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EN EL VALLE DE LAS TUNAS

La tranquilidad y el sosiego de los pobladores del valle.

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ntre cerros y montañas, bajo el cielo azul y a la sobra de los extensos

Ebosques y matorrales, salta sigilosa una hermosa y productiva pestaña de tierra, bañada por un caudaloso rio y riachuelos de aguas traslúcidas y límpidas, sobre las cuales se despliega una rica diversidad de vida silvestre, que con su trinar y rugidos despiertan la mañana de un nuevo amanecer eternamente.

Esplendida llanura, donde se levanta cual cúmulo de estrellas, un pequeño poblado laborioso, que como constelaciones celestes se confunden en la inmensidad del universo y sin pensar en los peligros que le acechan, viven aferrados a sus creencias y anhelos que hacen del vecindario una bella sinfonía de música y colores.

Cual dulce melodía eterna, su esplendor cubre el instinto malvado de ese animal salvaje, que se encuentra escondido y al acecho, sin que haya penetrado en la intimidad de su entorno, ese mundo lejano y ajeno a su existencia, aun todavía dormido pero atento en el inconsciente y listo para despertar sin piedad contra él y los suyos.

Pero las cosas eternas, el temor a Dios, la obediencia y el respeto por sus antepasados es para ellos el bálsamo de la tranquilidad y la prosperidad que conduce la vida de todos esos valientes y prósperos pobladores de ese pequeño rincón de la tierra, que con su habilidad de sembradores y cazadores mantienen la libertad de su existencia.

Libres de ser lo que son ante sus semejantes, pero amantes de la naturaleza que como madre buena y generosa provee a todos del sabor dulce de la miel y del maná que desde el cielo llueve a montones. Para que sus hijos vivan sin carencia alguna, ella también les provee de las fuerzas suficientes para enfrentar su faena diaria.

Como protección divina y perpetua, su hábitat protege la vida de cualquier catástrofe que no se conoce y que ni en sueños pueden imaginarse los primeros fundadores que llegaron de otros lugares lejanos, sin nada y que poco a poco fueron convirtiendo el lugar en un hermoso asentamiento de una belleza inesperada y sin igual.

En el vecindario, la vida parece imperecedera y los sueños son una realidad, por lo que ninguna criatura siente el temor de la desolación o mucho menos puede imaginar la furia escondida, de la enorme fiera que con sus garras de felino acecha a su presa, la que con sutil astucia se va deslizando y escabullendo por las sobras de la espesa jungla.

Espacio libre y sin dominio, valiente columna que ilumina el paso de los transeúntes, fortaleza impenetrable que amedrenta con su rudeza a quienes intentan con sus tenues rumores, soñar que el mundo es conquistable y que puede caer a pedazos sobre nuestras cabezas, sin dejar huellas, en la inmensidad de la noche.

No existe el tiempo los días los meses los años los lustros…. No existen o pasan desapercibidos, porque no hay linderos, la abundancia es tan grande, que se ve resplandecida en las aguas cristalinas del hermoso y profundo río que cruza de extremo a extremo la planicie y que lleva a su paso la sonrisa fresca y fecunda como un sobrio y dulce sendero.

Como resistirse a tan esplendida belleza y sin igual colorido, que fulgura en la primavera seguida del otoño, cuando las hojas de los árboles empiezan a tomar tonalidades diferentes entre rojo, amarillo y oscuro, que luego se van cayendo como lluvia que baila con el viento y dejando a su paso una alfombra suave y tersa donde los pies del peregrino se apoyan lentamente, paso a paso.

Como huellas en la arena poco a poco van desapareciendo con las primeras lluvias del invierno, cuando los días se tornan oscuros y llenos de nostalgia. Por aquellos amaneceres perfectos, donde el sol sonríe y brilla suavemente sobre los cerros y montañas que rodean la postal más perfecta, que jamás se haya visto sobre la faz de la tierra.

Divina e insignificante criatura que se ve desvanecida ante la belleza natural de los hermosos árboles que rodean la corriente y que con su sombra y figura dan esplendor y grandeza a los sueños terrenales. Cuna de temerosos espíritus que como caballos desbocados corren al precipicio de la ignorancia y la brutalidad que se esconde en lo profundo de la oscuridad.

Sin igual, como la luna que suave y sigilosamente se desliza sobre la penumbra de la noche para dar esa suave belleza que las sombras reflejan sobre el agua, donde las montañas pueden verse cual enormes siluetas, que dan forma al paisaje oscuro y fantasmal del que cualquiera que no lo haya visto pueda sentirse atónito y extasiado ante la mirada profunda de los ojos brillantes de la tenebrosidad.

Como no ver tanta belleza, somos ciegos y poco cautelosos de la fuerza e inteligencia, que la tierra viva, tiene para encantar y atemorizar a quienes se le atraviesan en su delgado camino de rotación eterno. Ella sorprende a todos los que osan nacer y abrir los ojos a la luz y gozar de su maravilloso y sublime encanto natural.

Hágase la luz y se hizo, es buena para todos, porque sin ella es imposible que saliera la vida, con tal fuerza, es el parto que trae un nuevo ser que como una noria gira infinitamente hasta que el río se consume y deja de girar para convertirse en el fantasma que no asusta, pero que estremece la vida asentada a

su paso.

Como el rocío que suavemente riega por la madrugada los pastizales y los cultivos que más tarde florecen y dan frutos para llenar la alacena del poblado. Ellos son el sustento, la vida que hace resurgir el pensamiento y la inteligencia que todos requerimos para saber de qué estamos hechos y que nos mueve a lo interno de nuestros sentimientos, deseos y emociones.

Como las flores que despiertan al son de la suave brisa que trae el roció de la madrugada, la vida va surgiendo y poco a poco el poblado crese y se reproduce alimentado por la abundancia de la tierra y las aguas cristalinas que bañan y fertilizan todo el valle donde la vida cotidiana se confunde con la belleza de los

cultivos y pastizales.

Que como brotes de sabia dulce y crujiente dan frescura y una sensación de apetito a quienes ansían comerlos, con la esperanza de alcanzar la eternidad. Ofrenda que agradecemos a los dioses y a la espiritualidad plena que como luz divina conduce nuestros pensamientos y acciones de quienes aspiran a ser mejores hombres y mujeres.

Ese sitio del que nadie puede dar referencia, pero que sin duda existe sin reserva, salvo que no estemos hechos para percibir ese contacto perfecto y profundo entre nuestro interior y esa fuerza del cosmos, que va más allá de donde nos podemos imaginar terrenalmente, pero que desde lo más profundo de nuestro ser nos mueve y nos hace vivir.

Las cosas eternas son para siempre y la vida que es tan corta, no tiene la dimensión de lo que sucederá el mañana, pero eso no importa, lo que mueve nuestro interior es lo que vasta. Solo hace falta compartir con los demás seres de la tierra esos momentos de felicidad, que para la humanidad son y serán para siempre.

Felicidad, que sin duda se vive en un paraíso terrenal como el que acogía a aquellos primeros pobladores, que decidieron asentarse en aquella verde planicie y a la orilla del hermoso y traslucido río de aguas llenas de vida. que saciaron la sed y sofocaron el hambre de nuestros ancestros.

Ese día memorable que desde hace mucho tiempo recordamos como una hermosa leyenda que se fue divulgando de generación en generación, para inspirar la vida de quienes ahora recuerdan el relato grandioso y fecundo de esa tierra sin igual, que nos vio nacer en aquel día primaveral.

Instante aquel, que nuestros antepasados inspirados en lo maravilloso que es el mundo dieron a la vida una nueva generación creyendo que sería la mejor de todos los tiempos, la más robusta y grandiosa que solo sería comparable con la belleza natural, que deslumbra a todo aquel que se detiene a contemplarla.

De la que muchos no se dieron cuenta, porque no se detuvieron un momento en su tiempo para ver y pensar sobre las hermosas maravillas que la naturaleza da, a todos sus legítimos herederos. Que como langostas hambrientas devoran y destrozan todo lo que está a su paso, sin compasión.

Como enemigos de la creación, sedientos de mejores pastos, paso a paso van devorando lo que está a su paso, como enjambres de langostas engullen todo y se van convirtiendo en la peor pesadilla y sin piedad van carcomiendo las entrañas de la madre que los engendró.

La población fue creciendo, los espacios abiertos, ya no existen y la mirada se redujo ante el rompecabezas formado por las cercas de madera, que con sus espinas estropean el paso libre de los transeúntes que se ven obligados a transitar por el angosto camino que una vez trazaran los primeros nómadas que cruzaban la planicie.

Toda aquella belleza fue desapareciendo por la mano de quienes un día se maravillaron con su belleza, lamentablemente el crecimiento de la población cada vez exige más de lo que se puede dar y se extrae hasta la última gota de sabia de las entrañas de su madre, la tierra que como buena progenitora da a sus insaciables vástagos.

Pero cuando la familia crece, las dificultades no se hacen esperar y todos quieren tener, olvidándose que lo más importante es el haber y llenos de envidia y codicia. Los hijos que un día vivían como una sola mata, se van distanciando y definiendo posiciones adversas, a la vida sencilla que nos ofrece la comunidad.

Crece la población surgen nuevas familias y con ellas las controversias, las contiendas, las riñas, las inequidades, la maldad y la muerte. Todo ello justificado por el insaciable deseo del tener y de ser más y mejor que los otros con quien compartimos la existencia.

Tonterías decían los ancianos del pueblo que veían como aquella generación se desvanecía entre la codicia la miseria y la falta de humanidad, entre quienes estaban destinados a vivir y convivir juntos bajo el cielo azul, que de vez en cuando se hacía entre las nubes que hoy cubren la polvorienta planicie.

Todos somos responsables de cosechar lo que hemos sembrado, porque ya no se cultiva la felicidad, la tierra y la mies se cultiva el odio la codicia y todas aquellas ruindades, que la humanidad en su afán por conquistar la indomable naturaleza se ven amenazados por ella misma.

No más felicidad, el pueblo entero se asombraba de cuanto habían avanzado en la destrucción de su casa y de pronto sentían que estaban a la intemperie de la lluvia del viento y de todo aquello que amenaza la vida de los seres que todavía existen, entre la miseria que deja la ignorancia de no saber que nos destruimos lentamente sin saber que nos depara el mañana.

Ese mañana que, al parecer ciegos de codicia no eran capaces de ver solo un reducido grupo de alpinistas aventureros que vagamente miraban con sensatez lo que era el ayer y lo que la generosa naturaleza nos había regalado muy amablemente.

El asombro y la desolación ya no eran cuestión de tiempo ambas se habían apoderado de todo lo que encontraban a su paso, incrédulos y aferrados a esas ideas extrañas como salidas de lo más profundo de las cavernas oscuras de la ignorancia diabólica.

La población continuaba haciendo de las suyas sin compasión y sin medida, ante la mirada atenta de esa fuerza natural que en cualquier momento despierta y se revela sigilosamente, para destruir implacablemente todo lo que se interponga a

su paso.

Toda aquella tranquilidad empezaba a desaparecer y los problemas empezaron a sofocar a los pobladores que después de haber trabajado tanto hoy se dedicaban con esmero a destruir lo que con el esfuerzo de todos habían construido y anhelado por mucho tiempo.

Pero las cosas empezaron a estar peor, cuando el coronel Meléndez cegado por la ambición de poder y control decidió atacar a una de las familias acomodadas que se habían afincado al otro lado del cerro de la cruz al noroeste del poblado de las Tunas.

Las reacciones no se hicieron esperar y uno de los miembros de la familia agredida decidió arremeterla contra el coronel y su descendencia, hubo muchas peleas donde se gastaron horas de estrategia y contención, ya que muchos de ellos eran personas versadas en el uso de las armas.

Tanto que se fueron conformando grupos armados entre ambos bandos y con ello se creó la zozobra y un clima de tensión entre ambos poblados, tanto que la gente solo se permitía comentar la situación en voz baja, por el temor de verse involucrado con los bandos en conflicto.

Pero como dice un dicho popular “mucho va el cántaro al río que por fin se quiebra” y ese día llego una tarde de verano de la década de los veinte, cuando el coronel y sus empleados regresaba de vender sus cargamentos de badana, un grupo de facinerosos aprovecharon para atacarlo y el cómo donde ponía ojo ponía la bala, mato u uno de los contrarios.

Ese fue el principio de la hecatombe, los facinerosos lograron escapar, pero llevando al padre de aquella familia a de sus hijos muerto lo que enfureció al viejo tanto que juro terminar con el coronel Menéndez y su descendencia, aunque tuviera que terminar toda su fortuna.

Pero el dolor no fue causa para dar tregua a quienes habían dado muerte a su único hijo y decidió en ese mismo instante, emprender una campaña para perseguir y dar muerte al coronel a quien le llevaba muchas ansias, desde aquel maldito día que ambos se cruzaron en el camino.

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