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La Hoja Vieja del Profesor K

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Carta del director

Carta del director

LA HOJA VIEJA DEL PROFESOR K Ángel M. Lorenzo (2020)

Nadie volvió a ver al viejo profesor K desde que firmó su baja definitiva en el Centro de enseñanza más solicitado de la localidad de S. En realidad, el profesor K había trabajado antes en otros Centros mejores (incluida la propia Universidad de S), pero en ninguno se había sentido tan poco considerado ni tan desubicado como en el de su mismísima ciudad natal.

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Que es difícil triunfar en tierra propia es harto conocido. Pero es que, además, en sus últimos años de servicio, cuando debería sentirse en la cúspide de su carrera profesional, el profesor K tenía la sensación de haber tocado fondo. Por el contrario, sus primeros años como profesor fueron para él, académica y profesionalmente, los mejores de su vida. Por eso a veces bromeaba con la idea de que tenía que contemplar su recorrido por la enseñanza a lo Benjamin Button para que tuviera sentido.

A pesar de su ya avanzada edad, K ni siquiera se planteaba que el suyo pudiera ser un caso de obsolescencia sobrevenida, ya que consideraba que para sentirse obsoleto, uno tenía que aceptar previamente haber sido superado. Y eso era algo que no estaba dispuesto a admitir jamás. Obsoleto no, pero quizás un poco anticuado, sí. Porque la verdad era que podía decirse que K había nacido, en cierto modo, demasiado tarde.

Solía comentar que su verdadera época era el sigo XIX. Y es muy posible que este desfase secular fuera la causa principal de que, en pleno sigo XXI, no viera inconveniente alguno en explicar en clase sin seguir apuntes, fotocopias ni powerpoints; sólo escribiendo con una tiza en la pizarra. Aunque, en realidad, en algo sí que había innovado. Muy a pesar suyo, en sus explicaciones de clase ya no decía, como aprendió en la Facultad, Renato Descartes, Manuel Kant, Juan Locke, Benito Espinoza o Federico Nietzsche; porque sus alumnos (los muy... políglotas) siempre se reían cuando decía los nombres extranjeros en castellano.

Pero lo que sí seguía haciendo, tal como lo hacía cuando empezó a dar clases, era leer a sus alumnos citas de manoseados libros de páginas amarillentas caóticamente subrayadas, y señaladas con marcapáginas cutres y arrugados. Se le notaba que disfrutaba escribiendo los exámenes y los trabajos con su vieja Olivetti Lettera 32 portátil de color azul,

y guardando sus documentos en carpetas de cartón de ese mismo color con sus gomillas y sus solapas. Y además, para asombro de sus alumnos y de algunos de sus colegas, todavía seguía enviando sus mensajes por el correo que ahora llaman ordinario.

Tampoco tenía whatsapp, facebook ni instagram; porque le gustaba charlar con sus amigos cara a cara en los bares, tomando juntos unas cervezas y (si se podía) fumando. Aunque K nunca fumó (ni siquiera tabaco), en esas reuniones, entre las inhalaciones del humerío ajeno y las charlas a grito pelao de la tercera o cuarta cerveza, se sentía reconfortado de todos los sinsabores de su rutina diaria en el trabajo.

No se sabe qué le ocurriría a K en los últimos años, pero hay noticia de que incluso perdió el gusto por estos pequeños placeres que antes tanto disfrutaba. Desapareció de las inauguraciones de curso, de las despedidas de trimestre, de los almuerzos de feria, de las fiestas de la primavera, y hasta de los santos y cumpleaños de compañeros y amigos. Quizás fuera la edad. Ya se sabe, hay que entrenarse para todo. A lo mejor K había decidido atemperar su ánimo de cara al futuro, al estilo estoico de su admirado

emperador Adriano; el cual, ante la proximidad de la muerte, cada noche, al acostarse, le repetía a su querida almita vieja y cansada: “En el lugar al que vas ahora, ya no disfrutarás, como solías, de las diversiones de antaño”. Para que fuera haciéndose a la idea. Por si acaso.

Cuando vi la hoja vieja que el profesor K había dejado, como único recordatorio de su paso por el instituto, en el cajón de su mesa de trabajo en los departamentos, enseguida pensé que podría ser una copia del Animula, vagula, blandula que tanto le gustaba recitar en clase. Pero esa idea me pareció enseguida demasiado fúnebre. Al fin y al cabo, K

no había muerto (que se sepa), sólo había desaparecido sin dejar rastro. Bueno sí, sólo uno: esa solitaria hoja vieja en el fondo del cajón de una mesa de la segunda planta del instituto.

Felizmente, nada más darle la vuelta y leer el encabezamiento, quedó descartado que se tratara de una nota de suicidio; pues destacaba con letra grande un título que decía: Una hoja vieja, un cuento de Franz Kafka. Una hoja vieja en otra hoja vieja, K en Kafka… ¿Un juego de espejos, quizás? Pudiera ser; porque, aparte de algunos subrayados y anotaciones, la hoja vieja del profesor K sólo contenía una copia manuscrita de La hoja vieja de Kafka. Y Kafka, a su vez, en ese relato se limita a copiar el texto de un antiguo manuscrito encontrado, que contenía la narración de un agobiado zapatero anónimo, sobre una serie de sucesos ocurridos en un pasado remoto en una, también desconocida, ciudad imperial.

Con la letra pequeña y apretada de K, el pobre zapatero parecía aún más agobiado que en la obra original, donde comenzaba su relato diciendo: “Hasta ahora nos hemos desentendido y nos hemos dedicado a hacer nuestro trabajo, pero los acontecimientos de los últimos tiempos nos preocupan”. La ciudad estaba ocupada por gente armada, que no eran soldados, sino nómadas llegados de muy lejos (quizás del norte), que aparecieron de pronto en la plaza principal, y que cada día crecían en número. Vivían a la intemperie y sólo se ocupaban de ejercitarse para la guerra, comer, beber y ensuciarlo todo. “A veces intentamos salir de nuestras tiendas y quitar al menos parte de la basura –comenta el narrador-- pero cada vez lo hacemos menos, ya que resulta un esfuerzo inútil, que nos pone además en peligro de caer bajo los furiosos caballos, o de ser heridos por las fustas de sus jinetes”.

Era imposible hablar con ellos. Desconocían la lengua local y, cuando hablaban entre ellos, sus

palabras sonaban como graznidos de pajarracos parlanchines (garrula avis). También se negaban a comunicarse por señas: “Ya te puedes dislocar las mandíbulas o retorcerte las manos en torno a las muñecas –comenta indignado el comerciante-- que no te entienden, ni jamás te entenderán”. Cuando hacían muecas, casi siempre consistentes en girar las órbitas de los ojos a gran velocidad o echar espuma por la boca, tampoco pretendían decir nada. Ni siquiera pretendían asustar. Sólo hacían estas cosas porque era su forma de ser. Pero esa forma de ser les permitía adueñarse de todo sin necesidad de violencia; pues, cuando se acercaban ellos, la gente huía despavorida y lo dejaba todo a su merced.

El peor parado de todos los comerciantes de la plaza fue el carnicero. En cuanto sacaba su mercancía, los nómadas se la arrebataban y la devoraban inmediatamente. Nuestro testigo se asombra de que hasta sus caballos comieran carne: “A veces, se ve a un jinete tumbado junto a su caballo y ambos se alimentan del mismo trozo de carne, cada uno por una punta”. Los demás comerciantes compadecían al carnicero y compartían sus gastos. Por la cuenta que les traía; porque si los nómadas no recibieran nada de carne, no querían ni imaginar lo que serían capaces de llegar a hacer. “Y quién sabe lo que van a llegar a hacer-- augura el zapatero-- incluso recibiendo, como hasta ahora, puntualmente su ración diaria de carne”.

El pesimismo del narrador de estos actos vandálicos se fundaba en parte en una anécdota que, cuando la cuenta en el relato original, se nota que está aterrorizado; y que, en la copia manuscrita de K, se percibe claramente la empatía de éste con su estado de ánimo, por el efecto del temblor sobre su letra. La transcribiré yo aquí tal cual, procurando que ese

„ “Hace poco el carnicero pensó que podría ahorrarse, al menos, el esfuerzo de matar, y por la mañana trajo un buey vivo. Jamás volverá a repetirlo. Yo permanecí tumbado aproximadamente una hora en la parte de atrás de mi taller, aplastado contra el suelo y con todas mis ropas, cobertores y almohadas colocados sobre mí, sólo por no oír los mugidos del buey sobre el que se arrojaban los nómadas desde todas partes para arrancar con los dientes trozos de carne caliente. Ya hacía rato que todo estaba tranquilo antes de que yo me atreviera a salir. Cansados, estaban tumbados en torno a los restos del buey como los borrachos alrededor de un barril de vino”.

Pero, ¿que era toda esta barbarie? ¿Qué significaba para K ese emperador que se asomaba a la ventana del palacio, y tras presenciar esos terribles acontecimientos, agachaba la cabeza y volvía a su morada en el jardín interior, sin hacer nada por evitarlos? Ni siquiera su guardia imperial salía ya del interior del palacio. Ellos habían traído a los bárbaros, y ahora ya no sabían qué hacer con ellos. Por eso dejaban la responsabilidad de acabar con estas injusticias a los propios ciudadanos que las estaban sufriendo. Pero, como expone indignado, en su alegato final, el sensato narrador de estos hechos deleznables: “Nosotros (los ciudadanos) no estamos preparados para hacer frente a semejante misión, y tampoco nos hemos vanagloriado nunca de ser capaces de llevarla a cabo”. Así que el zapatero, ya resignado, acaba su relato convencido de que van a perecer todos como consecuencia de la ineptitud y la dejadez de los que mandan.

Y así es como acaba todo. Pero, ¿que había visto el profesor K en este enigmático relato? ¿Qué lo llevó a indultarlo de la papelera? ¿Quizás era, para él, una alegoría de alguna forma de barbarie que él mismo hubiera estado sufriendo en su entorno laboral? ¿Veía a las autoridades educativas como ineptos emperadores encerrados en sus palacios de cristal, creando constantemente problemas con los que otros tendrían que lidiar día tras día? ¿Consideraba esa verborrea insensata (garrulia, decía K) de sus cansinas reformas educativas, que no producen más que incomprensibles graznidos, un claro síntoma de esa barbarie? ¿Veía bárbara esa forma de llegar a los centros arrasando, con un desprecio absoluto de la experiencia y los logros acumulados durante años por generaciones anteriores de excelentes profesionales? ¿Era bárbara la invasión digital? ¿Esos alumnos constantemente pendientes de sus móviles y de las redes sociales, hasta cuando están en clase? ¿Esa dependencia tiránica de la informática y las pantallas en todos los ámbitos de la educación? ¿Esos profesores tan subrepticiamente reconvertidos en administrativos? (¡pobre Séneca!, por cierto).

No lo sé. No llegué a conocer a K lo suficiente como para respon-

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