LUIS Mª ALFARO
Polvo blanco La jueza calzaba zapatos de tacón alto, para compensar su baja estatura. Desentonaba entre los dos guardias civiles de paisano y el secretario del juzgado que la acompañaban. Caminaba resuelta, con firmeza, con un bolso en bandolera. Se sabía importante y necesitaba parecerlo. Muy seria. Los cuarenta, sin alianza, demasiado tensa. Un indicio de amargura se adivinaba en sus labios asimétricos. Entró y se hizo enseguida con el centro de la estancia. Mandaba ella y necesitaba hacerlo notar. El delegado de Sanidad la saludó efusivamente. Apenas habría cumplido los treinta años. Chaqueta entallada, camisa malva, corbata de seda, reloj exagerado, de oro, tan grande como su muñeca. Un cargo político. Martín lo miró con desprecio. La jueza y el delegado hicieron un aparte y se pusieron a conversar animadamente como si se conocieran de toda la vida. La jueza movía las manos con cierta vehemencia: pretendía explicar algo de suma importancia al delegado. Este asentía con la cabeza. Llevaba poco tiempo en el cargo, precisamente desde el cambio de gobierno. Era un figurín de zapatos brillantes y pantalón con raya, con la piel del color sano de los deportistas. No había trabajado nunca antes y posiblemente tampoco lo haría después. Martín pensó que a la jueza también le hubiera venido bien colocarse en su momento un corrector bucal que le enderezara los dientes. Sonaba su voz a ratita herida. Uno de los guardias civiles se acercó a Martín en tono desafiante. Se le quedó mirando un rato y le dijo: –Usted y yo ya nos conocemos. –¿Seguro? –dijo Martín. –Yo diría que sí. Nos hemos topado en otra ocasión. Usted participaba en un operativo nocturno, y yo en tareas de vigilancia. –¿Dónde? –preguntó interesado Martín. 208