada entonación de voz en la lectura de los clásicos), y por la noche en una excelente alumna en el póquer. En los dos primeros meses, su índice de aciertos, irrisorio comparado con los suyos propios (al mostrarse incapaz de disimular las cartas o al exteriorizar exageradamente su disgusto por la ausencia de suerte en el reparto), dio paso a partir del tercero y especialmente del cuarto, a que el señor Zumeta comenzara a preocuparse: la señorita Irene lograba series similares a las suyas de aciertos, de modo que parecía captar sin problemas las señales en apariencia imperceptibles que se le escapaban a pesar de su intento de controlar férreamente los gestos de su rostro. Este descubrimiento le desequilibró emocionalmente. Si la señorita Irene era capaz de descubrirle la jugada, otro jugador experto podría hacerlo igual. Y también el marqués. Comenzó entonces a practicar en solitario más horas ante el espejo, intentando alcanzar la inmovilidad absoluta. Estaba obsesionado. Su rostro en apariencia imperturbable se comportaba ante Irene como un libro abierto. Acaso le engañaran los ojos. Acaso el arqueo de cejas. A pesar de tantas horas frente al espejo, la señorita Irene descubría sin dificultad sus cartas. 200
UN GOLPE DE FORTUNA
Suspendió las salidas nocturnas. Se encerró en la casa. Los viejos sueños devuelven calles estrechas, mojadas y sucias, tipos tirados en los arcenes, camiones de reparto con los que tantos veces se había cruzado en los amaneceres enfermos, policías que te vigilan en el cruce de calles por si tienes la estúpida intención de romper la luna de un escaparate. Cuando faltaba un mes escaso para la revancha, acaso por las horas en vela robadas al descanso, le sobrevino un tic nervioso en las manos. Se levantó asustado: el vaso de agua brincaba incontrolado derramando parte del líquido sobre la alfombra. La señorita Irene, le dijo: –Si quiere, me pongo en contacto con el señor marqués para solicitar el aplazamiento de la partida. –Jamás. –No creo que usted se encuentre en condiciones. –Jugaré. –El señor marqués es comprensivo y puede concederle otro mes más. –Nunca. Los siguientes días fueron una auténtica pesadilla para el señor Zumeta. Ya ni disfrutaba del jardín, ni del sofá mullido del salón, ni de los paseos vespertinos. Aborrecía la comida, el aroma de las flores que inundaba la casa. Su castillo de ensoñaciones se venía bruscamente abajo y él, perfectamente consciente de ello, se sentía invadido por el horror de los perdedores: podría volver a encontrarse en la calle, ciertamente, pero nunca volver a sobrevivir en medio de la pecina porque había alterado las referencias que marcan el pasado. Si un hombre pierde artificialmente las raíces, es arrastrado por los vientos fatídicos que conducen a los miles de túneles negros con que el destino castiga la insolencia. Respiraba con dificultad: le faltaba aire. Abría la boca como los peces en su agonía. Desvelado, la señorita Irene lo encontraba 201
LUIS Mª ALFARO
asomado al balcón a las horas frías de la noche, persiguiendo la complicidad involuntaria de las estrellas. Caminaba despacio, casi sin doblar las rodillas, como si fuera desplazado sobre un carrito de inválido por una mano traviesa. Miraba sin girar la cabeza, y los ojos abiertos, grandes, buscaban en el infinito una luz que no los apagase. Sus expresiones orales, convertidas ahora en monosílabos, apenas se dibujaban en sus labios. Intentaba sin éxito superar las espantosas premoniciones fatalistas que le condenaban a regresar al río que le vio nacer tanto como los temores reales de que eso sucediera. El olor húmedo y penetrante de las pensiones de mala muerte parecía de nuevo acompañarle. ¿Qué podía hacer? Necesitaba dormir, relajarse, concentrarse en un punto de la pared. Obstinadamente, los recuerdos rebotaban bruscamente en su cabeza. Nunca había estado tan nervioso ni nunca tan vencido. La señorita Irene algo asustada decidió esa noche acostarse desnuda. Sorprendentemente, a falta de dos semanas ocurrió lo imposible: la señorita Irene comenzó a errar en sus apreciaciones, como si al tiempo le hubiera dado por desandarse. ¡Santo cielo, parecía milagroso! ¡Renacía! ¡Comenzó a expulsarse los fantasmas con alivio! ¿Sería verdad que había alcanzado el dominio absoluto de su rostro? ¿Qué nada en él reflejaba emoción alguna? El señor Zumeta se buscaba ahora con más interés en el espejo. Quieto, hierático, con la impavidez absoluta de una estatua en un jardín público. Recobró la seguridad en sí mismo. Tenía la sensación de comportarse con su cuerpo exactamente igual que un buzo dentro de su traje. Podía otear el mundo a través del visor, ocultando al exterior todos sus estados de ánimo. La señorita Irene, confesó avergonzada: –Me doy por vencida. Lo siento. No detecto nada especial en 202
UN GOLPE DE FORTUNA
su rostro. Sólo me queda el azar como recurso. Supongo que póquer ¿de jotas? –Pareja de doses. El señor Zumeta tampoco exteriorizó en esta ocasión la satisfacción de su triunfo personal. La noche, espléndida; quedaban algunos resquicios de la huida del sol por el infinito del mar. El señor marqués se presentó con un terno azul impecable, una rosa blanca en el ojal y una corbata clásica. Saludó con cortesía uno a uno a los presentes, y muy amablemente a la señorita Irene, que luego se retiró a esperar el resultado de la partida en el ambigú del hotel. El croupier colocó la baraja sellada sobre el tapete. Y dijo: –Señores. Medía cerca del uno noventa, tenía las espaldas cargadas de jugador de rugby y la mirada acerada de un felino en tensión. El señor Zumeta tomó asiento frente al marqués. Le disgustó la posición de las luces, de modo que una ligera sombra le ocultaba el visaje nervioso. Se levantó, se disculpó y buscó una posición más acertada. Los jugadores tienen sus propias manías, así que no molestó en absoluto su insistencia en dar con el lugar más adecuado. El juez se tomó su tiempo para explicar las reglas. Era un hombre de edad respetable, que hablaba despacio como los viejos maestros de escuela. Después, a una de sus indicaciones, el croupier retiró el precinto a la baraja, y aguardó a que el camarero se ausentara después de situar las bebidas en la mesita anexa. Y comenzó la partida. Cuando el señor Zumeta abandonó la salita no se extrañó de que la señorita Irene no le estuviera esperando en el ambigú: tres de la mañana, el ambigú estaba a media luz y para el caso de que la partida se demorase hasta muy tarde habían quedado en encontrarse en el náutico, donde disfrutaron de aquella primera noche. 203
LUIS Mª ALFARO
El señor Zumeta necesitaba caminar. Se acercó al puerto despacio, casi arrastrando los pies, con las manos en los bolsillos, pensativo, la solapa de la chaqueta vuelta. Debajo del portalón sobre los adoquines dormían tres o cuatro borrachos, tirados como paquetes de harapos. El olor a vino ahogaba al olor fuerte del pescado viejo. La última de las casitas de pescadores daba paso al acantilado, donde en otro tiempo, en la época romántica de los casinos lujosos y las modas afrancesadas, los perdedores se arrojaban al mar. Se asomó con cierta prevención. Realmente, impresionaba la colección de rocas mordisqueadas por el ímpetu de las aguas. Una pared vertical, limpia, preparada por la naturaleza a propósito para que rodara el cuerpo conducía directamente a las rocas. Luego, el mar, eterno, negro a esas horas, con sus salivazos fríos humedeciéndote el rostro. Y su música envolvente exigiendo tributo. Se subió al pretil. Estuvo un buen rato así, cabalgando hacia el infinito sobre la espuma de las olas. Realmente, acabar con todo era tan fácil. Cierras los ojos o los abres. Un minuto o acaso menos. A sus espaldas, las luces perdidas de la ciudad. Las revueltas sincronizadas del faro invitaban a la meditación. Igual en algún punto de las aguas oscuras, alguien necesitara de ese temblequeo nervioso de luz para salvarse, alguien sin rostro, un náufrago sin nombre. Cualquiera. Él mismo. Se bajó del pretil. Regresó despacio donde los borrachos. Se sentó a su lado. Uno de ellos, dijo: –¿Tienes un cigarrillo? –No. –¿Y algo para beber? –Tampoco. –Muérete. ¿Cómo era posible que el marqués pudiera controlar esa noche de forma tan perfecta su arruga nerviosa? ¿Cómo era posible que 204
UN GOLPE DE FORTUNA
adivinase tan fácilmente sus jugadas? Recordó que no dejaba en ningún momento de mirarle, como si pretendiera someterle a una tensión añadida. Estaba convencido de no haber exteriorizado nada perceptible, pero el marqués una y otra vez tomaba la delantera. Pensó de repente en Irene. Nadie le había ayudado nunca tanto. Gracias precisamente a su apoyo había resurgido del pozo oscuro. Lo sentía también por ella. ¡Formaban una buena pareja! Seguiría la pobre en el náutico, seguro que impaciente. ¿Qué hacía entonces él allí, entre los indigentes, teniendo a una mujer tan estupenda esperándole? Dieron las cuatro. Realmente abatido, se levantó con esfuerzo, y casi sin quererlo los pasos perdidos le condujeron al náutico. El ritmo agresivo de un son caribeño navegaba por los ventanales abiertos. Alguien celebraba algo. Eran las cuatro y alguien celebraba algo. Escuchó una risa loca, alegre, de mujer vencida por la noche, el taponazo de un vino espumoso. Levantó la vista y vio tras los ventanales a la señorita Irene echándose el cuerpo hacia atrás, contorneándose delante de alguien oculto en la sombra. Cuando la señorita Irene se volvió, el hombre que la seguía también lo hizo, y entonces el señor Zumeta descubrió a la luz sesgada de las farolas de la calle, que el señor marqués, aparte de jugador, era un bailarín extraordinario.
205
LUIS Mª ALFARO
Los obispos de la diócesis El primer obispo de la diócesis hablaba en la intimidad una lengua ajena a la nuestra. ¡Qué descaro! ¡Qué insensatez! ¡Qué desconcierto! Arrogante, encerrado en su caparazón altivo. No se integró nunca. Y, por supuesto, nunca le admitimos (dejó el seminario lleno) Del segundo, nos dijeron: tened cuidado de las ovejas que pacen en rediles ajenos. Tened cuidado: hablará vuestra lengua pero os joderá en la del imperio. Así fue. Así sucedió. Bien que lo sufrimos. Todavía recordamos sus malos modales. Su ironía estúpida. Su Dios iracundo tampoco era el nuestro (dejó el seminario lleno) El tercero, ay, el tercero, pusilánime y cobarde ¡declinaba tan bien nuestros verbos! Aburría su mística enfermiza. Dios es acción, Dios no puede esperar. Pero él prefería aguardar a que la música de Bach inspirara sus silencios (dejó el seminario lleno) El cuarto, éste sí, éste era de los nuestros. ¡Por fin! ¡Uno de los nuestros! Dios comenzaba a comprendernos. ¡Dios hablaba nuestra lengua! Nadie puede achacarle que no fuera condescendiente con los otros. 206
LOS OBISPOS DE LA DIÓCESIS
Les autorizó a retirar sus muertos por la trasera al concluir sus fríos funerales. (dejó el seminario medio vacío) Al quinto lo propuso el cuarto, como es lógico. Encabezaba muy contento las visitas que le ordenábamos visitar. Ponía énfasis al decir lo que nosotros queríamos que dijera. Un buen padre para nuestros hijos, sí señor. Un pastor como debe ser, las cosas como son (dejó tres seminaristas en el seminario) El sexto es una calamidad. ¡Pretende que nos dediquemos a los enfermos! ¡Pretende incluso que recemos el rosario! ¿Qué se ha creído este? ¡Como si los curas no tuviéramos otra cosa que hacer! ¡Qué desfachatez! ¡Qué infortunio! (el muy cabrito quiere retejar el seminario) Ojalá Dios se lo lleve pronto (o tendremos que rogar a los nuestros que nos lo quiten de en medio)
207
LUIS Mª ALFARO
Polvo blanco La jueza calzaba zapatos de tacón alto, para compensar su baja estatura. Desentonaba entre los dos guardias civiles de paisano y el secretario del juzgado que la acompañaban. Caminaba resuelta, con firmeza, con un bolso en bandolera. Se sabía importante y necesitaba parecerlo. Muy seria. Los cuarenta, sin alianza, demasiado tensa. Un indicio de amargura se adivinaba en sus labios asimétricos. Entró y se hizo enseguida con el centro de la estancia. Mandaba ella y necesitaba hacerlo notar. El delegado de Sanidad la saludó efusivamente. Apenas habría cumplido los treinta años. Chaqueta entallada, camisa malva, corbata de seda, reloj exagerado, de oro, tan grande como su muñeca. Un cargo político. Martín lo miró con desprecio. La jueza y el delegado hicieron un aparte y se pusieron a conversar animadamente como si se conocieran de toda la vida. La jueza movía las manos con cierta vehemencia: pretendía explicar algo de suma importancia al delegado. Este asentía con la cabeza. Llevaba poco tiempo en el cargo, precisamente desde el cambio de gobierno. Era un figurín de zapatos brillantes y pantalón con raya, con la piel del color sano de los deportistas. No había trabajado nunca antes y posiblemente tampoco lo haría después. Martín pensó que a la jueza también le hubiera venido bien colocarse en su momento un corrector bucal que le enderezara los dientes. Sonaba su voz a ratita herida. Uno de los guardias civiles se acercó a Martín en tono desafiante. Se le quedó mirando un rato y le dijo: –Usted y yo ya nos conocemos. –¿Seguro? –dijo Martín. –Yo diría que sí. Nos hemos topado en otra ocasión. Usted participaba en un operativo nocturno, y yo en tareas de vigilancia. –¿Dónde? –preguntó interesado Martín. 208
POLVO BLANCO
–Allá arriba. Ya sabe. Yo también he estado allí. –Allí lo pasamos muy mal. –Tiene usted razón. Fueron años muy duros. –Y ahora ¿cómo le va? –preguntó Martín por cortesía. –Bueno, no me puedo quejar. Aquí la vida es más grata. No hay que mirar tantas veces debajo del automóvil ni echar la vista atrás ni pegarte a las paredes cuando caminas por la acera. Usted estaba aquella noche con un compañero que era hijo de guardia civil. Gritaba: “¡Soy hijo de guardia civil, soy hijo de guardia civil!” ¿Lo recuerda? Hijo, nieto y sobrino de guardias civiles. –Morales –dijo Martín–. No puede ser más que Morales. –Seguro que sí. Ese igual es su nombre. Un cagón, si me lo permite. No encajaron ustedes muy bien que los emboscáramos. ¡Aparecimos por detrás y por sorpresa! Menos mal que no opusieron resistencia: eso les salvó la vida. Los conduje encañonados, con los brazos en alto por entre las calles y la plaza. Eso igual sí lo recuerda. Estaba usted pálido. No se me ofenda. Más bien asustado. –¿De veras? –dijo Martín un poco con prevención. –Sí, sí. –Así que fue usted –dijo Martín. –El mismo. No les pegué un tiro porque Dios me iluminó. Dios y el sargento, que prefirió cazarlos vivos. No me faltaron ganas, la verdad. Poco faltó para que lo hiciera. Allá no solíamos hacer demasiadas preguntas. Ya me entiende. Pero esa noche el sargento se empeñó en escucharlos. –Gracias –dijo Martín totalmente tranquilo. –Le aseguro que rara vez nos refrenamos. –Hubiéramos respondido entonces. No lo dude. –Es posible. Aunque también es posible que no hubieran tenido tiempo para hacerlo. Martín intentó una sonrisa moderada. Recordaba perfectamente la situación. Morales y él con los brazos en alto, encaño209
LUIS Mª ALFARO
nados por la espalda, atravesando la plaza a los doce de la noche con la gente alertada por los gritos mirando escondida a través de las ventanas. Un espectáculo circense: dos policías de servicio cazados por la guardia civil, y conducidos como delincuentes al cuartelillo. Se contuvo. –Ya sabe usted –dijo luego despacio, masticando las palabras, con serenidad– que por su imprudencia nos abortaron un operativo importante. –No me diga –repuso burlón el guardia civil. –Se metieron ustedes por medio cuando nadie los había llamado. –Excusas. Usted y su compañero tuvieron un comportamiento sospechoso, de principiantes. No me extraña. Estaban acojonados. –¿Está usted seguro de que estaba yo realmente acojonado? – dijo Martín, un poco burlón. –Por supuesto –dijo el guardia civil, con ganas de humillarlo–. Esas cosas se notan en la nariz –y se puso a reír de una manera artificial y muy exagerada que no pudo dejar de molestarle. La jueza miró el reloj. El delegado, dio una palmada y dijo: –¿Falta alguien? El secretario del juzgado, contestó sumando los presentes: –Estamos todos. –De acuerdo –dijo el delegado–. Cuando disponga su señoría. La jueza se acercó a la mesa, miró la bolsita transparente de plástico, y dijo: – Parece harina. –Máxima pureza –dijo el guardia civil interlocutor de Martín y que parecía desenvolverse con más soltura–. ¿Me autoriza a probarla? –Hágalo –ordenó la jueza. 210
POLVO BLANCO
El guardia civil abrió la bolsita, introdujo un dedo y lamió con su lengua el polvillo blanco. Aguardó unos segundos mirando al techo, como si necesitara un tiempo de reflexión. Puso luego los ojos en blanco y se acercó a la ventana. Cuando se supo centro de la máxima expectación, afirmó: –Caballo blanco. –Péselo, señor Secretario –ordenó la jueza. El Secretario, extrajo de su maletín de cuero, una diminuta balanza de precisión. Colocó la bolsita encima del platillo. –Doscientos dos gramos. Exactos. –¿Conforme todos? –preguntó entonces la jueza, indagando uno a uno los ojos de todos los presentes. Cuando se detuvo en los ojos de Martín, este dijo: –¿Puedo probarla yo también, señoría? –¿Quién es usted? Martín se identificó. La jueza, dijo: –¿Alguna objeción entre los presentes? El guardia civil, dijo: –No procede, señoría. La droga ha estado custodiada permanentemente y a este colega no se le reconoce cualidad alguna de experto en la materia. –¿Es usted experto, inspector? –le preguntó la jueza a Martín. –Lo suficiente para determinar su pureza. –¿Y está aquí para eso? –No, señora. Vengo de testigo. –Entonces, no nos haga perder más el tiempo. Procedan. –Perdone, señoría –dijo Martín con una firmeza que no admitía dudas de su resolución– si tengo que firmar como testigo, prefiero estar seguro de lo que firmo. –Queda usted eximido de esa responsabilidad si así lo prefiere –repuso la jueza con un tono autoritario no exento de desprecio en sus palabras–. Procedan. 211
LUIS Mª ALFARO
El guardia civil tomó con sumo cuidado la bolsita transparente; volcó su contenido sobre el lavabo y abrió el grifo. Martín, protestó: –Pero, bueno, ¿ya no se quema en este país la droga incautada? El guardia civil respondió de mala manera: –A veces quemamos la droga en las cocinas del Hospital, lo que obliga a los enfermos a permanecer un par de horas con las ventanas cerradas. Pero eso nos acarrea protestas de los médicos y de los ecologistas. El guardia civil dejó la bolsita de plástico ya vacía a un lado, junto a la jabonera, hizo cuenco con las manos para extender el agua sobre el lavabo. Luego, una vez cerrado el grifo, tomó de nuevo la bolsita, en la que se apreciaba todavía restos del polvo blanco, la envolvió en un pañuelo y se la fue a guardar en el bolsillo. Martín le cogió violentamente la mano. –¿Qué hace usted? –protestó airadamente el guardia civil. –Todavía no se guarde usted la bolsa. –Me la llevo –respondió el guardia civil–. No puede quedarse aquí. Es parte de la prueba. –Llénela antes de agua –le conminó Martín sin la menor vacilación. Sorprendido, el guardia miró a la jueza. –Hágalo –dijo ésta. El guardia civil se vio obligado a deshacer el pañuelo y a llenar la bolsa con agua. –Vacíela ahora –le ordenó Martín–. Y repítalo tres veces. A la salida, el guardia civil se separó unos segundos de la jueza, se acercó a Martín y le dijo en voz muy baja: –Eso no se hace a un colega. Martín contestó: –Te he jodido el sueldo de dos meses. –Serás desgraciado. 212
POLVO BLANCO
–Y no te detengo para evitar un escándalo. Pero eso que has echado por ahí estaba más adulterado que el culo de tu padre. –Cabrón –dijo el guardia civil, y ya se iba a montar en el ascensor, cuando Martín le dijo: –Aquella noche volviste a nacer, gilipollas, porque si hubiera tenido la convicción de que eras de los otros hubiera vaciado todo el cargador en tus huevos. La jueza se volvió molesta hacia Martín: –¿Qué ha dicho, señor? –Nada que le afecte a usted, señoría. El colega y yo discrepamos acerca de la película que rodamos juntos hace algunos años.
213
LUIS Mª ALFARO
Fiesta de cumpleaños El bueno de Aguirre dice que no recuerda muy bien a sus progenitores, aunque está seguro de su naturaleza humana: hombre y mujer. Por si acaso, dice. Recuerda muy bien a un ancestro: “Un palo seco con boina comiendo pollo el día de Navidad.” Lo que sí reconoce sin problemas es el color del cheque mensual repleto de ceros. Dice que sus viejos están en Venezuela o por ahí, en cosa del petróleo, y que se fueron al poco de acabar la guerra, aunque no sabe cuál. Ha decidido que ya que estoy estos días por aquí celebremos mi cumpleaños, además del primero de mes, la depreciación de la moneda, los buenos resultados de la penicilina, la fórmula = E es igual a emecedos, y la deriva continental. Le digo que cumplo dentro de un par de meses, que por lo menos así era cuando no me saludaba nadie e insiste en que es una deferencia especial hacia mi persona porque igual no regreso más (me reducen la cabeza los jíbaros o terminan mis huesos en un penal de cualquier puerto marinero o sirvo de entretenimiento a un chamán salvaje) o lo hago dentro de otros veinte años y entonces seremos ya un poco más viejos. Ordena a Baqué que diserte durante diez minutos acerca de la toga virilis y todas esas tonterías de los romanos y sus acueductos y caminos. –Ya lo dijo Solón –dice Baqué, con su voz atiplada de profesor de instituto– hay que envejecer aprendiendo muchas cosas. Es un tipo interesante este Baqué. Se sujeta los pantalones con tirantes. Sentimental, suspendido en el aire, alma ingrávida, conciencia de la sociedad. Le recuerdo de la fiesta anterior. Iba para anarquista, con el pelo revuelto y la bragueta abierta, y se quedó de profesor torpe, de los que se tropiezan en la tarima. Doctor en filosofía, de los que dominan los latines y el viejo griego, su presencia enriquece mucho este ambiente desnaturalizado, aburrido y ególatra, y sugiere ensoñaciones tontas a las muchachas reclutadas por el Tuerto en las cafeterías de la avenida antes de 214
FIESTA DE CUMPLEAÑOS
emborracharlas con sus licores de menta favoritos. Delgado, poca cosa, aparcado en una esquina, es el tipo clásico que pretende seducir a base de pena a las mujeres (siempre mayores en edad, en conocimiento de la vida y en estatura), que ven en él al intelectual que nunca soportarían en la cama. –Soy más sabio desnudo –confiesa a una muchachita de apenas los veinte, que se acerca a pedirle fuego. –Yo también –responde la chica–. Pero soy tan decadente que prefiero dormir vestida. –¡Oh! –declama entonces Baqué, simulando arrancarse el corazón–. Me siento en estos momentos más desgraciado que el eunuco Potino conspirando contra César. La muchacha se vuelve a mí. –¿Qué quiere decir? Me encojo de hombros, pero Baqué no está dispuesto a ceder la presa: –Que todo lo del vencido pasa al vencedor. Lo dijo Alejandro. –¿Tú eres ese Alejandro? –me interroga de nuevo la muchacha. –No. Todavía, no. –¿Y a qué esperas? –No lo sé. –¿Y cuándo lo vas a saber? –me pregunta demasiado arrogante. Es como una muñequita pintada por un escolar que acabara de robar su primer estuche de lápices de colores. –Igual mañana. –No sé si podré esperar tanto. –Seguro que sí. –No sé si te das cuenta, pero te estoy pidiendo fuego. –Me hago cargo. –¿Y eso te ocasiona algún problema? –Ninguno. –¿Entonces? –Los problemas me los soluciono yo mismo –le digo–. Evito dejárselos a los demás. Conozco el camino de los servicios. 215
LUIS Mª ALFARO
–¿Y qué coño quieres decirme con eso? –presiento que la chica está algo confusa. –Que te laves la cara y no estropees a la naturaleza. –Si serás imbécil –dice la muñequita, y se va. He alquilado para la ocasión un frac y el Tuerto, que es el propio de Aguirre y solucionador de sus rotos y descosidos, me condecora en la misma entrada del palacete (más que villa) que da al mar, con medallas adquiridas en los soportales de la Plaza Mayor, de Madrid, auténticas, de un coronel despechado o algo así por no alcanzar el ascenso. Llevo la Laureada y doce más pensionadas, que no impresionan a nadie, ni siquiera a la sirvienta portuguesa que recoge las suciedades del suelo para que no se esparzan al pisarlas. El bueno de Aguirre viste smoking blanco. Parece el guardián del paraíso, un angelito de escayola. Doy un taconazo, agacho con servilismo la cabeza y le gusta. Nos conocemos de niños, de cuando robábamos sardinas en el puerto y veíamos bailar a los habituales borrachos de los soportales el día del Carmen, y el de Santa Rita y Santa Quiteria, la pobre santa que nació en el mismo parto con otros ocho hermanos. También pescábamos pulpos, y buceábamos en busca de estrellas de mar a las que sajábamos un apéndice para investigar, si como a las lagartijas la cola, la naturaleza lo repone de nuevo. Sus padres emigraron famélicos para hacerse ricos, y yo antes de los catorce ya me hice a la mar, ocultándome en el bote de babor de un cementero para que no me devolvieran a los frailes del reformatorio. Una camisa de chorreras, de cantante folklórico mejicano. Un reloj espectacular, como para cortarle el brazo, y un solitario rojo. Todo de estreno, auténtico, máxima calidad. Tiene una veintena de smokings en el ropero y treinta o cuarenta camisas más, pero no son de mi talla. Y una colección de bolitas de alcanfor esparcidas por si las polillas se confunden de armario. Parece un camarero de película muda. Se ha peinado para atrás, con una peineta andaluza, estirándose 216
FIESTA DE CUMPLEAÑOS
el pelo antes de encolarlo con brillantina y una dosis reforzada de fijador verde. –Gracias por organizarme esta fiesta –le digo. –¿Cuántos años hace de la última? –pregunta. –Diez. –¿Y cómo terminó? –En comisaría. –Eres incorregible. ¿Todavía pretendes cambiar el mundo? Me muestra el solitario. –Lo retiré de la casa de empeños. Debió de pertenecer a un zarevitz de esos que eyaculan en los cabarets de París. –Impresionante. –Me encanta inventarme la historia, ya lo sabes. –Lo sé confieso. –Al fin y al cabo la historia es una convención, ¿o no? ¿De verdad crees que existieron todos esos conquistadores que en los paseos tienen una estatua? Se ríe. La depreciación le anima a comprarse un yatecito, de veinte o treinta metros de eslora. Lo atracará junto a la cabria, cerca de la fábrica de hielo. Me dice: –Estoy buscando un capitán que me lo hunda al salir de puntas. –¿Cómo lo quieres? ¿Manco, con garfio, o cojo con una pata de palo? –¡Coño! ¿Por qué te resulta tan deplorable que sea rico? Es curioso. Mutamos nuestras vidas hace casi veinticinco años. No ha trabajado nunca, incluso para manejar sus inversiones precisa de un amanuense de manguito, un tipo pequeño y gris, que dejó el banco para llevarle las cuentas. Socialmente goza de una reputación intachable. Tiene las puertas abiertas de todas las habitaciones que se cierran a los demás. Nadie me queda más para compartir esta ciudad donde ambos nacimos. Mi futuro lo voy escribiendo en otras partes. A pesar de su insistencia en cederme la casita de la guardesa para mis días de descanso, prefiero el viejo 217
LUIS Mª ALFARO
hotelito abierto al mar del paseo marítimo. Necesito sentir las embestidas violentas contra las rocas, cómo tiemblan las paredes entonces, cómo el suelo se convulsiona, más que el trino molesto de unos pájaros que se confabulan para confundirme la soledad. El mar es el mejor antídoto contra la estupidez. Lo que no comprendo de Aguirre es que si a mí a veces me cansa mi vida, que no es precisamente insulsa y carente de riesgo, no comprendo cómo a él puede seducirle algo tan exento de emoción como descubrir el sol todos los días del año pasado el mediodía. Su amistad es sincera, de las que nunca quiebran, acaso porque yo sea su único amigo de verdad, el de toda la vida, el menos interesado en perjudicarle, el único que puede atestiguar en público su pasado sin brillo. Esto priva a los favorecidos por el destino: comentar que han sido pobres, que comían en los aledaños del puerto jureles crudos. No le producen ningún interés las ciudades donde arribo ni la mercancía que transporto ni los peligros a los que me enfrento. Soy la imagen que quiere él que sea. Incluso una de las veces que fui abordado por un grupo de piratas y tuve que hacer de nuevo uso de mi pistola (la noticia creo que salió en los periódicos un verano en que faltaban otras), se negó a escucharme. Me dijo: –Vosotros los estudiantes de teología sois demasiado pusilánimes y un poco sinvergüenzas. No estáis comprometidos con la vida moderna. –Aguirre –le dije– he navegado por todos los mares del mundo. Tengo diez hombres permanentemente a mi cargo, todos con el cuchillo en la boca, que igual que hoy me defienden mañana me degüellan, me cansan tus estupideces –¿Y qué diferencia hay entre las tuyas y las mías? Sus fiestas son famosas en la ciudad. Corre el dinero. Whisky, licores, champán, mujeres, hombres, horas perdidas sin sentido, más mujeres, más whisky. Las bebidas se sirven en cubetas (realmente palanganas) para evitar que los invitados se lleven escon218
FIESTA DE CUMPLEAÑOS
didas las botellas sin abrir para revenderlas en el mercado negro. Hay que tener en cuenta que acuden jueces, comisarios, médicos, procuradores de todos los tercios, abogados, empresarios, otros maleantes, lo más granado de la sociedad. Mi presencia resulta simplemente exótica: hago gala intencionadamente de unos modales bastos cuando no obscenos y de una pésima educación. No soporto las banalidades. Soy un tipo directo que termina siempre con magulladuras en las peleas. Aguirre me exhibe para mostrar sus orígenes. Quiere que todo el mundo sepa que fue pobre como una rata. Esto se lleva mucho en su círculo: hay que vender la idea que gracias a la superación personal (y a la fortaleza moral del régimen, etc., etc.) un ratón puede ascender a rata y una rata a sentarse en el consejo de administración de las eléctricas. Incluso un gato si se lo propone puede llegar a conejo. Y un sargento de primera a capitán de fragata. Dice señalándome: –Aquí tenéis el mejor ejemplo vivo. Alguien que robaba sardinas conmigo, que se escapó del reformatorio, sin educación ni cultura, mal hablado y fullero, que casi le atrapan los guardias un día de niebla cerrada, es hoy capitán, nada menos que capitán, el jefe de estado de su barco. Me aplauden. Saludo humildemente, con la mirada sincera de los pordioseros que mendigan a la puerta de las iglesias. Sonrío otra vez más, agradezco sus deferencias, y compruebo que algunas mujeres se transmiten confidencias ocultándose los labios tras sus manos enguantadas. A los marinos nos precede la fama. Y a los marinos aventureros, más. El fango confunde las vergüenzas. Lo importante es la fama. Todos somos sifilíticos, tenemos la viruela estampada en un rostro curtido, mujeres y mancebos en los puertos, y cuando nos emborrachamos relucen las navajas o las seguras de los carniceros. He rajado a unos cuantos, 219
LUIS Mª ALFARO
digo, mientras estrecho manos y agradezco las felicitaciones. Sí, señora. Igual a veinte. Cuente, cuente. Y es verdad. Se forma un círculo de muchachas insensatas (las que se presentan en sociedad este verano, en el tenis o en el náutico) a mi alrededor. De arriba abajo, digo como un autómata desagradable. No importa. La mar vuelve aventureros a las personas sin conciencia; además, somos tan románticos que la luna de las noches gaseosas nos inspira unos versos preciosos, sobre todo a los hambrientos asustadizos de ojos blancos que se cuelan como lo hice yo de polizones por toldilla. Toda esta parafernalia me molesta pero en absoluto me humilla, al contrario, porque ¿qué más puede aspirar uno en su fiesta de cumpleaños que celebrarla en compañía de gente elegante, sabiendo que la resaca de mañana no le despertará en un burdel? El Tuerto se me acerca, y me dice: –Hay un tipo que quiere conocerle. –¿Y yo a él? El Tuerto se descentra. –No lo sé, señor. Yo soy un mandado. –Yo, también. –¡Oh, no señor! Usted en alta mar puede emborracharse con el único riesgo de caerse por babor, pero yo si me emborracho el señorito me pone en la calle. El señorito es Aguirre. El tipo en cuestión ha estado en Rusia, codo a codo con los nazis; le faltan el anular de la mano izquierda y los meñiques de abajo. Cosas de Sebastopol o de la nieve. Es un funcionario importante que no piensa jubilarse nunca. Se conoce todos los decretos de zonas devastadas todavía no derogados. Tiene la cara reseca. Me pide que le acompañe un momento fuera, al jardín, donde la brisa del mar refresca los atardeceres de la avanzada primavera. Saca una pitillera de oro y me ofrece un cigarrillo turco. 220
FIESTA DE CUMPLEAÑOS
–Fúmelo sin problemas de conciencia. Procede de un decomiso. Expulsa el humo pastoso por encima de mi cabeza. Dice: –Estoy reclutando un grupo de acción. Le miro directamente a los ojos. Le veo agitarse nervioso. Le saco la cabeza. Lleva una corbata italiana, y ese bigotito inmaduro que parece una calcomanía repetida en militares y especímenes del régimen. –¿Sabe usar un arma? –me pregunta en voz muy baja, casi en un susurro. Mira con recelo los setos del jardín, como si se hubiera dado cuenta en ese momento que por allí pudieran encontrarse parejas intentando adelantar la noche. –Por supuesto –le digo. –¿Y la posee en propiedad? –Me ofended usted. –¿Me lo garantiza? –Le doy mi palabra. –¿Ha disparado recientemente? –Afirmativo. –¿De verdad? –Es parte de mi trabajo. –¿Y ha matado a alguien? –Nunca detengo el barco para comprobarlo –contesto secamente. –¡Santo cielo! ¡Usted es el hombre que necesitamos! –Posiblemente –digo e intento separarme para regresar a la fiesta. El hombrecillo me sujeta por el brazo, y me conduce a la esquina más alejada de la terraza. Gira la cabeza, como un conspirador que tuviera miedo de encontrarse con un enemigo de la causa. Tose o carraspea. Se asegura que no hay nadie más. Quiere hablarme al oído. Algunas voces de la sala llegan nítidamente, rotas por el tubo de escape de los pocos automóviles que transitan 221
LUIS Mª ALFARO
a esas horas por las cercanías de la bahía. Los de la orquestina están probando el micrófono. Pretenden dejarnos sordos. Dice: –¿Estaría usted dispuesto a participar en una misión especial? Como a Aguirre le priva recuperar las emociones perdidas de la juventud en sus reuniones mezcla a individuos esquizofrénicos e incalificables (inventores estrafalarios, por ejemplo, o pintores cubistas de barba hasta las rodillas o delineantes acostumbrados a viajar a las ferias europeas a copiar a mano alzada la silueta de las máquinas herramientas) que dotan de un aire de locura a la fiesta, con auténticas fuerzas vivas de la ciudad. Hay que andarse con cuidado, porque lo mismo confundes al fiscal general con un descerebrado crecido en autoestima o con el interventor del ayuntamiento. Así que conviene no abrirse demasiado. Digo: –¿Oficial? –¡Oh, no! –dice el hombrecillo rápidamente–. Bueno, digamos que no y que sí. Ya sabe. –Explíquese –le digo, confiando que en su respuesta encuentre la posibilidad de emprender la fuga hacia el interior del salón. El hombrecillo no está dispuesto a soltarme. –Es oficial, pero no es oficial. ¿Me comprende? –No. –Es que sí y es que no. –Sigo sin entenderlo. –¡Coño! –estalla el hombrecillo– ¡Pues está muy claro! ¡Hay que inundar la ciudad con proclamas contra el vicario! –¿Y por qué? –¡Porque no es de los nuestros! –Y si no es de los nuestros ¿de quién es? –¡Pues de los otros! –¿Y quiénes son los otros? El hombrecillo tiene los ojos como platos. Grita confundido: –¡Lo otros son los otros! ¡Parece usted idiota! Y se aleja verdaderamente enfadado. 222
FIESTA DE CUMPLEAÑOS
Me doy un par de vueltas por el salón de baile que es más grande que una chaza de torpedos. Me cuesta imaginar que el Tuerto se suba a una escalera para limpiar los lagrimones de las cuatro lámparas del techo. Los cuadros de las paredes retratan a tipos despeluzados, muy serios y rígidos, que miran de frente sin ningún disimulo. Lo más sorprendente de todos estos fósiles son sus ojos escrutadores, vivos, aguileños, metálicos, duros, terribles, que aguardas con impaciencia parpadeen para retirarte rápidamente de su ángulo de visión. Al solista de los mulatos no le impresionan en absoluto: se está enjuagando su enorme boca sonrosada. Rondará los cincuenta y el rojizo de su iris descubre los cientos de horas entregadas a las oscuridades. Tiene ese aire desgarbado de los caídos de culo y cortos de piernas difícil de olvidar, y más si han sido apaleados de jóvenes en la caña de azúcar. Viste como los otros, camisa de lentejuelas con volantes verdes, atada con un nudo, que deja el pecho al descubierto. Me acerco al altillo donde han colocado los instrumentos. Me saluda amistosamente y me dice: –He oído que usted es marino. –Sí, señor. –¿Marino de los primitivos? Ya me entiende usted, de los capaces de maniobrar una goleta. De los que determinan la hora de paso de la luna por el meridiano. De los que todavía creen que hay mundos nuevos por descubrir. –Me gusta tentar a la suerte, si a eso se refiere. –¿Aventurero? –Dejémoslo así. –Y sin escrúpulos. –¿Quién los tiene hoy en día? –Entonces ¿conocerá al capitán Leturia? –A furore Leturiorum, libéranos –digo. –¡Dios santo! ¡Sí que lo conoce! ¡Un auténtico cabronazo ese Leturia! Sí, señor. Hicimos algunas navegaciones bajo su mando. 223
LUIS Mª ALFARO
¡Un hijo de perra! ¡Un maldito hijo de perra! ¡Nunca lo pasamos peor! ¡Un insensato y un loco! Creo que por aquí nació, que esta es su tierra. –Efectivamente. Nació en el interior. Marino de tierra profunda. –¡Un canalla, un miserable! –Diga usted más bien disciplinado. –¡Y una mierda! ¡Una escoria! Se vuelve a los otros mulatos, y les dice: –Aquí, el compadre es amigo del capitán Leturia. El muy mal nacido gustaba enrolar paisanos que no le abrieran el vientre. Seguro que fue usted de segundo o de tercero. ¿Digo bien? –Dice bien. –¡Otro de su calaña! –Peor –digo–. Los de esta tierra si mandamos somos insoportables, y si somos mandados, más. –¡Madre mía! ¿Qué hacemos nosotros aquí? El de la sordina me enseña sus dientes amarillos que destacan bajo su bigote más tiznado que su piel. –Dicen que ese Leturia pilló una enfermedad que le taladró el pene –comenta. –Eso ocurrió en Valparaíso, amigo –digo. –Pena que nos dio –dice–. Pero si se muere, se murió. –Se murió –digo. –Que guarden su pene en formol, amén. Se lleva la trompeta a los labios. Y anuncia: –Va por él. Un homenaje, pero no un recuerdo. Y emite un quejido con la trompeta. El solista canta entonces en voz baja: se lo llevó la vergüenza ¡ay, mamita, que se lo llevó! sin atisbo de compasión disfrazado de mantequilla 224
FIESTA DE CUMPLEAÑOS
¡ay, mamita, qué alegría! ¡por fin el cabrón se murió! El solista termina el zurracapote, eructa sin ponerse la mano delante. –¡Por Leturia, y que se joda! –brinda. –¡Que se joda! –gritan todos. Se santiguan, beben y les noto más contentos. Soy el agasajado, aunque eso importa poco; me canso de estrechar manos y sonreír como un imbécil. Es una sensación extraña comportarse como un desconocido en tu propia ciudad. Lo cierto es que permanezco más tiempo fuera, que me bandeo en los arrabales de mil puertos mejor que en los propios de mi ciudad, así que a veces me sugestiono pensando que debo actuar como si hubiera arribado a una localidad distinta, y que las muchachas de cuello pálido y sonrisa misteriosa son en realidad caribeñas complacientes que no envejecen nunca. Luego, de un rato, noto una mano posándose en mi hombro: –Te nombro mi timonel señalero –me dice Aguirre. –Y ¿por qué? –Porque me da la gana. –Me ofendes –le digo–. Reconóceme capacidad para el mando, por lo menos. –Bueno, digamos que admiro tu esfuerzo por ascender en la escala social más allá de donde te corresponde. –Gracias –digo. –Es gratificante gozar de la amistad de un inferior, que encima me odia a muerte. –Reitero mi agradecimiento. –Además, un pobre dignifica a los ricos. Y yo soy rico. –Lo sé. –Muy rico. Que no se te olvide nunca. Ha dispuesto, según los bailes tradicionales de la caballería Usa, una fiesta cuartelera en la que los licores se sirven en palanganas. 225
LUIS Mª ALFARO
Dos preciosas muchachas disfrazadas de indias, con las piernas desnudas, falda marrón entreabierta hasta donde el pudor del régimen autoriza, con puntillas y una pluma en la cabeza, actúan de camareras encargadas de llenar continuamente las copas. La ilusión de Aguirre es vernos babeando, vomitando sobre la madera encerada. La palangana de ponche, la de coñac, la de whisky original, la de sangría a base de Rioja, la de agua para limpiarse las yemitas de los dedos. Todo como muy gilipollas. Me acerco a una de las indias. –Hola –digo. Me mira con cierta displicencia no exenta de curiosidad. Insisto: –¿Somos de la misma tribu? –pregunto. –Es posible. –¿Arapahoe? –¿Por qué no? –¿Comanche? –Demasiado salvaje. –¿Apache? –Quizás. –¿Sioux? –¿Qué le parece si le llamo Toro Sentado y me deja en paz? –Llámame Nube Roja. –Está bien, Caballo Loco. Rostro pálido que roba y miente, ¿qué desea tomar? –¿Entonces nos conocemos? –Depende de si está usted borracho o no. ¿Está usted borracho? –me pregunta de golpe con una sonrisa cautivadora. –Todavía, no. –Entonces no nos conocemos. –¿Y si lo estuviera? –Le diría: “¡Oh, señor! ¡No sabe usted lo que disfruté ayer en su compañía!” 226
FIESTA DE CUMPLEAÑOS
–¿Y disfrutaste? –Estoy convencida de ello. –¿Qué te parece si repetimos? –Bueno, si no hay más hombres en el tipi para elegir no me queda otro remedio. Un tipo tieso, medio enfermo, de chaqueta y corbata, con unos pantalones estrechos que acentúan la delgadez de sus piernas, se acerca despacio a la palangana de whisky. Controla que nadie le vigile desde los grupos formados en el salón. –Lo quiero de Malta –dice. Se vuelve, y me informa: –Todo lo que se sirve en esta casa es de primerísima calidad. Puede beberse sin miedo. Yo prefiero el de Malta al de Kentucky. El de Kentucky sabe unos días a cañería oxidada y otros a vigas viejas de cuadra. ¿Qué opina usted? –Que tiene usted razón –digo. –El de Malta es más suave y destroza menos el hígado. –Lo mejor, que todo es auténtico –digo. –Es que ese Aguirre es un anfitrión excepcional. Nada de mezclas explosivas de frasquitos de esencia con alcoholes de baja calidad. –Lo sé, lo sé. –¿Y cómo lo sabe usted? –Porque yo también tengo algo que ver en el asunto. Me mira un poco asustado. –¿No será usted el que ha introducido toda esta mercancía de contrabando, verdad? –me interroga luego directamente. –Lo soy –digo. –¿Y lo confiesa así, por las buenas? ¡Qué descaro! ¿Confiesa que no la ha declarado en aduana? ¿Que ha eludido el pago de impuestos? ¿Pero sabe con quién está usted hablando? Se me presenta entonces como inspector de hacienda. No reflejo sorpresa en absoluto: estoy curado de espanto. Soy también 227
LUIS Mª ALFARO
el encargado de suministrar a la fiesta el tabaco rubio auténtico americano, el que no se adquiere en los estancos. Lo noto alicaído, triste, seguramente ha tenido un día aciago. Necesita beber para aparcarse la melancolía. Los dedos amarillos por la nicotina. –Por supuesto que no lo he declarado –le digo con firmeza–. ¿Cuál sería entonces mi mérito? Eso lo hace cualquiera. –¡Santo cielo! –exclama– ¡Qué desvergüenza la suya! Siempre he imaginado que ustedes los marinos respetan un código de honor. ¡No me imaginaba que fuera además de aventurero, contrabandista! –Vivimos tiempos difíciles y en los tiempos de penuria los hombres de bien nos dedicarnos a todo tipo de negocios. –¡Qué desfachatez! ¡Es usted un auténtico sinvergüenza! –¿Qué hay de malo en ello, señor? –digo, como quitándole importancia al asunto. –¿Me lo pregunta usted en serio? –¿Hay otra forma de hacerlo? –¡El contrabando es ilegal! –Lo sé. –Está prohibido por el régimen. –Naturalmente. –¿Lo reconoce y no le importa confesármelo? –Quien formula la pregunta es cómplice de la respuesta. –Cagüenlaputa –me dice entonces algo desolado–. Un tío me la ha pegado esta misma mañana. Estoy convencido que me ha ocultado el stock en un doble fondo para que no pudiese valorarlo. ¿Pero cómo probarlo? Si me hago con una taladradora, le exprimo hasta los huevos. Cagüenlaputa, no sabe usted cómo me fastidia recordar su sonrisa de oreja a oreja. ¿Usted nunca se ha sentido engañado mientras le engañan? –Muchas veces. –¿Qué una mujer le niega la mayor cuando sabe usted que lo está deseando? 228
FIESTA DE CUMPLEAÑOS
–Es lo habitual. –¿Y cómo reacciona un marino en esos momentos? –¿En tierra o en mar? –Comprendo. Usted quiere impresionarme. Quiere hacerse pasar por un hombre de acción capaz de abandonar al contramaestre en una isla desierta. –Mantener la disciplina en alta mar es imprescindible. –Dicen que en la mercante portuguesa azotan a la tripulación desleal. –Dicen –digo. –¿Y qué me cuenta usted del pase por la quilla? ¿Todavía se ejecuta en esos países primitivos de Asia y por ahí? –Y el abandono en una isla desierta. –¿Lo ve usted? –se le iluminan los ojillos– Algo así debería permitirnos el régimen para acabar con tanto defraudador camuflado de empresario. Baqué aparece después de tropezarse con tres o cuatro señoras. Ya ha bebido lo que aguanta. Le falta una gota más para desabrocharse de nuevo la bragueta. Ha escuchado la conversación y no puede reprimirse. Engola la voz como un lector en el cenobio. Dice: –Lo dijo Bias de Priene: siendo pobre no censures a los ricos, a no ser que saques provecho. Y corrijo yo: siendo inspector de hacienda no machaques a los empresarios que son los que te dan de comer. Se niega el inspector a beber el whisky en taza. –Me parece muy bien –aprueba su actitud Baqué–. La educación es lo que nos diferencia de los animales –sentencia que para eso es un pedagogo de prestigio–. Los animales beben en cualquier recipiente, hasta de las charcas embarradas. No tienen clase. Por eso siguen siendo animales. ¿Sabe alguien de un animal que haya inventado la radio galena? ¿Y qué me dicen ustedes del tenedor de cuatro púas? 229
LUIS Mª ALFARO
–¿Sabe usted lo que es la hacienda pública? –dice entonces el inspector en voz alta para que se enteren todos los del corro. –¿Claro que lo sé! –grita Baqué– ¡La oficina donde ustedes se reparten el dinero o se lo juegan a las cartas! ¡Pero este señor seguro que lo desconoce! –Soy marino –intento disculparme–. Sólo me manejo con portulanos y cartas náuticas. –¿Lo ve usted? –Eso le salva de verse empapelado –se encuentra el inspector fuera de lugar, me parece que próximo a perder el equilibrio–. ¿Quién va a exigirle a usted una paralela? ¿Eh? ¿Cómo? ¿Quién? ¿Cuándo? ¿Dónde? Me mira con cierta irritación. Añade gritando como un poseído por el demonio: –¿Quién coño va a remitirle a usted un requerimiento si carece de domicilio fijo? ¡Dígamelo! Bebe el tercer trago. Y a continuación el cuarto. Levanta la copa y contempla su transparencia. Pide que se la llenen de nuevo. Los ojos ahora parece que le chispean algo más agradecidos. Hace ademán de ponerse a cantar la clásica canción de apagar la luz que se aprende en los colegios, pero una mujer alta, rubia, con las mejillas encendidas, demasiado ceñida para disimularse las gorduras, aparece presurosa para retirarle del corro. Dice: –Discúlpenle. Se está medicando. El pobre tiene una dolencia hepática que le consume. Fuma mucho, la bebida la encaja mal. Se dirige a mí apesadumbrada: –Casi le amarga su fiesta. Lo siento. –No me ha molestado en absoluto –digo–. Al contrario, me resulta una persona muy educada y de convicciones, con un punto de vista muy interesante acerca de los recursos del estado. –¡Ah! Gracias –dice la señora visiblemente agradecida–. Eso es un elogio viniendo de un hombre de mundo como usted. Le retira sin miramientos la copa de la mano, y dice: 230
FIESTA DE CUMPLEAÑOS
–Vamos, cariño, a bailar. ¡Tocan la nuestra! –¿Y cuál es la nuestra? –protesta el inspector, guiñándonos el ojo antes de dejarse llevar. El corro lo formamos en ese momento Baqué, un tal Pisón, un juez llamado Juaristi y yo. A veces entra el camisero –una bolita graciosa de carne blanda– que le confecciona las chorreras al bueno de Aguirre, también el de la tienda de ultramarinos de la esquina invitado como agradecimiento a su detalle de suministrar a las criadas el kilo corrido, el capitán de navío jefe de la comandancia de marina, un coronel, un funcionario de correos y gente de esa calidad. Pican un poco de la conversación y se van. Hay muchas cosas trascendentes en el mundo que deben resolverse sin demora. Por ejemplo, acabar con los rusos sin lanzar la bomba atómica, porque si no acabamos con los rusos los rusos acabarán con nosotros lanzándola ellos. Uno que se me presenta como general en la reserva, me dice: –Joven ¿ha recalado usted en algún puerto soviético? Para hablarme se pinga unos centímetros. Compruebo que un general sin uniforme es más bien poca cosa, un par de bofetadas y poco más. El día que se supriman los uniformes como consecuencia desaparecerá también la escala de mando. Sería bueno empezar por ahí. El hombre va muy estirado, preso en su americana de jefe de sección de esos grandes almacenes de escaleras mecánicas. –Muy a menudo. –Sepa usted joven que eso está rigurosamente prohibido por el régimen. –Navego bajo bandera de conveniencia. –¿También bajo esa maldita hoz y martillo? –Donde me mandan, voy, señor. Mañana estoy con un consignatario y pasado con otro. Griego o panameño, es igual. Las banderas de los barcos en tiempos de paz son para mí simplemente trapos rotos si los ha rasgado la tormenta. 231
LUIS Mª ALFARO
–¡Cómo se atreve usted, joven! –grita algo sofocado el general– ¡La bandera es lo más sagrado de la patria! Bebe un buen trago de brandy, y cuando parece que va a escupirme toda su furia contenida, baja la voz, se pega a mi lado, y me dice: –Cuénteme algo de las ucranianas, ¿eh? ¿Son tan macizas y campesinas como nos las pintan? ¿Más hembras que nuestras mujeres? –Más –le digo–. Dulces y enamoradizas, se vuelven locas por los latinos. –Cuente, cuente. Buenos colchones, supongo. –Y muy necesitadas. –¡No me diga! –está visiblemente emocionado– ¡Muy necesitadas! ¡Qué bueno! Es que los latinos jugamos con ventaja, ¡estamos muy bien preparados! Ya sabe a qué me refiero. Somos la reserva de occidente; fogosos, pero la reserva de occidente. Impetuosos también, ¡pero la reserva de occidente! Me atraen especialmente las de la pañoleta en la cabeza. –Es que allí hace mucho frío. –Claro, lo comprendo. ¿Usted habrá experimentado con muchas, verdad? –Lo que yo le diga. –Igual hasta cien. –Es difícil llevar la cuenta. –Ya me parecía a mí que unas hembras tan rollizas necesitan hombres ardientes. Y si piden guerra ¡los latinos vamos a la guerra olvidándonos de armisticios y tonterías de esas! El llamado Pisón es un tipo despierto, un diplomático de los que miran de reojo el culo a las camareras cuando lo que quieren ellas es que les mire las tetas. Hemos coincidido en el tiempo en alguna de las ciudades donde ha sido cónsul. Sugiere un nuevo tema de conversación: 232
FIESTA DE CUMPLEAÑOS
–Me permito recordarles que el matrimonio como estado es insuperable. Por eso no me he casado nunca. El juez Juaristi escupe la hebra de tabaco, y dice: –¡Ya estamos los solteros dando envidia a los casados! Juaristi domina también seis o siete idiomas y tiene memoria fotográfica. Es un hombre mayor propenso a escorarse a un lado, aunque siempre recobra la vertical. Sus considerandos los redacta en un café del centro a las tantas, a la hora del cierre, con un camarero que sabe de leyes como ayudante. Pisón me hace un aparte: –No se fíe usted de él. Parece un menesteroso pero es de buena familia. Si coge un hilo no se detiene hasta desmadejar el ovillo. Barre los rincones. Tenga cuidado, que hoy comparte con usted en la calle los cánticos de madrugada y mañana le encierra por alterar el orden público. ¿Sabe usted por qué es peligroso? Porque no tiene precio. Y lo peor en esta vida es toparse con alguien que no se pueda comprar. Encima es un sibarita que desprecia a la humanidad entera. Le gustaría vivir en una isla como un aborigen, desayunando langosta y cenando angulas. Creo que tampoco hace ascos a los centollos y las cigalas. –Incalificable –digo yo. –Algo así. –Burgués. –No lo sabe usted bien. –Me parece que ustedes hablan de alguien que conozco muy bien –dice el juez volviéndose a nosotros. Luego se dirige a mí en concreto–. Jovencito, lo que usted hizo con aquellos piratas en Malasia no fue conforme a derecho. –También lo creo yo así -digo. –¿Y por qué lo hizo? –¿Es un interrogatorio? –Un intercambio de pareceres. –¿Prefiere conocer el móvil o el motivo? 233
LUIS Mª ALFARO
–Hay un derecho marítimo y un derecho universal, jovencito. –Intentaron abordarme. Fue en defensa propia. –Siendo así, tenía que haber acabado con todos. –Eso hice, señoría. Hundí también su bote. –Coño –se sorprende–. Eso no fue lo que publicaron los periódicos. –No había ningún periodista allí. –¿Entonces me asegura que no hubo supervivientes? –De haberlos los tendría ahora enrolados como marinos en mi tripulación. –¡Dios santo! ¡Usted sí que es un hombre de principios! Le admiro, jovencito. ¡Liquida a las hormigas y aplasta el hormiguero! Pisón ha encontrado la vena para disfrutar un rato. Dice: –Aquí, el señor juez, una vez se puso a hablar en tagalo a unas sudamericanas y como aquello no funcionaba lo hizo luego en alemán. ¡Las pobres estaban asustadas! Ellas sólo querían lo que querían, expresar los jadeos en castellano, pero el juez estaba empeñado en alcanzar los matices de aquel idioma extraño que hablaban las chicas para practicarlo esa misma noche. –¡Qué chispa le saca usted a la vida! –dice el juez– Lo que no le exime, por supuesto, de considerarle sin atenuantes un desviado melancólico. –¿Un borracho, quiere decir? –Esa es la expresión correcta. –Además –dice Pisón guiñándome un ojo– lo hace con preservativo. –Sepan ustedes que me los traen expresamente de Francia, caballeros, porque aquí está prohibida su venta. ¡Y un juez debe ser el primero en acatar las prohibiciones! Se adhiere don Donato. El hombre está de vuelta de las cosas. Cuesta reconocerle. Ha menguado como las uvas que se dejan secar en los desvanes. Le saludo afectuoso. Sigue viviendo en el barrio donde el bueno de Aguirre y yo nos criamos, el que des234
FIESTA DE CUMPLEAÑOS
emboca en el puerto. Siempre abierta la puerta de su casa (sólo la cerraba entonces para dormir), atendía a cualquier hora, de día y de noche, lo mismo fueran paperas como una infección en la punta del pie. Un cestito de mimbre en el hall, lejos de su cuarto de trabajo (el dinero parecía molestarle), recogía lo que buenamente entregaba cada uno como precio de la consulta. Aguirre y yo más que dar cogíamos: tanta caballa y tanta sardina basta y barbada necesita alternarse con algo de picadillo, aunque fuera de verraco meado. Le digo: –En mis navegaciones le recuerdo a usted a menudo. –¿Eso es bueno o malo? –Hay tantas estrellas en el firmamento que en las guardias me entretengo poniéndoles el nombre de las personas buenas que he conocido. –Seguro que te faltan estrellas –dice tímidamente. –Me sobran todas, menos una. Parece ruborizarse. –Quizá sea ese recuerdo tuyo mi único equipaje cuando pronto me vaya de aquí –me dice con ese aire humilde que en absoluto han alterado los años. –¿Sabe usted que Aguirre y yo acudíamos a su consulta para robarle las monedas del cestito? –Lo supongo. Dos muchachos sanos, hambrientos y sucios ¿qué pintan en una consulta de viejos tosiendo? –Lo mismo que usted aquí ahora. –¿Nada, verdad? Mariluz, o como se llame ahora, se cuelga de mi brazo. Me ha reconocido y yo a ella también. Lleva unos ligueros importados de Berlín. Dice que el periodista que la mantiene está en las últimas, que no cree que pase del próximo invierno. –No lo siento lo más mínimo. Simulo que disfruto, pero es como fumarse un cigarrillo húmedo. Es un vividor al que sólo le gusta comer gratis y echar champán por el escote a las de dieciocho años. 235
LUIS Mª ALFARO
Le digo que lo deje antes, que evite andarse con disimulos. Que lo devuelva al mar como al pescado sobrante que carece de venta. –Prefiero aguantarle estos pocos meses que le quedan, ¿sabes? Las viudas tienen un gancho especial, aunque sólo sea porque a los tíos os gustan las comparaciones. Lleva el pelo corto, las pestañas y las cejas entintadas que acentúan una mirada lánguida de visitante de cementerio, los pechos aplastados como si quisiera pasar por un garçon de conquista por los barrios bajos. Como siempre. He oído que te vas cura. –Eso te confesé cuando teníamos doce años. –¿Te vas o no te vas? –Sí –digo–. Me vino el pronto interpretando al sepulturero en Hamlet : "El agua, caballero, es el gran destructor de estos trastos de cuerpos muertos." –¡Caray con el puto ese! ¿No ha escrito algo más alegre? Le digo que Hamlet escribió un montón de obras. Abre la boca para mostrarme el engarce de oro. Y dice: –¿No será de él eso de la cantante calva que se está peinando? –No, esa es de otro. –Pues me gusta más ese otro, qué quieres que te diga. ¿Me lo vas a presentar? Me besa en la mejilla. –¿Cuando llegues a papa te casarás conmigo? –Sí. –Porque llegarás a papa, ¿verdad? –Claro. –¿No me engañas? –Sabes que no. –¿Y si te quedas en obispo? –También en ese caso. –Sabes que soy muy, muy, ¿cómo decirlo? 236
FIESTA DE CUMPLEAÑOS
–Puta. –Bueno, también, pero eso es lo de menos. –Lo sé. –Jodé, tío. ¿Tanto te gusto? –Mucho. –¡Qué bueno! –dice ilusionada–. Si te metes cura ¿te importa que me meta yo monja? El bueno de Aguirre se acerca, ha escuchado parte de la conversación, la pellizca en el culo, y dice: –Este verano si encuentro un capitán en condiciones invitaré al clero a mi yate. Me da una palmadita en la espalda, y añade exento de petulancia: –En tiempos de Julio II mi familia compraba cardenales. –¿Y ahora? –Ahora, también, no te jode. Pero sólo a los que manejan los dineros. Me guiña maliciosamente un ojo, y añade: –A Julio II le gustaban también las sardinas. Un tal Mendívil (que no conozco de nada) introduce por sí mismo, a pesar de las protestas de la india, la cazoleta en la escudilla del coñac y se sirve una taza. –Es francés –dice nada más mojar los labios–. Un Napoleón con muchos huevos. Dice luego que ha renunciado a los campos de trabajo de Jóvenes Cristianos, que ya no se va a Bélgica. –¿Sabes? –se dirige a mí con la mayor confianza, como si nos conociéramos desde antes de haber nacido–. Querían que retejara un castillo medio derruido. Para un marqués o un conde, un desgraciado de esos. Pierden una guerra y los que hemos perdido otra tenemos que ponerles el tejado gratis y comernos su estiércol. Yo, que soy republicano. Si serán cabrones estos europeos. Se tira en un sofá y bebe con deleitación. 237
LUIS Mª ALFARO
Aparece de repente Zubeldia. Se acerca al grupo donde de nuevo me he incorporado. Pisón me anuncia: –Es un genio loco. Más genio con la lengua que con los pinceles. En cualquier caso un genio. Loco, pero genio. Pequeño, la barba blanca en la medida de lo posible y sucia, la chaqueta desgastada, huele a cuadra, los zapatos sin cordones lo que induce a pensar que en cualquier momento terminará rodando por el suelo. Su voz es profunda, cortante; suelta las palabras como si realmente le escocieran. –¿Dónde cojones está ese miserable de Martínez? –nos grita a los del corro. Pisón le detiene: –Te presento al homenajeado –dice por mí. Me mira el genio como si viera por primera vez a una persona normal en su vida. –¿Te han dado ya el dinero? –me pregunta de forma inquisitorial. –¿Qué dinero? –Cojones –dice molesto– a casa de Aguirre se viene a por dinero. ¿Has traído la hucha? Si no tienes hucha, pasa la bolsa. Todos los que estamos aquí venimos a pedir. Lo importante es poner la mano a tiempo. Se vuelve a la sala. Y grita: –¿Dónde se esconde ese mal nacido de Martínez? Abre una puerta y cierra otra. Luego que lo descubre se lanza a su cuello poseído de una extraña fiereza. –Los del régimen me habéis puesto un tío pegado a mi sombra –grita el genio desaforadamente. Se mueve como un muñeco del guiñol. Sólo le falta un bastón en la mano derecha para asestar el golpe definitivo, ahora que la tiene levantada–. ¿Qué pasa? ¿Habéis recuperado la maldita Inquisición? Ni que fuera yo importante. No puedo ir a mear porque lo tengo clavado a mi espalda; no puedo salir de noche porque me confundo de sombra. ¡Me 238
FIESTA DE CUMPLEAÑOS
censura hasta los sueños! Los del régimen pretendéis penetrar en mi cerebro para haceros con mis geniales ideas. ¡Cabrones! El comisario Martínez parece tranquilo, como si aquello no fuera con él. La barriga pronunciada de burgués bien alimentado denota su enorme satisfacción. Alguien del corro dice que vive bien porque su mujer se ha hecho vieja y ya no le molesta. No puede ascender más, así que tampoco necesita emplearse a fondo para descerebrar advenedizos. –¡Estoy hasta los cojones del régimen! –protesta de nuevo Zubeldia. –Yo también –confiesa tranquilamente el comisario, desarmándole. –¡Sois un atajo de indocumentados! ¡Unos ilustrados sin estudios! –Estás fichado, Zubeldia –el comisario lo anuncia sin acritud, está cansado de tantos gritos e insultos–. Tienes un expediente abierto por vago, maleante y disidente político. Cosa fina. –¿Y quién no? –Mi obligación es detenerte, pasearte un ratito por comisaría para que se te ablanden los dientes. Y fusilarte. Ya me entiendes. ¡Regalarte la posteridad! Un mal pintor fusilado es un artista sublime sujeto a interpretaciones metafísicas cuando cambia el régimen. Todos los pintores mierda queréis que os fusilemos, pero no puede ser. Soy muchos y no hay balas para todos. Así que agradécemelo que lo haga contigo. Es un detalle de amigo. Para celebrarlo, emborráchate de champagne francés, del bueno, del que quita los venenos de la cabeza. Te acompaño en la primera copa. –Prométeme antes que me retiras la sombra. Ya tengo una y no necesito dos. –Prometido. Me dice Zubeldia con los ojillos picarones: –Soy como el pejesapo, atraigo a las presas curiosas a mis cuadros con mi luz incandescente. 239
LUIS Mª ALFARO
Luego de un rato el comisario se dirige al corro, espera a que el bueno de Aguirre nos presente y me dice: –Así que usted es el que sabe eso de las leyes de la dialéctica aplicadas a la materia y lo del salto cualitativo. –Brusco –añado. –Un comunista, vamos. –En la mar hay mucho tiempo para estudiar, y yo estudio. –Entre abordaje y abordaje, supongo. Se oye decir por ahí que usted es un pirata, un pirata comunista, pero pirata, alguien profundamente desagradable. –Todos en el fondo somos piratas y profundamente desagradables. –Coño, coño, esa idea parece merecedora de discusión. Hábleme algo de Marx, hombre. –¿Qué quiere que le diga que usted no sepa? Baqué interviene, echándome una mano: –El hombre reducido a la función de una máquina; entre el poder y los ciudadanos debe establecerse un contrato. –Vale, ya –dice el comisario, algo asustado–. Nos salió el profesor de derivadas. Bebamos y celebremos el feliz acontecimiento de que ya tengo otro individuo a quien llevar a comisaría en la próxima revuelta. El camarero vacía los ceniceros. –¿Se va a dejar usted fichar? –me pregunta Pisón. –Por supuesto –digo–. Soy un hombre de conciencia. –¿Y qué va alegar usted, si me es dado saberlo? –Que soy el resultado de un coito equivocado. –Eso, le advierto, no constituye ninguna novedad. Todos de alguna forma lo somos. –Entonces, simplemente, que soy carlista e isabelino. –Alegue también que no puede ser republicano porque todos los republicanos están en Méjico con Zapata. –Zapata murió en 1919 –le corrige Baqué. –¿Y qué? –replica Pisón–. Eso la policía no lo sabe. 240
FIESTA DE CUMPLEAÑOS
Adosadas a un lateral del salón hay dos consolas de mármol con adornos dorados. Como si asistiera de espectador a una película miro las figuras reflejadas en el enorme espejo, también de marco dorado, que casi alcanza el techo. Creo descubrirme allí, en un ángulo perdido. Parezco Velázquez entre meninas algo más creciditas. Me asomo de nuevo a la balconada de la terraza. El mar se deja morir en la arena. Es esta pasividad maliciosa del mar la que me seduce. O la que me conmueve. Podría romperse con el pronto violento de un hombre pacífico y recuperar lo que le han robado. Sin embargo, retorna de la arena dominado y vencido. La vista es estupenda. La villa (mejor palacete) del bueno de Aguirre está rodeada de jardines, perfectamente cuidados, en la mejor zona de la ciudad. Al pie de los jardines, la calle, y luego la playa. Desde el sótano de la villa puede accederse a la playa a través de un pasadizo secreto, cerrado con una verja convenientemente disimulada. Se siente la humedad en la boca del pasadizo. No nos conocemos, pero un hombre solitario en la terraza mirando a la incipiente luna resulta algo seductor para las mujeres sin pareja. Se acoda a mi lado. Le calculo los treinta. –Me gustaría pasar a la posteridad por inventarme una frase rotunda, salvaje -me susurra al oído–. La historia está llena de citas impresionantes. –Todas las frases son importantes si sirven para algo -digo. –Jodé. Me temo que acabas de pasar a la posteridad. Nos reímos. Me agrada su compañía. Igual consigo permanecer a su lado unas cuantas horas. Lleva un vestido negro, largo, precioso, que deja los brazos al aire. Descubro su espalda desnuda. Se baja uno de los tirantes y me muestra sin recato y para no perder el tiempo con sutilezas, un pecho redondito, duro, moreno. Le beso el pezón, se lo muerdo con delicadeza. –Dime otra frase rotunda. Y así descansas –me dice. –Si dejas para mañana lo de hoy nunca llegas al día siguiente. 241
LUIS Mª ALFARO
–Oye, majo, ¿te crees tú que yo necesito pensar esas excentricidades con este cuerpo que tengo? –y se ciñe las caderas, alejándose al momento perdiéndose entre la gente. –Has hecho llorar a la nena –me dice una de labios muy pintados y de ojos excesivamente negros, que está sentada en un banco de piedra. Seguro que ha salido para aliviarse del mareo. –Me sorprende –digo–. Parece una mujer independiente. –Quizá le hayas pedido algo que ella no te pueda dar. Y yo sí. –¿El qué? –Vamos, ven. La villa del bueno de Aguirre es enorme. Tiene un pasillo largo y un sin fin de habitaciones a ambos lados. Doce o trece. Igual alguna más. Eso en la segunda planta, que luego hay una tercera. La escalera es de mármol. El techo está pintado al óleo, con alusiones mitológicas. Una colección de cuadros figurativos se exhibe en las paredes. Luego, en el segundo de los descansillos, una muestra de fotografías en blanco y negro recoge a parientes más o menos próximos de los anteriores propietarios que Aguirre hace pasar por suyos. Abrimos una puerta y encontramos la cama ocupada. Abrimos otra y lo mismo. Protestan con razón porque les molesta la luz del pasillo. Abrimos otra más y nos disculpamos. Y otra. Y. Tras la última de las puertas, descubrimos a la abuela del bueno de Aguirre postrada de rodillas a los pies de la cama rezando sus oraciones. Tiene cara de alabastro y está como en trance, algo encogida, con los brazos en cruz. Parece como si hubiera mermado de repente. Me da miedo que nos tome por una visión y empiece a proclamar las bondades del cielo en plan histérico y todo eso. Unas cuantas velitas encendidas encharcadas en aceite confieren a la habitación un aire entre fantasmal y surrealista. –¿Te atreves ahí? -dice mi recién conocida compañera señalándome la cama. –¿Y qué hacemos con la vieja? 242
FIESTA DE CUMPLEAÑOS
–¿No te parece una experiencia existencial? Comienza a soltarse el vestido. –Déjalo –le digo–. Me da corte. –¿Por qué? –me dice ella, comenzando a retirar la colcha–. En peores lugares lo habremos hecho, ¿no? El llamado Mendívil aparece de improviso. Dice que acaba de abandonar a su mujer por sexta vez esta semana, y que está necesitado. Me da una palmada de colegas en la espalda. –Podemos llegar a un acuerdo. Si no la quieres tú, me la quedo yo -dice. –No sé qué decir. –Y si no, yo –dice el juez que anda por allí husmeando. –¿Vienes o no vienes? –insiste la muchacha. –La vieja –intento disculparme. –Anda, ya. Lo harás mejor sentado en el retrete. Y solo. Pero baja la tapa para que no te cueles dentro. La pelirroja que ha seguido a Mendívil hasta el piso de arriba, me confiesa al sentirse despechada: –¿Por qué los hombres tenéis derecho a elegir y no las mujeres? –Por los tercios de Flandes –digo yo. –¿Y eso? –Un derecho de conquista. Es cosa de la historia. –Entonces, ¿qué hago yo aquí? Pelirroja de mirada extraña y labios provocativos, me dice que es escultora. Que hace unas cosas guapas que nadie entiende. Le han prometido la compra de una especie de cubo cuadrado algo esférico para un ministerio o una casa de esas que siempre están cerradas. –Ya sabes –me dice sonriendo–, hay gente muy entendida en arte. –Y a la que le sobra el dinero. –Bueno, eso no está mal. 243
LUIS Mª ALFARO
Tiene un proyecto a base de muelles de colchón, que el bueno de Aguirre igual se lo promociona ante una marchante catalana, que es la que maneja todo el cotarro del arte y sus derivados. –¿Vienes mucho por aquí? Le digo que soy como de la familia. Me pregunta qué hago en la fiesta y le digo que celebro mi cumpleaños. ¿Cuántos? –A partir de los treinta cuenta los que quieras. –¿De dos en dos? –Qué más da. Ya tengo uso de razón. Hablamos de su infancia, que por supuesto es muy triste. Como me disgustan las competiciones de tristuras nos arrimamos para no parecer estúpidos. Nos besamos, y llegamos a la conclusión de que tenemos tantas lecturas en común y tantas ansias de superación que estamos hechos el uno para el otro.Así que a partir de esa misma noche viviremos juntos los pocos días que me quede en la ciudad. Me dice: –Si te parece, nos perdemos un rato por ahí. –¿Y qué harás luego cuando me vaya? –Terminaré con todos los jergones de la ciudad. Se ríe y me cautiva su risa franca y abierta. Cuando terminemos la copa jugaremos al escondite. Luego de un rato, Mendívil aparece corriendo. Está algo asustado. Me dice: –Cacho cabrón. Esa que me has cedido es un tío con un buen armamento cargado de matices. –No es posible. –Ahí lo he dejado con la vieja cantando rancheras. –¿Y el juez? –Creo que está tocando el contrabajo. Una de las muchachas, de menos de dieciocho, se introduce en la cocina y pide que le sirvan un vaso de leche. Ha cogido casqueta. Se pone a llorar. Quiere fregar las escaleras para sentirse 244
FIESTA DE CUMPLEAÑOS
útil. Quiere quitar una telaraña que ha descubierto, tender las cortinas. Definitivamente pasamos a la playa, que al fin y al cabo está al otro lado de la calle. Estoy interesado en la vivencia del pasadizo, pero el bueno de Aguirre me dice: –La última vez que fue usado ocurrió cuando lo de los franceses, Goya y toda esa mierda. –Vale –digo–. Imagínate que soy Fernando VII. –Y yo, Godoy, no te jode. Nos bañamos desnudos. El agua está apacible, aunque fría. Pero sólo es la primera reacción. Luego, el rumor de las olas en el silencio de la noche te sobrecoge el ánimo. El faro del acantilado nos envuelve de luz cada veinte segundos. La escultora pelirroja, me dice: –¿Nos alejamos de la orilla? –¿Hasta dónde? –Hasta donde me alcances. –¿Y si no te alcanzo? –Vamos, tonto, que me dejo coger. Comienza un largo en crol. Es una excelente nadadora. La sigo a distancia. Cuando llego a la isla me dice riéndose: –¿Te quedan fuerzas? ¿Te atreves ahora? Me atrevo. La orquestina de mulatos suena dulcemente en las aguas dormidas. Regresamos al salón. Me fijo que uno de los mulatos tiene la nariz chata de boxeador y la cara más tiznada que los otros. Descubro que apenas sabe manejar las maracas. Se mueve bien en la sombra, con cierto aire afeminado, pero con las maracas no se luce. Además, es canijo, poca cosa, peso pluma o welter, qué sé yo. Pienso que en esto de la degeneración de la raza gran parte de culpa la tienen nuestros abuelos por haber permitido el mestizaje 245
LUIS Mª ALFARO
a tantos sementales sin control de calidad. Pero entonces me busco de nuevo en el espejo y me asusto: yo tampoco sé tocar las maracas. Pero no soy mulato. O creo no serlo. El cantante solista ataca una nueva canción: el neguito y la neguita se prometieron para siempre, para siempre, para siempre como si siempre fuera eternidad el neguito y la neguita descubrieron, ¡ay! que siempre el siempre tiene un comienzo y ganas de terminar Suplico a la india que mezcle una pizca del contenido de cada palangana; que dance a Manitú o a quien sea para que se me vaya el dolor de cabeza. Tengo que recobrar las fuerzas gastadas. Unas gotas de pipermín. Cuando la luna llena decide esconderse, los bomberos alertados por los primeros paseantes de la mañana, nos bajan con esfuerzo del árbol a la escultora y a mí, que todavía permanecemos abrazados, como si fuéramos un par de gatos perdidos. Uno de los paseantes comenta que a estos degenerados hijos de rico, de vida fácil, habría que fusilarlos. Creo que no le falta razón.
246
EN EL FRENTE
En el frente Y seguía nevando. Hermano salió a desperezarse fuera de la trinchera, gritó más para hacerse oír su propia voz que por espantar las parejas de cuervos que todas las mañanas merodeaban por las alturas y se puso a auscultar el horizonte con sus sucios prismáticos de campaña. Dijo: –Esa maldita montaña donde se resguarda el enemigo. Y compadre García, que por pastorear rastrojos de civil conocía de escarchas y menguantes, dijo: –Otro día turbio. ¿Será cierto que existe el sol en alguna parte del mundo? Atrincherados en un punto sin retorno, en una tierra desconocida y hostil, un extenso mar marrón de barro y nieve sucia, sin más límite que la montaña levantada en medio como un decorado de cartón, los soldados tenían el convencimiento de participar en un operativo importante. Su última orden recibida antes de quedarse a la intemperie había sido: –Me guarden la posición. Y la guardaban. Vieron después de aceptar la orden, cómo el capitán se dejaba ensalivar las botas antes de iniciar la marcha. Era un tipo singular, capitán de academia, que jamás pisaba un charco sin que antes otro se lo hubiera vaciado. Decían que iba para general, el más joven del mundo, una gloria nacional, de los que duran en el pedestal lo que aguanten los lameculos sujetando sus estatuas. Vieron también cómo sus compadres de compañía, con los pesados mosquetones sobre el hombro y las cartucheras medio vacías, y la última colilla apagada colgando de la costra reseca de sus labios cuarteados, enfilaban en silencio con los mulos famélicos atrás y los oficiales delante, no la previsible línea recta para la con247
LUIS Mª ALFARO
quista de la montaña y el maldito norte de los fríos más terribles, sino sorprendentemente, dirección oeste, donde ni siquiera se divisaba otra arruga que alterara el horizonte plano y donde presumiblemente la primavera llegase alguna vez. Dos semanas hacían ya de la marcha o acaso treinta días. O dos meses. O seis meses. O acaso más. ¿Qué importa? Estaban allí, una retaguardia vigilante, con los suministros enlatados a la espera de calentarlos con meados, los dedos rojos. La despedida ni fue triste ni gozosa. Los que se fueron les envidiaban porque se quedaran allí sin disciplina, en tareas de vigilancia, como espectadores de una comedia de la que dejaban de ser actores principales; y los que se quedaban envidiaban a los que se iban porque de venir mal las cosas siempre podrían comerse los mulos sin temor de perder demasiados dientes. El avance del capitán era poco menos que a la desesperada. Tardarían en volverse a encontrar, porque las expediciones hacia lo desconocido nunca concluyen como comienzan. El capitán llamó a Hermano antes de principiar la marcha, y con la solemnidad de su rango, le dijo: –Le pongo a usted al mando de esta retaguardia de vigilancia porque sabe ser mandado. Y la superioridad admira a los que saben ser mandados. Porque los que saben ser mandados saben mandar si se tercia la oportunidad de hacerlo. Y no me dispare sin necesidad, porque a lo mejor el enemigo carece también de balas. –Lo que usted ordene, señor –dijo Hermano visiblemente emocionado por el honor conferido y más tieso que una camisa congelada. Y el teniente, apuntilló: –No ceda usted jamás ni un palmo de terreno. Antes la muerte que el deshonor y el oprobio. Ni aunque las cosas pinten mal, ni aunque las cosas pinten bien. –Nunca cederé, señor. 248
EN EL FRENTE
–Y vigile la montaña. –La vigilaré de día y de noche, señor. Y el capitán apostilló: –Si tienen que morirse ustedes por la patria, se me mueren. ¿He hablado claro? Ni un palmo de retroceso. ¡Que no les cite en el cuadro por cobardes! –¡No nos citará nunca, señor! –gritó Hermano sublimado. –Pues demandado por la patria queda. Y allí, en una trinchera estrecha y larga como una lombriz dormida, se quedaron sin bandera ni corneta ni insignias de identificación, anónimos como la misma tundra. Cinco y Hermano: el compadre Perales, el compadre García, el compadre Lucas, el compadre Silverio y el cojo Ramón, convaleciente todavía de las malas pulgas de un animal encabritado. Hermano, para distinguirse, a falta de galones, portaba una pistola al cinto, que era como un trabuco antiguo de los que llegan a la rodilla y que de poderse disparar agujerearía hasta el mismísimo centro de la tierra. Apelmazaron la nieve hasta formar un montículo de metro y medio donde a modo de despensa ocultaron las latas de provisiones. Reunió Hermano a los cinco, y dijo: –Nuestra misión es trascendente. Y compadre Silverio, con su grano grueso en los labios que parecía una muela enferma salida a tomar aire, dijo ingenuamente: –Igual la supervivencia del mundo depende de nosotros. –Igual –dijo Hermano. –Igual también la revolución pendiente –dijo compadre Lucas. –Igual –dijo Hermano. Y compadre Perales, en nada visionario, que era de todos ellos el único cazador y trampero, que había sobrevivido a otras nieves, expresó sin ninguna emoción: –Igual nuestra misión no sirve para nada. Para vencer el ulular de los lobos blancos, Hermano dictó como 249
LUIS Mª ALFARO
primera providencia la obligación de que los compadres cantaran cualquier cosa al despertarse, lo mismo canciones viejas de cabarets capitalistas que canciones marciales de soldados que regresan de los brazos de mujeres patriotas que levantan el ánimo y el precio de la penicilina. Todo menos nanas enfermizas que recordaran que ellos, antes de reclutarles para el ejército, habían sido algo de provecho. Uno de los compadres, el llamado Lucas, de civil amanuense, para no aburrirse y por mantener una cierta referencia del calendario, se dio en contar los días por la menos luz de sus noches, colocando una piedra en un hueco abierto en la trinchera horadando el barro con el cañón del fusil. Cuando llevaba siete pequeñas las sustituía por una intermedia y a cuatro intermedias por una más grande, iniciando el mes de la luna, aunque ésta rara vez se exhibiera. El problema es que cuando amarilleaba pálidamente algún día, el deshielo ablandaba de tal modo la tierra que la trituraba haciéndola caer, arrastrando las piedras de la cuenta. Fue el primero en darse cuenta (acostumbrado a estadillos y balances) que los habían dejado al desamparo, casi sin munición, y que parte de las latas contenían unas grageas caquis enormes, de fusil dibujado en el anverso para impedir su trueque, y que lo mismo servían para combatir inexistentes plagas de mosquitos que enfermedades venéreas. Les sobraba agua, pero podría faltarles en semanas algo de morder. Así que Hermano para la tercera semana dio en organizarse, y dijo: –Resistiremos. Como hombre de acción, Perales se tomaba las cosas demasiado en serio como para permitirse el lujo de sonreír, así que anunció: –Me encargo del abastecimiento de comida hasta que las fuentes naturales se agoten. Sabía cómo lacear a los conejos en sus madrigueras colocando unas trampas afines. Se tumbaba en el suelo confundiéndose con 250
EN EL FRENTE
la nieve esponjosa y era capaz de aguantarse la respiración hasta que el conejo confiado extendía sus orejas fuera de la madriguera. En ese momento, lo atrapaba por las patas, le asestaba el golpe mortal, y lo aireaba en la dirección del viento como reclamando ante otros posibles carnívoros (zorros, lobos) su victoria. Cazador experto no le asustaba el lobo (como en los tiempos de furtivo los guardas de los terratenientes), al que no se molestaba en espantarlo sino que dejaba se acercase para tenerlo a mano para cuando llegara la extrema necesidad.Otra vez que regresó herido, dijo simplemente: –Mejor que huela mi sangre fresca para que sirva de reclamo y venga a mi encuentro. Y el día que se cansó de la carne de mulo viejo de las latas meadas, salió de noche y al amanecer despellejó y destazó y desayunó lobo, mientras los otros preferían continuar con los menús oxidados. Hermano había asumido el mando, primero por ser el de más edad, luego por ser el más sumiso, luego por ser el que más guardias se había tragado vendiéndose en el cuartel y luego por ser el que más tiempo arrastraba en la milicia. Reflexivo y silencioso, sabía como todo compadre pobre que el único mérito de la vida es saber perderla y como esa enseñanza no se presta en ninguna escuela mejor procuraba no aprenderla por su cuenta. Así que meditaba los pasos a dar no fueran equivocados, porque para pensar ya estaba el capitán, que aunque no era compadre como ellos provenía de academia. Y si el capitán había ordenado quedarse, se quedaban. Pero cuando el viento rastrero rompió la nieve de la montaña creyó intuir el movimiento táctico del enemigo, de modo que ordenó cuerpo a tierra, con la cabeza asomando por encima de la trinchera como un guisante fuera de la vaina. Sólo permitió que Perales por su importante misión especial, abandonara la trinchera en calidad de abastecedor para adentrarse por aquella tierra donde 251
LUIS Mª ALFARO
los escasos arbustos de ramas roñosas no superaban la altura de un hombre. La guerra había comenzado hacía muchos años atrás, tantos que podía decirse que existía desde siempre. Era como el pecado natural de un pueblo venido a menos que mantenía una hidalguía ya inmerecida. En las escuelas siempre se enseñaban los gloriosos hechos pasados para obviar los desencantos del presente. Todos recordaban de niños la entrada de soldados en el pueblo. Entraban, se revolcaban por los pajares, requisaban la comida, se emborrachaban y se marchaban. Nunca se quedaban mucho tiempo para no tener que reparar los puentes por ellos mismos rotos ni levantar las escuelas por ellos mismos derruidas o dar nombres extraños a los niños nacidos meses después. Lo mejor de la guerra (se consolaba por ejemplo el cojo Ramón por las noches para darse calor a base de buenos pensamientos) es que forma excelentes médicos, cirujanos especialmente, que por dedicarse exclusivamente al hilvanado de soldados terminan aprendiendo a enderezar cuerpos torcidos. Estaba convencido que su pierna astillada volvería a caminar con la frescura anterior si dieran por salir de allí algún día. Gracias a este pensamiento y otros afines podía dormirse plácidamente incluso en su turno de guardia. Que aquel era un país pobre, lo sabía todo el mundo. Que era un país orgulloso, también. Que en aquel país pobre había muchas haciendas ajenas a defender con la vida, también y ese servicio a los demás engrandecía su moral de combatientes: luchaban por algo concreto, nada de ideales inalcanzables ni de lisonjas poéticas. Hermano supo expresarlo en el mismo momento de asumir el mando temporal: –Por encima de todas las cosas está el servicio a la patria. Y esa sí que es una frase impactante y muy real, de las que gustan citar los enseñantes antes del recreo en las escuelas. La montaña estaba en el mismo sitio todos los días al levan252
EN EL FRENTE
tarse. Nadie la cambiaba de noche. Un grano perverso erigido por la esquiva naturaleza para ocultar las divisiones enemigas. Algunas veces a través de los prismáticos de campaña, Hermano creía descubrir desplazamientos extraños, y sentía la arrogancia de atacar de improviso, cogiendo al enemigo posiblemente descompuesto en las letrinas. Pero la realidad es tozuda: contaba sólo con cinco hombres, porque él por ser mando dejaba de inmediato por ley natural de ser tropa. ¡Y con cinco hombres, y uno además cojo, no puede nadie lanzarse a conquistas épicas dejando la trinchera vacía! Las órdenes del capitán además no admitían interpretaciones sesgadas. Formaban una retaguardia de observación y no una línea de choque. Así que decidido a aguantar la posición dedicaba el día a desplazarse por la trinchera con las manos en la espalda, como un pensador angustiado por el futuro. Pero un día, a la vuelta con otro lobo sobre el hombro, Perales anunció: –En la montaña no hay nadie. Y detrás, tampoco. Hermano se sobresaltó. –¿Cómo lo sabes? –inquirió ansioso–. Hay una legua de distancia. –La que he caminado a la ida y desandado a la vuelta. Y dejando caer al animal abatido sobre el fondo de la trinchera para destazarlo sin prisa, anunció: –Te comunico que por terminar con los últimos conejos y las últimas urracas la última hembra vaga desnutrida con la camada hambrienta. Se me va a acabar también a mí pronto la comida. –¿No hay más conejos? –No los hay. –¿Y córvidos? –Ya no vuelan. –Aún conservamos las latas. 253
LUIS Mª ALFARO
–Para quince días –dijo compadre Lucas–. Y eso si los gusanos no habitan en alguna de ellas. Dijo entonces Perales: –Os obligará el hambre a compartir lobo conmigo. –Eso nunca –dijo compadre Silverio, y corroboraron los demás. –¡Quince días! –suspiró Hermano–. Quince días pasan rápido, pero para entonces ya habrá regresado el capitán –añadió con tan poca convicción que nadie se molestó en rebatirle. Si algo se inculca en la milicia es que los mandos nunca abandonan a la tropa. Está escrito en los anales de todos los regimientos del mundo. Por eso, y por la evidencia de los meses transcurridos, compadre Lucas se atrevió a sugerir: –¿Y si la guerra se hubiera acabado ya? –¿Qué quieres decir? –peguntó muy molesto Hermano. –Que al capitán le haya cogido la noticia acuartelado y en otro destino y no pueda regresar a por nosotros. –Tonterías. Volverá. El mando es el mando, deberías saberlo – sentenció secamente Hermano, y montaron sin más hablar el turno de esa noche. Cenaron sopa de hierbas y raíces. Compadre Silverio, como mancebo de un tipo al que en su pueblo le habían cedido el nombre de una plaza por su habilidad con emplastes y sanguijuelas, tenía conocimiento de la preparación de brebajes ásperos, que lo mismo servían para fumar que para convertirse en el caldo oscuro que calentaba los cuerpos fríos. Pero raíces tampoco quedaban y lombrices escaseaban. Pronto la sopa de la cena sería exclusivamente de agua de nieve manchada. Decidieron desde entonces hablar justo lo preciso, para no gastar saliva, porque las palabras que se dicen a veces por el frío ni se escuchan. Tenían los ojos habituados a la noche, cada vez más grandes, cada vez más oscuros como los ansiados tazones de chocolate. 254
EN EL FRENTE
Compadre García para espantar sus silencios silbaba quedamente. Era como un siseo, algo casi imperceptible. Como había pastoreado siempre, desde su juventud conocía el juego de estrellas del firmamento y su posición exacta. Sólo que por aquel telón oscuro ninguna se asomaba para orientarle. Esta vez silbó con la fuerza del pastor que reclama al perro organice las ovejas, y el silbido inesperado heló el ánimo al compadre Silverio, que por estar de guardia pensó lo peor y volviéndose rápidamente le apuntó temeroso de que fuera atacado por la horda asesina. –¿Quién va? –gritó–. Santo y seña. –Soy tu compadre García. Ni sé el santo y se me ha olvidado la seña. –¿Qué buscas? –preguntó nervioso. –A Perales –dijo García. –Está por ahí, afuera. –Por eso he silbado. Perales prendió la especie de colilla, recostó la cabeza sobre el brazo izquierdo y expulsó el humo asociado más a manzanilla que a miel. García, le preguntó: –¿Es verdad que te has acercado a la montaña? –La he subido. –¿Y qué hay arriba? –Lo mismo que aquí abajo. –¿Y más allá? –Lo mismo. –Más allá de la montaña ¿tampoco cambia el color de la tierra? –Tampoco. Es una llanura triste, igual que un mar quieto. –Entonces, ¿nada? –Nada. –¿Has visto alguna estrella? –Ninguna. –¿Una pequeña, un punto de luz para orientarnos? –Olvídate. 255
LUIS Mª ALFARO
–¿Ni siquiera la Polar? –Ya no hay estrellas. Se fueron. –¿Y luna? –Ya no hay luna. Se fue también. –Entonces, ¿estamos condenados? –Lo estamos. –¿Y esto es el infierno? –Lo es. –¿Y el cielo no existe? –Nunca ha existido. Compadre García pareció meditar unos segundos. Luego, dijo: –¿Qué nos espera a nosotros? – La locura. –¡No quiero morir! –¿Merece la pena ser inmortal? –Eso, tampoco. –Entonces, mejor duerme y descansa. –¿Y el capitán? ¿Crees que alguna vez vendrá a rescatarnos? –Ya conoces la respuesta. –¿Por qué no guardáis silencio de una vez? –gritó entonces Hermano. Y su gritó sonó a desgarro y a sufrimiento. El cojo Ramón tenía una muchacha bonita en un pueblo del sur, que seguramente respetaría su ausencia. Dieciocho años, grácil como una mariposa, dulce como un pastel de crema, elegante como un largo vestido rosa que deja asomar un cuello aristocrático y limpio. Pensamientos verdaderos. ¿Dieciocho años? Igual veintitrés ahora. O más. De tanto pensar en ella, notaba que se le iban difuminando los rasgos de su rostro. Aquel cutis suave, aquellos ojos avellanados igual realmente eran ya redondos, y las mejillas saludables igual se iban encogiendo poco a poco, enfermándose de ausencia. En la distancia (y en el tiempo) los recuerdos se funden como el hierro en el horno, y las cosas se transforman y se complican. En el frente, como en el amor, no hay 256
EN EL FRENTE
dudas pero tampoco certezas absolutas, confías porque necesitas hacerlo, pero sólo cuando la vida de tus compañeros depende de tu fortaleza, comprendes que si el turno de imaginaria corresponde a otro, mejor, por si acaso, es que no te duermas. Esperó a que el compadre García concluyera su confesión para abordar a Perales. Le dijo: –Yo no he nacido para hacer reverencias. –¿Qué pretendes decirme? –Que me ahogo. Perales le miró indiferente. El cojo Ramón, dijo: –Un tipo como tú seguro que tiene futuro. Eres el único entre nosotros que lo tiene. Nada te ata. Ni siquiera la esperanza. Seguro que en cuanto puedas te largas. Pero yo ya no puedo ir a ninguna parte. Perales se dio la vuelta para adoptar una mejor postura. El cojo Ramón, se cambió también a la otra pared de la trinchera. –Tengo una novia bonita que me espera. La más guapa del mundo. No quiero que se haga vieja esperando. Quiero que si alguien sale de este barro le diga que su novio cojo sueña que cuando está con ella se le cura la cojera. Sólo eso. Perales se tomó unos segundos para contestar, luego dijo: –¿Dónde reside? –Siempre guardo su dirección en mi bolsillo. Y añadió lúgubremente: –El día que te vayas busca en mi bolsillo, lo mismo si estoy dormido que muerto. –Lo haré –dijo Perales. –Y yo donde quiera que esté juro que te lo agradeceré, compadre. Hermano se despertó un amanecer sin luz con una congoja que casi le impedía respirar. Dijo que había soñado con un destello, una especie de relámpago en un cielo sin estrellas. Oteó el uni257
LUIS Mª ALFARO
forme horizonte con sus prismáticos de campaña, y no vio nada en absoluto. Podían estar sumergidos en una noche de seis meses como de seis días. Oscuridad. Y punto. Perales ni se inmutó. Fue el único que ni se molestó en hacer ademán de amolar la bayoneta. –Es la fiebre del mando –comentó–. Sucede cuando asalta la duda. –El capitán está al llegar –dijo Hermano impetuoso, como si necesitara rebatirle al momento–. Aseguro por mi honor que es así. Doy fe de su palabra. El capitán ha tenido contratiempos. Seguro que ha sido sorprendido por el enemigo y ahora se está rehaciendo. ¿No escucháis sus pasos? Compadre Silverio, confesó en voz baja: –Tengo mujer e hijo. ¿Alguno de vosotros tiene mujer e hijo? –El capitán está al llegar –dijo Hermano–. Siento que se aproxima. Compadre Lucas retiró el trozo de tocón con el que cerraba la oquedad abierta en el barro y contó por curiosidad las piedras de los meses, sumó con los dedos y contó las de las semanas, volvió a sumar con los dedos y ya contó las de los días. Como las cuentas se empeñaban en no cuadrarle, repitió por dos y tres veces la operación. Al final, dijo: –Creo que hemos cambiado otra vez de año. Y entonces, compadre García sin pensárselo dos veces comenzó a cantar una canción vibrante, de las que contienen mucha rima, y menos letra que ritmo, nada semejante a las bucólicas que acompañan la soledad de los pastores en los rastrojos. Y cuando comenzó a saltar, como saltan los borrachos, es decir, poseído de un extraño frenesí, dándose una palmada violenta en las pantorras hasta dolerse, todos también comenzaron a saltar, dándose palmadas menos Hermano y Perales, que miraban taciturnos su desenfreno sobre el barro helado, olvidándose de la guerra y de sus obligaciones. Perales, confesó entonces en privado a Hermano: 258
EN EL FRENTE
–Se ha acabado el suministro de comida. –A ti, no. Creo haber escuchado esta tarde un lobo cercano – dijo Hermano con los ojos bien abiertos. –Imposible. A la hembra hambrienta la cené ayer. –No debes preocuparte –dijo entonces Hermano–, el capitán está a punto de aparecer. Cuestión de horas. Está buscando el paso del río helado, porque hay un río helado, ¿lo sabes, verdad? –Sí. –Está al llegar. –Seguramente –dijo Perales. –¿Ves? Sólo hay que esperar con ansiedad. Lo que alguien espera con ansiedad termina sucediendo. ¿No lo crees así? –No –dijo Perales. Siguieron en silencio el baile, hasta que, por fin, el cansancio se adueñó de las voluntades de los compadres. Se sentaron de nuevo en la trinchera y Silverio repartió los últimos cigarrillos elaborados con pelo de lobo y hojas de arbustos y los restos aplastados de las grageas. Fumaron despacio, cada uno envuelto en sus ensoñaciones. El humo se escapaba perezosamente hacia la mancha que en algún tiempo había sido cielo, como si estuviera despidiéndose para siempre de los compadres. Compadre García fue el primero en romper la melancolía. Dijo: –Cuando acabe la guerra volveré a un sitio donde el silencio no exista. Con silencio creo que jamás podré volver a vivir. Compadre Lucas, dijo: –El día que me licencien me olvidaré para siempre de los números. ¿Para qué sirven? ¿Alguno de vosotros sabe para qué sirven los números? Compadre Silverio, dijo: –Ya no soy de ningún sitio. Odio la sangría de las sanguijuelas. Estaré demasiado consumido por la amargura como para aguantar los problemas de las gentes. El cojo Ramón, dijo: 259
LUIS Mª ALFARO
–Lo misterioso de los futuros maravillosos es que terminan convirtiéndose en pasado sin haber sido nunca presente. Entonces te entran ganas de llorar y si no lo haces es simplemente por vergüenza. Compadre Perales, dijo sin ninguna emoción: –Yo sólo aspiro en estos momentos a comer mañana y si hay días siguientes también los días siguientes. Se levantó, escupió la hebra, fue mirando lentamente uno a uno a los ojos como si quisiera despedirse de ellos, y se sentó algo alejado, donde nadie fuera a estropear sus pensamientos. Hermano entonces, dijo: –Cuando termine esta maldita guerra buscaré una ladera abandonada para llenarla de árboles. Plantaré manzanos y almendros, media docena de cerezos. También nogales, altos, rectos, fuertes. Y castaños. Hizo una pausa, miró al suelo, y añadió: –Para recordaros pondré nombre a cada uno de mis árboles: Silverio, Lucas, Ramón, García, Perales. Les llevó un tiempo localizar los cuerpos sepultados bajo la espesa capa de nieve. El capitán dejó que le ensalivaran de nuevo las botas humedecidas, antes de acercarse a la trinchera. Allí se llevó el pañuelo a la boca al descubrir horrorizado las mutilaciones sufridas por los cinco cuerpos. Dijo: –Pobres desgraciados. Los lobos se han ensañado con ellos. El teniente se cuadró como solía hacerlo, y dijo: –Creo que dejamos seis de vigilancia. Falta un sexto cuerpo. –Ni se molesten en buscarlo –ordenó el capitán–. Los lobos lo habrán arrastrado lejos. ¡Mejor si hubiera muerto al lado de sus compadres! Se medio santiguó antes de añadir: –Además, no tenemos tiempo que perder, no podemos retrasar la marcha. 260
EN EL FRENTE
–¿Qué hacemos, señor, con los muertos? –Que recojan su identificación, que se comunique a sus familiares los actos heroicos por los que han sucumbido, concluya el oficio con los vivas reglamentarios, el honor a la patria y todo eso, y no se entretenga en darles sepultura, porque los carroñeros antes o más tarde con el deshielo los desenterrarán para darse un último festín con lo que queda de ellos.
261
LUIS Mª ALFARO
El viejo político EL VIEJO POLÍTICO DE FRASE ENCENDIDA SE REFIERE POR FIN A LA GENÉTICA Y A LA RANURA DIGÁSTRICA DE LOS CRÁNEOS NATIVOS. SOMOS DIFERENTES, PROCLAMA.
3. Al abrir la puerta se encontró con el punto de mira de la pistola. No tuvo tiempo de reaccionar. Acaso una mueca de asombro. Abrió estúpidamente la boca. El vestíbulo se tiñó de sangre. Esparcidos por las paredes, los trozos húmedos de cerebro comenzaron a descender lentamente hacia el suelo. Las cejas se incrustaron violentamente en la puerta. Tres días más tarde continuaban todavía allí. 1. Aunque el autobús viajara repleto, bastaron dos encapuchados para desalojarlo. Vamos, hostia, deprisa. Unos momentos de desconcierto. Algunas mujeres protestaron. No hay derecho, dijeron. Ya está bien. Los encapuchados insistieron: vamos, deprisa. Aparentemente, no portaban armas. Pantalones vaqueros, camisa negra. Una botella de gasolina en la mano derecha. Alguien amagó un forcejeo suave. No me toques. El encapuchado le dijo: déjate de hostias, que vamos en serio. Esto no es un juego. El conductor apenas opuso resistencia. Siguió estrictamente las normas de la compañía. Le quedaban un par de años para jubilarse. Ya tenía bastantes sustos encima. Avisó primero a la central. Luego, atravesó en la calzada el autobús sin brusquedades, como si fuera de rutina. Guardó con cuidado la recaudación en la cartera de cuero y retiró el cuadernillo que contenía el control estadístico de viajeros. Dijo: ¿sois los mismos del otro día? Tranquilos, ¿eh? 262
EL VIEJO POLÍTICO
Yo soy un trabajador más. Yo no me juego el pellejo por la empresa, no voy de valiente, ¿eh? La primera vez ya me disteis un susto de muerte que me tuvo un mes de baja. Vamos, hostia, deprisa. El conductor se alejó silbando: pura rutina. Se hizo paso entre la gente que contemplaba expectante la escena desde la acera. Al doblar la esquina, volvió unos segundos la vista atrás. Pasarían todavía diez minutos o veinte o media hora hasta que apareciera la policía con su parafernalia de sirenas, a pesar de que la casa consistorial, con sus municipales de guardia, se encontrara a menos de setenta metros. Tenía tiempo de sobra para fumarse un cigarrillo. Lamentó que el autobús fuera de los nuevos, porque se conducen mejor que los antiguos. Al encapuchado le costó asimilar aquella circunstancia imprevista. Un viejo de rostro apergaminado se aferraba al asiento como si en ello le fuera la vida. Idos a tomar por culo, les espetó el viejo con rabia. Venga, abuelo, lárguese. Yo he hecho la guerra y a mí no me movéis de aquí. Idiotas. A ver si tenéis cojones para quemar el autobús conmigo dentro. Vamos, abuelo, bájese de una puta vez. No nos haga perder el tiempo. Que os den por culo, niñatos de mierda. ¿Qué hacemos? preguntó uno de los encapuchados al otro. Entre los dos intentaron mover al viejo del asiento. Dejadme en paz, cabrones. Un tercero apareció de repente. Subió por la puerta delantera. Estaba irritado. ¿Qué coño pasa? Venga, dijo. Ya hemos perdido bastante tiempo. Hay que terminar enseguida. Esto es ridículo. Esta momia, que se niega a bajar. Venga, moveos, rápido. ¿Qué hacemos con el viejo? Dadle dos hostias, sacadlo fuera como sea. Vamos, vamos. Prended fuego al autobús. Hostia, rápido. Venga, apremia el tiempo. Venga, viejo, hágase el héroe en el asilo. Dejadme en paz, cabrones. 263
LUIS Mª ALFARO
A José Bienzobas le vino el pronto difícil. La vida le había estampado demasiadas gotas de mierda en la cara para aguantar aquello. El rostro del viejo se dibujaba perfectamente tras el acristalado ventanal del autobús. El viejo permanecía allí, impasible, agarrado a su orgullo, sentado en el asiento, con una solemnidad provocativa. Sin dudarlo un instante, José Bienzobas salió corriendo de la marquesina, atravesó la barrera de gente y alcanzó a sujetar en el momento oportuno el brazo del encapuchado. Éste se volvió sorprendido. ¿Qué haces, tío? Suéltame. Al encapuchado le costó reaccionar todavía unos cuantos segundos. No estaba preparado para eso: nunca nadie se les había enfrentado hasta ahora. Intentó desasirse sin acierto. José Bienzobas le zarandeó como a un pellejo. El encapuchado sintió como un fogonazo de vergüenza en la sangre. Logró pasarse a duras penas la botella de gasolina a la mano libre y amenazó con estrellársela en la cabeza. No debió hacerlo. José Bienzobas le asestó la patada donde más duele. Luego le arrancó la capucha. A José Bienzobas se le encogió el alma. Aquello era jugar con ventaja. Apenas dieciocho años o diecisiete o dieciséis. O quince. O menos. O todavía menos. El muchacho le miraba confundido desde la impotencia, como si no comprendiese nada. ¡Le habían desnudado la cabeza y con ello acaso la vida! Quizá esperaba la descarga final sobre su rostro desnudo de una de aquellas manos grandes, ásperas, pobladas de vello negro, cansadas de acarrear sacos de cemento. Pero José Bienzobas se limitó a aflojar la presión y a decirle: lárgate y que no te vea más, gilipollas. Gilipollas. Vete al colegio a estudiar, niñato, imbécil. José Bienzobas sintió entonces un golpe duro en la espalda y otro seco en la nuca, que sonó como si alguien le rompiera una 264
EL VIEJO POLÍTICO
nuez sobre la cabeza. No perdió en ningún momento el conocimiento pero le temblaron las piernas y el mundo le vio arrodillarse humillado sobre el asfalto. Un nuevo golpe le alcanzó el hígado. La punzada salvaje de las botas martilleó varias veces su cuerpo. Un tipo de mirada huidiza y rostro crispado salió de la oscuridad de un portal y ordenó a los encapuchados: dejadlo, hostia, ya le daremos más tarde lo suyo, terminad ahora pronto con esto. La cortina de espeso humo negro comenzó a confundir de noche al cielo. Desde las esquinas próximas la gente asistía impasible al trepidar de las llamas. Tardaban en aparecer los bomberos. José Bienzobas intentó sin fortuna ponerse de nuevo en pie. Un dolor sordo y salvaje le consumía por dentro. Escupió un cuajarón de sangre. Quería alcanzar el autobús. Tenía que salvar al viejo. Comenzó a arrastrarse por el suelo. Uno de los encapuchados le frenó en seco, aplastándole la cabeza contra el asfalto. Entonces fue, minutos antes de emprender la huida, cuando el muchacho al que había desnudado el rostro se le acercó un instante para decirle cargado de odio: ponte a rezar, hijo de puta, que en seguida iremos a por ti. Iremos a buscarte. Cabrón. Iremos a buscarte. José Bienzobas jamás podría olvidar ya durante el resto de su vida el rostro apergaminado de aquel viejo ardiendo como un sello de correos. 2. La joven periodista estaba aturdida. Le costó encontrar la pequeña cámara entre los objetos de su bolso de mano. Algo se le cayó al suelo. Hizo una, dos, cuatro fotografías. Las hizo recostada contra la pared, sin usar el flash. Intentó otra más. Como medida de precaución se ocultó en seguida. Los sucesos ocurren tan rápidamente que es imposible participar en ellos. Dudó que todas 265
LUIS Mª ALFARO
salieran bien. Tenía la respiración entrecortada. Miró a un lado y al otro. Ocultó la cámara. Tuvo muy cerca a uno de los encapuchados. Y sintió miedo. Un reportaje excepcional. Había conseguido que le admitieran en prácticas. Una compañera de carrera trabajaba de dependienta en una panadería; otra, de camarera en un restaurante. De no haber conseguido aquellos tres meses, se habría apuntado a una oenegé. Está segura que no ha entendido bien. Le cuesta comprenderlo. El director le ha dicho: claro que estamos obligados, pero este tipo de noticias las damos siempre por el resumen de agencia. Nada de reportajes ni grandes titulares. Hay que evitar la crispación y el efecto contagio. ¿A quién quiere convertir en héroe? ¿A un desgraciado? Es usted demasiado joven para entenderlo, señorita. Y demasiado joven para hacer tonterías y arriesgar su vida. No vuelva a hacerlo. La joven periodista intenta una pequeña protesta. ¿Cuánto tiempo lleva usted aquí? Dos semanas, dice la joven periodista. ¿Cuánto le queda? Dos meses y medio. Recuerde jovencita que cada día que pasa, desgraciadamente no vuelve. Limítese a entrevistar a cocineros y cantantes para coger soltura y mejorar estilo. Dentro de dos meses y medio podríamos incluso plantearnos la renovación de su período de prácticas. Una de las fotografías está algo velada. Las otras, no. En una de las fotografías, la joven periodista descubre el rostro deformado y sufriente del viejo dentro del autobús. El director le dice: tómese mañana el día libre, y descanse. Y olvídese de lo sucedido. Y si no puede dormir acuda al ambulatorio a por un somnífero. 3. Un silbido repentino, penetrante. Un ruido seco. Sólo eso. Apenas unos segundos. 266
EL VIEJO POLÍTICO
La mujer dijo: eran tres. Cálmese, señora. Una pinta de carmín en los labios. Dos chicos muy majos, muy educados subieron hasta el piso. Se había cruzado con ellos en la escalera. Seguro que eran dos. Se estira la falda que la gordura empuja por encima de la rodilla. Otro estaba abajo, en el portal. Sí que me pareció muy joven y algo intranquilo. ¿Cómo iba a suponerlo? ¡Dios mío, qué horror! Tres jóvenes seguro que de buena familia, señor. Muy educados, de muy buena pinta. Quiero decir que no iban sucios ni nada por el estilo. Tampoco vestidos como esos que van hablando de Dios por las escaleras. ¡Santo cielo! ¿Sabe usted lo que le digo? Claro que escuché el sonido del timbre, y luego un silbido y un ruido seco. Quise enterarme de lo que sucedía pero el chico del portal me dijo que saliera y me empujó fuera. No puedo decirles más. Me puse muy nerviosa y casi me tropiezo y por poco me caigo. Es posible que ni siquiera fueran ellos. ¿Cómo voy a saberlo? Yo no sé nada. Quiero decir que no he visto nada. No, no, seguro que si los veo de nuevo ni siquiera los reconozco. Tocaron dos veces el timbre, como el aviso convenido de alguien que te conoce. Bastián a veces curioseaba por la mirilla, pero esta vez no lo hizo. Sería el vecino, que vivía solo como él, o acaso alguno de los vendedores de enciclopedias que se aprovechan del automático del portal. Las cosas que van a suceder nunca le suceden a uno. A veces ni siquiera le salpican. Suceden, simplemente. Los noticiarios siempre hablan de otros. Las noticias siempre se refieren a otros. Otros son los otros. La edad convierte la vida en hábito. Los periódicos están siempre llenos de otros. Abrió la puerta confiadamente. Humeaba todavía la colilla dentro del cenicero de la salita. Aunque vivía solo desde hacía algunos meses, la casa mantenía un cierto orden. Fue una ruptura amistosa. Su mujer un día le dijo: me voy al pueblo. Sobraron el resto 267
LUIS Mª ALFARO
de palabras. Bastián lo achacó a la ausencia de hijos; ella, al agobio de una ciudad cada vez más extraña y más revuelta. Aquí tengo el trabajo, dijo él intentando retenerla. Allí también puedes buscarlo, contestó ella. El periódico extendido por las páginas de deportes. Uno era más alto. Quizás un poco desgarbado. Sí, un poco desgarbado. Bastián cayó lentamente. En sus uñas quedaban restos del papel pintado de la pared, como si hubiera buscado un último apoyo antes de que se le nublara para siempre la vida. Todavía sus ojos abiertos denunciaban al mundo su tremenda sorpresa. Sólo puedo decirle que eran jóvenes, dijo la mujer que se había topado con los presuntos en la escalera. El del portal más que los otros dos. Y que no podría reconocerlos. ¿Quién iba a suponerlo? Era muy abierto. Nunca le notamos malas compañías Un hombre normal, fíjense ustedes. Hablaba con todos. Es inexplicable. Me lo encontraba a menudo en el supermercado y en la carnicería. Estaba separado. Viudo, no; separado. Nos dio mucha pena que se separaran. La mujer, un encanto. Creo que se marchó a su pueblo. El policía movió un palmo el cuerpo con la punta del zapato. Y se puso a describir el escenario. Estaba avisado el juez de guardia. En la escuela inculcan la importancia de no omitir detalles. Ese cuadro torcido, esa mancha en la pared. Su compañera le dijo: está claro. Ha abierto la puerta sin ninguna precaución. Y le han cazado. Sabían lo que se hacían. Son profesionales estos tipos. El policía dijo: A bocajarro y con una frialdad insultante. Su compañera tenía el pelo rubio. Era bonita de verdad. Ese cuadro torcido, esa mancha de sangre. Desde luego, no se lo esperaba, dijo el policía. Dejen libre la escalera. Un poco de aserrín. 268
EL VIEJO POLÍTICO
Tardaría tiempo en disiparse el olor de la pólvora. La sangre huele al mezclarse con la pólvora. Aunque se desvanezcan las imágenes queda el olor atrapado muy dentro. El policía insistió. Requería datos para rellenar el atestado. El jersey rojo remarcaba todavía más los pechos redonditos de su compañera. Alguien tenía que haber escuchado algo, porque aquel cuerpo pesado necesariamente habría hecho ruido al caer. Anotó una vez más las respuestas en el cuadernillo. Preguntó señalando la puerta de al lado: ¿quién vive ahí? Una vecina dijo: se llama José, vive solo, es un hombre muy amable, y es extraño porque a estas horas siempre se encuentra en casa. Igual está fuera. No, no creo que se encuentre enfermo. Pulsó el timbre para corroborar sus palabras. A José Bienzobas se le encogió el ánimo. Contuvo cuanto pudo la respiración. Todavía le dolían las múltiples heridas de su cuerpo. El policía estaba cosido materialmente a la puerta. Podía escucharle. El timbre sonó renqueante durante toda una eternidad. El rostro del policía deformado por la mirilla se le antojó cuanto menos fantasmagórico y casi cruel. Arqueó un poco el cuerpo buscando el ángulo preciso para descubrir el resto del rellano. El cuerpo de Bastián estaba allí. Alcanzó a ver sus pies y el charco de sangre. No tuvo ninguna duda: era su vecino, le habían confundido con él. Con la amargura reflejada en los labios, comprendió entonces que lo único que le quedaba por hacer era emborracharse. 4. Pronto se formó un grupo de gente en la acera de la casa. Circulen, circulen. ¿Qué ha pasado?, preguntó una mujer a otra. A uno que han matado. Sería chivato. O traficante de drogas. Ya se sabe que estos no pasan una, que no perdonan a los que corrompen a la juventud. 269
LUIS Mª ALFARO
Le han dado su merecido. Sería chivato. Uno de esos empresarios que roban. Le han dado su merecido. Que se joda. El muy cabrón algo habrá hecho. EL VIEJO POLÍTICO GUARDIÁN INMACULADO DE LA ORTODOXIA DICE: NADIE DE FUERA PUEDE VENIR A DAR LECCIONES DE HONESTIDAD A NUESTRO PUEBLO.
d
270