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Choque cultural y festejos durante la campaña de Napoleón en Egipto

Jorge Barroso

En julio de 1798, el joven general Bonaparte desembarcó en Egipto al frente de un gran ejército (se estima que cercano a los 50000 hombres) que unos días más tarde, el 21 de julio, frente a las grandes Pirámides, destrozó al ejército de mamelucos que allí gobernaban desde hacía siglos y entró triunfante en El Cairo. La expedición se convirtió pronto en un suplicio para Napoleón: su flota fue abatida en la bahía de Abukir por los ingleses, al mando del almirante Nelson, se produjeron graves revueltas que tuvo que solventar duramente, y su ejército, en un intento de conquistar Siria y poder así, tal vez, alcanzar la India, fue frenado en San Juan de Acre, The Battle of the Pyramids, François-Louis-Joseph Watteau, 1798-1799 viéndose obligado a regresar a Egipto. Tras todo aquello, el 23 de agosto de 1799, se embarcó en secreto hacia Francia, dejando a sus hombres al mando del general Kléber. Aquella expedición constituyó una extraordinaria aventura militar y, sobre todo, científica y cultural. Europa redescubrió Egipto y aquel lugar legendario, a su vez, contempló atónito el imparable avance científico europeo. Aquella campaña fue un desastre militar, sí, pero no podemos decir lo mismo en cuanto a lo cultural. A partir de los trabajos que en Egipto desarrolló la comisión científica que viajó junto a Napoleón exactamente 167 sabios , y con descubrimientos tan importantes como la famosa Piedra de Rosetta, con la que finalmente, en 1822, Champollion logró descifrar el secreto que encerraban los jeroglíficos, o con todos aquellos trabajos que realizaron y que se vieron plasmados entre 1809 y 1828 en los fantásticos nueve volúmenes que completarían la extensa y magistral obra Descriptión de L´Egypte, que sin duda causó un profundo efecto en la sensibilidad arquitectónica, artística, estética y decorativa en Europa, nacería una nueva ciencia: la egiptología. No obstante, de lo que aquí os voy a contar es sobre el choque cultural que se produjo entre los franceses, hijos de la Revolución Francesa y de la Ilustración, y entre el pueblo egipcio, quienes, a pesar de ser parte del Imperio Otomano, en realidad quienes dirigían el país eran los mamelucos, los cuales fueron expulsados de El Cairo por las tropas de Napoleón tras la famosa batalla de las Pirámides.

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Así pues, tras la huida de los líderes mamelucos, quedaban los campesinos (fellahim), quienes habían sido reducidos a la mayor de las miserias debido a los impuestos mamelucos, aunque más que impuestos habría que hablar de peticiones de dinero con amenaza previa. Pero aquellas contribuciones forzosas de los campesinos no contribuían a las mejoras que el país necesitaba, como mejorar los canales de regadío, tan importantes para la agricultura y, por tanto, para el progreso del país. Durante casi cinco siglos de gobierno mameluco, la falta de estabilidad había sido la tónica y aquello condenó al anquilosamiento y hacía inviables el progreso. Por otra parte, estaban los otros líderes egipcios que no eran mamelucos y en quienes descansaba la ley, los cadís o ulemas, quienes basaban toda su autoridad en el Corán. Fuera del Corán no existía ningún otro código penal como tal. Este era el estado de las cosas cuando Napoleón se hizo con el control de El Cairo. En nombre de la igualdad, fraternidad y libertad, aquella Francia que se veía a sí misma como la liberadora de la humanidad, y que sus ejércitos habían hecho la guerra a príncipes y reyes en Europa, incluyendo al propio papa, llegaban a aquel lugar inspirados por aquellos ideales, con el pensamiento de liberar al pueblo egipcio de la tiranía y, ya de paso, tratar de llevar luz a un pueblo que aún continuaba a oscuras.En definitiva, llevar todos los beneficios de la civilización y la cultura europea a un pueblo totalmente retrasado. Así pues, debido a la supuesta moralidad avanzada de los franceses respecto al pueblo egipcio, estos creían que, una vez superadas las sospechas iniciales, serían bien tratados Y más cuando vieran expulsados a los mamelucos de sus tierras. Pero la creencia topa muchas veces con la realidad, ya que el pueblo egipcio y sus dirigentes los veían como unos conquistadores infieles. No obstante, Napoleón, nada más llegar a Egipto, intentó por todos los medios convencer al pueblo egipcio de que venía como un salvador, llegado incluso a insinuar que, de ser necesario, él mismo se convertiría en musulmán. De hecho, una de las primeras cosas que ordenó nada más desembarcar cerca de Alejandría, fue hacerles llegar a los egipcios una proclama traducida al árabe. En el nombre de Alá el misericordioso…

Pueblo de Egipto, se os ha dicho que vengo como enemigo del islam. Eso es mentira…

He venido a restaurar vuestros derechos y a castigar a los que os oprimen… Yo adoro a Dios más que vuestros opresores; respeto a Mahoma, su profeta, y al santo Corán… Los franceses son también verdaderos musulmanes. La prueba de ello está en el hecho que han marchado contra Roma y han destruido el trono del papa, que incita constantemente a los cristianos para que hagan la guerra a todos los musulmanes…

EN EL CAIRO

Napoleón tenía así la esperanza de que, a su llegada, tras la posterior distribución de la proclama, se hiciera innecesario el enfrentamiento armado. Pero el enfrentamiento se produjo. Aun así, Napoleón, tras entrar triunfante en El Cairo, volvió a tratar de congraciarse con su población. Y para eso una de sus primeras medidas fue constituir un divan (consejo) de dignatarios locales para gobernar conjuntamente la ciudad.

Poco a poco los generales, soldados y científicos fueron alojados en diversos lugares de la ciudad. Y también poco a poco se fueron aventurando más allá de la seguridad de sus alojamientos, adentrándose en las bulliciosas callejuelas de El Cairo.

Napoleón perdonando a los rebeldes de El Cairo. Guérin, Pierre-Narcisse (1808) Pronto el choque cultural entre franceses y egipcios se hizo evidente. Los recién llegados contemplaban con desagrado aquellas sucias calles, algunas sin pavimentar, y con muchas casas en estado semirruinoso. Las innumerables tiendas que abarrotaban las calles eran poco mejores que los establos, a ojos de los franceses. Sus habitantes tampoco les gustaban; vestían con harapos, tenían sucias y largar barbas, y estaban todo el día acuclillados delante de sus tiendas Las mujeres les parecían horribles, a pesar de que escondían su rostro tras un velo raído y apestoso, al igual que su vestimenta aunque aquello no sería un problema para buscar compañía femenina.

Pronto el choque cultural entre franceses y egipcios se hizo evidente. Los recién llegados contemplaban con desagrado aquellas sucias calles, algunas sin pavimentar, y con muchas casas en estado semirruinoso. Las innumerables tiendas que abarrotaban las calles eran poco mejores que los establos, a ojos de los franceses. Sus habitantes tampoco les gustaban; vestían con harapos, tenían sucias y largar barbas, y estaban todo el día acuclillados delante de sus tiendas Las mujeres les parecían horribles, a pesar de que escondían su rostro tras un velo raído y apestoso, al igual que su vestimenta aunque aquello no sería un problema para buscar compañía femenina. Pero lo que más les desagradaba era el inmundo olor que parecía salir de las casas, acompañado del olor de la comida recién frita. La mezcla les parecía asquerosa, más aún al comprobar lo inapropiadas que eran las viviendas para las comodidades humanas. Moscas, mosquitos y miles de insectos parecían convivir como si nada con aquellos egipcios. Las quejas de muchos de ellos se hicieron patentes en varios escritos, resaltando lo mucho que echaban de menos las comodidades propias del mundo europeo. Pero no todas las reacciones eran malas o negativas. Algunos se dieron cuenta de que para poder entender la manera de vivir de los egipcios tenían que renunciar a su estilo de vida, para lo cual debían comportarse como lo hacían ellos y tratar de saborear sus placeres. Uno de los que buscaron dichos placeres fue el artista Denon. Como contrapartida, la población se mostraba sorprendida, más allá del temor inicial, de que los soldados franceses paseasen por las calles sin molestar a nadie, incluso de que bromeasen con ellos.

Napoleón en el Cairo, de Jean-Léon Gérôme (1863)

Para muchos era una buena oportunidad para hacer negocios, pues aquellos soldados iban a comprar a sus bazares. Como vieron que compraban sin importar mucho el precio de las cosas, estos aprovechaban para subir los precios, especialmente los del pan (muchos panaderos, para aumentar los beneficios, reducían el tamaño de sus hogazas y mezclaban polvo con la harina). No obstante, los egipcios seguían viendo en ellos a unos conquistadores infieles. Les odiaban. Sea como fuere, ambos pueblos, ambos mundos, se encontraban separados por el abismo de la incomprensión. Y el lugar donde aquellas diferencias se mostraban más abiertamente era en el divan. Napoleón les había concedido ciertos poderes judiciales y administrativos con la esperanza de que finalmente se acostumbrasen los mandatarios egipcios a las ideas de asamblea y gobierno. Sin embargo, la falta de entendimiento se hizo notar desde el principio. Los jeques desestimaban cualquier responsabilidad de la administración de la ciudad. Este rechazo bien podría deberse a que en el fondo temían el regreso de los mamelucos y sus posibles represalias, pero la causa inmediata era, sencillamente, que no comprendían ni el concepto ni la función de semejante consejo. Pese a los encendidos debates que aquello ocasionó, Napoleón tenía la intención de que el divan fuese la expresión de la opinión pública, y que los franceses actuaran en armonía con los deseos del pueblo egipcio La idea era, bajo el «aparente» control de los jeques y ulemas, ir introduciendo las ideas progresistas de la Francia revolucionaria. Fue entonces cuando se vio el mayor de los problemas: durante siglos, aquella población había estado totalmente privada de cualquier tipo de libertad a la hora de expresarse, por lo que no existía nada que pudiera parecerse a eso llamado «opinión pública». Esas ideas de democracia surgidas de la Ilustración les eran del todo desconocidas e incomprensibles. Pese a todo, Napoleón quería intentarlo. Y, entre algunas reformas, entendió que para atraer y ganarse al pueblo egipcio nada era mejor que acercarse a sus costumbres y su religión.

Imagen típica de un jeque, Candelahammi Al-peri. Alexander Yacovleff

FESTIVIDADES

Cuando Alejandro Magno invadió Egipto, visitó el Templo de Amón en Siwa, en el 332 a. C., para consultar al gran Oráculo. Napoleón consideraba aquello como un acto político de gran impacto, afirmando que aquello le permitió conquistar Egipto. Por este motivo, en un acto de imitación, asumió que sería inteligente acercarse al islam tanto como le fuera posible. Napoleón realmente respeta al islam, y considera al Corán no solo como algo religioso, sino también civil y político. Con todo ello, sabía que debía ganarse el favor de los jeques y los ulemas, adulándoles si es preciso, incluso haciéndoles creer en la posibilidad de convertirse al islam. Napoleón siguió el consejo de sus sabios orientalistas de tomar las riendas de la organización de las grandes fiestas locales, musulmanas o típicamente egipcias. Quería darles el mayor empaque posible. Uno de los primeros actos para congraciarse con el pueblo y con sus dirigentes, y también para hacer ver a sus hombres que todo debía seguir como si nada, fue participar en uno de los principales acontecimientos

del año en El Cairo, una ceremonia llamada Wafa el-Nil (Abundancia del Nilo), que se celebraba el 18 de agosto, justo cuando las aguas del Nilo llegaban a un cierto nivel, señalando con ello el inicio del ciclo agrícola y con ello la oportunidad de volver a plantar otra vez las cosechas.

Napoleón decidió presidir personalmente dicha ceremonia como el sultán El-Kebir (El Gran Sultán, como se hacía llamar), junto a los grandes jeques, muftís, ulemas, los miembros del divan de El Cairo y su estado mayor, a quienes les hizo llevar el uniforme de gala completo. Reunidos todos sobre un balcón en el Nilo para comprobar la subida, comenzaron a tocar tanto las bandas militares francesas como las egipcias, en una mezcla rara de sonidos medida mediante un Nilómetro, una gran estructura de piedra que señalaba la altura a la que debía llegar el Nilo para que pudiera ser considerado un buen año; la señal para ello estaba en una altura aproximada de ocho metros y medio. Si sobrepasaba esa señal, significaba inundación; y si quedaba por debajo, sequía, que era lo mismo que decir malas cosechas, y por tanto hambruna . Una gran multitud asistía al acontecimiento exultante, pues de ello dependía tener o no un buen año. Finalmente, el nivel del río comenzó a aumentar, elevando el clamor entre los asistentes. Mientras las aguas ascendían, dio comienzo un antiguo ritual. Se trataba de lanzar a la corriente la efigie de una joven virgen. Los orígenes de dicho ritual pertenecían a la época de los faraones, donde una virgen real, elegida por poseer una gran belleza, era sacrificada al dios Nilo una vez al año Dicho ritual proseguiría con la dominación griega, al menos de manera simbólica, así como como tras la romanización y la posterior expansión del cristianismo por la zona, siendo una de las pocas ceremonias paganas que sobrevivieron a las terribles persecuciones que se llevaron a cabo. Ya en época musulmana, dicho ritual fue reconocido por todos, tanto musulmanes, como judíos y cristianos, como un rito inmemorial que debía mantenerse Y así hasta este preciso momento. Napoleón, tras oír las plegarias de los allí presentes, pronunció un breve discurso alabando a Ala por su grandeza y su generosidad, tras lo cual se lanzaron, en otra especia de ritual, monedas al agua, tal vez con la esperanza de que aquello les fuera devuelto con creces Tras lo cual, Napoleón quiso contribuir a la ceremonia de una manera especial, que hiciese que todos los presentes quedasen maravillados. Se trataba de un espectáculo de fuegos artificiales. Napoleón pensó que aquello podía ser un tremendo acto de propaganda, pero nada más lejos de la realidad. Tal vez para los franceses sí, pero no para los musulmanes, que seguían molestos por la presencia de aquellos infieles, y más aún después de ver cómo se apoderaban de una ceremonia que no era suya En realidad, el pueblo egipcio, poco habituado a sus vencedores, no tenía gana alguna de regocijarse. Se daba perfecta cuenta de que, si los músicos eran tan numerosos en aquella solemnidad de encargo, él sería quien pagaría los instrumentos. Sabían que aquello no era sino una treta con claros fines propagandísticos, en un vano intento por demostrar que la convivencia entre egipcios y franceses era cordial y que todo iba bien entre ellos.

Escenas agrícolas representadas en la tumba de Nakht (TT52), 14​ necrópolis de Tebas, reinado de Tutmosis IV (siglo XIV a. C.)

Sea como fuere, el Nilo anunció en los siguientes días una inundación mucho mayor que en los años anteriores. Pronto las plazas públicas de El Cairo se convirtieron en lagos; algunas calles, en canales; los jardines, en prados cubiertos de agua de los emergían los árboles En general, todo Egipto se convirtió en un gran pantano, como una Venecia oriental, lo que interrumpió las comunicaciones. Este hecho provocó que los bienes importados desde Siria y Libia subieran de precio y que hubiera un exceso de productos locales. Aquella situación incitó a una bajada de los precios en los mercados de la ciudad Como era de esperar, la población, irritada como estaba, atribuyó a los franceses sus males económicos. «¡Los infieles nos han traído la desgracia!», pensaban los egipcios. A lo largo de todo el mes de septiembre, todo Egipto ofreció el espectáculo de un mar, visto desde los palacios, o incluso desde las pirámides, no siendo pocos los que ascendían hasta lo más alto de ellas para contemplar el húmedo paisaje. El espectáculo era arrebatador. Los pueblos, las aldeas, los árboles, los alminares, las cúpulas de las tumbas sobresalían del manto de agua, que estaba surcada en todos los sentidos por miles de velas blancas, pequeñas y grandes

Además, durante esos días, a Napoleón le hicieron saber que por parte de los jeques no se estaba organizando el Mawlid, la fiesta del nacimiento del Profeta, otra de las grandes festividades del año musulmán, y que estos alegan falta de dinero para poder realizar la celebración. Napoleón hizo traer ante él al jeque El-Bekri para que le informase sobre este hecho, pues, como le habían explicado, dicha celebración debía hacerse a los pocos días de haberse realizado la de la ceremonia del Nilo, que solía durar cuatro días. El jeque le informó de que, además de los problemas financieros, no veían con buenos ojos celebrar algo tan importante para ellos en unos momentos tan complicados como los que estaban atravesando. La verdad es que los egipcios no deseaban hacerlo mientras estuviesen rodeador y dirigidos por invasores infieles. Pero claro, esto no se lo dijo a Napoleón, quien enseguida vio una oportunidad para tratar de ganarse otra vez a los egipcios. La falta de sinceridad y de comunicación trajo estas cosas, errores de interpretación. Napoleón estaba decidido a demostrarles que había llegado como amigo del islam y que haría todo lo que estuviese en su mano para que la fiesta del nacimiento del Profeta se celebrase. Enseguida hizo desbloquear unos créditos, pese a todas las dificultades financieras, para que se llevasen a cabo las fiestas. El-Bekri terminó aceptando, aunque de mala gana. La sorpresa vino cuando Napoleón le comunicó que para hacerles saber a todos que iba enserio en lo de que era amigo de su religión, él mismo en persona asistiría y participaría en la ceremonia y en sus celebraciones. El-Bekri ardía por dentro, pero sabía que no podía negárselo. Napoleón también envió una nota a Menou en Rosetta y otra a Kléber en Alejandría, ordenándoles que organizasen y participasen en dichas celebraciones. Así pues, llegó el día señalado de la celebración. Napoleón, vestido con ropajes árabes para tratar de ser uno más entre ellos, asistió puntual a la mansión de El-Bekri, donde también estaban los miembros del divan de la ciudad y grandes personalidades de El Cairo, ya que allí se iba a llevar a cabo la ceremonia que daría comienzo a la celebración. Presentarse así, vestido con un atuendo árabe, provocó las burlas tanto de sus hombres como de los dignatarios egipcios No le quedaron ganas de volver a repetirlo. Bajo las ventanas de la residencia sonó música militar que Napoleón había hecho traer con él. Pronto dio comienzo un gran banquete que el jeque había organizado siempre de mala gana y sintiéndose obligado en honor del nuevo amo de Egipto.

Imagen de una impresión de David Roberts 'Egypt & Nubia, publicada entre 1845 y 1849. Londres: FG Moon

Napoleón había de comer de la misma forma que sus anfitriones, a saber, sentados en el suelo, sobre unos cojines, y con las manos. Y para Napoleón, para el que los placeres de la mesa no tuvieron jamás mucha importancia cualquiera de sus oficiales era mucho más aficionado a la gastronomía que él , aquello era una pesada obligación. El asco que le producía la mala calidad de la comida era tan grande como el fastidio de la duración de la cena. No obstante, se mantuvo correctamente sentado y se esforzó en comer con los dedos para no herir la susceptibilidad de sus huéspedes, quienes se sorprendían de su falta de apetito. Tras la comida, por fin, llegó el momento de pronunciar las debidas oraciones y la lectura en voz alta del árbol genealógico del Profeta. De nuevo se escucharon y vieron en el cielo fuegos artificiales, de nuevo creyó Napoleón que aquello maravillaba al pueblo egipcio, y de nuevo se equivocó. Tampoco perdió la ocasión para adular a los notables y a los doctores de la Ley. Durante los siguientes días las celebraciones continuaron, llenándose las plazas públicas con puestos y todo tipo de festejos. Las calles del El Cairo se convirtieron en una verdadera feria nocturna. Por todas partes los comerciantes tendieron paños, banderas, flores Los soldados franceses trataron de entretener a parte de la población con ejercicios militares, que realizaban todas las mañanas en la plaza de Ezbekiyé. Pero los egipcios sabían perfectamente divertirse sin la presencia militar francesa, quienes, por otra parte, observan fascinados a bailarinas, cantantes, monos amaestrados, juglares que parecían dominar a serpientes en sus cestos y, sobre todo, a los faquires y sus espectáculos. Uno de los principales atractivos de la fiesta consistía en la exposición y venta de muñecas de azúcar, ricamente vestidas, que las familias se ofrecían como recuerdo de aquellos días Pero nada tan hermoso como las procesiones que en aquella ocasión organizaron las mujeres egipcias. Las jóvenes abrían la marcha con un cirio florido en la mano, seguidas por las matronas cantando alabanzas al Profeta, y justo detrás iban las portadoras de muñecas. Al paso de la procesión se distribuían bombones a los niños pobres. También, ulemas y jeques tomaron la costumbre de dirigirse al palacio donde estaba ubicado Napoleón, todos los días, al alba, antes de la hora de la plegaria. Llegaban con mulas ricamente guarnecidas, rodeados por sus criados. Los cuerpos de guardias franceses tomaban las armas y les rendían los mayores honores. Al entrar a las salas, los edecanes e intérpretes los recibían con respeto y mandaban que les sirvieran café. A los pocos instantes, Napoleón entraba, se sentaba entre ellos, en el mismo diván, y trataba de inspirarles confianza con discursos sobre el Corán, haciendo que les explicaran los principales pasajes y mostrando una gran admiración por el Profeta. Aquella celebración acababa con la denominada fiesta del tapiz sagrado. El viernes, los heraldos anunciaron al pueblo la salida del precioso tapiz en dirección a La Meca. El sábado, el pueblo invadió las calles, las plazas y las avenidas por donde debía pasar el cortejo. Dicho cortejo estaba compuesto por diferentes corporaciones con sus banderas y sus músicas. A Napoleón y sus hombres se les hizo saber que dicho tapiz estaba destinado a cubrir la tumba del Profeta en La Meca. El tapiz, bordado por obreros egipcios, es llevado con gran pompa a los lugares santos, cada año, en la época de la peregrinación. El tapiz del año anterior se devolvía a El Cairo de la misma manera. Su vuelta daba lugar a las mismas ceremonias, y se colocaba en una de las mezquitas de la ciudad, donde se conserva.

Asimismo, le hicieron saber que a su tela se le atribuyen virtudes milagrosas y que los fieles no se acercaban a ella sino con marcas del mayor fervor. Dicho tapiz intrigaba tanto a los franceses que tres de ellos, que se quedaron en Egipto tras la partida de Napoleón, quisieron llegarse hasta La Meca, a pesar de la prohibición de su cónsul, con la intención de hacerse con él y posteriormente venderlo al mejor postor. Los tres soldados franceses se creyeron suficientemente disimulados bajo los espesos vestidos árabes siguiendo la caravana que portaba dicha tela. Pero, cerca de Suez, fueron descubiertos, conducidos a El Cairo, y, finalmente, ahorcados. Napoleón ordenó a sabios y artistas que se pusiesen en marcha para la organización de una fiesta republicana, la del día de Año Nuevo según el nuevo calendario revolucionario francés, era el 1 de Vendimiario, que venía a caer el 22 de septiembre . Napoleón estaba decidido a celebrar el inicio del Año Nuevo VII francés con un gran festival. Sabios y artistas debían impresionar a los egipcios por su fasto y proezas técnicas.

Es importante mencionar ahora que durante todos aquellos días de festividades, y mientras se organizan las del Nuevo Año Republicano francés, Napoleón había decidido crear un elemento fundamental para la consecución de su sueño oriental: un Instituto de

Napoleon Celebrates the Birthday of Muhammad Egipto en el Cairo, a imagen y semejanza del Instituto de Francia en París. Napoleón decidió que aquella institución sería el elemento clave de la difusión civilizadora Idea, por otra parte, que ya llevaba en mente desde el mismo momento en que se puso en marcha la preparación de aquella campaña.Había decidido que era el momento oportuno para ello. Así pues, el 22 de agosto, se decretó la creación del Instituto de Egipto, con los objetivos de extender el progreso y los ideales de la Ilustración francesa, promover el estudio y la investigación en aquel país y

Pasados los cuatro días de celebraciones, Napoleón pensó que sería bueno hacerles ver a los egipcios algo de su propia cultura francesa. La intención era doble: por un lado, mostrar los avances de sus ciencias para ganarse a la población y que vieran cómo celebraban ellos sus festividades; y, por otra parte, tratar de mejorar la moral de sus hombres, pues era consciente de su bajo estado anímico. asesorar al gobierno en dichos temas. Sabios y artistas cobraron mayor importancia si cabe en el papel que Napoleón les tenía asignado en el nuevo Egipto El físico Malus, asistido por dos jóvenes ingenieros, Jollois y Lancret, preparó la fiesta nacional del 1 de vendimiario del año VII (22 de septiembre de 1798).

Las celebraciones se centraron en la plaza Ezbekiyah, donde se erigió un obelisco de madera imitando el granito rosa y un gran circo rodeado de cien columnas, cada uno con una bandera tricolor junto con banderas turcas, en un claro intento por señalar la amistad entre ambas naciones. También se levantó un arco del triunfo decorado con una pintura del artista Rigo en el que se reproducía la batalla de las Pirámides, con una inscripción en árabe que decía: «No hay más dioses que Dios y Mahoma es su profeta». En el obelisco, de 22 metros de altura, se inscribieron los nombres de los caídos en la batalla de las Pirámides. Dos miembros del recién Instituto de Egipto, el músico Rigel y el poeta Parseval, compusieron una cantata que entonó un coro de soldados acompañados por la banda de música durante el desfile militar que tuvo lugar la mañana de la celebración. Nada más terminar el desfile, Napoleón leyó una nueva proclama ante sus hombres y la multitud de egipcios que allí se concentraron:

¡Soldados! Tenéis asegurado un gran destino a causa de lo que habéis conseguido y por la gran estima en la que se os tiene. Moriréis con honor, como los héroes cuyos nombres se encuentran inscritos en este obelisco, o volveréis a vuestro país cubiertos de laureles y siendo la admiración del mundo. En los cinco meses que llevamos lejos de Europa, nuestro destino ha sido una preocupación constante para nuestros compatriotas. Hoy, cuarenta millones de vuestros conciudadanos estarán pensando en vosotros Tras terminar su discurso, dio comienzo un gran banquete, dentro del antiguo palacio de Elfi Bey y sede del cuartel general en esos momentos de Napoleón, donde se reunieron los altos oficiales franceses, los sabios más allegados y las más altas personalidades egipcias. Ahora los egipcios eran los invitados a comer según las formas europeas, es decir: sentados en sillas y utilizando cubiertos. En las servilletas que se pusieron en las mesas venían escritas partes de los Derechos del Hombre en un lado y extractos del Corán en otro. Los arabistas tradujeron las palabras de la aparente amabilidad que cruzaban Napoleón y los notables egipcios, así como el brindis propuesto por Monge: «¡Por el perfeccionamiento del espíritu humano, por el progreso de las luces!». Pero era evidente que los egipcios no mostraron ilusión alguna en aquella celebración. Según las crónicas de Nicolas Turc, «los franceses decían que esta columna era el árbol de la libertad; pero los egipcios contestaron que si era algo era la estaca en la que los habían empalado y el emblema de la conquista de su país». Pese a los intentos constantes para que los egipcios se unieran a la celebración, y pese a su magnificencia, estos mostraban poco interés. No eran pocos los oficiales que creían absurdo tratar de hacerles participar de sus celebraciones, y que pese a que muchos habían acudido, eran evidentes las muestras de descontento en sus caras, pese a los esfuerzos por disimular sus sentimientos. Pese a ello, la fiesta proseguía según lo marcado. Tras la comida se produjo una carrera entre caballos franceses y egipcios con sus respectivos jinetes. También hubo carreras a pie o en sacos, en la que los indígenas podían tomar parte. Conté debía lanzar una montgolfiera (globo aerostático inventado por los hermanos Joseph y Michel Montgolfier en 1782) para tratar de impresionar a la población local, pero lamentablemente no estaba lista. La exhibición fracasó estrepitosamente, siendo motivo de risas locales. No la presentará a los habitantes de El Cairo hasta dos meses después, y no sin dificultad. Menos gracia les hizo el empeño que puso Napoleón de que su bandera ondeara en los minaretes de todas las mezquitas, algo que, sin duda, hirió la sensibilidad musulmana

Así como los intentos de obsequiar a los dignatarios locales con fajines y escarapelas tricolores, que tampoco sentaron muy bien a los seguidores del Profeta y de nuevo, erre que erre, Napoleón les ofreció otro espectáculo de fuegos artificiales. O no se daba cuenta de que a los egipcios aquello no les impresionaba o nadie le decía nada. Él creía que sí.

Como se ve, el entusiasmo no fue desbordante. Y, para esta fiesta, como para muchas otras ceremonias de aquel año de ocupación francesa, los vencedores se hicieron singulares ilusiones sobre los sentimientos del pueblo, que miraba, escuchaba, pero no parecía, ni mucho menos, deslumbrado. Durante los siguientes meses se llevaron a cabo diferentes muestras públicas de los avances técnicos por parte de los diferentes miembros del Instituto de Egipto a gran parte de la población. Su director, Monge, así lo había decidido aunque todos eran conscientes de que el propio Napoleón había dado la orden . De nuevo, el objetivo era acercar lo máximo posible a los egipcios las maravillas del progreso que traían consigo. Napoleón estaba persuadido de que con estas acciones su conquista no sería inútil, y que poco a poco caerían en sus redes culturales. Otra vez Napoleón se mostraba bastante optimista, por lo menos en lo que al pueblo llano se refiere. De nuevo se intentará hacer volar el globo aerostático dos meses después del fallido primer intento. En los zocos se fijaron avisos anunciando que «se elevaría de la plaza del Ezbekiyé una gran máquina volante» inventada por los franceses. El 30 de noviembre, una numerosa muchedumbre se reunió en el lugar. La montgolfiera se elevó por los aires, pero enseguida cayó de nuevo. Los espectadores se dieron a la fuga entre risas y burlas. Al cabo de un mes y medio se llevó a cabo otra nueva intentona con mejores resultados, tras la celebración del aniversario de la victoria de Rívoli (conmemoración de la batalla de Rívoli entre el ejército francés y el austriaco dentro de la campaña en Italia que tuvo lugar los días 14 y 15 de enero de 1797, saldándose con la victoria francesa bajo el mando de Napoleón Bonaparte). La montgolfiera sobrevoló la ciudad del El Cairo durante media hora antes de caer. Muchos fueron los que dirigieron entonces sus miradas distraídas a aquel globo azul, blanco y rojo El caso es que la indiferencia de la población local decepcionó a los franceses, quienes creyeron que aquello maravillaría al pueblo egipcio.

Por lo general, la ciencia y la técnica francesa no provocaron en los egipcios la admiración y ni siquiera la sorpresa que esperaban. La distancia cultural entre los dos pueblos parecía inmensa. Unos rudimentarios cálculos les permitían proceder a la repartición de herencias, y con la poca astronomía que les enseñaban no pretendían más que determinar el inicio de los meses lunares y las horas de oración. Poco quedaba ya de aquel Egipto que cosechó una brillante ciencia bajo los árabes. Delante de las demostraciones científicas francesas, los notables egipcios solo tenían un refugio: el islam. Su aparente indiferencia era sin duda una forma de protegerse, como si aquella ciencia de importación amenazara su identidad. Únicamente los libros, próximos a su cultura escrita, despertaban su interés. No podían evitar sentir admiración por la biblioteca del instituto y abrir los ojos como platos ante el material de imprenta. Volviendo a la población, tenemos a un Monge decidido a tratar de disminuir el choque cultural, acercándose a sus gentes con la intención de ganárselos tarea nada sencilla, como hemos podido comprobar. Podríamos decir que el matemático era de los más felices y de los que más gozaron de aquellos días.

Entre sus ideas, como organizar compañías de teatro para aficionados y bailes públicos y privados, destacó la de formar una banda de música entre soldados y sabios. A todos ellos los hacía tocar en la plaza Ezbekiyah para el público que allí se reunía. Al principio la banda tocó temas sencillos, pero en vista de la apatía que el público mostró, se intentó con temas militares, esperando una mejor acogida, pero todo fue en vano. La población local permaneció totalmente impasible, inmóviles como las momias que otros sabios encontraban en sus sarcófagos. Monge, viendo esto, se volvió a sus hombres y les dijo: «No son dignos del esfuerzo que estáis haciendo. Tocadles Marlborough (canción popular en las tabernas de París), eso es todo lo que se merecen». Entonces se obró el milagro. Tras oír las primeras notas, los egipcios comenzaron a bailar llenos de alegría. Aquello era inaudito. Y no solo eso, Monge hizo que sus músicos, en diferentes días, tocasen piezas de Haydn o del mismo Mozart, pero la reacción ante dichas melodías era de nuevo la indiferencia, tras lo cual volvían a tocar Marlborough, y de nuevo estallaban en alegrías y bailes. Monge no entendía nada, y terminó por atribuir a los egipcios su mal gusto y su poca o nula formación musical. ¡Allá ellos pues, si esto es lo que quieren, esto tendrán! Tiempo después, en el siglo xix, se descubrió el porqué de la reacción de los egipcios ante esa canción. Resulta que la melodía de Marlborough se basaba en realidad en una canción árabe de la Edad Media. Dicha canción había llegado a Europa, casualmente, gracias a los soldados que regresaron de la cruzada del rey francés Luis IX, y se pensaba que en realidad explicaba la historia de un legendario mestizo francoárabe llamado Mabrou. Con el tiempo, el nombre fue cambiado por el de Marlborough, un general inglés, John Churchill, I duque de Marlborough, quien había derrotado a los franceses en la guerra Franco-holandesa, entre 1672 y 1673. Años después, el duque de Marlborough participó en la Guerra de Sucesión Española, más concretamente en la batalla de Malplaquet, en 1709, que enfrentó a los ejércitos de Gran Bretaña y los de Francia. Aquella batalla terminó con la derrota francesa, pero a pesar de ello, los franceses creyeron muerto en la batalla a su enemigo John Churchill (antepasado de Winston Churchill), duque de Marlborough, que es a quien se dedica la canción burlesca y que reemplazó al obscuro Mabrou medieval. En España terminó por convertirse en una canción popular infantil, conocida como Mambrú se fue a la guerra. De lo que no hay duda es de que los egipcios reconocieron dicha canción (Por cierto, Marlborough era el nombre de una calle en Londres (en honor del duque) donde se encontraba instalada la fábrica británica de la empresa americana fabricante de cigarrillos Philip Morris, siendo el origen de la marca de tabaco Marlboro que todo el mundo conoce).

Bibliografía

John Churchill Marlborough interpretado por Adriaen van der Werff

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