TIO MISERIAS
Tío Miserias Delgado como los alambres espinosos que cercan sus tierras, la pretensión en vida de Tío Miserias era ganar plaza de más rico del cementerio. De nariz basta, labios apenas perfilados, sus ojos incisivos, extremadamente pálidos, horadaban de forma tan agresiva que me congelaban la sangre en su presencia, dejándome inerte y desprotegido. Era capaz de permanecer inmóvil igual que los juncos del río, mirándote como si tu alma se desnudara ante él transparente, más nítida que en un espejo. Jamás gastó la vida en ingenuidades. Había decidido quedarse soltero y dedicar los minutos de su existencia en agrandar su hacienda. Era el rico, el hermano rico de mi madre, merecedor de nuestro respeto, el orgullo de la familia, ejemplo para todos nosotros. El hecho a sí mismo. Ninguno de sus allegados nos sentíamos capaces de adivinar para qué necesitaba con tanto frenesí hacerse con más propiedades, sabiendo que es imposible llevárselas consigo. Ni siquiera nos planteamos con qué artes las iba obteniendo (madre contaba historias truculentas al respecto, de tormentas y ríos revueltos, de agresiones en recodos oscuros, de caminos tortuosos en situaciones imposibles, de los malditos tiempos del hambre). Cada vez que acudíamos a visitarle –vivía alejado de nosotros, en la casona de las afueras del pueblo, allá donde los carroñeros deambulan las noches crudas de los inviernos–, atendido por Clara, la sirvienta (una mujer encantadora, de ojos plegados y nariz chiquita de cerdito bueno), y el capataz, Lucas, un tipo huraño, al que le costaba arrastrar los pies porque estaba castigado a aguantarse el desgaste de las botas hasta pasados los días fríos, Tío Miserias gruñía para que nos fuéramos casi sin haber llegado. Le molestaba todo. En las reuniones familiares, según entraba anunciaba sus prisas, mirando con descaro la esfera de su reloj de bolsillo: 81