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Tío miserias

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Tío Miserias

Delgado como los alambres espinosos que cercan sus tierras, la pretensión en vida de Tío Miserias era ganar plaza de más rico del cementerio. De nariz basta, labios apenas perfilados, sus ojos incisivos, extremadamente pálidos, horadaban de forma tan agresiva que me congelaban la sangre en su presencia, dejándome inerte y desprotegido. Era capaz de permanecer inmóvil igual que los juncos del río, mirándote como si tu alma se desnudara ante él transparente, más nítida que en un espejo.

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Jamás gastó la vida en ingenuidades. Había decidido quedarse soltero y dedicar los minutos de su existencia en agrandar su hacienda. Era el rico, el hermano rico de mi madre, merecedor de nuestro respeto, el orgullo de la familia, ejemplo para todos nosotros. El hecho a sí mismo. Ninguno de sus allegados nos sentíamos capaces de adivinar para qué necesitaba con tanto frenesí hacerse con más propiedades, sabiendo que es imposible llevárselas consigo. Ni siquiera nos planteamos con qué artes las iba obteniendo (madre contaba historias truculentas al respecto, de tormentas y ríos revueltos, de agresiones en recodos oscuros, de caminos tortuosos en situaciones imposibles, de los malditos tiempos del hambre).

Cada vez que acudíamos a visitarle –vivía alejado de nosotros, en la casona de las afueras del pueblo, allá donde los carroñeros deambulan las noches crudas de los inviernos–, atendido por Clara, la sirvienta (una mujer encantadora, de ojos plegados y nariz chiquita de cerdito bueno), y el capataz, Lucas, un tipo huraño, al que le costaba arrastrar los pies porque estaba castigado a aguantarse el desgaste de las botas hasta pasados los días fríos, Tío Miserias gruñía para que nos fuéramos casi sin haber llegado. Le molestaba todo. En las reuniones familiares, según entraba anunciaba sus prisas, mirando con descaro la esfera de su reloj de bolsillo:

–¿A qué hora se come aquí?

Por supuesto, siempre que había un acontecimiento (bautizo, boda) acudía con las manos vacías, la boina calada y una chaqueta que de tanto cepillarla cambiaba su brillo de color según los visajes del cielo. Nunca se le vio adelantarse a pagar nada, nunca se le vio un detalle amable. Decía, no para justificarse, que bien poco le importaba, sino para asentar la firmeza de sus convicciones: – Quien espere algo de mí que consuma su impaciencia hasta que me muera.

Para Tío Miserias, al contrario de sus otros sobrinos, yo era el desahucio de la naturaleza, la nube enfermiza incapaz de embrollarse en el cielo. No me tenía en ninguna consideración, y por eso a nadie sorprendió que me condenara antes de cumplir los doce a trabajar en el campo como el más necesitado de sus criados. Seguramente madre se lo sugirió pensando acaso que los fríos de los inviernos crudos y los calores de los estíos salvajes endurecen los huesos blandos, convirtiéndome en un hombre, o lo que entonces se entendía por hombre. El caso es que un día presintiendo acaso su cercano final, madre quiso que hubiera una celebración especial y citó a mis primos, sus sobrinos, y a mis tíos, sus hermanos, a un chocolate espeso, resquemado, acompañado por unos panes revenidos, pasados por aceite viejo. Tío Miserias se presentó como siempre el último, besó en la frente a mi madre, saludó con un gruñido a sus otros hermanos y al sentarse como un patriarca en la cabecera de la mesa me señaló delante de todos, con su dedo índice acusador extendido para que no hubiese ninguna duda: –A las cinco de la mañana comienza la jornada en el campo. –Sí, señor –dije yo asustado. –Quiero verte entresacando con la primera luz. –Sí, señor –dije yo todavía más asustado. –Irás de obrero con los criados, porque vienes a servir como criado. Que no se te olvide nunca.

–No se me olvidará, señor. –Te pagaré según tu trabajo, descontándote la comida. –Sí, señor. –Los aperos que rompas me los repondrás nuevos con tu salario. –Así lo haré, señor. –No hay más que hablar.

Era una orden.

Madre se llamaba Elisa y como mayor de todos los hermanos huérfanos por la maldita guerra, había cargado sobre su juventud perdida con la crianza de los otros. Tío Miserias era el segundo, su ojo derecho: se querían con locura. Era un cariño ciego, de hermanos que habían compartido tantas miserias como infortunios (madre comentaba a menudo cómo aquella noche el mulo salvó a mi tío de verse arrastrado por la corriente salvaje del río, cuando huido de los guardias regresaba tras vender lo que estaba prohibido, a quienes en la otra orilla pagaban porque podían). Tío Miserias le expresaba el cariño a su manera, con una luz especial en sus ojos cuando estaban juntos.

Madre había realizado una mala boda y eso Tío Miserias no consiguió digerirlo nunca. Padre era un vivalavirgen, que se pasaba la mitad de la vida gastándose la otra media, dejándonos muchas veces sin sustento. Cuando nací yo, cuentan que madre enfermó por el mal parto, y todo empeoró. Tío Miserias ya tenía a dos en este mundo para envolver con su desprecio más profundo. Y ya cuando padre finalmente se fue de casa a dormirse las borracheras por otros lugares donde nadie le acosara, quedé yo solo a sus ojos para descarga de su inquina.

Recuerdo que cuando acompañaba a madre a visitarle (cada vez más a menudo aunque madre le intentaba ocultar nuestra situación real siempre que podía, poniéndose limpia y dándose una fragancia de rosas elaborada por ella misma) Tío Miserias se abrazaba a ella dejándome a mí a un lado, sin una caricia ni una frase

amable, olvidado en una esquina como un alamar roto. Yo no era nadie y a sus ojos evidentemente el culpable de la decadencia de su hermana, mi madre; jamás me lo perdonó. Yo aprovechaba esos momentos de desprecio para escaparme de puntillas a la cocina para intentar hincar los dientes en la hogaza de pan duro que envolvía el trozo medio mordido de cecina de vaca que me preparaba a escondidas Clara, la sirvienta, que de tan buena parecía santa; que, también a escondidas, retiraba de las caballerizas algarrobas que ocultaba en una bolsita de tela, para entregármelas en el momento de la despedida.

Lucas, el capataz, me ayudó el primer día a calzar las botas enormes de goma que me cubrían por encima de las rodillas. Había una fuga de agua en una regadera y fui mandado a taponarla. Dijo: –Vienes de criado y nada aprendido. La única escuela del obrero es la vida. Si no sabes sumar, aquí no se enseña; si no sabes leer, tampoco. Si uno te pisa un pie impide que te pise el otro. Arréglatelas como puedas.

Y mirándome fríamente a los ojos, añadió: –Si alguno de los otros criados te ofende, no me lo mientes. Yo no sé nada de lo que no quiero saber. Aquí los hombres se trabajan sus vergüenzas. Todos llevan navaja para cortar el pan, todos la llevan amolada y todos saben usarla.

Hombre de respeto, descansaba sobre sus espaldas la ejecución de los trabajos. Me dijo también: –Los animales comen todos los días, menos los cerdos que descansan uno. Ese día te puedes mudar e irte a la iglesia o donde quieras.

De todas las circunstancias de aquellos tiempos, recuerdo como la más agradable subir a la ciudad. Era como acudir a una fiesta. El descubrimiento de las otras vidas anónimas, con sus prisas y extravagancias, sus risas confiadas, sus voces sin misterio, sus tiendas abastecidas, la abundancia, los escaparates iluminados, las ca-

lles limpias, me sorprendió la primera vez, y me sedujo las siguientes. Acompañaba a los criados a compras, mirando con la emoción de un niño sin preguntas a izquierda y derecha, siempre dos pasos detrás, con una chaqueta raída que me bajaba de las rodillas. Me hablaban sin taparse las palabras, igual que a un colega de infortunio. Yo era un criado más, y no el sobrino del amo. Hablaban también a veces entre ellos bajando la voz, con ese aire secreto que te obliga a prestar atención para penetrar en el sentido doble de los silencios. Subíamos en el único autobús de línea, el de las seis de la mañana, el que renquea en las curvas y regresábamos al finalizar la tarde, algo dormidos y menos contentos. Generalmente íbamos dos o tres, con el dinero apretado en la mano, con una tartera para no gastar en comidas. Y con muchas ganas de respirar por parte de los criados mayores, ese aire pecaminoso que ventea por los extramuros inciertos de las ciudades.

Reconozco que desde el primer día me consideraron adulto, y lo agradezco ahora pasado el tiempo. En el trabajo del campo no existen edades intermedias: o eres hombre o no sirves para serlo y entonces no vales nada.

Limpiaba establos, retiraba los purines de las lechoneras, respigaba, cambiaba la cobertura, cargaba las galeras de broza, amontonaba los molederos, encalaba las paredes, movía fardos de paja, cuidaba de los animales y esquivaba a las moscas piojosas que añoran dormirse en la piel.

Lo que madre quería.

Lo que Tío Miserias ordenaba.

A lo que se obliga a un criado.

La ciudad para un muchacho se presenta entonces como el oasis maravilloso, la esperanza. Otra vida. Nadie se preocupa de nadie, todo huele relativamente a limpio. Y en el bar de la estación de autobuses el café con leche sabe a café y nadie se molesta porque repitas el terrón de azúcar. –¿Sabes lo que hizo un día el amo? –me dijo un día un criado

delante de los otros y agradecí que dijera “el amo” en lugar de señalar mi parentesco. –No –dije. –¿Conoces a Teodoro? –Qué hacer. –Le prestó un dinero con la condición de que debía devolvérselo tal día personalmente y en mano. –¿Y? –Que en la fecha tu tío desapareció del pueblo para que al no poder cumplir lo convenido Teodoro perdiera la prenda.

A madre debía dolerle profundamente que yo pareciera débil y torpe, incapaz seguramente a sus ojos de guarecerme sin riesgo bajo una tormenta. Pensaba seguramente que había nacido demasiado apocado para enfrentarme a un mundo esquivo donde siempre estaría de más. Incluso cuando el día que Tío Miserias hizo pública ante ella y el resto de parientes su decisión de incorporarme como criado, madre le sacó la cara. Le dijo: –Oblígale a los trabajos más duros para que se le vuelvan fuertes las espaldas.

Agaché entonces humillado la cabeza. La veía acabada, simulando sin conseguirlo una templanza inexistente. Sufría sin quejarse, como siempre lo había hecho. El fracaso de su matrimonio y posiblemente la decepción de encontrarse con un hijo algo enfermizo y de futuro por tanto incierto, le seguía carcomiendo por dentro. Tío Miserias era todo lo contrario: un triunfador, el dios reinante sobre las calamidades.

Para los trece sabía bandearme sin perderme por la ciudad. Tenía por entonces las manos demasiado ásperas de ablandar tabones, pero ya respiraba sin ataques de asma. Al año nada quedaba en mí del muchacho huidizo, acomplejado. Cierto que la vida me condenaba a un futuro de criado de mis primos, al no poder alcanzar jamás estudios como ellos. Pero no era en absoluto perezoso y sí intrépido porque Lucas me lo exigía obligándome a

caminar en solitario de noche a través de las nieves que ciegan los caminos, aullara el lobo o se callara. Intuía ya entonces que nada de la heredad de Tío Miserias me tocaría en suerte, y por tanto nada esperaba. A veces la amanecida me sorprendía arrancando las malas hierbas como si fueran pensamientos. La noche en el campo te obliga a convivir con la melancolía.

A madre le quedaban pocos meses.

Lo anunciaban las arrugas repentinas de su rostro.

Y yo cavilaba en ausentarme para siempre del pueblo llegado el triste momento de su tránsito. ¿A dónde pensaba ir? A cualquier sitio, que es el lugar donde caben todos los que han perdido lo que nunca poseyeron.

Tío Miserias no es que me tratara como uno más (ojalá), sino que descargaba sobre mí la conciencia de sus propios errores y los de otros ajenos. Le privaba inspeccionar sus tierras invitando a mis primos cuando la naturaleza mecía los hermosos mares de espigas verdes, como si intentara suscitar en ellos un interés imperecedero por el campo. Se sentía orgulloso de sus logros. Jamás me permitió que les acompañara como un pariente más en esas visitas, y sí me obligaba a trabajar ante ellos como el más torpe de sus obreros, sin levantar del suelo la mirada de vergüenza.

Estoy convencido que en esos momentos mis primos comentarían su bonhomía al recogerme del arroyo a que un padre borracho, una naturaleza débil y una madre enferma me habían conducido.

Madre murió a las seis de la tarde un jueves sin luz, tercero de mes.

Su entierro fue demasiado triste: el cielo se enturbió y una avalancha increíble de agua obligó a la comitiva a guarecerse bajo un sotechado. Abandonado a la intemperie en medio de la calle embarrada, las gotas gruesas bailaban sobre el ataúd una danza insólita, en absoluto macabra, como si antes de convertirse en cielo madre necesitara desprenderse de sus últimas lágrimas terrenas.

Había sufrido demasiado. La vida siempre es injusta, pero la vida que se empeña en extorsionar sentimientos, mucho más. Madre estaba otra vez sola, abandonada sobre la charca. En su homenaje, con los ojos humedecidos, calado hasta los huesos, decidí quedarme quieto, en medio de la calle, solo, junto al ataúd hasta que escampara. Tío Miserias, sorprendentemente, entonces salió a la intemperie, se me acercó, me pasó el brazo por la espalda y me dijo en voz baja algo insólito viniendo de él: –Hay tanto amor en esta lluvia que yo también quiero mojarme.

Allí estuvimos los dos abrazados, separados del mundo, a la vista de todos, mojándonos, callados todo el tiempo que madre necesitó para desahogarse.

Nunca olvidaré ese momento. Por ese recuerdo estoy ahora aquí.

Exclusivamente por ese recuerdo he vuelto.

A las cuarenta y ocho horas de darle tierra, sorprendentemente todo cambió. Tío Miserias me mandó llamar, y me dijo secamente: –Ya se han agotado los lloros y se amontona el trabajo. Ya tardas en salir al campo.

Fui a darme la vuelta para enfilar la puerta, cuando dijo: –Quiero que sepas que voy a encargar un monumento de mármol para tu madre. –¿Y para qué? –Para que siempre la recuerdes. Te lo descontaré mes a mes de tu salario. –¿Qué dice? ¿Está usted loco? Eso me sujetará a usted de por vida. –Es lo que deseaba tu madre. –Pero yo, no. –¿Cómo que no? Pero ¿dónde vas a estar mejor, desgraciado? –a Tío Miserias se le abultaron las venas, que parecían a punto de estallar– ¿Dónde, desagradecido, donde? –En cualquier otro sitio –dije con alguna insolencia.

–¡Estás a cumplir los catorce! –estalló de nuevo Tío Miserias–Muchacho, yo a esa edad había vendido carne con mosca en todos los pueblos de alrededor, cabalgando dormido sobre la mula noches enteras. ¿Sabes qué hacía? Si no me la quería comprar la mujer porque la carne apestaba se la vendía al marido, pero nunca retornaba con la mercancía a casa. –¿Qué pretende decirme con eso? –pregunté todavía más altivo. –¡Qué no vales para nada! –Pues bien que me enmierdo por usted de luz a luz. –¿Tú por mí? ¡Si serás insolente! ¡Eres el peor de mis criados, el más débil, el más inútil, el peor mandado! ¡Terminarás borracho como tu padre! –No lo verá usted jamás.

Resuenan todavía en mi memoria sus últimas palabras: –¡Sal de mi casa, desgraciado! Y no pretendas volver porque las puertas las encontrarás siempre cerradas.

Soy su único pariente desheredado, el único que puede exponer sin temor a represalias de terceros mis sentimientos. Nunca quise a Tío Miserias, tampoco ahora cuando vengo a despedirle, con la sombría emoción de encontrarme cerca por primera vez desde mi marcha, del lugar donde yace mi madre.

El médico del pueblo, un tipo descolorido y tremendamente melancólico, que se deja acompañar por el tabaco y el alcohol protestó cuando lo sacaron de la cama. Se llama Sánchez, tiene el carácter avinagrado de los viejos que nunca han sido jóvenes; llegó, pidió de beber, pidió de fumar, pidió de nuevo de beber, certificó la hora e indicó que una vez aseado el cadáver lo mejor era encerrarlo bajo llave en una de las habitaciones de la planta inferior para que no molestase el resto de la noche. Dijo: –A la gente le privan las desgracias de los ricos. Es su venganza.

La verdad es que sobraba la advertencia: nadie se molestó en acudir al velatorio.

Tío Miserias muerto producía exactamente la misma impresión que vivo. Podría decirse que hablaba más o menos lo mismo; lo único que lo diferenciaba ahora es que tenía sus ojos endurecidos siempre vigilantes cerrados para siempre.

Pronto mis primos al aparcarlo en la habitación más oscura de la planta baja de la casona, se olvidaron de él. Y también de mí. Se encerraron en la salita de estar, como bandoleros ante el cofre del tesoro, con el médico supongo de testigo del reparto, dejándome en la cocina con la sirvienta y el capataz. El médico nos había visto nacer a todos. Y de todos recordaba el instante preciso del parto. Yo, por ejemplo, estaba en este mundo de milagro (me lo recordó otra vez). Venía tan corto y tan exánime que mi pobre madre tuvo que hacer lo imposible por echarme al mundo. Eso es lo que le rompió la vida y le mermó la salud para siempre. Madre era una mujer guapa –decía–, la más guapa de las por él conocidas. Y una buena mujer, la más buena mujer –decía–de las por él conocidas. Una mujer hermosa. Un cuerpo perfecto en una cara de ángel. El médico, dijo: –Yo también estaba enamorada de ella. –¿También? –pregunté confundido por la extraña deriva de la conversación en tan especiales momentos–¿Qué quiere decir eso de también? –Que todos los de por aquí nos enamoramos como tontos de tu madre.

Y añadió luego de chupar con esmero la colilla: –La mujer más hermosa que se recuerde por muchos años.

Desde luego, ninguno de los tres de guardia en la cocina esperábamos nada ni del reparto entre mis primos ni de las mandas de mi tío. Yo porque estaba desheredado y los sirvientes (la pobre Clara tan mayor que asemejaba un pergamino arrugado, y Lucas, cansado y con el vientre inflado, sentado ahora sobre un taburete con una pierna rígida, casi de madera), porque Tío Miserias cuando compraba servicios los pagaba, sin guardarse para el futuro un gramo de humanidad.

En esa noche del reparto (mejor definirla así que la propia de velatorio) no hubo ni un momento de sosiego. A los diez minutos de comenzar la reunión en la salita, cerrada la puerta para que no se desvelase su contenido, las voces eran tan altas que más parecía aquello una timba prohibida. Para la media hora, el médico ya había salido y entrado tres veces, pidiendo café, más tabaco y más alcohol. Era el hombre bueno, el contador partidor elegido para nivelar acuerdos.

En una de esas aperturas de puerta, pude escuchar con nitidez a uno de mis primos exclamar: –¡No podemos esperar a la lectura del testamento! ¡Tenemos que decidir el reparto ahora mismo!

Y otro, dijo: –La citación del notario puede tardar semanas. Hay que vender, yo necesito dinero rápidamente. –Y yo. Todos necesitamos dinero, ¿eh? –dijo otro. –¿Y los animales? ¿Quién se va hacer cargo de los animales hasta que nos deshagamos de ellos? –dijo otro de mis primos. –Para eso está Lucas –dijo otro. –Lucas está mayor y enfermo, no sirve para nada; hay que decirle que se vaya buscando otro sitio donde vivir, que esto no es un asilo –dijo el anterior, y se cerró la puerta.

Lucas se encogió de hombros. Lo había escuchado perfectamente. Llevaba al servicio de Tío Miserias toda la vida. Esa noche pronuncié por primera vez con respeto exento de temor su nombre. A mis primos les había enseñado con una paciencia infinita a montar a caballo, a orientarles en la ubicación de las tierras para no perderse, a distinguir los almendros de los cerezos, los ciruelos de los manzanos, los nísperos, los altivos nogales. A no confundir la avena con la cebada. Yo nunca conseguí que tuviera un detalle amable conmigo, supongo que por prohibición expresa de Tío Miserias. Por aquellos tiempos mis primos mayores venían en verano desde ciudades lejanas, con sus estudios en colegios de pago

y Lucas los recibía con las manos grasientas, camisa sucia, un pantalón tan tiznado que avergonzaría a un pordiosero.

Me levanté de la silla, me acerqué a la mesa donde intentaba tomar postura, y le dije: –Están demasiado excitados, no les haga caso.

Me di cuenta entonces que Clara me miraba desde el ángulo perdido de la cocina, interrogándome con sus ojos demasiado grandes cargados con algún temor oculto: –Señorito ¿qué va a ser de nosotros? –imploró– Somos ya demasiado viejos para acomodarnos fuera de aquí. –Todo va a seguir igual, Clara –intenté animarla. –Si a usted le tocara la casona seguro que así sería, pero usted está desheredado. –Lo sé –dije–. Así lo ha querido mi tío. –Su tío se portó con usted de manera irresponsable –dijo secamente Lucas, y era la primera vez que en todo ese tiempo hablaba–. Debería haber previsto que usted es el único que pronunciaría con respeto su nombre después de muerto, que jamás vendería ninguna de sus propiedades.

Y ya no dijo más.

Clara entonces se atrevió a interrogarme: –¿Por qué, señorito? ¿Por qué no se humilló nunca ante su tío? ¿Por qué se marchó de esta casa?

Me encogí de hombros.

Mi madre se llamaba Elisa. Era la mujer más hermosa del mundo. Dicen que tuvo pretendientes. Dicen que como todas las mujeres hermosas eligió al peor.

Acaso fue una coincidencia, pero aquel jueves en que ya había cumplido con creces los treinta reconocí de inmediato al hombre que caminaba por la ciudad con paso tambaleante y que casi tropieza conmigo al cruce de una esquina: Tío Miserias. Jueves, tercero de mes. Caminaba apoyado en un bastón por el laberinto de

calles. Media tarde, el cielo limpio conteniéndose la hermosa explosión de luz que murmura entre ventanas.

Pude cerrarle el paso, empujarlo a una calleja, ponerle en un aprieto, devolverle las humillaciones padecidas, escupirle a la cara. Estaba consumido y yo, sin embargo, en la plenitud de la vida. Aunque pude soltarle los malos pensamientos acumulados en mi alma vengativa en las horas solitarias de tantas noches revueltas, me contuve. Viejo, decrépito, acabado, la naturaleza había apagado su soberbia. Caminaba a pasitos cortos, arrastrando los pies, como un alma en pena.

Me esquivó ocultando la mirada en el suelo. Miró también luego a los lados con cierta prevención, acaso temeroso de que alguien le siguiera. No se percató de mi presencia o simuló no darse cuenta. ¿Qué hacía allí? En la plazoleta situada en el barrio viejo, al pie del pequeño monte que como una defensa natural cierra prácticamente la ciudad, un edificio de piedra, señorial, austero, con unos ventanales casi tapiados, recordaba al mundo su condición de antigua abadía. Penetró en el edificio. ¿Cuál era su misterio? No pude aguantarme. Decidí seguirle.

El pórtico, abierto a un jardín cuidado, se adornaba en el centro con un pozo posiblemente en desuso. El claustro conducía a una serie de salas. En cada una de ellas, iluminadas con acierto, se exhibían docenas de cuadros. Una explosión de colores emborrachando la austera sencillez de las viejas paredes.

El silencio, absoluto.

Temí haberle perdido.

Al momento, el golpe del bastón sonó descaradamente al estrellarse sobre el suelo de piedra encerada como si me reclamase. Me obligué a caminar casi de puntillas. Unos bedeles aburridos de su trabajo custodiaban las salas vacías de visitantes. Alcancé unas estrechas escaleras gastadas por el centro, algo húmedas, en cuyos rellanos dos armaduras medievales pica en ristre parecían custodiarlas. Escuché como un carraspeo lejano. Acaso fuera un

amago de tos. Me pegué a una de las paredes, crucé un pasillo, desemboqué en otro, me deslicé con cautela.

En una sala abierta descubrí por fin a Tío Miserias. Caminaba lentamente golpeando con el bastón en el suelo. Se detuvo de repente delante de un cordón carmín que impedía la entrada a una zona reservada, señalada con un letrero sujeto a la pared. Miró el reloj, esperó de pie unos segundos sin moverse, y justo al sonar las seis en el carillón cercano, apareció el bedel de la planta que le saludó de forma respetuosa, inclinando un palmo la cabeza. Retiró el bedel con habilidad el cordón, y poniéndose delante avanzó unos metros por el nuevo pasillo para abrir con su llave una puerta oculta en un recodo. Luego, le cedió el paso; Tío Miserias volvió la mirada para comprobar seguramente que no era seguido por nadie y se introdujo en una sala ajena a la vista. Repuesto de nuevo el cordón, el bedel se fue a completar la ronda dejándole dentro de aquella sala privada.

Estuve tentado de saltarme la prohibición. Si se encontraba solo era un buen momento para ajustar cuentas. Pero tuve miedo o lo que sea: abandoné confuso el edificio.

Aquella noche me costó conciliar el sueño.

Estuve un buen rato dando vueltas a la cabeza. Nunca hubiese otorgado una sensibilidad especial a Tío Miserias, antes al contrario. ¿Qué hacía un tipo de su condición en un museo? ¿Por qué podía acceder a una zona reservada? ¿Qué misterio se ocultaba allí dentro?

Al tercer jueves del siguiente mes, no me aguanté más. Esperé a que el bedel se retirara. Me acerqué despacio, en silencio, de puntillas, pegado a la pared, conteniendo la respiración. Estaba seguro de descubrir algo extraño, acaso el secreto con el que podría vengarme del viejo. Me asomé con sigilo a la sala oculta. Era más bien pequeña, de una austeridad absoluta. Tío Miserias estaba sentado en una silla de cuero, contemplando con devoción una escultura de mármol, la única que allí había, situada en el centro

de un haz de luz sobre una peana de granito. Representaba la figura perfecta de una mujer joven, casi una niña, con los pechos desnudos y la cabeza vuelta a un lado, como buscando en el infinito esa esperanza que trasciende la tierra. Tras una sutil gasa se adivinaba la armonía de un cuerpo cincelado con tanto amor que se diría perfecto.

Parecía sumido en un éxtasis especial. Un estremecimiento me recorrió por entero. ¿Qué era todo aquello? ¿Qué clase de sensibilidad enfermiza dominaba en aquel hombre, implacable ante las desdichas humanas, empequeñecido ahora ante un trozo de mármol? Luego de un rato que se me hizo eterno, se levantó, se acercó con respeto a la escultura, rozó suavemente con sus manos los pechos desnudos de mármol, puso su cabeza entre ellos, y luego estampó un beso casto, limpio, en los labios de la estatua. Un beso desapasionado, inmóvil, sin tiempo. ¡Tío Miserias abrazado a la estatua! Abandoné con cautela la sala. ¡Tío Miserias se desahogaba en una antigua abadía! Confundido, deambulé un tiempo por la ciudad intentando asimilar aquella imagen de un viejo rico, miserable, estúpido, abrazado a un trozo de mármol. Tuve la tentación de retornar por primera vez en más de veinte años al pueblo, y hacer pública su condición de trastornado, de hombre que ha perdido la cabeza.

Realmente, Tío Miserias no ocupaba ya ningún lugar especial en mi vida. Pero las semanas siguientes no pude evadirme de aquella sorprendente imagen.

Al tercer jueves del tercer mes, no sé por qué, monté guardia de nuevo en las proximidades de la plazoleta.

Apuré el café. Efectivamente, Tío Miserias se asomó de nuevo, miró a un lado y al otro, y con sus andares lentos se acercó a la puerta. ¡Penetró de nuevo en el edificio! Subió al segundo piso, se sentó en la silla de cuero y se pasó un buen rato contemplando la estatua. Me pareció incluso que movía los labios. ¡Ya no tenía ninguna duda! ¡Tío Miserias hablaba con aquel trozo de mármol

con forma de mujer! ¡Tío Miserias estaba loco, loco de atar! ¡Desvariaba! ¡Pobre hombre!

Me dio lástima, sinceramente. Lo confieso. Amasar tanto dinero y acabar buscando consuelo en una figura de mármol. Pensé en la venganza inexorable de la naturaleza. En la imposibilidad manifiesta que tenía para abrirse a otra persona. Opté por no mentar a nadie el asunto. Aunque no merecía mi respeto, la verdad, las personas tenemos derecho a conservar parte de nuestra vida oculta a los demás, son nuestros pequeños secretos, los que nos singulariza: las cosas se quedan aquí, nadie puede llevárselas; los secretos, sin embargo, nos acompañan para siempre. Los secretos por secretos sólo a uno pertenecen. Y este era el suyo, el del hombre esquivo, desagradable, mezquino, ruin, miserable vencido ante una estatua. Notaba que mi juicio sobre él, no obstante, venía alterándose en los últimos días. Era como si yo de alguna manera hubiera entrado en su vida y en parte ya me perteneciera al arrebatarle la oscura complejidad de su alma y este sentimiento me obligara a disculpar su reconocida animadversión hacia mi persona. Por otra parte, su comportamiento no dejaba de responder más que a una situación extraña pero inofensiva. No molestaba a nadie. ¡Mi propio tío, el hermano querido de mi madre! ¿Qué hubiera opinado madre de saberlo?

Mi madre se llamaba Elisa, la mujer más guapa del mundo, la más sufrida, a la que la vida no le concedió más paz que la muerte, ¿qué hubiera opinado de su hermano de descubrir su extraño comportamiento?

Cuando el señor notario tosió al abrir la puerta de su despacho nos callamos por respeto. Hacía gala de una verruga indiscreta pegada en la nariz. Era un hombre de andares pesados, con una enorme papada y un vientre voluminoso.

La entrada de un notario en la sala de firmas reviste tanta so-

lemnidad como la de un rey en su palacio. Se dirigió directamente a la cabecera de la mesa, dijo: “Señores”, abrió el cartapacios, sacó los papeles, se caló las gafas en un gesto mil veces estudiado, y preguntó: –¿Están todos ustedes en condiciones de firmar la aceptación, si procede, de lo que voy a leerles?

Uno de mis primos como saludo se dirigió a mí: –Sabemos que el viejo te desheredó en vida, ¿qué coño haces aquí?

Pero el notario terció de inmediato: –A este señor le asiste el mismo derecho que a todos ustedes.

Y se zanjó la cuestión

Dio vuelta a la primera hoja. Y comenzó.

Estoy desheredado desde el día que me fui de la casa. Lo hizo público y por eso lo conocen mis primos y lo conozco yo. No participo en ese reparto porque no tengo derecho a nada. Tampoco lo necesito. Asisto por cortesía o acaso por esa malsana curiosidad que alienta a los humanos.

En medio de la lenta letanía del notario, pensé de nuevo en mi madre y en su cariño infinito hacia su hermano. Es difícil que pudieran encontrarse en el mismo plano en la otra vida. Pero seguro que madre estaría en el cielo intentando con la exposición de sus desgracias conseguirle un vaso de agua para que saciara su tormentosa sed.

El notario soltaba largas peroratas como un autómata. Estaba tan pagado de sí mismo como cansado de su papel de escribano; las mediciones de los inmuebles le producían somnolencia. A medida que referenciaba las ubicaciones mis primos se miraban entre sí con una cierta sonrisa cargada de complicidad. Todo aquel paripé sobraba. Ya se habían encargado, en pleno velatorio del viejo, de componer las particiones en base a valoraciones pactadas entre ellos. Ninguno estaba dispuesto a desnivelar el contenido de una parte, porque, según lo acordado, las partes serían adjudicadas por

riguroso sorteo entre ellos, y por supuesto era de estúpidos asumir con tanta heredad el riesgo de un reparto desequilibrado.

Terminada la relación de bienes, comenzó el notario con las indicaciones puntuales. Fue nombrando una por una las mandas específicas. Cuando concluyó, dijo: –¿Alguna objeción? –Ninguna. –¿Están todos ustedes de acuerdo? –De acuerdo –dijeron mis primos.

El notario antes de terminar la reunión, se dirigió a mí como disculpándose: – Lo siento, señor. –Me hago cargo –dije. –Su tío era un auténtico romántico –añadió entonces sorprendentemente–. Sólo se entiende así que su recuerdo hacia usted lo exprese en el escrito contenido en este sobre que le muestro. -¿Qué es? –pregunté a la defensiva. –Un sobre que le entregaré el tercer jueves de este mes, a las seis de la tarde, en el lugar donde usted acudió tres veces a espiarle en secreto.

No supe reaccionar. Balbuceé algo sin sentido. ¡Así que el viejo miserable me había descubierto! ¡Así que jugaba de nuevo conmigo, incluso después de muerto, como le venía en gana! ¡Así que el muy canalla se había hecho el despistado para evitar mi cólera y eludir el enfrentamiento! Lo maldije de nuevo en silencio. Lo maldije con todas mis fuerzas. Luego me eché a reír.

El notario me miró estupefacto. Debió pensar que estaba loco, que el mal viento del despecho me había trastornado temporalmente. Reía y reía, sin poderme contener. ¡Tío Miserias se quitaba la careta de su miseria moral y se convertía en algo humano! Mis primos también se asustaron de mi pérdida de lucidez. Ellos felicitándose por sus mandas y yo, el desheredado, el despreciado del difunto, el criado apartado de la casa, riéndose como un estúpido ¡y encima con los bolsillos vacíos!

¡El comportamiento de Tío Miserias cuando menos resultaba sorprendente! ¿Qué podía contener el sobre? Me imaginé al miserable trazando a la luz de una vela para ahorrar, con su espíritu amanuense, un laberinto de confusiones para perderme. Las concesiones a mis primos eran concretas: nada había dejado al azar. Estaba lúcido entonces. Sólo jugaba conmigo. Rehecha mi vida, nada suyo necesito para sobrevivir. Me hubiera gustado que en sus momentos finales, simplemente como deferencia hacia mi madre, su hermana querida, hubiera tenido un atisbo del cariño que nunca me otorgó en vida. Sólo eso. Una frase amable. No pido una disculpa. ¿Qué podía contener el sobre? Supuse, vaciado como estaba por la donación de todos sus bienes, que allí dentro habría volcado sus últimas recriminaciones hacia mí, su venganza más hiriente por haberme alejado de su sombra y haberme organizado la vida sin su apoyo, y sobre todo sin necesidad de arrastrarme a mendigarle. Desde mi marcha, yo había renunciado mentalmente a considerarme parte de la familia.

Se incrementó mi nerviosismo al acercarse la fecha del tercer jueves. Hasta la víspera me había mostrado firme en desistir de acudir a la cita. ¿Para qué? Pero acaso por terminar de una vez con el hilo de unión con el viejo decidí en el último momento presentarme. Me atraía en el fondo contemplar de nuevo la escultura. Me acerqué a la plazoleta. ¿Qué hacía allí? Realmente, ¿para qué acudía? ¿Para darle la última satisfacción al miserable de reírse nuevamente en mi cara? ¿Qué podía contener el sobre? ¿Qué era lo que Tío Miserias habría maquinado en mi contra en sus noches de venganza? Recordé de nuevo su imagen abrazándose a la estatua de mármol; aquel beso suave, demasiado candoroso que en el fondo provenía posiblemente de un alma más enferma que sensible.

Penetré en el edificio bastante intranquilo; subí rápidamente al segundo piso. Me pareció curioso que el notario me recibiera

acompañado del bedel. Esperamos a que dieran las seis en el carillón cercano y entonces el bedel retiró el cordón de seguridad.

Siguiendo exactamente el rito, me invitaron a sentarme en la silla de cuero y ya de cerca contemplé con afecto las líneas perfectas de aquella mujer hermosa, casi una niña, que parecía respirar suavemente, imaginándose seguramente que la vida es maravillosa cuando se tiene esperanza en el futuro. Desconozco el tiempo que estuve allí. El caso es que por momentos me sentí deslumbrado por aquella armonía, aquellos pechos dulces y serenos, aquellos labios posiblemente húmedos. Había algo especial en aquella mirada cargada de infinito. Me levanté, y repetí como un autómata los movimientos de mi tío.

Besé la estatua. Apenas un roce. Me separé unos centímetros y la volví a besar, esta vez con los ojos cerrados, sujetándome a ella para no caerme. No sentí los labios fríos. El mármol desprendía un calor casi humano.

Seguramente la estatua también necesitaba llorar.

Estuve un rato así, embrujado. Unos minutos eternos. Aquella paz infinita, aquel silencio envolvente. O nadie más rondaba por el museo o el mundo en aquel espacio reducido desaparecía para siempre. Sólo el tosido artificial del notario me devolvió a la realidad. –Lo siento –dije al volverme y encontrarme con su mirada nerviosa.

Me entregó el sobre: –Tenga la amabilidad de abrirlo, por favor.

Con el sobre en las manos sentí de repente como si me hallara en la encrucijada más importante de mi vida. Hay una línea invisible que al traspasarla pone en movimiento mecanismos mentales desconocidos. Soy libre. Desde el día que me expulsó de la casa dejé de ser criado de los demás para convertirme en señor de mí mismo. Estaba a un paso de traspasar de nuevo esa línea, acaso en dirección contraria. Me asaltaron a trompicones imágenes vio-

lentas, pretendidamente olvidadas, ninguna por cierto agradable. Tanta miseria, la pobreza, los temores, los malditos silencios, los desprecios, el miedo en definitiva, aquella vida vieja y mezquina, el puente roto, el río nervioso rompiéndose ante el terraplén, arrastrándome a la intemperie como un muñeco de trapo. Abrir el sobre, pensé en esos momentos, suponía aceptar tácitamente la nueva atadura que me ligara posiblemente ya para siempre a Tío Miserias.

Era la tela de araña envolvente, el truco ideado por el viejo para que no se rompiera definitivamente la familia.

Como una reacción defensiva, intenté rechazarlo devolviéndoselo al notario, pero éste rehusó. –Sólo puede abrirlo usted –me dijo.

Miré el sobre, la caligrafía de letras grandes y nerviosas citando mi nombre era la propia del miserable; me acerqué de nuevo a la estatua. Los ojos de mármol me parecieron entonces humanos, y una incipiente sonrisa triste descubrí dibujándose lentamente en sus labios.

Creo que hablé en voz alta con la estatua. Creo que susurré su nombre. Creo que la besé de nuevo.

Cerré los ojos y cuando volví a abrirlos rompí decidido el sobre en dos y acercando una cerilla le prendí fuego inmediatamente.

El bedel gritó preocupado: –¿Pero qué hace, señor? ¿Está usted loco? ¡Van a activarse los detectores de incendios!

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