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El operativo
El operativo
El locutor preguntaba: –¿Ahora se vive mejor que antes?, ¿consideras que hay más libertad que antes?
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La muchacha respondía: la misma, todo es una farsa, los políticos pretenden conducirnos a los ciudadanos a campos de concentración modernos, con risas que se escuchen tras las paredes, para que nuestras cabezas no funcionen correctamente. Editan libros para que perdamos el tiempo leyéndolos. Quieren quitarnos la energía, volvernos locos. Pero no me dejo intimidar. Por eso me he escapado de casa. El día que los jóvenes consigamos el poder vamos a purgar a los viejos. Porque los viejos son los que frenan el progreso para seguir manteniendo sus privilegios de clase.
Los gobiernos se alimentan gracias a los cuerpos represivos. Es su propósito miserable. Una confabulación. Responde a un diseño perfecto. La policía está siempre con el poder, el ejército ejecuta fríamente las órdenes del poder y los frailes asienten insensibles a los desmanes cometidos por el poder. Todo es un engaño. Cuando el poder esté en nuestras manos jóvenes pondremos lo de abajo arriba. ¡San Francisco y Rock and Roll! Cambiaremos los pentágonos por círculos. Quemaremos los libros de bautismo para que no haya referencias ni raíces. ¡Muera la historia! ¡Muera la convención de enterradores! ¡Viva el desatino y la intolerancia! Cuando los jóvenes asaltemos el Palacio de Invierno pondremos todo patas arriba. Acojonante. Todo es artificial en esta sociedad de hipócritas. Cerdos. ¡Los jóvenes somos los únicos que merecemos el futuro!
Locutor: ¿Te pinchas?
Niña: Viajo lo que puedo.
Locutor: ¿Animal preferido?
Niña: El caballo.
Locutor: ¿Qué vas a ser de mayor?
–Puta, como su madre –gritó cabreado Ceberio, saliendo en pelotas de la ducha.
Se presentaba un día muy duro, otro más de los muchos en los que andaba envuelto últimamente. Parece como que a cada paso se le obligara a mendigar una justificación. Él era así, y punto. Un tipo directo sin tiempo para las melancolías. Un hombre de acción y a los hombres de acción para serlo debe permitírseles trasgredir de vez en cuando las normas estúpidas. Se restregó con la toalla hasta casi hacerse daño. Se peinó para atrás. Cada vez le gustaba menos el rostro reflejado en el espejo. Los párpados acuosos, la mancha oscura del pómulo derecho que parecía ir a más. Vació un cuarto del frasco de colonia de olor a establo (quería impresionar a la jueza si esta vez tocaba jueza) y se paseó desnudo por la casa, incluso delante de la ventana abierta al patio de vecindad.
A alguien se le había quemado la leche y las tostadas del desayuno, seguro que al mismo tipo que agitaba la batidora para el zumo de naranja a las siete de la mañana.
El operativo por el que estaba de nuevo denunciado hubiera resultado perfecto de no mediar las tres o cuatro balas que habían astillado cañerías, ocasionando la rotura de cristales, y la alarma social producida por los gritos del detenido que seguía retorciéndose en el suelo, a consecuencia de la patada en el bajo vientre. Dos de sus compinches ya estaban convenientemente esposados pero el tercero seguía gritando como una verdulera del muelle mientras sangraba por la nariz.
Uno de los policías aquejados de almorranas por tantas horas al volante sin moverse, le dijo: –Otra de las tuyas, ¿eh, Ceberio? Otra vez te has pasado. –Ahí los tienes bien zurcidos –respondió Ceberio con ese aire indolente característico de los sobrados–. Te los cedo para el repaso final. Apúntate el tanto. Son todo tuyos. –Y una mierda –respondió el de las almorranas–. Te devuelvo el de las costillas rotas. A mí no me pasas el problema.
Ceberio dejaba siempre demasiadas huellas. Item más: prefería
enfrentarse solo a tener que ejercer de niñera de uno de esos muchachitos de academia más interesados en los derechos de los delincuentes que en acabar realmente con ellos.
Un delincuente es un delincuente. Y ninguno lleva cosido en la frente un letrero denunciando su voluntad de regeneración. Así que la intuición es clave y las agallas necesarias y el arrojo y la sorpresa. Son los malos los que obligan a los buenos a usar la fuerza, pero ¿quiénes son los buenos? Empezaba a dudarlo viendo cómo transcurrían últimamente las cosas. ¿Los que firman los partes? o ¿los que se ríen al salir de comisaría de los que los han firmado?
Había estado destinado allí arriba, con lo que eso marca y añoraba en el fondo aquellos tiempos donde la única consigna era sobrevivir y sobraban papeles y arengas y justificaciones y tonterías así porque conocías desde el principio que las medallas sólo se conceden cuando ya no puedes disfrutarlas. Corrían entonces ríos de bilis y orina y a las muchachas de sonrisa cautivadora antes de invitarlas a una copa había que registrarles el bolso y tocarlas descaradamente las tetas intentando descubrir el escondite donde ocultaban la pistola con la que pensaban dispararte.
Como hombre directo, de escasa conversación con el espejo, utilizaba el cerebro para justificarse posteriormente los comportamientos.
Los testigos confirmaron la versión oficial, relatando al detalle lo sucedido. Había entrado en tromba, solo, rompiendo la puerta, sin aviso, y de repente las balas comenzaron a explicar la teoría de la muerte a paredes y cañerías. Dos de los individuos se rindieron enseguida, pero el tercero pretendió la huida imposible llegándose hasta el coche. Allí estaba ahora en el suelo, en un charquito de sangre oscura, llorando su desgracia. Ceberio no podía imaginarse que en la vecindad se ocultaran sin levantar sospechas. Una señora, dijo: “Muy buenos chicos, muy amables y muy educados”. Otra, dijo: “Salían poco de casa, esa es la verdad. Hacían la compra ellos mismos. Apenas se dejaban ver”. Otra, aclaró: “Ninguna chica, oiga. Así que nada de escándalos ni de
una palabra más alta que otra. Estudiantes igual. Aunque ya nos parecían un poco mayores para andar con libros”. El vecino del sexto, dijo: “¿Estos? ¡Pero si son de los nuestros!”
El de la ambulancia firmó el parte del servicio. El automóvil con el que pretendían huir estaba destrozado, con la rueda izquierda reventada, y el depósito escupiendo gasolina por toda la calle.
Ceberio lo reconoció enseguida, pero el juez Zugasti ni se inmutó al verlo entrar. Arqueó un poco las cejas y continuó leyendo los documentos amontonados en su mesa de despacho.
A los dos o tres minutos le abordó abiertamente: –Tengo varias denuncias contra usted. Su violencia nos va a colapsar un día el juzgado. La verdad es que me gustaría archivarlas en consideración a su larga hoja de servicios. Pero los hechos descritos son sustanciales, lamentablemente. ¿Quiere que se los lea? Le recuerdo que hay testigos. –¿Es necesario hacerlo? –preguntó Ceberio. –Puede obviarse si alega usted que los conoce. –Los reconozco –afirmó Ceberio. –Entonces omitamos los detalles si está usted conforme. –Lo estoy. –Pasemos entonces de repetir lo sabido.
El secretario, un hombre mayor, de aspecto enfermizo, con unas gafas de vidrio grueso, suspiró. Menos trabajo. Cerró la carpeta, sopló sobre ella, rehízo el nudo de cordón rojo y se quedó con los brazos cruzados.
El despacho tenía una ventana casi cegada por un cortinón de terciopelo. Los legajos se amontonaban en la mesa, en el suelo y en las estanterías. Una escalera de mano estaba anclada en una guía metálica que recorría la pared, a la espalda de la silla del juez.
Este, dijo: –Debo reconocer que su historial es impresionante. –Agradezco que lo considere así. –Es usted lo que el antiguo régimen consideraría un salvapatrias.
–Soy simplemente un inspector de policía al que le han tocado mucho los huevos –dijo Ceberio a regañadientes. –¡Señor –saltó el juez–, esa expresión la considero incorrecta! –La única que se me ocurre, señoría. –La omitiré si me lo permite –dijo el juez quedamente–. Cierto –siguió hablando luego más pausadamente, y en tono condescendiente, como midiendo cuidadosamente las palabras– que merced a su intervención pudo establecerse un operativo digamos que exitoso. Y debemos los ciudadanos felicitarnos por ello. Y felicitarle a usted también, por supuesto. Pero, amigo mío, vivimos en un estado de derecho. Y el estado de derecho funciona gracias a unas reglas de juego. Unas reglas que nos las hemos dado nosotros a sí mismos. Nadie nos las ha impuesto. Debe usted saberlo. Todo el mundo tiene unos derechos inviolables. –Incluso los que se los quitan a los demás. –Incluso ellos –cortó secamente el juez–. Aunque nos moleste y aunque nos duela y lo suframos. –Incluso los que te agreden físicamente. –Por supuesto. –Incluso los que te apuntan con una pistola y adivinas que si no aprovechas ese punto de indecisión pueden acabar con tu vida. –Incluso esos. –Incluso yo –dijo con firmeza Ceberio, cansado de la reunión–. Porque supongo que yo también tengo derechos.
El juez le miró fijamente. –Los cojones, Ceberio –elevó de repente la voz el juez–. No me toques los cojones. ¿Estamos? ¡No me los toques más!
El secretario abrió inopinadamente los ojos, como si acabara de despertarse, más sorprendido que asustado. –Aparenta por lo menos que estás arrepentido –añadió el juez, volviendo una y otra hoja del expediente. –Creía que su señoría no me iba a reconocer –dijo Ceberio un poco más relajado.
–Claro que te conozco, mamón. Pero no quiero saber de qué. Así que es mejor que tú tampoco sepas de qué me conoces. ¿Lo captas, eh? Un pacto entre viejos amigos. En cualquier caso han pasado muchos años. Y los años confunden los recuerdos. ¿De acuerdo? No tengo ningún interés en volver la vista al pasado. No sé si me comprendes. Yo estoy ahora a este lado de la mesa y tú, al otro. –De acuerdo –convino Ceberio–. Antes estábamos en el mismo lado. –Antes estábamos donde había que estar. A veces resulta conveniente olvidarse del pasado porque la exigencia siempre es el presente. Igual se te escapa esta sutileza, pero la vida es así. Hay cosas que están permitidas al amanecer y prohibidas por la noche. Lo importante es el criterio, la coherencia. La sociedad a veces impone unas exigencias, que deben acatarse y cumplir. –Me hago cargo. –La sociedad cambia, los hombres cambian, menos tú por lo visto. Eres un hombre de Cromagnon, un australopiteco con pistola. –Lo que su señoría diga –repuso con desprecio Ceberio. –¡Y una mierda! No te la pegues de humilde y menos de místico, que no has leído en tu vida a San Juan de la Cruz.
Ceberio guardó silencio. El juez añadió: –Portémonos como caballeros. –Lo que somos. –Así está mejor. Las cosas irán entonces mejor. Continuemos. Las denuncias contra usted –volvió el juez a su tono procesal, que agradó al secretario que volvió a entornar los ojos– por lo que parece están sólidamente documentadas. Bien. ¿Tiene usted algo que alegar?
Ceberio le miró fríamente: –¿Qué coño puedo alegar? –Lo que se le ocurra. El señor Secretario tomará puntualmente
nota de sus palabras y luego al final se las leerá para que usted firme la conformidad. –Soy policía –dijo Ceberio–. Si me pongo en pelota ante usted, comprobará que tengo más medallas incrustadas en mi piel por servicios a la patria que su señoría pecas en la espalda. Cada medalla me la he ganado a pulso, dando y dándome. No reniego de ninguna de ellas. Todas son mis hijas. Incluso esa piel asada que cuelga de mi brazo izquierdo desde hace ya bastantes años.
Hizo una pausa larga. El juez aprovechó el momento para dejar las gafas sobre la mesa y pasarse una mano por las párpados, como intentando refrescarse los ojos.
Ceberio, insistió: –Yo no he cambiado, señoría, y no quiero cambiar. –Eso es lo verdaderamente triste. Eso es lo verdaderamente lamentable –dijo el juez lentamente–. La sociedad ha cambiado, el mundo ha cambiado, pero todavía hay gente que se resiste a hacerlo. Gente que quiere frenar el progreso. Gente que se niega a admitir la realidad. Como usted. –Yo tengo otro punto de vista. –Que respeto, pero no comparto ni apruebo –dijo secamente el juez–. Así que me veo en la obligación de dar curso a la instrucción. –Haga usted lo que quiera –dijo Ceberio en tono desafiante. –Sin chulerías, ¿eh, Ceberio? Que nos conocemos.
Ceberio se encaró con el juez. –Zugasti –le dijo irritado, pero sereno– soy lo suficientemente inteligente para saber cuándo tengo las de perder y lo suficientemente estúpido para desconocer cuándo tengo que callarme. He aprendido a tragar saliva y a comerme la mucha mierda que se esconde bajo las alfombras. Pero lo que nadie me ha enseñado todavía es a contenerme cuando me tocan los cojones. No sé si me entiendes. –¿Debo interpretar sus palabras como una amenaza? -gritó nervioso el juez, levantándose de la mesa y asustando al secretario.
–Como quieras, Zugasti, como quieras.
Ceberio se dio la vuelta, amagando el marcharse. Luego se volvió hacía el juez: –¿Qué tal va tu pierna izquierda? –dijo tuteándole de nuevo. –¿Qué le pasa a mi pierna? –dijo el juez visiblemente contrariado. –Me intereso por cortesía. Antes cojeabas ostensiblemente, y simplemente ahora quería saber si, aprovechando todos esos cambios sociales que me anuncias, había conseguido su graciosa señoría, aparte de cambiarse de muda interior, cambiarse también de pierna.
Cada vez que le llamaba al despacho, Ceberio sabía exactamente que tendría que contar mentalmente hasta cincuenta para contenerse.
El comisario, un jovencito con bíceps de gimnasio, y color de rayos uva, y una dentadura enriquecida con potingues de farmacia, le castigó un buen rato de pie como en el colegio, para decirle: –¿Qué puedo hacer con usted? –No lo sé, usted es el comisario jefe. –Y el que le saca de las dificultades. No quiero problemas, pero usted se empeña en buscármelos. Le asigne un compañero o le asigne dos. Usted es un cero a la izquierda. Ya no somos un cuerpo represivo, Ceberio, ahora acompañamos viejitos al cruzar la calle y bajamos a los gatos domésticos de las ramas de los árboles. ¿Entendido? –Sí, señor. –Así nos ganamos el respeto perdido. –¿Qué respeto, señor?
El barbilampiño le miró con desprecio. –Me gustaría destinarle a pegar tampones en los oficios en una oficina perdida lejos de mi vista, pero el hecho de que se le hayan aguantado tanto tiempo sus desmanes sin retirarle ni siquiera pre-
ventivamente el arma, me hace suponer que usted está más agarrado al cuerpo que una garrapata. –No sé de qué me habla. –¡Claro que sabe de lo que hablo! En la Administración siempre por encima de uno hay otro. ¡Y eso es lo que nos frena en la toma de decisiones!
Resopló exageradamente para manifestar su malestar. Y añadió: –Pero a mí no me la juega más. A partir de este momento se va a encargar usted de los casos menores para evitarme problemas. Raterillos y mierdas así. Hasta que se jubile o hasta que se muera.
La interina del comercio de tejidos tenía los hijos casados jóvenes, dos nietos, y una familia abnegada y muy trabajadora allá en su Salamanca natal. Era bajita, rechoncha como un botijo, un poco simple pero simpática. El encargado le abría la puerta a eso de las ocho. La señora Avelina se quedaba dentro limpiando muy contenta los mostradores y los suelos, mientras el encargado acudía a la cafetería de la otra manzana a desayunarse sus cuernos tostados untados con una gotita de miel, y el café corto de café y con una nube de leche.
Luego cuando se ganó la confianza del encargado éste le facilitó las llaves para evitarse el madrugón y venirse de casa ya desayunado.
Sucedió que a la señora Avelina las acelgas y las lechugas, que adquiría en el mercado minutos antes de entrar en la tienda, se le desarrollaban durante el trabajo una barbaridad, de modo que apenas asomaban en la bolsa a primera hora de la mañana, para mostrarse luego espléndidas y maravillosamente clorofiladas a la hora de concluir su jornada. Algo insólito.
Las dependientes, le decían: –Que ojo tiene usted para la compra, señora Avelina.
Y ella, decía:
–Es que soy de pueblo, hija. Y las de pueblo sabemos comprar. Nadie nos engaña con lechugas de plástico y tomates que saben a pimiento. –Ni que lo diga. Hay que ver.
Y lo que había que ver se vio.
El marido de la señora Avelina era un hombrecillo pálido y encorvado, que llevaba una gorra puesta incluso en casa, para no descubrirse en los espejos su absoluta calvicie. Se convirtió con el tiempo en un experto organizador. Preparaba paquetes redondos como mástiles, que almacenaba en el salón de su casa a la espera de su posterior envío a su abnegada familia.
El recadero de la agencia de transportes, un día le dijo: –¿Dónde tiene usted la fábrica, señor Antonio, que parece que el negocio de los textiles le crece una barbaridad y encima no sale nunca de casa? –No tengo fábrica, hijo. Soy mayorista de una algodonera catalana. –Pues no recibe usted ningún paquete por nosotros. –Es que hay que dar de comer a otras agencias. –Lo comprendo, don Antonio. Pero si quiere le estudiamos los precios y le prometo que se lo mejoramos una barbaridad. –Todo se andará, hijo. Cuando finalice el contrato con la competencia, negociaré primero con vosotros. –No se arrepentirá, don Antonio. –Eso espero.
El señor Antonio dejó la bata de mil rayas colgada en el perchero de la cocina y atendió la llamada de la puerta.
Preguntó: –¿Quién llama? –Policía –dijo Ceberio–. Abra.
El hombrecillo puso la cadena y asomó su ojo por entre la rendija. –Abra la puerta o se la tiro abajo de una patada –dijo Ceberio sin ningún tipo de contemplaciones.
El hombrecillo abrió la puerta visiblemente atemorizado. –¿Tienen ustedes orden judicial?
Ceberio le dio un cachete cariñoso en la cara. –¿Quieres leerla o prefieres que te la grabe en la cara? –Yo no he hecho nada –intentó el hombrecillo recular asustado. –Ya lo sabemos –dijo Ceberio. –Entonces, ¿qué desean ustedes? –Venimos a ver la exposición de los grandes almacenes –dijo Ceberio, entrando violentamente en la casa.
Aquello parecía un zoco árabe. Cortinas, mantas, retales, paños de cocina, servilletas de todos los colores, juegos de cama. La señora Avelina era la mejor cliente del comercio de tejidos, con el mérito además de adquirirlo todo mucho más barato que nadie, incluso que el propio empresario.
Ceberio le dijo: –Ya conoce usted toda esa cantinela de los derechos y demás, ¿verdad? –Yo no sabía nada –dijo el hombrecillo, intentando una disculpa infantil por la mercancía encontrada–. Pensaba que eran gratificaciones de Navidad que entregaban a mi esposa. –Ya –dijo Ceberio–. Cortinas en lugar de turrón. Lo propio en esas fechas. Eso lo del comedor. Y lo de los dormitorios regalo de Año Nuevo. –Pues, sí. –Y las sábanas confeccionadas de debajo del fregadero el regalo de Reyes para los nietos. –Pues, también.
Ceberio fue a esposar al hombrecillo, pero éste echó a correr por las escaleras abajo. Lo cogió por el cuello del jersey. Lo empujó contra la pared. Le dio un golpe en el plexo solar y el hombrecillo escupió un cuajaron de sangre antes de besar el suelo. -¡Le denunciaré por malos tratos! –gritó el hombrecillo con evidentes dificultades de respiración.
–Supongo que sí. –¡Quiero un abogado! –¿Y para qué? Si quieres largarte, lo mejor es por la ventana –dijo entonces Ceberio con absoluta tranquilidad–. Te subo y te tiras. Te digo esto porque ya no me dejan empujarte. Antes lo hubiera hecho con gusto, la verdad, pero los tiempos han cambiado. Ahora te tienes que empujar tú solo. Cosas de Ginebra, de los derechos humanos, de la Onu, de todas esas convenciones que firman los gobiernos en Nueva York. Ya sé que igual te faltan agallas y que es un poco sucio, porque dejas el suelo pringado, para qué engañarnos, pero igual no te importa. Manchas un poco la calle, pero eludes la cárcel.
Detenido el hombrecillo, Ceberio se acercó a la señora Avelina aquella mañana, cuando se esmeraba todavía en limpiar el polvo a las estanterías de la tienda. Ya había lampaceado el suelo y ahora estaba repasando aquel foco de ácaros perversos, en un afán de que el tiempo pasara a la espera de encontrar el momento propicio para abandonar sin miradas recelosas el trabajo.
Al presentarse Ceberio, la señora Avelina agachó la cabeza con su humildad habitual característica, y guardó un silencio absoluto. Estaba enseñada que cuando no hay nada que decir lo mejor es callarse y tararear música. Sólo que en ese momento parecía realmente inoportuno ponerse a hacerlo. Ceberio comprobó en persona que efectivamente las gigantescas lechugas estaban a punto de saltar de la enorme bolsa de mano. Vació enérgicamente la bolsa y destripó un par de paquetes sin etiqueta por allí escondidos. En ese momento, sin inmutarse, la señora Avelina le sonrió, como si no fuera con ella la cosa, y le dijo tranquilamente: –Tres meses. En tres meses me verá de nuevo en la calle.
El abogado de la señora Avelina alegó en su defensa que en cinco años nunca había faltado al trabajo, que era muy limpia, acaso un poco cleptómana, y que esa conjunción de ansia de limpiar y la enfermedad la arrastraban inexorablemente a delinquir
de una manera tan inocente como primitiva.
Alegó que como su infancia había sido muy triste, culpa de las circunstancias sociales de la época y de las muchas necesidades, tenía un sentido hermoso de la justicia, porque lo que usurpaba al poderoso lo repartía entre sus amigos y familiares del pueblo, y así todo el mundo en septiembre y en primavera estrenaba edredones y visillos y mantas de fibra, muchas menos pesadas que las tradicionales de lana.
Incluso dado su altruismo, el ayuntamiento de su pueblo natal pensaba concederle en una reunión monográfica la medalla de honor, por lo menos de oro, especial, única para ella, como benefactora de la humanidad y mil atributos más. La señora Avelina al escuchar estas palabras no pudo contenerse las lágrimas, enjugándose con uno de los cientos de pañuelos de su colección privada, teniendo mucho cuidado en dejar siempre abierto el ojo derecho para otear la siempre imprevista reacción de los asistentes.
Alegó también el abogado que la culpa, de haberla, debería ser compartida con el encargado y los propietarios por no haber dispuesto las medidas oportunas de control, lo que hubiera impedido el nacimiento del problema.
Efectivamente, tres meses más tarde la señora Avelina se encontró con Ceberio en la calle. La cárcel le había sentado bien, seguramente porque allí a veces hacen gimnasia. Se le acercó sin vergüenza alguna, y tras mostrarle con descaro las dos sortijas de oro, los pendientes de oro, el reloj minúsculo de oro y la pulsera del mismo metal, le dijo: –Se lo anuncié, ¿eh? ¿Recuerda usted? Tres meses y ya estoy limpia. Ya me ve, en la calle. Y encima ahora tengo un trabajo más cómodo que el anterior y mejor remunerado. –Me alegro –dijo Ceberio en tono irónico. –Mucho mejor considerado, ¿qué se cree usted? Y en el que puedo prosperar.
–No me diga. –Pues se lo digo para que se entere. Estoy de interina en otro establecimiento donde le aseguro que jamás nadie se atreverá nunca a echarme. ¿No quiere saber en cuál? –Dígamelo. Estoy impaciente por saberlo. –Pues, mire usted, en una entidad bancaria de la avenida principal.