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Las hormigas alemanas
Las hormigas alemanas
Se levantó cansada. Le dolía el cuello, cargados los hombros. Culpa del calor áspero de las noches de balcón abierto, de las nuevas sábanas recientemente estrenadas. El caso es que la señora María tenía el cuerpo como si se lo hubieran vareado en sueños como a un colchón de borra vieja. Se acercó a la cocina, llenó de agua del grifo el vaso y bebió despacito sentada en la banqueta de madera. Estaba amaneciendo, pero si no dormía más tendría el día tonto de mareos. Las amigas del julepe se lo repetían todos los jueves, todos los sábados y todos los domingos: –No puedes seguir así. Tienes que acudir al médico.
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Contó las pastillitas que dejaba alineadas de víspera para no olvidarse ninguna. La azul, la marrón, la verde, la amarilla. La amarilla era la más canija de todas, pero la más fuerte: sólo podía tragarse una el lunes y otra el viernes. Primero la habitual media marrón previa al desayuno, una cucharadita sopera de leche, y la pastilla amarilla sin chuparla. Una vez la disolvió por error en la boca y sabía a diablos. Si se le olvidaba la del lunes por nada del mundo debía duplicar la dosis del viernes.
El médico insistió como saludo de despedida al final de la consulta: –Es usted una enferma, señora María. Y aunque goce de buena salud, sigue siendo una enferma. ¡No se le olvide tomar las pastillas!
Tenía una confianza ciega en el doctor, que era muy serio, una lumbrera graduada en muchos sitios y que había heredado la consulta de su padre, que precisamente había sido el médico de familia cuando ella era una adolescente de coletas ridículas y vestidos hasta el suelo.
El doctor la trataba con suma delicadeza, como se trata a una enferma y eso le agradaba. Todas las amigas del julepe también estaban enfermas. Durante la partida del jueves, y especialmente
la del sábado y no digamos la del domingo, la conversación versaba sobre la evolución de sus enfermedades respectivas, y el número de pastillas recetadas que siempre iba en aumento. La señora Catalina, ataviada con su brillante vestido de medio luto y su pamela de luto entero, tomaba diez diarias; la señora Narcisa, nueve (lo que le producía un enojo terrible, que a duras penas lograba ocultar) y la señora Rosario (a pesar de su artístico relicario de plata que paseaba con orgullo), ocho. La señora María se encontraba, por tanto, en manifiesta inferioridad.
Extremadamente cortés y educado, el doctor se levantaba para recibirla con estudiada pleitesía, se abrochaba el botón de la bata blanca, la besaba en los carrillos como a la tía del pueblo, y la señora María le preguntaba entonces por su distinguida esposa, de la que ya estaba separado lo menos cinco años, y por los niños, uno de los cuales estaba próximo a terminar Medicina.
Y comenzaba a exponerle sus problemas, que los tenía y muy serios. Por ejemplo, la tensión. Era evidente que el mancebo de la botica no sabía colocarle el aparato, porque le daba unas mediciones tan bajas que tenía que pellizcarse ya en la calle para cerciorarse de que no estaba muerta. Por ejemplo, el temblequeo de la mano derecha cuando elevaba el plato sopero; ¿qué decir de las manchas marrones, los puntitos blancos en los brazos, un pellejito suelto a la altura de la nariz, los culebreos de las venas verdosas, los carraspeos enfermizos, esos ahogos monstruosos?
El doctor escuchaba con atención, anotaba las incidencias en un folio con la seriedad de un presidente de tribunal que estuviera examinando a un opositor a cátedra, daba la vuelta al folio dos o tres veces para comprobar si se le llenaba de una puñetera vez para cambiar a otro, y guardaba por educación un profundo silencio.
Al final la señora María no pudo contenerse y le dijo: –Doctor, todas mis amigas toman por lo menos ocho pastillas y yo únicamente cuatro, ¿eso le parece correcto?
La azul, la marrón, la verde, la amarilla.
El doctor se quitó las gafas, se frotó los ojos, y dijo como viniendo en sí: –Gusanos. –¿Qué? –se asustó la señora María.
El doctor se levantó, cruzó las manos por la espalda, giró a un lado y a otro el cuello, se acercó a la ventana y se volvió a sentar, e insistió: –Gusanos.
La señora María, llegado a este punto, estaba ya muy nerviosa.
El doctor habló con propiedad: –Su sintomatología está plenamente estudiada y hay que dejar que el curso de su enfermedad, doña María, evolucione naturalmente. Por tanto ni puedo ni debo aumentarle la dosificación establecida, porque eso supondría una alteración brusca de su proceso con consecuencias imprevisibles. –Y entonces, doctor, ¿qué debo hacer? –Esperar a que aparezcan los gusanos.
Y se lo explicó muy despacio para que lo entendiera. –Un día de estos al levantarse de madrugada, cuando acuda a la cocina y dé la luz, descubrirá unos cuerpitos amarillos, peludos, amorfos, con un puntito negro a modo de nariz en un extremo, paseando medio atontados por el vasar, donde los tarros de legumbres. Igual encuentra alguno más osado acercándose al paquete de galletas. No se ponga nerviosa en esos momentos. Simplemente, retírelos con una cucharilla y échelos al reciclaje. No intente arrastrarlos con un trapo porque se desintegran y lo dejan todo perdido. ¿Me ha comprendido usted?
La señora María asintió medio horrorizada. –Cuando suceda eso pida hora a mi enfermera para que le extienda la receta de las píldoras rojas.
A partir de ese día, la señora María se levantaba con prevención todas las mañanas. Se acercaba con tiento a la cocina, daba la luz y se lanzaba rápidamente al vasar intentando sorprender a los as-
querosos y deseados gusanos. Abría el armarito y los buscaba con ahínco entre los tarros de legumbres. Las lentejas, los garbanzos, las alubias pintas, las blancas y los caparrones. Nada. Buscaba dentro de la cajita donde guardaba las bolsitas de manzanilla. Nada. La de té verde, la de té negro, la de menta poleo, la de tila. Nada. Otro día sin gragea roja.
Un martes a las cinco de la madrugada, la señora María que gozaba de un oído despierto sintió que algo merodeaba en las cercanías de la cocina. El reloj de la catedral tenía la maldita costumbre de repetir la hora; a las cinco daba dos veces cinco, y a las medias sólo uno para no confundirse con las enteras. Caminando de puntillas se acercó a la cocina. Se contuvo a la altura del interruptor. ¿Y si el ruido proviniera de un ladrón? Contuvo la respiración un rato y cuando no pudo más, encendió la luz. Allí estaban los asquerosos gusanos amarillos: grandes, peludos, pesados, con el puntito negro a modo de nariz, moviéndose lentamente por el azulejado después de haberse atiborrado con las migajas del bollito de pan del domingo. No lo dudó ni un instante. Les atizó con el escobón, con el recogedor, con las babuchas (cómo lo hacía en otro tiempo con su difunto esposo al aparecer bebido después de gastarse los cuartos en francachelas), pero cuando fue a retirarlos se dio cuenta que aquellos cuerpos gaseosos se disipaban en el aire.
Que igual era una alucinación.
Que los gusanos a lo mejor eran simplemente manchas dejadas la víspera al cerrar la bolsita de la basura orgánica.
Que no había nada al despertarse al día siguiente.
Pidió hora por si acaso.
Muy contenta ese jueves la señora María se tomó por primera vez la pastilla roja y se lo contó con emoción a las amigas del julepe.
Al finalizar su vehemente exposición, la señora Catalina le anunció bruscamente, sin demasiada educación, seguramente para cercenar su explosión de alegría:
–Querida, la pastilla roja es importante pero mucho más lo es la negra. –¿La negra? –Sí, querida, pero esa sólo se receta cuando aparecen las hormigas alemanas en casa. –¿Hormigas alemanas?
Y la señora Rosario, aclaró: –Se les llama alemanas porque son disciplinadas, caminan ciegas en grupo, incordian lo más posible, pican como guindillas las condenadas, arramplan con todo y consiguen siempre su objetivo. –Son hormiguitas, casi invisibles, ¿sabes? –corroboró la señora Narcisa, que le gustaban los merengues de café, y por eso necesitaba un poco más de espacio en la silla–. Son pequeñitas, parece que no están pero están, se esconden durante el día en los libros, y por las noches atacan el tobillo derecho haciendo un abazón blanco del tamaño de una lenteja. –¿Y desaparecen con la pastillita negra? –No –dijo la señora Catalina– pero refuerza la potencia de la pastilla gris que esa sí que permite tomar la pastilla naranja, que en realidad es la que combate el dolor.
La señora María se dio en pensar. Siempre había sido una persona lógica y extremadamente juiciosa. Antes de hablarle el doctor de los gusanos jamás los había tenido en casa. Alguno envuelto entre las hojas de las lechugas cuando compraba a las caseras de la plaza; alguno entre los claveles. Pero ahora hasta las endivias adquiría envasadas y limpias. Azul, marrón, verde, amarilla, y ahora otra también roja. Estaba condenada de por vida ya a tomar cinco pastillas, pero si aparecían las hormiguitas alemanas tendría que tomar también la negra, y luego seguramente otra gris y más tarde otra naranja. La señora Catalina tomaba diez, la señora Narcisa nueve y la señora Rosario ocho. ¿Y después? Después de las fatídicas hormigas alemanas ¿qué vendría?
Con la llegada de los primeros calores, al pie derecho de la señora María se le ocurrió una noche investigar la calidad del aire en solitario, porque apareció colgando de la colcha. Se despertó con un picor inaudito. Efectivamente, el abazón se anunciaba un poco pálido pero en cuanto le dio por rascarse se convirtió en una lenteja y luego en un botón camisero. ¡Acababa de padecer el primer ataque despiadado de las insensibles hormigas alemanas!
Se dio agua, se dio alcohol, se dio vinagre.
El doctor esa misma tarde se lo dijo con claridad: –La pastilla negra. Es usted una enferma, doña María, y debe tomarse la pastillita negra hasta acabar el frasco entero. Y luego, ya decidiremos.
El frasco era más grande que uno de esos envases de cacao del desayuno de los niños. La señora María lo estuvo contemplando sopesando la evidencia: después de la negra tendrían que recetarle por lo menos dos más para igualar a la señora Rosario, sólo que ésta para entonces ya se habría hecho con la necesidad de tomar otra distinta, por ejemplo esa añil casi cuadrada que permite una orina más densa y en technicolor.
En un momento de lucidez decidió no tragarse aquel bote más grande que su estómago. Si las hormigas anidaban en los libros (como se lo habían comentado durante la partidita del jueves), acabaría con los libros antes de emborracharse de pastillas negras. Sabía que su difunto marido guardaba en algún sitio la colección de El Coyete, y otras novelas del oeste como las de Marcial Lafuente Estefanía y de alguno más, incluso algunos periódicos viejos de cuando faltaban rollos de papel en el retrete. Le costó localizar los libros, que estaban medio ocultos en las baldas superiores de un armario al que no alcanzaba sin subirse a la banqueta. Como le dio cierto reparo buscar las hormigas entre las hojas amarillentas, alguna incluso agujereada, introdujo los libros en un par de bolsas de plásticos y se deshizo de ellos arrojándolos al contenedor azul.
Esa noche durmió por precaución con calcetines y las hormigas alemanas no aparecieron.
Pero el primer día que se acostó de nuevo con los pies desnudos, no daban siquiera las cuatro cuando se despertó aquejada por el picor molesto en el tobillo derecho. Se rascó y el botón camisero comenzó a florecer bruscamente.
A la señora María no le había intimidado nunca ni siquiera el jefe de la oficina de correos donde había trabajado en su juventud pesando cartas y certificándolas. Así que volcó las pastillas negras en el molinillo como si fueran granos de café, las trituró hasta cansarse, luego cercó la cocina con montoncitos de lo molido que también esparció por el pasillo y los zócalos de su habitación. Estaba dispuesta a no esclavizarse con las pastillas. Diría a las amigas y al doctor que las tomaba y punto.
El remedio no funcionó.
Entonces sustituyó el polvo negro por sal. Y tampoco.
Al mes, después de sufrir intermitentes ataques, y comprobar que ni la sal ni los regueros de aceite de geranio surtían efecto, decidió como los soldados en el ejército montarse en imaginaria permanente. Colocó una silla en la habitación, dejando encendida una lamparita. Con una zapatilla en una mano, un aerosol en la reserva, ofreció sus pies desnudos y limpios como cebo a las golosas hormigas alemanas.
No tardaron en aparecer. La señora María no daba crédito. Eran como átomos peludos con patas, que se movían unas detrás de otras, despacio, como un hilván rojizo, en procesión disciplinada, igual que una columna de mercenarios detrás del ariete. Tomó aire y cargó con la zapatilla contra ellas, las roció con el spray, y cuando vio cómo caían todas inmóviles formando montoncitos de puntos rojizos, se acostó y durmió aquella noche como los ángeles.
Las comadres le anunciaron en la partida del domingo: –Te seguirán molestando durante mucho tiempo todavía, querida, porque son alemanas. La pastillita negra sólo te prepara para
la pastilla gris, que permite tomar la pastilla naranja que es la que vuelve tu cuerpo inmune a su ataque. –Contra ellas, querida, si no es con pastillas no se puede hacer nada –dijo la señora Rosario. –Son muy inteligentes y muy astutas –dijo la señora Catalina–aunque descubras el agujero de su hormiguero y lo obtures con silicona, abren otro en cualquier sitio. –Por eso se llaman alemanas, querida, porque son cabezonas y constantes –dijo la señora Narcisa. –¡Ah! –dijo la señora María, abriendo la boca de asombro. –Pero no te preocupes por nada, querida –dijo la señora Catalina–, que para eso estamos aquí las amigas, para ayudarte a superarlo.
La señora María perdió las manos del julepe, pero también esa noche durmió a pierna suelta, sin gusanos ni hormigas. Y las siguientes. Y cuando la señora Catalina, le preguntó otro día: –Ya no te oímos quejarte de las hormigas, querida, ¿tomas la pastilla negra? –Sí, cielo –mintió sin sonrojarse. –¿Y la gris? –No se me olvida nunca. –¿Y la naranja? –Por supuesto. No la dejaría de tomar por nada del mundo. –¿Ves cómo teníamos razón, bonita? ¡Sin las pastillas, las hormigas alemanas te hubieran martirizado, haciéndote la vida imposible!