LUIS Mª ALFARO
Las hormigas alemanas Se levantó cansada. Le dolía el cuello, cargados los hombros. Culpa del calor áspero de las noches de balcón abierto, de las nuevas sábanas recientemente estrenadas. El caso es que la señora María tenía el cuerpo como si se lo hubieran vareado en sueños como a un colchón de borra vieja. Se acercó a la cocina, llenó de agua del grifo el vaso y bebió despacito sentada en la banqueta de madera. Estaba amaneciendo, pero si no dormía más tendría el día tonto de mareos. Las amigas del julepe se lo repetían todos los jueves, todos los sábados y todos los domingos: –No puedes seguir así. Tienes que acudir al médico. Contó las pastillitas que dejaba alineadas de víspera para no olvidarse ninguna. La azul, la marrón, la verde, la amarilla. La amarilla era la más canija de todas, pero la más fuerte: sólo podía tragarse una el lunes y otra el viernes. Primero la habitual media marrón previa al desayuno, una cucharadita sopera de leche, y la pastilla amarilla sin chuparla. Una vez la disolvió por error en la boca y sabía a diablos. Si se le olvidaba la del lunes por nada del mundo debía duplicar la dosis del viernes. El médico insistió como saludo de despedida al final de la consulta: –Es usted una enferma, señora María. Y aunque goce de buena salud, sigue siendo una enferma. ¡No se le olvide tomar las pastillas! Tenía una confianza ciega en el doctor, que era muy serio, una lumbrera graduada en muchos sitios y que había heredado la consulta de su padre, que precisamente había sido el médico de familia cuando ella era una adolescente de coletas ridículas y vestidos hasta el suelo. El doctor la trataba con suma delicadeza, como se trata a una enferma y eso le agradaba. Todas las amigas del julepe también estaban enfermas. Durante la partida del jueves, y especialmente 30