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TIEMPO FUERA Médicos vs. zombis
Médicos vs. zombis
FABRIZIO MEJÍA MADRID
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El 13 de noviembre de 1918 un cortejo fúnebre llevaba por París el cadáver del poeta Guillaume Apollinaire. Después de haber sobrevivido durante tres años a la Gran Guerra, un virus –el de la influenza “española”– lo había matado en menos de dos días. Entre los dolientes, además de Pablo Picasso y Max Jacob, iban sus amigos cineastas Abel Gance y Blaise Cendrars. Pero el duelo no pudo tener la solemnidad que debía porque coincidió con el armisticio, el final de la guerra. Escribe Cendrars: “Nuestra procesión fue atacada por una horda que celebraba el armisticio, que bailaba frenéticamente, se abrazaban, todavía con las armas al hombro, cantando y gritando en el delirio. Fue muy difícil”.
Unos días más tarde se filmó una escena de la película Yo acuso (1919) de Abel Gance, en la que Cendrars era asistente. En ella, los soldados muertos salen de sus tumbas y hacen una procesión hasta sus pueblos, para verificar si sus muertes han servido, si los sobrevivientes son mejores. Los muertos que regresan encuentran que los vivos siguen robando, mintiendo y traicionando. Su presencia es la de una muerte sin sentido que avergüenza a los sobrevivientes.
Las dos escenas, la real y la fílmica, entrañan algo que se ha repetido en estos meses: las pandemias erosionan cualquier sentido de la muerte. Al contrario de la guerra, en la que se muere por algo y alguien, ya sea en un martirio o en un sacrificio heroico que, después, puede ser conmemorado con estatuas, flamas perpetuas, días de asueto, en la epidemia no hay sentido. Como no hay nada “patriótico” en morirse por un virus, como se trata de un deceso en cualquier lugar –dentro de las casas, antes que en las trincheras–, los escritores tomaron la pandemia de 1918-19 como un obstáculo. William Faulkner se enlistó en medio de la cuarentena y dijo célebremente que eso le había “evitado participar de la historia de los hombres”. John Dos Passos, por su parte, enfermó de influenza durante los entrenamientos y tuvo que esperar para pelear, junto con Hemingway, hasta la guerra civil española. Fueron las escritoras Virginia Woolf, Mary McCarthy –quien quedó huérfana por la influenza–, Willa Cather y, notablemente, Katherine Anne Porter quienes trataron de narrar lo que no tiene trama y encontrar un lenguaje propio para algo que no lo tiene: el dolor.
Y es que la violencia del virus, además de refractaria a la narración, se vive también como un desencanto que no respeta fronteras –para empezar, las de nuestras células– y cuya injusticia es al azar. El paciente “cero”, el portador inicial de la enfermedad, no tiene realmente “culpa”, porque no fue su intención contagiar ni estaba en él el conocimiento de su propia viralidad. Es la misma sensación de culpabilidad probable de quienes tendrán el virus pero no la enfermedad. La epidemia se resiste a ser interpretada en términos morales –castigos divinos–, o de propósito –aunque de la del coronavirus deberíamos de salir a combatir la obesidad y la nutrición chatarra que nos volvió un país diabético e hipertenso–, pero continuamos buscando las reglas de su crueldad.
Así enmarco el descarado golpismo de un grupo pequeño pero poderoso de políticos empresariales, celebridades ligadas a los poderosos, columnistas que encubren apenas su militancia de derecha, cuya única victoria política descansa en que el virus mate más gente. Del lado del gobierno federal, el mensaje humaniza a su manera la violencia desencantada de lo viral: cuenta una historia que tiene tres etapas, cuya evolución se muestra todos los días mediante gráficas, lo que implica cursos de sensibilización hacia los más vulnerables, que va asociando sentido a lo que, de otra manera, sería un caos. El tono tranquilizador proviene de unos médicos y médicas que cuentan la historia de cómo puede controlarse lo invisible. Me recuerda el sentido épico de una lectura de adolescencia: Los cazadores de microbios, de Paul Kruif, donde los científicos lograban detener la muerte indistinta, armados apenas con microscopios y tubos de ensaye.
Del otro lado, del que descree de esa historia, hay reacciones interesadas unas y apanicadas otras, cuyo resultado último sería contar la historia de un engaño, un ocultamiento de cifras de proporciones bíblicas y –como esto no sirvió en la primera y segunda fases– ahora contar sobre el desabasto, la improvisación del gobierno, e incluso divulgar que los doctores echan volados para decidir quién merece morir o vivir. En el fondo, no hay cabida más que para dos versiones de una violencia desencantada, sin culpables directos y sin sentido claro: o se cree en el oráculo de los datos, las curvas y los protocolos; o se cede ante el pá-
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nico, la sospecha y el catastrofismo. Médicos contra zombis. Que cualquiera de las dos versiones migre hacia estar a favor o contra el presidente, ya es un uso de ellas, pero no explica qué contienen en el fondo ni qué angustia cultural expresan.
La versión catastrofista de la epidemia ha estado presente desde que existen los presagios: “desastre” es estar mal con los astros. El golpismo, calculado o genuinamente aterrorizado, la ve como se veía el “miasma” en la Edad Media: el aire está contaminado y, por lo tanto, respirar es ya un riesgo. En el “miasma” no hay todavía la noción de un virus, sino que la muerte debe ser incinerada, expulsada en forma de extranjeros o infieles, los demás que porten en su aliento infectado la sentencia mortal. Si la versión oficial está trucada por ocultamientos dignos del asesinato de Kennedy, entonces la epidemia se vive como una película de zombis. Lo digo sin ironía. Algunos ensayistas han calibrado las historias de zombis como un termómetro de la angustia cultural. Al inicio, con La isla mágica (1929), W. B. Seabrook describe a unos cuerpos en estado de trance que pueden ser agarrados a palos y machetazos sin que lo sientan. Es la metáfora de la esclavitud en Haití. Luego, con su película La noche de los muertos vivientes (1968), George A. Romero convierte el asunto en una plaga viral: los muertos son autómatas que comen carne humana y, al hacerlo, van infectando a sus víctimas de ese automatismo. Como están muertos –esa extraña forma de vida del ADN o ARN que existen sólo para duplicarse, sin sentido, invisibles– no pueden ser derrotados por los vivos, cuya existencia se ve reducida al interior de una cabaña, a la claustrofobia, y al blanco y negro.
Los zombis son la otra cara de la fantasía del regreso de los que se han ido: el espiritismo, tan en boga desde mediados del siglo XIX, y cuyo principal promotor fue sir Arthur Conan Doyle, que usaba los “espectros” que aparecen en las fotografías sobreexpuestas como pruebas científicas de la existencia de otra vida que se comunicaba con la nuestra. Ahora nos resulta curioso que alguien como el creador de Sherlock Holmes, cuyos métodos de encontrar al culpable son científicos, haya tomado al espiritismo como una rama de la medicina, llamándose “médico de la otra vida”. Su hijo, Kinsley, herido
en la guerra, murió de influenza. En el “ectoplasma” de las fotografías, Conan Doyle encontró un remedio a su ansiedad. Pero los zombis son cuerpos sin espíritu. Son máquinas de infección. Al contrario del mecanismo espiritista que conforta a quien está en duelo, el zombismo es sólo ira y culpabilización. Abel Gance añadió ese horror en la edición final de su película, después de que su esposa muriera en 1921 de influenza. No eran ya los espíritus que quieren comunicarse con nosotros sino cuerpos devastados, lisiados, sin motivos propios, más que nuestra culpa por sobrevivirles.
Mi hipótesis es que ambas formas de encuadrar el desastre que estamos viviendo conviven en los contactos virtuales que tenemos en estos días de plagas. Creo que lo viral, que antes de esto fue sinónimo de verdadero o, por lo menos, de popular, perdió su carácter positivo para abarcar la ira y la ansiedad. Ahora lo viral son campañas de desinformación que se montan en el muy comprensible pánico. Por sus veredas funerarias vemos caminar a viejos “muertos vivientes” de otras épocas: expresidentes, exlíderes de partidos políticos, farándula casi anónima, influencers ya sólo sostenidos por sus dueños. Es una política zombi que busca avanzar alimentándose de la ansiedad, que se replica en las redes mediante el botón del contagio. Y amenazan con comerse al médico.
“Me llaman príncipe” Nostalgia por el Reich
YETLANECI ALCARAZ B ERLÍN.- “Todos mis amigos y conocidos me llaman simplemente príncipe Norbert, como corresponde a mi rango. Tal fue el caso del káiser Guillermo o el príncipe Bismark”, dice convencido, mirando de frente a la cámara, el jubilado alemán Norbert Schittke.
El aparentemente inofensivo septuagenario de barba blanca no es cualquier “abuelo”. Es, según él mismo, el legítimo canciller imperial alemán, y desde su casa –en la pequeña comunidad de Diekholzen, en Baja Sajonia– dirige el denominado “Gobierno en Exilio del Imperio Alemán”. Sí, del imperio alemán. Ese surgido en 1871, que durante 47 años fue una de las economías más poderosas del mundo, que se extinguió con su derrota en la Primera Guerra Mundial pero que en el imaginario de Schittke todavía existe.
Lo que parecería una broma e incluso tribulaciones de un loco simpático no lo son en absoluto. El autodenominado canciller imperial alemán forma parte de un grupo que el gobierno alemán calcula en 19 mil personas que formalmente niegan la existencia de la República Federal Alemana y pretenden vivir al margen del Estado alemán.
Son los denominados “ciudadanos del Reich”, quienes apoyados en historias conspirativas e invocando al antiguo imperio alemán, niegan también la legitimidad de las autoridades y su sistema judicial. Se trata pues de gente que está en constante con
flicto y confrontación con el Estado y sus autoridades porque, al desconocerlas, tampoco reconocen leyes ni obligaciones ciudadanas y tampoco acatan decisiones de los tribunales.
Pero no sólo eso. Además de ser un verdadero dolor de cabeza para la autoridad (se niegan a pagar impuestos, tasas municipales y multas, entre otras cosas), también representan un peligro real para el país, según lo ha reconocido el Ministerio del Interior alemán, porque en su permanente y creciente radicalización están dispuestos a ejercer cualquier tipo de violencia con tal de defender sus ideas.
Pero el Gobierno en Exilio del Imperio Alemán es sólo uno de los muchos grupos dentro del movimiento de los ciudadanos del Reich.
AP photo
INTERNACIONAL /ALEMANIA
Niegan la legitimidad de las autoridades federales alemanas y su sistema judicial, no acatan decisiones de los tribunales y se niegan a pagar impuestos y multas. Son los Ciudadanos del Imperio, su líder se hace llamar “príncipe” y quieren vivir en un país que dejó de existir a principios del siglo pasado. Pero estos “ciudadanos” no son los únicos ultraderechistas que pretenden revivir el Reich... y el gobierno ya los vigila, pues los considera peligrosos.
Merkel con el entonces canciller Helmut Kohl
En 2017 el autodenominado príncipe y canciller imperial Norbert Schittke conce dió “audiencia” a un equipo de la televisión pública alemana y abrió las puertas de su casa-cancillería para hablar de su vi sión del mundo.
En una disertación por momentos ri dícula, Schittke expuso la esencia ideológica de este grupo: de entrada defiende la existencia del imperio alemán con to das las fronteras correspondientes a 1871 y dice que fue la República Democrática Alemana (RDA), cumpliendo el encargo de poderes oscuros, la que se apoderó de toda Alemania hasta nuestros días.
“La RDA fue programada para seguir dirigiendo y gobernando a través de una persona con una educación adecuada y una edad apropiada para ello. Escogieron a Angela Merkel como hija de Hennoch Kohn (el nombre que da al excanciller Helmut Kohl, de quien dice que era judío). La adiestraron totalmente, como a un niño, Honecker (Erich, expresidente de la RDA) y compañía. Fue entrenada por la Stasi (inte ligencia estatal de la RDA), donde tuvo que aprender muchas cosas malas, como tor turar gente, destruir familias, presionar a la gente. Y fue ella, sin duda, la que ade más dio la orden de disparar en el Muro (de Berlín)”, asegura en la entrevista.
Más aún, con un discurso claramen te antisemita afirma que los judíos se colaron e incrustaron históricamente en el sistema bancario alemán para tener el control económico del país y que incluso fueron ellos los que declararon la guerra a Alemania.
El politólogo Jan Rathje ha investigado a profundidad este movimiento desde hace un lustro. En su más reciente trabajo para la Fundación Amadeu Antonio –Ciudadanos del Reich, autogobernados y soberanos, la locu ra del alemán amenazado –, sintetiza la esencia del movimiento: “Es gente que cree que la República Federal Alemana no existe y que es un poder extranjero el que gobier na sobre los alemanes. Además, una parte de esta gente está convencida de que el im perio alemán sigue existiendo y sus fronteras son aquellas que corresponden o bien a las de 1871 o a las de 1937. Están conven cidos de que la ley fundamental es un instrumento de las potencias vencedoras y no una constitución. Además de que, para ellos, la Alemania de la posguerra no es un Estado, sino una empresa”.
Rathje distingue dentro del movimiento a dos grupos: los tradicionales ciudadanos del imperio, quienes fantasean con la idea de la existencia de éste, y los autogo bernados, que además de no sentirse cercanos a un pasado glorioso alemán prefieren regirse bajo un gobierno autónomo –tam bién inexistente– e incluso proclaman su propio Estado y se declaran hombres libres. En la ideología de ambos grupos Rahtje distingue claros elementos extremistas y antisemitas.
Con esta subdivisión coincide el propio gobierno alemán y agrega: “Ambos grupos apenas se distinguen. Ambos utilizan argu mentaciones casi idénticas: mientras que los Ciudadanos del Reich se centran en la existencia de un imperio alemán para re chazar a la República Alemana, los autogobernados no se reconocen como parte del Estado e incluso se declaran independien tes y explícitamente declaran su deserción de la República Federal. Para ello, con fre cuencia se refieren a una resolución de la ONU que supuestamente permite declarar se autogobernado”.
A ambos grupos los distingue la hetero geneidad de sus miembros, pues en sus filas hay personajes de todos los estratos socia les y profesiones diversas. El antiguo presidente de la Oficina Federal de Protección de la Constitución, Hans-Georg Maassen, lo re sume así: “El de los Ciudadanos del Reich es un movimiento marcadamente heterogé neo. Hay extremistas, sectarios, locos y usureros negociantes que buscan hacer dinero fácil emitiendo pasaportes del Reich”.
Es común que muchos de los Ciudadanos del Reich renuncien a sus iden tificaciones oficiales y en cambio porten, como documentos de identidad, pasaportes y credenciales del Imperio Alemán, obvia mente falsas. Hay incluso quienes manejan dinero e intentan realizar transacciones con moneda del imperio.
El dossier especial que el Ministerio del Interior ha elaborado en torno a los Ciudadanos del Reich brinda más detalles sobre la forma en que opera este grupo en la cotidianidad: sus propiedades las mar can normalmente al ras del suelo con líneas amarillas que indican la supuesta frontera entre la República Federal Alemana y sus te rritorios, ya sea el supuesto imperio alemán u otros Estados creados por ellos mismos. A menudo colocan también señales e inclu so escudos de armas u otros signos que dejan claro que se trata de un hogar integrante del movimiento. Quien se atreve a cruzar esas fronteras puede arriesgarse a ser ata cado no sólo verbalmente, sino con violencia física.
Peligrosidad
Si bien los Ciudadanos del Reich no es un movimiento nuevo ni desconocido para la autoridad alemana, durante mucho tiem po se les consideró como locos inofensivos. No fue sino hasta 2016 cuando la Oficina de Protección a la Constitución los comenzó a tener bajo vigilancia permanente por consi derarlos, ahora sí, una amenaza a la seguridad del Estado.
Y es que el 19 de octubre de 2016, du rante un operativo en la localidad bávara de Georgesmünd, el ciudadano del Reich Wolfgang P. disparó contra integrantes del comando especial de la policía que preten dían decomisar armas dentro de su vivienda. El resultado: un oficial muerto y tres más heridos. El ciudadano “rebelde” tenía en su garaje un pequeño arsenal de 30 ar mas. Un año después de los hechos, un tribunal lo condenó a cadena perpetua.
“El Ministerio del Interior federal se toma muy en serio la amenaza que repre sentan estas personas porque su potencial de violencia es muy alto. Desde noviem bre de 2016 las autoridades de seguridad han estado vigilando a los Ciudadanos del Reich y a los autogobernados con mayor intensidad que antes. Desde entonces han aumentado las medidas ejecutivas para la posesión legal o ilegal de armas, y detectar la falsificación de documentos o estafas”, señala la autoridad alemana.
Las cifras oficiales más recientes, las de junio de 2019, señalan que el gobier no tiene ubicadas a 19 mil personas como miembros del movimiento. En 2017 eran 16 mil 500, lo que indica que van al alza. De ese universo, la autoridad considera que alrededor de 950 son de extrema de recha. A otras 790 se les han retirado los permisos para poseer armas y todavía existen al rededor de 530 que las poseen legalmente.
La peligrosidad y capacidad de delin quir de esta gente queda clara cuando se ven las estadísticas: en 2018 se come tieron 776 delitos con motivación política extremista, 160 de los cuales fueron con violencia y constaron fundamental mente de coacción y amenazas. La autoridad también clasificó como antisemitas 35 de los delitos, que fundamentalmente fueron por incitación al odio, sin uso de violencia.
En la mira de la autoridad
Y aunque en comparación con otros grupos que también ponen en riesgo la seguridad nacional –como los neonazis– poco se escucha en medios y círculos políticos sobre los Ciudadanos del Reich, apenas el pasado 18 de marzo el Ministerio del Interior realizó uno de los operativos más grandes en contra del movimiento.
Resultado de una redada sin preceden te, que se realizó simultáneamente en 10 estados federados, con 400 elementos y el registro de 21 casas, el ministro del Interior, Horst Seehofer, prohibió y disolvió por pri mera vez en su historia a una asociación ligada a los Ciudadanos del Reich: los lla mados Pueblos y Tribus Alemanes Unidos .
“Estamos –explicó Seehofer al fun damentar la prohibición y disolución del grupo– frente a una asociación que dis tribuye escritos racistas y antisemitas y, por lo tanto, envenena sistemáticamente nuestra sociedad liberal. También la mi litancia verbal y las amenazas masivas contra los funcionarios públicos y sus fa milias prueban la actitud anticonstitucional de esta asociación. Seguimos luchando sin descanso contra el extremismo de de recha, incluso en tiempos de crisis. No hay ni una pulgada de espacio para el racismo y el antisemitismo en nuestra sociedad.”
Y es que, por muy absurdo e incluso pue ril que parezca el mundo de los Ciudadanos del Reich, al gobierno alemán parece ya no quedarle duda sobre lo peligroso que puede volverse si lo deja crecer. O