Deberíamos tener el deber inexcusable de contagiarnos las pasiones, de transmitirnos el entusiasmo por aquello que estremece cada rincón de nuestro espíritu; pues somos las sensaciones que nos descolocan por dentro, esas que nos rompen y nos recomponen al mismo tiempo, esas que nos hacen sentirnos realmente vivos. Y es que somos, en definitiva, aquello que nos conmueve el alma. La Semana Santa es inabarcable para la palabra, al amparo de la santidad de sus días se consagra el espíritu a la síntesis de la cultura que conforma nuestra esencia y nutre los rincones más inescrutables de nuestro ser. El lugar que todo lo condensa y al que todo vuelve. El origen del que emana, sin solución de continuidad, la luz. Y es que pocas cosas arañan el alma como lo hacen los días más bellos del año en Zamora, esos que son prólogo y epílogo del sentimiento más puro que envuelve esta ciudad, por cuyas venas corre sangre nazarena. Tal vez nunca imaginamos lo que sería vivir sin aquello que da sentido al rumbo que sigue nuestro corazón cuando se acerca la primavera. Nunca lo imaginamos, o quizá nunca quisimos imaginarlo. Pero a veces, los avatares de la vida hacen que lo inimaginable, suceda. Y de repente, los días se nos escaparon de las manos, y la Semana Santa no fue, o al menos no como la conocíamos. Llegó la Pasión de las puertas cerradas y las ventanas abiertas a la esperanza. Los acordes de Thalberg se ahogaron en el silencio de la madrugada, no hubo incienso en las calles, ni pies descalzos cumpliendo las promesas pronunciadas en la intimidad de una capilla. Las velas se apagaron y un pedazo de nosotros
el itinerario 2021
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