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Vivalavirgen
Vivalavirgen
Al simple de Aranegui le apodaban Vivalavirgen. Estando acodado en la barra de un bar filosofando sobre el color cucaracha mestiza del vaso de vino, un día se personaron sudorosos los municipales. Uno de ellos, después de recuperarse del sofoco, reclamó la atención de los presentes: –Buscamos una pareja de desaliñados que creemos se han escondido aquí ahora mismo. ¿Alguien los ha visto entrar?
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Y Vivalavirgen sin pensarlo dos veces, dijo señalando a los del fondo de la barra: –Esos son.
Y cuando los llevaban detenidos, el tabernero le dijo: – Esos lo mismo llevaban aquí la media hora. –¿Y qué? Los policías no lo saben –contestó tan tranquilo.
Así de simple era Aranegui. Campechano, sobrado, zumbón, pletórico, alegre. Un tipo de ventas, apuestas, tascas y tabernas. Decía cualquier cosa en cualquier sitio como si las palabras le sobraran y tuviera necesidad de repartirlas a suertes, como los naipes de la baraja. –Soy un hombre sistemático –gritaba al mundo subido a un noray del puerto para demostrar con su absurdo equilibrio que esa vez no estaba más bebido de lo habitual.
Y como ni el salado de Zubeldia ni el sacristán parece entendían el mensaje, añadía: –Sistemático quiere decir que soy un tipo con conocimientos.
Alardeaba de sus múltiples trabajos anteriores, satisfecho de que de todos le hubieran echado. Decía, por ejemplo, que había sido carbonero, y lo mismo era verdad. Por ejemplo, que había estado cinco campañas de redero en el bacalao y que por eso comía carne. Que también contratado de pastor, segando hierba, talando árboles, recogiendo patata, recolectando fresones en la vendimia francesa.
Zubeldia, su amigo del alma y con el que echaba los cánticos a las altas horas de la noche, lo admiraba profundamente: –¡Eres un gran hombre! –Lo soy, claro que lo soy. Y tú también. –Y yo también –afirmaba con rotundidad Zubeldia, antes de pasarse ambos los brazos por los hombros para darse más fuerza a la voz.
Era además muy de irse a putas y alternando para no encapricharse con la misma. Se pegaba tres fanfarronadas, un par de cánticos solitarios, eructaba peligrosamente y estrenaba nueva cama la noche de sábado
Cuando el sacristán de la parroquia, tan borracho como él, se lo encontraba tirado en los soportales de la dársena, le decía: –Búscate una mujer que te sujete para que no te caigas. –¿Mujer buscar, yo? ¡Preocupaciones voy a coger ¿o qué?! –Una decente; una que cuando tengas fríos los pies te caliente la bolsa de agua. –Fríos los pies nunca tengo yo. –Pues una que te ponga paños de vinagre en la frente cuando te duela la cabeza. –La cabeza no me duele nunca. Ya ves. –Una que te emboque la frazada cuando se te caiga la ropa de la cama. –Es que duermo sin manta. –Jodé. Una que de verdad te quiera. –¡Ah, no! De esas, ni mentar. Si quieres ser mi amigo, de esas ni hablar. Son las peores. Zubeldia dice que salen muy caras. –Piénsatelo. Ya tienes una edad y los años vuelcan sal al puchero y luego la comida no hay quien la digiera.
Después de reflexionar un rato, encender un cigarrillo y fumárselo entero, confesó al sacristán: –Coño, de comidas bien sabes tú, que ningún cura delgado hace misa. Igual algo de razón tienes. Dejaré de acudir al mueble cuando encuentre una mujer que me llene el corazón.
–Muy grande tiene que ser esa mujer porque tu corazón es muy grande –dijo entonces el sacristán enriqueciendo su vena poética. –Sí que el corazón lo siento grande, sí –dijo Aranegui– y lo noto como que quiere salir, pero nunca se sale el muy cabrito.
El consignatario lo tenía contratado para la estiba del puerto, por ser de sobra el más bruto del barrio y muy capaz de sustituir a la grúa estropeada. Decían incluso que había detenido desde el foso una vez un montacargas con la cabeza.
Anchas las espaldas, cuello macizo de levantador de piedras, brazos de leñador, firmes como columnas góticas, y una cara salpicada de hoyitos rojizos a juego con sus ojos medio verdes y medio inocentes, Aranegui medía el uno setenta y mucho, pero visto de frente, en el quicio de la puerta, en la penumbra de una habitación, lo mismo aparentaba dos.
Desde las recomendaciones del sacristán, proclamaba orgulloso los lunes a la mañana: –Yo soy libre y para que me ate una, buena hembra ha de ser.
Y Zubeldia, le replicaba: –¿Una mujer atarte a ti? ¡Y yo que lo vea!
La patrona, que se llamaba doña Engracia, le cobraba el alquiler los sábados, a las doce, que es cuando suena el cañoncito que da paso a la sirena que avisa de la llegada puntual del mediodía. Aguardaba a la puerta del consignatario y según salía con el sobrecito marrón se lo quitaba de las manos, lo abría, retiraba su parte del alquiler y unos picos más, y se lo devolvía: –Tienes pagada la semana, y un sobrante para la cartilla. –Es usted una bruja. –Lo que soy es una buena madre. ¡Tu madre tendría que hacerte esto! Cuando asientes la cabeza y te cases, te devolveré la cartilla de la Caja para que tengas para pagarte un buen traje.
La señora Engracia había heredado un primero de una tía fallecida sin testar. El piso contaba con cuatro habitaciones, un meadero y la taza, y un cuarto con bañera. Eran los tiempos de la
guerra, y la señora Engracia, solterona, sin novio con el que cartearse por culpa de un desengaño con el capataz del silo, se había venido del monte a ayudar a la tía al quedarse ésta coja por un mal traspiés al varear la lana de un colchón húmedo. La coja, que tenía más experiencia en hombres, le enseñó a tratarlos como si fueran deshecho, poco menos que mercancía averiada. A golpes. Nada de amistades ni de cariños ni de sonrisas ni de conversaciones indecentes. Con su armadura de mujer áspera, pero enorme, decía a quien quisiera oírla: –Todos los hombres son pendencieros y puteros, y los que no lo son hoy lo serán mañana. Está intrínseco en su naturaleza.
La señora Engracia, gracias a su tía, aprendió a desnudarlos cuando llegaran borrachos, y a meterlos a empujones en la cama. Acaso por ver tantas vomitonas y asistir a tantas lloreras y a las condenas sociales y a las necesarias prevenciones a adoptar para no despertarse con un bombo inoportuno, nunca tuvo apetencia por ninguno y ninguno de los inquilinos tampoco por ella, y ahora pasado su tiempo menos. La excepción la constituía Aranegui, que por verlo tan simple, tan bien dotado y tan inocentón sentía como una cierta compasión hacía él o quizá más bien una cierta curiosidad por saber lo que la vida podría depararle.
Un día, le dijo: –Eres un desgraciado. –Razón lleva usted. Lo soy de lunes a viernes. –Y el sábado, peor. –¡Ay, señora Engracia! ¡El sábado soy el rey del mambo! –Una buena mujer necesitas tú para ser rey también de lunes a viernes. –Dudo que de esas existan. –Hay que buscarlas. –Igual buscarlas ya se busca. Lo difícil es encontrarlas. –Ya te voy a traer yo una, pues. –Una, poco me parece a mí. Igual mejor dos.
–Una que valga por dos. Una con remango. Que te restriegue la piel para sacarte los picores. Ya sabes. De pueblo, de las acostumbradas a ordeñar lo mismo una vaca que un buey. –Pero a prueba, ¿eh? Que la mercancía se cata antes de comprar. –¿Y si quiere catarte ella la tuya?
Aranegui se quedó meditando lo mismo veinte segundos. Le pareció un golpe bajo. –¿Qué quiere decir usted? –Que igual sólo sabes ponerte arriba y empujar. –¿Qué pasa? ¿Eso ahora no es suficiente o qué? –Las mujeres quieren otra cosa.
Aranegui se asustó. –¿Qué otra cosa? –Tienes que lavarte, tienes que cortarte el pelo, darte colonia, mostrarte sensible. –¿Sensible dice? ¡Lo que faltaba! Ahora hasta limpios hay que llevar los zapatos para irse con una mujer. No te jode. ¿Cómo va a ser uno feliz con tantas obligaciones? Mejor me quedo como estoy. –Con Zubeldia. –Ese hace buenas risas. –Y mejores purés para cuando te quedes sin dientes y él como es más viejo que tú se encuentre ya en el asilo.
Aranegui estaba un poco confuso. Es que los lunes no le iba demasiado bien. Los lunes comenzaba con la cartera vacía y el cuerpo un poco cansado. Si no entraba un maderero, vale, pero si ya desde la primera hora tenía que prestar sus espaldas y sus riñones, la jornada se tornaba desagradable. Y este lunes hasta el práctico había abjurado de la mala suerte porque el carguero venía con la línea de flotación en peligro.
La señora Engracia era una fuente de realismo. Dijo: –Las mujeres llevan el gobierno de la casa y como sufridas que son se conforman con que el marido las acaricie.
–¡Acariciar! ¡Si sabré yo! ¡Bien que acaricio los sábados! –Y las digan palabras bonitas. –¡Palabras bonitas! ¡Qué tontería! Mucha cursilada me parece a mí lo que hablamos. –Por ejemplo, “te quiero”. –¿”Te quiero” es una palabra bonita? ¿Quién coño va a decir esa tontería una noche de sábado? –Es lo que dicen los maridos a las mujeres. –Así terminan empujando ridículos el cochecito y limpiando el culo de los niños.
Entonces, la señora Engracia elevó la voz y dijo: –¡Una mujer buena te voy a traer para ti, y no hay más que hablar! –¡Pero que sea virgen! –Virgen lo será.
Precisamente de esta conversación provenía su apodo, porque el simple de Aranegui lo contaba todo y porque ese mismo atardecer en la sociedad donde cenaba, levantó el porrón más alto que nunca, y dijo: –La bruja esa que me acuesta cuando voy borracho va a buscarme una virgen para mí solo.
Y el salado de Zubeldia, que trabajaba de relojero a pesar de su diabólica ceguera (veía lo que le daba la gana), exclamó: –Que te la presente a la luz, con mucha luz, que las que vienen del monte recomendadas suelen estar averiadas. –Pues ésta es virgen de nacimiento. –¡Santo cielo! ¡Eso sí que es mérito! –Para que sepas.
Y Zubeldia entonces gritó: –Coño, pues ¡viva la virgen!
Y el simple de Aranegui repitió: –¡Viva la virgen!
Y desde ese momento en la sociedad dejaron de llamarle Aranegui para convertirse en Vivalavirgen.
Los padres de Margarita, allá en el pueblo del interior, recibieron la nota de la señora Engracia con alborozo, y el hermano mayor más. Una boca menos que alimentar. Margarita hizo en una hora la maleta, y se pagó de sus propios ahorros el billete de autobús. Era una mujer resuelta, los treinta pasados, cansada del heno y las vacas, de los pajares y las cuadras, decidida, sin complejos, moderna. Se bañaba en el río todos los viernes, estuvieran los viejos paseando, así que tenía la piel enseñada a los fríos. Guardaba un parentesco lejano con la señora Engracia. Ésta le puso en antecedentes por si acaso. –Borracho, pendenciero, simple, jugador, apuesta hasta la camisa en el frontón, se gasta el salario de los sábados con pelanduscas y se toma de ronda diez chiquitos antes de cenar en la sociedad.
Y Margarita, sin vaciar todavía la maleta, dijo cándidamente: –Pero ¿algo malo tendrá, no?
La señora Engracia se le quedó mirando algo atónita y le dijo: –¿Te parece poco?
Y Margarita, dijo: –Borracho también lo es mi padre, pendenciero mi hermano, simples los dos, cuando bajan a la ciudad también se gastan el dinero en putas, y más de diez chiquitos también aguanto yo los domingos con unas olivas delante y unas patatas fritas detrás.
El día de la presentación fue épico.
La señora Engracia acudió al puerto y en la distancia señaló al tipo que estaba al pie de la grúa, y le dijo a Margarita: –Es el que cincha los maderos. –Parece alto. –Lo es. –Parece fuerte. –Lo es. –¿Y está soltero?
–Lo está. –¿Seguro que nadie le ha echado el guante? –Nadie. –¿Y su disposición? –Pues dudas tengo. –Bueno. Tampoco importa demasiado.
Estuvo un rato contemplando su trabajo, y le agradó verlo tan suelto. Igual se había hecho a la idea de un tísico o un enfermizo, un vago o alguien a falta de un hervor, porque nadie regala manzanas si no están podridas. En su lugar, tenía delante un buen tipo semental. Alto, con la camiseta sudada, los brazos desnudos, que lo mismo podía cargar sobre sus espaldas sacos de patatas que de cemento. Esperó a que el reloj de la iglesia del puerto marcara menos diez, y preguntó a la señora Engracia: –¿Ya sabe que he venido? –Callada como una monja he estado. –¿Y por qué? –Por la sorpresa. –Pues vamos a dársela.
Y Margarita, sin ningún reparo, a paso rápido se acercó a la grúa y la mandó detener.
Vivalavirgen, gritó: –Quítese de ahí, señorita, que la puede atropellar.
Margarita entonces se puso en jarras, como en los sainetes, y gritó: –¿Tú eres el Aranegui? –Sí. –¿Y no adivinas quién soy yo? –Pues, no –dijo Aranegui algo confundido. –Pues soy tu mujer, para que te enteres. Faltan cinco minutos para las siete, así que aquí te espero para irnos juntos a casa, que de algo tendremos que hablar.
Y ya de regreso, atrapado del brazo como un presidiario, con doña Engracia detrás, Aranegui escuchó asustado a Margarita: –Y mañana te limpias los pies que vamos a tu iglesia para leerte los papeles, que los míos de sobra los tengo ya leídos.