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El almuerzo

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El almuerzo

Al cielo del sábado le había dado por emborronarse, lo que presagia la lluvia del domingo. Los sábados sin sol son más tristes que el resto de los días de la semana.

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Seis meses buscando apartamento en la zona vieja de la ciudad y por fin la llamada del empleado de la inmobiliaria: una buhardilla de bohemio, justo en la plaza de la diputación, allá donde al atardecer los patos se resguardan en su caseta y los mendigos se acomodan para pasar la noche en los bancos públicos. Al anterior inquilino, un viejo pintor sin demasiada fortuna en la conquista de la luz, le había entrado el hielo en el cerebro congelándosele para siempre los pensamientos. Lo tuvieron que bajar a pulso en camilla: carecía el inmueble de ascensor, por eso el alquiler resultaba más económico. Olían las paredes a linaza, a pescado, a vino barato, a suciedad, a papeles sin quemar, a trapos viejos. Diego escuchó el gemido misterioso de las cañerías, el ronroneo del viento sobre el cristal sucio de la claraboya, retiró el hule grasiento que taponaba el único ventanuco y descubrió, subiéndose al banquito de cocina, como muy lejano el mar, y algo más cercano los tejados de las casas contiguas.

Le gustó a la primera impresión y a la segunda y más a la tercera cuando coincidió en día de lluvia intensa. Los sonidos en las alturas cobran una intensidad inusitada, como el golpeo del martillo del cantero sobre una pieza de mármol. A Diego este ataque violento de la lluvia le recordaba el contrapunto metálico de las gotas de agua horadando el tejado de los monasterios trapenses. Algo mágico. O algo así.

Ordenó que le retiraran los muebles viejos, el caballete cojo, los otros aperos y acicalaran las paredes con una capa de pintura plástica.

El de la inmobiliaria al entregarle las llaves, le dijo: –Si crujen los peldaños de la escalera es porque el edificio cuenta con más de cien años de antigüedad.

La noche del estreno, Diego se sintió realizado. Esperó a que aparecieran las estrellas burlonas, y al expulsar el corcho del espumoso con el ventanuco abierto, invitó al brindis al chupón cercano. El mundo ya era suyo. Tenía casa, tenía trabajo, un burbujeante vaso en la mano y un charquito de mar dibujado entre casas que incitaba a la ensoñación. ¡Cuántas noches pasaría en el futuro asomado allí! ¡Cuántas noches disfrutando de las estrellas, de la lluvia, de todo lo que la imaginación arrastra cuando se vive cerca del cielo!

Parecía a propósito la buhardilla para un tipo como él de vida independiente y no demasiado social. Además, quién sabe, acaso. Cierto que su trabajo de bibliotecario era circunstancial, pero algún día sería alguien importante. Las personas internamente conocen sus límites: los locos los traspasan y terminan erradicados con violencia de la sociedad, y los amorfos, es decir los vulgares, los anónimos, sucumben apesadumbrados ante la muralla en que se convierten para ellos. Él, sin embargo, se sentía capaz de ensancharlos hasta el infinito sin necesidad de romperlos. Por eso un día, al terminar una conferencia en el saloncito caliente del Ateneo al que acudían los viejos para no enfriarse, se fijó otra vez en la muchachita habitual de la tercera fila, la que permanecía erguida como un busto egipcio y callada siempre, y que sabía sonreír con una dulzura inocente. Se acercó a su corro para oír de cerca por primera vez su voz, y antes de que el anciano conferenciante apareciera por allí tosiendo descaradamente rompiendo el encantamiento, conversaron unos minutos intensos. Y Belén entonces le respondió con unos ojos grandes teñidos de asombro a la arrogancia de su beso de saludo de despedida.

Tres o cuatro conferencias más tarde ya se sentaron juntos en la misma fila. A ella le apasionaban los autores nórdicos y a él los sudamericanos. A la quinta o sexta quedaron a comer, y luego…

Se cepilló los zapatos, se vistió una especie de chaqueta, calcetines de un solo color y pantalón con raya. Le llevó su tiempo sus-

tituir la programación clásica por otra música más electrizante, con letra inteligible terminada con la misma sílaba en las dos únicas frases. Es que a ella igual le gustaba la música moderna. Pasó revista a los muebles, a la cama, al retrete, a la pequeña cocina americana. Cuando le pareció todo en orden, asomó su cabeza por el ventanuco y comprobó que el día venía turbio, tapizado de impaciencia.

Era sábado e iban a comer juntos. Y luego…

Belén al verle de ejecutivo sonrió para sus adentros: una nueva coincidencia, estaban hechos el uno para el otro, porque ella, también es casualidad, había aparcado en la silla de su habitación los vaqueros remendados en las rodillas, y vestido un suéter ajustado, una minifalda llamativa y unos zapatos de tacón nada exagerado. Incluso se había dejado aconsejar por su madre, una viuda condenada siempre a serlo.

Se vieron, se besaron, se cogieron de la mano, miraron trece o catorces veces al móvil y se fueron a celebrar con un almuerzo lo que Diego tenía que decir a Belén y que Belén a ojos ciegos iba a aceptar.

Lo normal es que le propusiera irse a vivir juntos. Diego tenía trabajo, los veintiséis o veintisiete, un buen parecido físico, un comportamiento responsable y un apartamento (la buhardilla) recientemente estrenado, que estaba deseando conocer para cambiar de una vez los suspiros de la imaginación con el encanto de la realidad. ¿Y ella en cambio qué tenía? Dos hermanos ásperos que le tocaban las tetas al pasar por el estrecho pasillo de su casa y que la pellizcaban el culo.

Así que Belén dijo: –¿Y qué me tienes qué decir? –Que entramos en primavera –dijo él. –Tonto –dijo ella, enseñando sus dientes blancos y cuidados. –Los secretos se desvelan a los postres –dijo él. –¿Un secreto?

–Efectivamente. –¿Un secreto, secreto? –Una proposición.

Exacto.

Desde la concreción de la cita, Belén se había pasado las noches inventariando las cosas imprescindibles que tendría que llevarse a la buhardilla. Se tumbaba sobre la colcha, pierna sobre pierna, y contaba con los dedos, mientras se despedía mentalmente de las paredes que hasta entonces habían albergado su vida. Su madre según le vio la víspera preparando la maleta, le dijo con algo de dolor dentro: –¿Te vas de viaje? –No, mamá. –Entonces, ¿por qué preparas la maleta?

Belén se sentó al borde la cama, hizo un gesto a su madre para que le acompañase y se abrazaron. Eran como dos hermanas, mejor, como dos amigas, mejor, como dos confidentes que se cuentan lo imprescindible matizando los desacuerdos. Belén dejó que su madre le acariciara la barbilla, que le pasara la mano por el suave cutis, que le mirara con ojos acuosos. Dijo: –Madre, estoy enamorada.

Se abrazaron de nuevo. –¿Otra vez, hija? –Esta es la definitiva. –¿Seguro? –Seguro, mamá. –¿Y cómo lo sabes? –Esas cosas se saben, ¿no lo crees así, mamá? –Sí que se saben. –¡Es el hombre de mi vida! –suspiró. –Los otros también lo fueron. –¡Oh, no, mamá! Los otros fueron un espejismo. Este es un chico formal, muy serio, un intelectual. –¡Ah! –dijo la madre.

–Sabe de todo, madre. ¡Es un hombre del renacimiento!

La mujer se asustó. Eso del renacimiento le sonaba a antiguo, a jubones desgarrados, a escudillas y lentejas caldosas, a nigromantes y pedigüeños ciegos. –¿Y eso es bueno? –¡Mamá! –protestó con un mohín de disgusto la muchacha–¡Quiero decirte que tiene una conversación muy cultivada, que jamás me aburriré a su lado!

Siguieron un buen rato abrazadas, el rostro de Belén reposando sobre el pecho derecho de su madre y ésta peinándola con mesura, despacio.

Belén, dijo: –Se llama Diego. –Diego es un nombre muy bonito. –Tiene un apartamento en el centro. –¿Un apartamento? –se extraño la madre. –Bueno, una buhardilla. –¡Qué romántico! –Una buhardilla desde la que incluso se ve el mar. –Las buhardillas suelen tener goteras. –¡Mamá! –protestó enfurruñada Belén– ¡No me quites el sueño! –Disculpa –la mujer la abrazó más intensamente.

Belén entonces dijo: –Creo que me va a pedir que me vaya a vivir con él. –¿Tan pronto? –exteriorizó la madre una sorpresa fingida. –Es lo lógico, ¿no? Llevamos saliendo un tiempo. –¡Un tiempo! ¿Y cuánto es un tiempo? –Un mes en serio. –¡Un mes en serio! ¡Qué barbaridad!

Belén miró a su madre a los ojos. –¿Papá no te lo pidió nunca?

La mujer guardó silencio, intentando acaso olvidar el pasado. –¿No te lo pidió nunca? –insistió Belén.

–Nunca. –No te creo. –¿Dónde íbamos a ir? Como no fuera al monte. Siete años estuvimos de novios. Siete ahorrando él y yo haciendo el ajuar. –¿Siete? –Eran otros tiempos.

Belén se separó un poco de su madre, e insistió: –¿Te hubieras ido a vivir con papá de pedírtelo al mes?

La mujer no dudó un instante: –Sin pasar por la iglesia, jamás. –¡Qué antigua eras madre! –¡Sólo el sacramento impide que no se rompan los matrimonios!

Se descendía al restaurante por unas escaleras resbaladizas y peligrosas. Ocuparon una mesa para dos, discreta, al principio del comedor, un poco distanciados del resto de mesas, al otro lado de la pared del guardarropa. A Belén le gustó el sitio, podían estar tranquilos, sin que nadie se confundiera en sus miradas. ¡Tenían tanto que decirse!

Una buena parte del local estaba ocupado por los miembros alborotados de una familia que agasajaban a un matrimonio anciano, acaso por su aniversario. Los niños corrían, los viejos sonreían como si fueran a morirse a los postres, y las mujeres mostraban con descaro sus gorduras. De vez en cuando, uno de los de la mesa se levantaba, elevaba la copa de vino y gritaba: “¡Por los abuelos!”. Entonces el abuelo hacía un gesto leve de asentimiento con la cabeza, y la abuela comenzaba a sonreír algo forzada o por lo que fuera.

Luego, alguien cantaba, soltaba un grito aterrador y atacaban el siguiente plato.

Belén abordó en cuanto pudo a Diego: –Tengo ganas de conocer tu apartamento –le soltó sin rubor.

–Te gustará –dijo él. –¿De verdad que se ve el mar? –Y el monte lejano. Y cuando silba la galerna parece que el mundo se rompe. –¡Oh! –exclamó la muchacha– ¡Qué maravilla!

Entonces uno de los comensales reclamó silencio. Tendría menos de treinta, pidió a su compañera que se levantara de la mesa, que mostrara en público su vientre abultado, y dijo: –Abuelos, ¡vais a ser de nuevo bisabuelos!

Todo el mundo comenzó a aplaudir.

Belén, dijo: –¡Qué bonito!

Diego se fijó en el abuelo. Tenía los ojos abiertos, pero la mirada perdida. El traje le quedaba grande, la corbata caída, nada de aquello parecía suyo. Posiblemente alguna de sus nueras le había vestido de prestado y con más urgencia que la necesaria para la ocasión. Pensó que seguramente los habrían sacado de mañana del asilo para la celebración de algún aniversario (allí estaba también el cura, tan viejo como ellos, a su lado, medio dormido). Los niños le estiraban la chaqueta al abuelo, uno buscaba algo en sus bolsillos, otro pretendía subirse en sus rodillas, otro atacaba su rostro apergaminado con bolitas de miga de pan. El viejo estaba como ido, ausente.

Belén, preguntó a Diego: –¿En qué piensas? –En ese hombre. –Fíjate qué emocionado está –dijo Belén. –¿Tú crees? –No me extrañaría que se echase de repente a llorar.

Otro de los mayores, seguramente hijo de los viejos, reclamó la atención de los presentes, machacando con el cuchillo el vaso vacío de agua. –¡Atención! –dijo exigiendo el máximo de silencio–¡Mucha

atención! Hoy es un día grande para nuestra familia. ¡Un día irrepetible! ¡El abuelo y la abuela cumplen cincuenta años de casados!

Todos empezaron a gritar vivas y aplaudir, mientras los estridentes fogonazos del flash herían la sensibilidad de los ojos del abuelo, que pareció despertar. –¡Venga, padre, que usted siempre ha tenido chispa, diga algo!

El abuelo miró a su hijo, intentó mover los labios, miró a su mujer, volvió a mirar a su hijo, miró las paredes, y dijo por fin: –¿Qué?

Entonces Diego se fijó en la abuela y en su sonrisa enigmática y casi benévola. Estaba allí la mujer en segundo plano, un poco en la sombra, con el bolso de charol sobre el regazo, la espalda todavía en el respaldo de la silla, mirando con indiferencia a su marido, como si no lo conociese. Las cejas cuidadas, algo coqueta, con un poquito de color en los párpados para combatir la piel aceitosa, manchada por el tiempo. Parecía más entera que él, un poco más tiesa, más serena. Y pensó que aquella sonrisa condescendiente podía encerrar misterios imposibles de compartir.

Belén exclamó: –¡Oh, qué felices se les ve!

Y luego, preguntó a Diego: –¿A que estás tan emocionado como yo?

Diego miró a Belén y la vio dulce y bonita, los ojos negros, la boca estilizada, los labios definidos con un toquecito sutil de color. Miró de nuevo a la abuela y se le antojó esta vez más como una abeja reina que como una pobre mujer a la sombra de su marido. Y se preguntó ¿en cincuenta años le habría sido fiel? Seis o siete hijos y una tonelada de nietos y bisnietos. ¿Y si en ese momento el abuelo y la abuela se estuvieran preguntando en silencio los dos al mismo tiempo, si la vida no les hubiera ido mejor de no haberse conocido?

Creyó descubrir que por lo menos uno de los hijos había sido

rubio y otro moreno y otro… Uno era alto, otro más bajo; uno serio, de ojos dormidos, otro más despierto. ¿Seguro que todos sus hijos eran de verdad de su marido?

Belén, insistió: –¿No te gustaría el día de mañana que nuestros hijos nos hicieran un homenaje así de bonito?

Entonces el cura regresó de su mareo. La bebida le había sentado mal, alegó cosas de la edad, del estómago, de los achaques. Se levantó, y se sentó, y se volvió a levantar y dijo agarrándose a la mesa para no caerse: –Hijos míos, hace cincuenta años casé a vuestros padres; os he bautizado a vosotros, a vuestros hijos, y a los hijos de vuestros hijos. Y hoy he vuelto a celebrar el aniversario. ¡Cincuenta años juntos! Y me alegro, y me alegro mucho más porque yo también he estado esos cincuenta años permanentemente con vosotros, así que me considero uno más, ¡y no el menos importante de vuestra familia! –¡Viva también don Julián! –dijo uno. –¡Viva! –gritaron.

Y el cura sacando fuerzas de dentro, dijo: –¡Lo que une Dios que no lo separen los hombres!

Levantaron todos de nuevo la copa y volvieron a brindar, y cantaron, y bailaron, sin conseguir que la abuela borrara ni por un momento la sonrisa enigmática de su rostro.

El cielo seguía con sus manchones de borra.

Ya en la calle, Belén se cogió del brazo de Diego, se acurrucó emocionada y le dijo: –¡Qué fiesta familiar más preciosa! ¿Te has fijado cómo se quieren los viejitos? ¡Cincuenta años juntos! ¡La de cosas que habrán disfrutado en común! ¡Cincuenta años! Ella fíjate qué feliz parecía, y él tan serio ha tenido que ser un padre muy responsable.

Diego no dijo nada.

Belén insistió:

–Cariño, con tanta emoción, se te ha olvidado contarme lo que tenías que decirme.

Diego miró a la muchacha un poco entristecido. Y simplemente, le dijo: –Era una excusa tonta para comer juntos. Sólo quería decirte que entramos hoy en primavera.

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