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El Puyazo de Talavera

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El puyazo de Talavera

(Relato ganador del XXII Premio Club Taurino Mazzantini, de Relato Taurino, 2015)

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Era el tiempo en que picadores y subalternos se hospedaban en casas particulares. Por ejemplo, en el número 22, en un primero sin ascensor, en la calle que une las dos iglesias, allá en el barrio viejo, donde por las noches los susurros surgen de los callejones y a los borrachos los serenos a duras penas consiguen encauzarlos a sus casas.

Rosiño se movía a trancas con su pierna encogida y sus muchos años colgando de unos ojos tristes y cansados. Limpiaba todos los días el puesto de la pescadería al cierre de las tres y luego, en la semana de fiestas, allá se iba a saludar a los antiguos compadres con la chaqueta de punto sobre la camisa de manga corta escondiendo avergonzado los olores del pescado. –El peligro del picador no está en el toro sino en el caballo –confesaba a los niños hambrientos de ojos sorprendidos, que aguardaban la salida de los banderilleros a la altura del portal.

El llamado Varitas, que era como de su quinta o casi, le recibía con aprecio los días que le tocaba corrida, invitándole a fumar y compartir recuerdos. Habían coincidido en demasiadas plazas para no guardarse el respeto y una buena amistad, aunque nunca hubieran pertenecido a la misma cuadrilla. Eso es lo bueno que tienen los años, que van colocando amigos en todas las ciudades.

Agosto, un día luminoso de los que se reclaman entradas de sombra en la reventa, el calor húmedo que impide secarte el cuerpo entero. Varitas miró intranquilo el reloj de péndulo del saloncito donde esperaban, y dijo: –En menos de diez minutos está aquí. –¿Y si no viene? –dijo uno de los peones. –Vendrá –afirmó sin titubeos.

–¿Fue tan bueno? –le preguntó uno de los nuevos, al que los años todavía no había dejado compadres con los que saborear nostalgias. –El mejor. –¿Mejor que tú, Varitas? –El mejor –dijo escuetamente y se fue a buscar por la ventana el cielo azul agresivo de la tarde.

Fue el picador del cuarto en una de esas tardes irritables, condenada por la maldición de la sangre a no olvidarse jamás, cuando el toro se revolvió enfermo de furia y cargó contra su caballo como si no existiera nadie más culpable de sus vergüenzas en el mundo. Empujó encelado, clavando las pezuñas traseras en la arena, con una fuerza jamás vista, hasta que le descabalgó en la misma barrera. Rosiño cayó con el caballo encima, como si fuera una plancha de plomo, las espaldas aplanadas en las tablas y la vara astillada por la mitad. La pierna ya no le encajó nunca bien en su sitio y el miedo, que muerde como un perro rabioso, hizo el resto. Se le negaron los contratos, y la vida que nunca enmienda los rotos le empujó a mendigar otra profesión. Desde entonces, como una amante estúpida, la absurda cojera le acompañaba y con ella las risas de los chicos al verle contrahecho y deforme.

Esa tarde de corrida se acercó al 22 con otro ánimo; subió las escaleras medio gastadas a paso corto, con cuidado para no caerse, con el recelo de un pirata perdido, asustado, al tiempo que rememorando las mil mentiras de las batallas con las que se va justificando la existencia. Ya era mayor para limpiar de aspereza las verdades pero no tanto como para dejar de ensoñarse todavía con sus comienzos como mozo de caballos y con su primera salida al ruedo, aquel día castellano, de sol seco y perezoso, en que se le pegó la saliva y le temblaron los labios. –Fue por la feria de San Pedro –decía–. Y San Pedro me ahormó el toro.

Salió del trance como pudo en aquella ocasión, emborrachada

de sudor la chaquetilla bordada en oro. Luego vinieron derribos y revolcones y demasiados sustos. Y la admiración por la templanza de los caballos al disimularse muertos ante la aprensión dolorosa de las gentes. Y el maldito día que siempre acecha y no se cansa. Y que llega porque está escrito que tiene que llegar.

Todavía quedaban colegas en activo. Uno de ellos, Varitas, comentó en voz muy alta a los compadres más jóvenes, nada más verle acercarse por el pasillo: –La mejor puya que he visto en mi vida la dio éste. Fue en Talavera. Tenerle el respeto que se merece un maestro. –¿Te acuerdas todavía? –preguntó ingenuamente Rosiño, con los ojos chispeantes y la boca abierta. –Me acuerdo. ¿Quién puede olvidarla? –Era un zaino enculado. –Malo como el diablo que llevamos dentro. –Malo, muy malo –repitió Rosiño. –Con muy malas ideas. Resabiado. –Miraba de reojo como las malas hembras. –Y como los hombres con dobleces. –También. –Una tempestad que se arrancó de lejos. Y allí estaba éste –dijo Varitas muy firme, señalándole– marcando la puya donde hay que marcarla. Con sus cojones. Bajándole los humos con elegancia. –Como se hacen las cosas que se sienten –afirmó Rosiño ufano de la hazaña. –Se te obligó a saludar la plaza puesta en pie.

Suspiró. Era un toro segundón, de los que el mayoral quita importancia para tranquilidad de la gente, pero con un poder suficiente en los cuartos traseros para intentar enlutar la tarde. ¡Qué difícil que en la plaza se aplauda a un picador!

Varitas estaba tocando con las manos el retiro. A pesar de los cuidados fuera de temporada, seguía cogiendo centímetros cada año. Lo notaba en la chaquetilla, en la respiración cada vez más

fatigosa. Se sentía demasiado mayor para pastoreos de invierno. Un par de temporadas más. Lo apalabrado. El de la botica al graduar la báscula solía decirle: –Cualquier tarde me desinfla usted al caballo.

Sin embargo, Rosiño se mantenía igual: pequeño, estrecho, en huesos. –¿Cómo te va? –le preguntó mientras se vestían para salir camino de la plaza. –Va. –¿Siguen los dolores? –Los físicos son los que mejor se soportan. –Poco mejorarás la pierna con las humedades. –Reparto también a las casas de comida, con los chicos poniéndome zancadillas. –Si serán cabrones. –Lo son. –También hemos sido nosotros chicos. –Y muy cabrones. –Venga, que se hace tarde. No te despegues de mí. Te sientas conmigo en la Lechera y te vienes cogido de mi brazo a la plaza, que quiero que sepan todos que lo que fuiste eres. –Gracias, Varitas por tu confianza. –Las que te mereces, Rosiño. –Gracias otra vez. –Dáselas al Cartones por dejarse atropellar por una moto.

Se persignaron después de acompañarse en el último Padrenuestro.

Bajaron los picadores despacio con el castoreño puesto y el barboquejo dado, arrastrando sus botas de buzo por la escalera de madera, de peldaños estrechos y poco altos, con las monas y las gregorianas de protección debajo de la calzona de gamuza. Se aferraban al arambol para no desplomarse. Los picadores son gente algo más mayor que los peones de brega. Más pesados, se

mueven lentamente como muñecos de plomo, con andares de marioneta.

En el portal, a la espera del viejo autobús, echaron en silencio un par de caladas profundas al pitillo mal enhebrado con papel amarillo.

Rosiño se puso en medio de la cuadrilla para que no se hiciera tan visible su deficiencia. –¿Cómo te sientes? –le preguntó Varitas. –Como un niño meado. –Esa es la ansiedad –dijo uno de los peones jóvenes.

Rosiño intentó la sonrisa mostrando los dientes torcidos, y guardó silencio.

De ocre pálido, casi un blanco sucio, la Lechera llevaba adosada en su parte posterior una escalera metálica necesaria para alcanzar la baca, donde fuera de temporada viajaban las garrafas de leche y las sacas de patatas y en temporada los descoloridos baúles con los capotes de faena, fucsia y amarillo, el botijo y los estuches de los estoques de cuero sobado y descosido, y las maletas de los subalternos.

Los muchachos se colgaban de la escalera, en un equilibrio arriesgado, intentando colarse en la plaza sin pagar entrada. Alguna vez algún celador los perseguía por entre las calles del barrio viejo, haciendo sonar insistentemente su silbato. La Lechera con sus ruedas estrechas y su motor asmático iba despacio, solemne, espantando con su claxon enfermo a las gentes apelmazadas en las esquinas. Dentro de la Lechera, los picadores y subalternos parecían auténticos condenados conducidos a la fuerza al cadalso. Rígidos y serios, como encadenados a unos asientos incómodos de madera, a la espera de escuchar la sentencia de la suerte. A través de las estrechas ventanas enturbiadas por el polvo, se dibujaban sus rostros sin emoción y la mirada vacía de unos ojos perdidos y lejanos.

En las proximidades del hotel, a una señal convenida, el con-

ductor del autobús hizo sonar de nuevo el claxon, momento en que el maestro, entre los aplausos de los aficionados congregados en la calle, salió presuroso del vestíbulo con su empaque de triunfador, de ídolo del mundo, la muleta doblada y montera en mano. Circunspecto, la mirada buscando en el suelo las claves de la tarde y la sonrisa apagada anunciando la hondura del inmediato encuentro. Con el apoderado y el personal de confianza subió a la ostentosa Rubia, una ranchera enorme, alquilada, de marrón y beige pálido, y de chasis niquelado y brillante, habilitada para suavizar los largos recorridos de las noches cortas del verano.

La Rubia entonces se puso delante de la Lechera, y encabezó la curiosa comitiva camino de la plaza, como una alguacililla rica, chula y presuntuosa.

Esa misma mañana en el desayuno del bar les llegó la inesperada noticia del descalabro del Cartones. El dueño, que con los platillos de jamón había conseguido más fama que como novillero de los de mucho miedo y poca suerte aunque llegara incluso a debutar con caballos, al limpiar con el fraile las esquinas altas del techo había hecho saltar por error un ojo de los de cristal de la vieja cabeza de toro y allá que se andaba desesperado buscándolo para no perderlo por entre las patas de las mesas para que no pareciera la cabeza desorejada ni tuerta, cuando abrió la puerta el recadero con su camisa grande y su pantalón encogido y sus zapatos de otro número y la legaña pegada más grande que una verruga intrusa. Intentó el muchacho trabar con el patrón y al verlo por el suelo también decidió agacharse por aquello de repartirse algún beneficio de lo perdido. Dijo: –Busco al Varitas. –En la mesa del fondo lo tienes.

El muchacho levantó la cabeza. Y dijo: –¿Quién es? –El más gordo de los cuatro. –¿El de la camisa a cuadros?

–El más gordo, ya te lo he dicho. –¿Quién me llama? –dijo entonces Varitas, volviéndose con el cigarrillo en la boca.

El recadero se le acercó. –Que se vaya usted para el hotel ahora mismo, que el jefe le espera. –¿Pasa algo? –Pues seguro que sí, pero no me lo sé con certeza. –Y si extiendes la mano de pedir y yo te la lleno, ¿sabrías algo más? –Pues cómo no, a veces de repente la cabeza recupera los olvidos.

Dejó de inmediato Varitas las fichas del dominó y la primera copa de orujo de la mañana sin terminar sobre la mesa y cariacontecido dijo entonces: –Malo. –¿Te acompañamos? –le preguntaron los compadres. –Al jefe mejor lo toreo solo. –Tú mismo. – Nos vemos luego.

Y malo fue.

Sucedió el accidente a esas horas madrugonas en que uno está ausente de sí mismo porque flota sin dirección, lo mismo por una calle para arriba que por una calle para abajo. A Cartones le privaba calibrar el vareado de la lana de los colchones ajenos amaneciendo lejos de su propia cama. Poco bullicioso, más bien silencioso, pero con aguante, si una hembra se aproximaba a cederle la esencia de sus perfumes, aunque fueran fragancias limpias de colonia de baño, allá se iba ciego como un autómata a explorar los nuevos olores, sin importarle los contagios pasados ni los venideros. Fue la moto de uno más turbio que él que iba embistiendo al tiempo para ganarlo, la que le alcanzó en una de las esquinas sin luz, dejándolo en reposo vestido de momia egipcia en el hospital.

Como ya no había tiempo de que viniera alguien para cubrir la baja, Varitas nombró a Rosiño. Obvió el apadrinamiento, porque tenía un currículo. –No parece buena solución –le espetó el apoderado, removiéndose inquieto en el sillón de cuero del hotel. –No se me ocurre otra –dijo Varitas de pie, como si estuviera de audiencia. –Pero, coño, ¿no hay nadie más por aquí? –El alguacilillo es barbero, por si gusta saberlo, y trapero el acompañante; pocos más hay que sepan dominar un caballo. –Entonces, ¿qué hacemos? –Es lo que hay.

El apoderado pareció meditar un rato largo. Pegó una chupada al cigarro y el perezoso humo gris se dispersó por el aire. Una señora tosió, el apoderado entonces pegó una nueva chupada para que se supiera que allí se tosía porque a él le daba la gana y la espesa nube pastosa revoloteó indolente por encima de sus cabezas. –¿Estará por la labor? –preguntó algo vencido. –Intentaré convencerle. –No me gusta. Y lo que no me gusta me disgusta. –Una tarde pasa rápida. –Sólo una tarde, ¿eh? Para salir del paso. –Así se lo diré. –¿No se lo hará en los pantalones? –dijo entonces mordaz el mozo de estoques, que también ejercía de confesor, propio y lo que fuera menester.

Diligente y limpio, pequeño de estatura, aunque musculoso y poco agraciado, con una barba cerrada difícil de rasurar, el mozo sabía de lo que hablaba. Llevaba permanentemente encima un reloj de cadeneta heredado de su padre, que también se había pateado las plazas de cuadrilla en cuadrilla, contando chascarrillos y babeando las maledicencias. Meticuloso con sus aperos, a los que quería más que cualquier cosa en este mundo, limpiaba él mismo

con reverencia los capotes, cepillándolos con un cariño infinito. Había tenido que ocultar muchos orines para callarse la boca. Jamás nadie podría recriminarle no tener a punto las herramientas. –Le entró el miedo muy dentro –dijo de nuevo–, muy hondo, que soy testigo y encima otros me lo juraron. Y esa enfermedad tarda años en curarse. La pierna es una excusa, porque desde arriba los riñones del toro no se frenan ni con resignaciones ni con fatalismos, lo jodido es el miedo. –Y el orgullo perdido –dijo el apoderado. –Tan jodido lo uno como lo otro –dijo el mozo. –Todos tenemos miedo –dijo Varitas. –Eso para los romances de viudas –dijo el mozo con descaro–.A ti el toro ni te angustia desde que cumpliste los quince y te escapaste de casa, ni te ha vuelto chalado. –Pues igual me quita todavía el sueño, ya lo ves tú. –Vamos, Varitas, que roncas como un cerdo.

El apoderado pidió un nuevo café, esta vez solo y fuerte, sin achicoria. Tomaba tres o cuatro por la mañana, pero tras el del almuerzo ya no consumía ninguno otro hasta el día siguiente. El café le rompía las tibiezas dejándole despierto para abordarse los pensamientos. –Venga, Varitas –terció con aire preocupado–, haz lo que tengas que hacer. Que el tiempo corre y la hora se aproxima. –Vendrá –aseguró. –Dile que es por el reglamento, que lo necesitamos para guardar puerta –añadió el apoderado–. Los favores se agradecen, díselo también. –Así se lo diré. –Y si el toro se desorienta y le busca, déjalo aclarado que ni un picotazo, ¿eh? ¡Ni tocarlo! –Comprendido. –Solamente por un día, ¿eh? –Entendido.

–Coño –dijo el mozo de estoques, intentando disculparse–, si le quedan cojones y le veo rehecho como hombre ¿por qué no darle un abrazo?

En el piso superior del edificio de arenisca se encontraba la pescadería, con sus puestos alquilados por el ayuntamiento. Unas escaleras exteriores sometidas en invierno a las inclemencias del tiempo, conducían directamente a la planta de baldosas blancas siempre inundada. Las mujeres subían despacio las escaleras de piedra, las desgastadas todavía no rotas, con sus bolsas de tela y el pan en la mano. Algunas, las más mayores, se obligaban a detenerse en el primer descansillo, a tomarse un respiro, disimulando antes de atacar los últimos escalones. Abajo, por la calle estrecha y aislada, circulaban lentamente algunos vehículos.

Dentro del edificio, la algarabía era tremenda. Al ruido de las cajas de pescado arrastradas por el suelo, se unía el concierto de las voces estridentes ofertando la mercancía. Como en un zafarrancho de combate premeditado, había un ir y venir continuo del personal con sus mandiles blancos impermeables. Se molestaban, se insultaban, se empujaban los empleados por las prisas, regando el suelo sin cuidado en cualquier dirección, salpicando el agua con sus botas de goma.

En los puestos, una treintena aproximadamente formados de manera rústica por unos entablados de madera para elevar a las vendedoras por encima de los clientes, la mercancía se exponía casi viva, colocada sobre superficies de hielo picado. Pescadillas, merluzas, congrio, lubina, pulpo, sapo, rodaballo, nécoras, almejas.

Cuando el pescado venía con el ojo turbio y la agalla poco fresca, se le cortaba la cabeza para vender el lomo y la cola por separado, y encima a más precio.

La fábrica suministraba el hielo en barras. La operación de picarlo con el martillo o el cincel llevaba también su tiempo.

Separados entre sí por apenas unos metros, entre los puestos

los había incluso adosados, que por un lado pertenecían a un titular y por el lado posterior a otro. A veces, si en uno gritaban seis, la pescadora contraria clamaba cinco noventa y cinco y además más fresco y con el reclamo de entrado en la lonja de madrugada.

Generalmente estaban regentados por mujeres de mediana edad, con jerséis cerrados debajo del mandil y el cuello vuelto hasta arriba para evitarse molestias de garganta. Chillaban frenéticamente como si con sus gritos pretendieran asustar a los pocos hombres que se acercaban a hacer la compra. Los viernes y las vísperas festivas, se dejaban acompañar por sus maridos, menos gruesas que ellas y de rostro enjuto y aire tímido y sacrificado, a los que dejaban la tarea de desescamar a cuchillo el pescado y envolverlo en papel duro para ganancia en el peso.

A veces alguna clienta, decía: –Límpiamelo tú, Marisa, que ese marido tuyo no sabe.

Entonces, la pescadora daba sin miramientos un empujón al hombre hasta sacarlo casi del puesto, cogía con soltura el cuchillo, lo amolaba, extraía la raspa y cortaba la cola. –Los maridos son unos inútiles –gritaba–. Si no fuera porque nos calientan la cama en invierno por los cojones que íbamos a tenerlos a nuestro lado.

Entonces se volvía al hombre, y le ordenaba: –Venga tú, panoli, prepara por lo menos el pedido del bar.

Y el panoli avergonzado empezaba a contar las gambas que luego en el bar servirían a la gabardina.

Esa mañana como a las doce sonó el teléfono negro como una maldición y la pescadora lo cogió con sus manos ásperas y frías. –¡Rosiño! –gritó con todas sus fuerzas– ¡Que te llaman! –¿Es a mí? –preguntó incrédulo. –¿Tú eres Rosiño, no? –¿Seguro que es para mí? –¿Qué coño te pasa? ¿Estás sordo o te duele otra vez la puta pierna esa de los cojones?

Rosiño dejó rápidamente el garfio con el que arrastraba las cajas de pescado, se secó las manos en el mandil, procuró no salpicar con sus andares difíciles a las clientas que aguardaban turno, subió al puesto y descolgó aterrorizado el teléfono. Varitas le dijo de sopetón y a modo de saludo: –Tengo algo para ti.

La vida son caminos que se desbrozan entre días tristes y otros engañosos, con más silencios que esperanzas. Sabía Rosiño de todo eso y de que los años no abren puertas sino que las cierran. Gozaba como único consuelo para poder sobrellevarla con los recuerdos de las cada vez más lejanas tardes de gloria, que ahora, al paso del tiempo, se le antojaba finita, quebradiza, frágil, estrecha, porque cuando se acaba (y a él se le había acabado) anochece para siempre.

Aquella tarde aciaga en que el caballo le desobedeció colocándose de mala manera fue el comienzo de su infortunio. Nada le había vuelto a ir bien. Las puertas que se cierran una vez difícilmente se abren otra.

No sabría acertar el por qué, pero antes de terminar el saludo ya se le habían agolpado de repente el carrusel de imágenes de las buenas tardes, ese cuaderno sepia de hojas manoseadas donde se almacenan en cascada los recuerdos. Había sido algo importante, sí, señor, alguien a quien se le invita a olivas y vermú, que puede irse si lo pretende con mujeres de cuellos sin arrugas, tipos a los que un aficionado a su paso da un codazo a otro para suscitar su atención. –¿Estás todavía ahí?

La voz gruesa de Varitas le devolvió a la realidad. –¿Para qué dices que me llamas? –preguntó Rosiño ingenuamente, como si en realidad necesitara la confirmación de que no se trataba de un error.

Al otro lado del teléfono, Varitas insistió: –Que no nos da tiempo de buscar reemplazo, así que te vienes esta tarde conmigo.

–No sé si podré –intentó humildemente la huida Rosiño. –Alegas allí que se te revuelven las tripas, un corte de digestión y todo eso, que desocupas de mala manera, y te doblo en la plaza, ¿vale? Sólo estás de figurante que el tenor soy yo, oye, y tú a cubrir puerta, de primera, con entrada principal. –Igual tengo que pensarlo. –¿Desde cuándo filosofas? Las cosas que se piensan se enquistan en la cabeza. Se toma una decisión ahora o no se toma nunca. Esto es como el viento sur que si se refrena termina el día en agua. –Es que no sé qué decir. –Pues ya tardas.

Volvió Rosiño amargamente de la ilusión: la pescadera gritaba histérica a sus espaldas: –¡Hay mucho personal esperando para andarse de cháchara, cojo! ¡Que es para hoy! Muévete. Manda a la mierda a ese amigo tuyo. Que llame cuando no moleste. Ahora estás trabajando. Venga, inútil, ¡ponte a mover el culo!

O le dolió el alma o fue el incipiente reuma, pero Rosiño se vio como muy abajo en la escala de hombre. Intentaba a veces, en la soledad de su cama, convencerse que ya había trepado lo suficiente por la cucaña de la vida, rozando casi el premio del respeto, cuando algo siempre le hacía resbalar otra vez estrellándose de nuevo contra las baldosas enfermas del suelo. Era paloma, era cucaracha. Las mujeres de la cola le miraron con cierta complicidad, rayando en el desprecio. ¿Quién podría ver en él algo más que a un perdedor tullido? ¿Quién recordaba el puyazo de Talavera? Colgó bruscamente el teléfono, cogió el garfio y comenzó nervioso a arrastrar de nuevo las cajas, pero una neblina cansada, de esas que se pegan como moco a los ojos comenzó a enturbiarle la vista.

La pescadera gritó de nuevo: –Venga, Rosiño, que es para hoy, cojones. ¡Que estás dormido! Que te pago para que trabajes, inútil.

Según dieron las dos se dio en recoger con prisas. La pescadera tenía abono sacado para todas las corridas y por tanto tenía también prisa para mudarse y depilarse los erguidos pelos sueltos que le rondaban la boca. La semana de la fiesta los puestos cierran antes. Para y media, sin meterse nada en el estómago, Rosiño se acercó al malecón a contemplar los veleros dormidos por la mar en calma. La raya del horizonte, ese labio de cielo que besa delicadamente al mar, atempera las inquietudes y concentra las ansiedades, invita a los hombres que aprendieron de niños a soñar, a perderse en las aguas que nunca son iguales y sí eternamente cambiantes.

Las olas siempre rompen contra la roca con más o menos violencia, la rompen o la lamen, pero siempre retroceden como vencidas para revolverse valientes e intentarlo de nuevo. Vio un carguero dibujado donde muere el mundo, las gaviotas vigilantes. Cerró los ojos. La brisa comenzaba a humedecerle suavemente los labios.

Abandonó el malecón, seguía indeciso, había dado su palabra, pero las palabras se borran. Pidió un bocadillo en un bar y bebió un vaso de agua. Estaba a tiempo de regresar sobre sus pasos, ¿pero qué tenía detrás? Así, tan de repente. Con las manos en los bolsillos, perdido y confuso, tenía la sensación de encontrarse en ese preciso momento solo en el mundo, solo y desnudo. Varitas era un buen hombre y a Varitas había dado su palabra. Sin quererlo se topó con la primera de las iglesias, la que acota la ciudad por el mar. Rondaban por allí otra vez los muchachos, los que le llamaban cojo, los que se reían de él, los que le ponían la zancadilla. Unos pasos más y alcanzó el número 22.

El conductor de la Lechera con más pergaminos estampados en su rostro que un libro viejo, dijo al ponerse de nuevo al volante: –Que haya suerte. Que la tarde no venga desproporcionada. Y que a la vuelta traiga los mismos que llevo.

–Que así sea –dijo uno de los banderilleros. –Amén –dijo otro. –Así será –dijo Varitas.

Rosiño hizo el trayecto en silencio, contemplando la ciudad con otros ojos distintos. Las calles ya no eran iguales. Las caras menos ahogadas, los edificios menos altos. En los cruces, cuando la gente se acerca a espiar por los cristales, miraba al infinito, con ese aire de importancia y solemnidad y de resignación de los condenados a muerte.

Descendió con dificultades de la Lechera, visitó la capilla con todos, y ayudado por la cuadrilla montó rápidamente en el percherón para pasearlo despacio por el patio. El caballo, manso y aburrido como un colegial en la primera hora de clase, se dejaba llevar. Comenzó a sentirse seguro al dirigirlo sin problemas. Olía a establos, maderas, arena, estiércol, a tierra removida. Nadie podría reconocerle en la distancia. Varitas le hizo un gesto de complicidad al ponerse a su lado, y descubrió en su rostro cincelado por los pesares una extraña metamorfosis.

Sonó de repente la música, y los dos alguacilillos, con más de un siglo sumando edades, amagaron una cabriola de lujo sin excesiva fortuna.

Ya en el paseíllo, con cierta altivez en la mirada, Rosiño buscó la localidad ocupada por la pescadera. Allí estaba de verde, con unos collares exagerados alrededor del cuello abierto, hablando con unos y otros, braceando como una verdulera. No era mala persona, en realidad, maleducada y soberbia, sí, con el maldito genio vivo incontrolable que se transforma inesperadamente en un rosario de insultos. Nunca podría la deslenguada imaginarse que él, el tullido, el pobre hombre, estaba allí en medio de la plaza, agrandado, más bonito que un san Luis, en lo alto del mundo, enorme, trascendente.

Al tercero de la tarde Varitas le castigó con más oficio que clase. Si tenía que taparle la salida se la tapaba sin problemas, todo antes

de que el toro le hiciera un feo dejándole en evidencia. Rosiño no perdió detalle, y cuando el toro salió del lance desconcertado y recorrió el anillo con ganas de pelearse también con él sintió como una pena profunda no poder probarse aunque fuera con un picotazo de defensa.

Varitas, dijo al bajarse del caballo: –¿Bien? –Le has pegado algo fuerte –dijo con timidez Rosiño. –Eso es mejor que rodar como un ovillo –dijo Varitas.

Encendieron un cigarrillo mientras los peones cubrían los otros lances. –¿Cómo te encuentras? –le preguntó luego Varitas. –Entero –dijo Rosiño. –Con el gusanillo dentro, ¿eh? –Más que gusanillo un lagarto. –¡Qué bueno has sido, Rosiño! –¿De verdad así lo crees? –Un espejo. El mejor.

Echaron la calada juntos. Fumaban tabaco negro, del que mancha menos los dedos. Y así se estuvieron un buen rato. A Varitas le costó juntar las palabras, pero al final dijo: –¿Por fin vas a ponerte malo? –Quiero salir –Rosiño confesó con vergüenza en voz muy baja. –Mira que me lo estaba temiendo. –Lo necesito, Varitas. –¿Estás seguro? –Lo necesito más que el comer. –Mira que tengo que ocupar tu lugar, que me la juego. –Quiero salir. –Tú mismo.

Cambiaron las cabalgaduras. Varitas le dijo: –Recuerda que es el sexto. Acuérdate de despedirte del presidente. Y no me dejes en evidencia.

Rosiño se santiguó, musitó el último Padrenuestro y salió muy entero al ruedo.

Fue el momento en que se le quedó la mente en blanco, casi paralizada. Todos los ojos concentrados en su persona. Era como encontrarse perdido en medio del desierto. El toro retenido junto a las tablas, y él avanzando lentamente a su lugar de destino. Allí estaba la gente, la pescadora, el animal, las vergüenzas, el orgullo, la vida. En tropel le vinieron las cosas buenas y las malas, también los amores, los malos y los buenos; los que no son ni siquiera amor y los que lo son. Las oraciones, las que se dicen y las que se olvidan. Los deseos, las envidias. Los recuerdos. La maldita infancia que se empeña en regresar a trompicones. Las oportunidades perdidas.

Al ponerse frente al toro se le fueron al instante las humillaciones pasadas. Estuvieron así, como dos púgiles en el cuadrilátero, tanteándose con respeto durante unos segundos intensos, con la plaza en silencio, ocultándose las intenciones. Rosiño movió entonces el caballo, adelante, atrás; un bailecito de jinete experto; se encontraba tan a gusto que incluso se dio en lucirse dándose sin temor la vuelta completa. Citó con la voz al toro con descaro. Avanzó un paso más. Y el toro se arrancó.

Al término de la corrida, la banda de la plaza recorría media ciudad para asentarse definitivamente en el kiosco de la música, para el concierto de pasodobles, que casi enlazaba con los fuegos artificiales y los espectáculos al aire libre de la media noche en la terraza del ayuntamiento. El director, un tipo alegre, al que más que dirigir con la batuta le privaba mover sus hechuras, a la mitad del concierto hacía un receso para dirigirse a la audiencia. Dijo lo mismo que en otras ocasiones: –La corrida ni fu ni fa, aunque un poco más fa que fu.

Y se entregó al nuevo pasodoble.

La pescadera se movía nerviosa. Era viernes, la gente hacía cola desde primera hora. Gritó:

–¡Rosiño! ¿Qué cojones estás haciendo? ¡Ven a ayudarme!

Rosiño se acercó despacio al puesto. Tenía el cuerpo molido, los ojos caídos. Le dolía la pierna más que otras veces. Había dormido pocas horas y encima mal. Si no se había emborrachado la víspera poco había faltado. Lo malo de la bebida es que aturde las ideas. Estaba convencido que el licor todavía se le escapaba por la comisura de los labios: se pasaba la lengua, sabía a menta. La pescadera gritó para dejarlo en evidencia: –¡Eres un inútil, Rosiño! ¡Con los años que llevas aquí y todavía no sabes hacer tu trabajo! ¡Inútil!

Rosiño miró la punta afilada del garfio. Se apoyó en una columna para no caerse. Le temblaban las manos. Se acercó a la caja de pescados. La mujer volvió a gritarle a sus espaldas: –¡Inútil! ¡Alcánzame la mercancía de una puta vez! ¡Qué es para hoy!

Fue a trabar la caja, pero antes de engancharla con el garfio, se volvió a la mujer y la vio muy lejana, con la boca abierta, gritando, descolorida, sucia, moviendo los brazos como amenazándole. En otra dimensión. Seguramente le estaba recriminando algo delante de las clientas, que él no estaba en condiciones de comprender.

Miró entonces Rosiño de nuevo el garfio, y lo vio brillante, afilado, suficiente, adecuado para clavarlo en la agalla y arrastrar el bonito hasta el mostrador. La pescadora seguía con su revoltijo de insultos, gritando y gritando. Rosiño con el garfio en la mano recordó el último consejo de Varitas: “Hay que rebajar el orgullo al toro para que el toro no rebaje el tuyo. Por dignidad, Rosiño, por dignidad." Y sin quererlo se percató entonces que la pescadora llevaba curiosamente esa mañana el cuello abierto sin los collares. Demasiado blanco. Demasiado desnudo. Demasiado desnudo y blanco.

En otra plaza, esa misma tarde, el mozo de estoques dijo a Varitas: –¿En qué piensas?

–En su puyazo de Talavera. –El de ayer tampoco fue malo –Todavía fue mejor el de Talavera.

Nota.

Relato ganador del XXII Premio “Club Taurino Mazzantini” de Relato Taurino, fallado en Laudio/Llodio (Alava) en Noviembre de 2015.

Se publica con autorización de la organización del premio, al amparo de la cláusula 8 de las Bases del Concurso.

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