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Hacia la luz temprana de un nuevo tiempo

Deberíamos tener el deber inexcusable de contagiarnos las pasiones, de transmitirnos el entusiasmo por aquello que estremece cada rincón de nuestro espíritu; pues somos las sensaciones que nos descolocan por dentro, esas que nos rompen y nos recomponen al mismo tiempo, esas que nos hacen sentirnos realmente vivos. Y es que somos, en definitiva, aquello que nos conmueve el alma. La Semana Santa es inabarcable para la palabra, al amparo de la santidad de sus días se consagra el espíritu a la síntesis de la cultura que conforma nuestra esencia y nutre los rincones más inescrutables de nuestro ser. El lugar que todo lo condensa y al que todo vuelve. El origen del que emana, sin solución de continuidad, la luz. Y es que pocas cosas arañan el alma como lo hacen los días más bellos del año en Zamora, esos que son prólogo y epílogo del sentimiento más puro que envuelve esta ciudad, por cuyas venas corre sangre nazarena. Tal vez nunca imaginamos lo que sería vivir sin aquello que da sentido al rumbo que sigue nuestro corazón cuando se acerca la primavera. Nunca lo imaginamos, o quizá nunca quisimos imaginarlo. Pero a veces, los avatares de la vida hacen que lo inimaginable, suceda. Y de repente, los días se nos escaparon de las manos, y la Semana Santa no fue, o al menos no como la conocíamos. Llegó la Pasión de las puertas cerradas y las ventanas abiertas a la esperanza. Los acordes de Thalberg se ahogaron en el silencio de la madrugada, no hubo incienso en las calles, ni pies descalzos cumpliendo las promesas pronunciadas en la intimidad de una capilla. Las velas se apagaron y un pedazo de nosotros

se hundió en lo más profundo de esta tierra junto a las raíces de nuestro acervo, atrapado por la incomprensible realidad que se adueñó de nuestros días. Y ahora que nos ha sido arrebatado aquello que conforma nuestra idiosincrasia, sentimos una profunda nostalgia, un vacío insustituible en el que escondemos lo que calla el alma y anhela el corazón cuando la memoria arde en la eternidad de los recuerdos, esos que ahora vagan sin rumbo. Ahí, en ese rincón que alberga las emociones más profundas, reside la esencia de nuestro espíritu. Y parece que el alma no se encuentra en este trance que nos envuelve, en esta realidad desconocida, en esta oscuridad que nos atrapa. El tiempo se detiene y callan las lenguas, porque la palabra no alcanza cuando las tinieblas se apoderan del alma. En estos días revivimos historias pasadas que fueron, historias con las que fuimos y seremos cuando regrese la luz que nos fue arrebatada sin pedir permiso. Regresan a la memoria los cielos que anhelamos, los sueños que volaron en la inmensidad del tiempo. Y es que a veces, la eternidad reside en un instante. Hay cosas que nos llenan de vida con su simple existencia, por eso pesa y duele tanto su ausencia. La Pasión

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es para el zamorano oasis en mitad del ruido, retiro balsámico, destino impuesto por la voluntad de quien se sabe inmerso en la tradición que a través de los años ha escrito esta tierra. Zamora es Semana Santa. En este tiempo incierto vivimos la Pasión con las calles vacías, pero con el corazón lleno, pues la Semana Santa es mucho más, es un sentimiento que conecta con nuestros orígenes, con lo más íntimo de nuestro ser. Es el tiempo del Señor. Y es que, aunque no sea del modo que imaginamos, será. En el alma de Zamora será Semana Santa. La viviremos, pero de otra forma, con la fe en la mirada y el corazón dispuesto. La semana de Pasión, el anverso luminoso del oscuro reverso que a veces tienen los días. Te guardaré en la retina y te esperaré un año más, pues por ahora, solo soñarte basta. Volverá a ser como siempre fue, regresará la luz temprana de un nuevo tiempo a esta bendita ciudad, y con ella, el aroma inconfundible de la inefable pasión que nos embarga cuando Zamora se viste de Semana Santa.

Sara Pérez Tamames.

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