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Un sueño

Como me lo contaron os lo cuento…

Quedaban atrás los fríos días invernales y la primavera de 1945 intentaba hacerse un hueco tras los cristales del viejo zaguán. En aquella casa, situada en el moderno paseo de La Avenida, el tiempo parecía detenerse; el silencio lo inundaba todo, un mutismo roto, tan solo, por las carcajadas infantiles que provenían del exterior. Aquellos niños que, raudos, abandonaban sus pupitres hasta el día siguiente, para divertirse a la sombra de los viejos negrillos que aún oteaban el incipiente ensanche de una ciudad que crecía llena de vida y esperanza. En el piso superior se hallaba el salón principal, una acogedora estancia noblemente presidida por un hogar de granito sobre el que colgaba un

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retrato decimonónico de un militar elegantemente ataviado. Al fondo, junto a un acristalado mirador, veía pasar las horas una venerable mujer sentada en su cómoda mecedora. Su ondulado cabello níveo reflejaba la dorada luz del astro rey mientras se mecía suavemente en el asiento. La misma luz de un sol vespertino que le iluminaba las manos, de apergaminada piel, descansando cruzadas sobre su regazo. Embargada por aquel sosiego de la tarde, la mujer se sumía en un profundo sueño… En aquel sueño se veía a sí misma deambulando cabizbaja por su casa. De pronto, abría una ventana y, al tiempo que recibía una bocanada de aire fresco, escuchaba el sonido de un clarinete que interpretaba, tímidamente, una marcha fúnebre en la lejanía. Ese bello sonido le hizo advertir que la ciudad se hallaba en plena Pasión y, con la imaginación, intentó viajar hacia las calles y plazas de Zamora para sumergirse en ese mar de sensaciones que componen nuestros días más grandes. La calle era distinta, el asfalto dominaba el otrora paseo de tierra, no había tantos árboles y grandes edificios se alzaban frente a su ventana. De pronto, el estridente sonido de una sirena policial rompió aquel dulce momento y, al unísono, decenas de manos aplaudían desde las ventanas de los edificios contiguos. Un extraño desasosiego invadía a la mujer que, desde su mirador, contemplaba asombrada la escena. En ese momento sintió, sin saber por qué, que ese año si había Semana Santa. Claro que la había, como cada año, pero ella sabía que, por alguna razón que escapaba de su conocimiento, aquella Pasión no sería igual. Una voz interior le decía que solo tenía que sentirla con la fuerza del corazón pero, ¿por qué habría de hacerlo? Extrañada, percibió los ecos de la gente caminado en pos del Nazareno de San Frontis. Mentalmente subió la cuesta, camino de la Catedral; desde allí voló al cementerio, donde miles de almas aguardan el recuerdo de los vivos; sintió el trémolo de las palmas en la plaza mayor, donde comprendió que la Muerte no es el Final, nunca lo es. También bajó a Santa Lucía, donde Zamora se torna Jerusalén; cruzó el puente, camino de San Frontis, haciendo el Vía Crucis de su corazón. Pisó las calles de los barrios bajos y pudo escuchar siete veces el último aliento de Cristo; juró silencio a sus pies y, junto al río, pudo ver esos cardos que ennoblecen su calvario. También vio como el rocío de la mañana besaba, atrevido, la frente de la Madre; percibió el aroma familiar de la tarde de terciopelo morado más zamorana y fraternal y, en la noche cerrada, escuchó lejano el salmo misericordioso de esas almas que se fueron.

Aquellas escenas iban pasando por su mente como fotogramas pero, de nuevo, fijó su vista en la calle, que se encontraba vacía, sin gente, sin vida. Tan solo un hombre, con el rostro parcialmente cubierto por una mascarilla, que paseaba a un perrillo frente a su casa. Estremecida y sumamente confundida, la mujer cerró la ventana y se refugió en la calidez de su hogar. En su interior, aún resonaban los acordes de aquel clarinete que le resultaba tan agradable. El almanaque de la sala le indicaba que era jueves, pero no un jueves cualquiera, era Jueves Santo. Cómo recordaba aquellas madrugadas de Jueves a Viernes Santo de su niñez, aquellos amaneceres de negro laval en los que en su casa prácticamente no se dormía. Ver a su padre apretándose la ruda faja en la cintura para cargar con el paso de la Virgen de la Soledad era todo un ritual. Y cuando todo parecía estar en calma, cuando la ciudad dormía, pudo oír la llamada del Merlú. Su corazón dio un vuelco, se asomó por la ventana y le llegó, nítido y claro el arrullo musical de la madrugada más larga, más bella y más sentida: Thalberg… En ese momento, la mujer despertó sobresaltada de su insólito sueño. Desorientada trató de recomponer la historia que había vivido en brazos de Morfeo pero no le encontraba ningún sentido: sirenas, aplausos, música, una calle distinta, vacía, como muerta. No entendía nada. Todo era un sinsentido en aquella insólita pesadilla. Más relajada, y con el claro recuerdo de aquella extraña Pasión vivida en sueños, viajó mentalmente a las viejas rúas y le llegaron los acordes del solemne entierro de Cristo; vio su cuerpo descansar sobre el regazo materno en la noche de Angustias. Y volvió a recordar a esa Madre Sola en la plaza mayor. Tan sola como ella. Solo habían pasado unos meses desde que el amor de su vida había partido al Padre para siempre y ella, desde la quietud silenciosa de aquella gran sala, sentía que en su vida todo se había consumado. Pero no, todo no había terminado porque de de nuevo llegaría la Pascua, el despertar a la nueva vida, el resurgimiento después de la amargura.

En aquel momento, sonaron con fuerza los goznes de la puerta principal y, a la par, se escucharon unos pasos agitados que hacían temblar la madera de las escaleras. Dos niños penetraron en el salón vociferando a coro: -¡Abuela, abuela… han dicho en el parte de Radio Nacional que los americanos están entrando en Alemania! ¬-¿Cómo hijos míos? -dijo la mujer impresionada. -Si Abuela, eso han dicho -contestaron atropellados. -¿Eso quiere decir… que Papá volverá pronto a casa? -preguntó, nervioso, el mayor. -Seguro que si cielo -respondió dulcemente la mujer-. Pronto regresará. Como alma que lleva el diablo, los niños abandonaron la estancia ante la mirada compungida de la abuela que sabía perfectamente que su hijo, militar por vocación y cuna, no regresaría jamás. Su alma vagaba muy lejos, más allá de los Urales, por culpa de los horrores de la guerra. Por un momento recordó que, en su extraño sueño, vio un hombre con mascarilla y no pudo evitar asociarlo a los terribles ataques con aquellas mortíferas bombas químicas de las que se hablaba en ciertas emisoras de radio. ¿Sería aquello un macabro presagio? «Señor, no lo permitas nunca», imploraba con aflicción. Aquel año, la Semana Santa llegó temprano y la incipiente primavera dejo su impronta lluviosa sobre los rostros de las imágenes sagradas como lágrimas dolientes por tanto sufrimiento… Así escuche este relato que hoy, en la noche de los tiempos, os cuento con los ojos vidriosos y el alma rota, aunque sé que algún día, como Cristo, despertaremos a la vida, a la anhelada libertad. Esa Pascua gloriosa, nos permitirá valorar el mundo que nos rodea y daremos gracias por vivir, por ser, por estar.

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