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Muerte en la vadera

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Muerte en la vadera

Entró arrastrando los pies. Parecía cansado. La camisa por encima del pantalón, rota, los pantalones sucios, manchados de barro. Las botas también sucias, manchadas de barro. Se acercó a la barra, y dijo: –Lléname el vaso.

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La mujer lo miró con desgana, dejó el periódico abierto sobre la esquina del mostrador, abrió el frigorífico, cogió la botella y la volcó sobre el vaso.

El hombre bebió un trago. Calentó el vaso con la mano. –Está frío –dijo. –¿Y qué? –le dijo la mujer, volviendo a la lectura. –No me gusta el vino frío. –¿Lo has pagado? –le preguntó despectiva la mujer. –No. –Puedes marcharte sin beber una gota más que no te lo cobro. –Tampoco es eso. –Pues es lo que es.

El hombre se entristeció un poco más. Volvió a calentar el vaso con las manos, y dijo: –Eres muy dura conmigo. –Lo soy con todos los hombres –dijo ella. –Más conmigo. –No hago excepciones.

El hombre apoyó un pie sobre la escupidera que corría a lo largo de la barra. Estaba de jornalero para el regadío. Un trabajo ingrato, casi siempre a deshoras. Raro era el día sin urgencias. Una llave de paso obturada, un motor desenganchado, una fuga de agua inundando la carretera, unos aspersores cegados por alguna culebra atrapada en la boquilla. –Lo he matado en la vadera –dijo después de un rato.

Ella no le hizo caso. Él insistió:

–Lo he matado. Ha sido fácil.

Ella le miró indiferente. –¿Y qué? –Que he matado a tu hombre en la vadera –insistió él. –¿Cuándo? –Ahora mismo. –No tienes sangre en las manos –Me he lavado en el río. –No tienes sangre tampoco en la ropa. –¿Qué pasa? ¿No me crees? –¿Cómo ha sido? –Lo he abierto en canal como a un verraco. Gritaba como un verraco. El muy hijo de puta gritaba como un verraco. –¿Lo has dejado que se desangre? –Goteaba el muy estúpido. –¿Lo has dejado que se fuera despacio? –Muy despacio. Para que se despidiera sin prisas de la vida. –¿Y el cuchillo?

El hombre se echó la mano al bolsillo de atrás y sacó el cuchillo. Lo dejó al lado del vaso. Estaba reluciente. –No parece que lo hayas usado. –De arriba abajo. Así –hizo el gesto–. Ha puesto una cara estúpida. Yo también al principio me he asustado. Podía ser yo el muerto. ¿Lo hubieras sentido? ¿Si yo fuera el muerto lo habrías sentido? –No lo sé. –Dime sí o dime no. –Es posible. –Es posible ¿qué? –Es posible que lo sintiera. –¿Sólo eso? –¿Qué quieres que diga? –Que me quieres. –¿Y si no me sale decirlo?

–Nada. Entonces no digas nada.

La mujer regresó a donde había dejado el periódico. Y se puso a leerlo de nuevo. –¿Has visto matar alguna vez a alguien? –elevó la voz el hombre. –Sí. –¿Cuántas? –¿Cuántas qué? –Veces. ¿Cuántas veces? –Una. –Cuéntame cómo fue. –Apareció un tipo parecido a ti, con ganas de hacerme mujer y mi padre lo mató. Fue en el invierno en que cumplí once años. –Seguro que lo cogió desprevenido por la espalda. –Lo colgó de una viga en el desván, como a un perro. –¡Como un perro! –Pataleaba cómo un perro. Se lo merecía por mala persona. –¿Cómo se llamaba? –No lo sé. ¿Eso importa? Estaba muerto. Lo descolgamos al anochecer. Estaba tieso y frío. – ¿Nunca supisteis a qué había venido? –Nunca. –¿Ni quién era? –Tampoco. –¿Qué hicisteis luego con el cuerpo? –Lo dejamos en la vadera. –Como yo. –Como tú. –¿Para que se lo comieran los carroñeros? –Para que se lo comieran. –¿Y se lo comieron? –Se lo comieron. –Eso mismo va a suceder con tu hombre. –Eso espero.

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