Proceso - 19 Abril 2020

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Médicos vs. zombis FABRIZIO MEJÍA MADRID

E

l 13 de noviembre de 1918 un cortejo fúnebre llevaba por París el cadáver del poeta Guillaume Apollinaire. Después de haber sobrevivido durante tres años a la Gran Guerra, un virus –el de la influenza “española”– lo había matado en menos de dos días. Entre los dolientes, además de Pablo Picasso y Max Jacob, iban sus amigos cineastas Abel Gance y Blaise Cendrars. Pero el duelo no pudo tener la solemnidad que debía porque coincidió con el armisticio, el final de la guerra. Escribe Cendrars: “Nuestra procesión fue atacada por una horda que celebraba el armisticio, que bailaba frenéticamente, se abrazaban, todavía con las armas al hombro, cantando y gritando en el delirio. Fue muy difícil”. Unos días más tarde se filmó una escena de la película Yo acuso (1919) de Abel Gance, en la que Cendrars era asistente. En ella, los soldados muertos salen de sus tumbas y hacen una procesión hasta sus pueblos, para verificar si sus muertes han servido, si los sobrevivientes son mejores. Los muertos que regresan encuentran que los vivos siguen robando, mintiendo y traicionando. Su presencia es la de una muerte sin sentido que avergüenza a los sobrevivientes. Las dos escenas, la real y la fílmica, entrañan algo que se ha repetido en estos meses: las pandemias erosionan cualquier sentido de la muerte. Al contrario de la guerra, en la que se muere por algo y alguien, ya sea en un martirio o en un sacrificio heroico que, después, puede ser conmemorado con estatuas, flamas perpetuas, días de asueto, en la epidemia no hay sentido. Como no hay nada

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“patriótico” en morirse por un virus, como se trata de un deceso en cualquier lugar –dentro de las casas, antes que en las trincheras–, los escritores tomaron la pandemia de 1918-19 como un obstáculo. William Faulkner se enlistó en medio de la cuarentena y dijo célebremente que eso le había “evitado participar de la historia de los hombres”. John Dos Passos, por su parte, enfermó de influenza durante los entrenamientos y tuvo que esperar para pelear, junto con Hemingway, hasta la guerra civil española. Fueron las escritoras Virginia Woolf, Mary McCarthy –quien quedó huérfana por la influenza–, Willa Cather y, notablemente, Katherine Anne Porter quienes trataron de narrar lo que no tiene trama y encontrar un lenguaje propio para algo que no lo tiene: el dolor. Y es que la violencia del virus, además de refractaria a la narración, se vive también como un desencanto que no respeta fronteras –para empezar, las de nuestras células– y cuya injusticia es al azar. El paciente “cero”, el portador inicial de la enfermedad, no tiene realmente “culpa”, porque no fue su intención contagiar ni estaba en él el conocimiento de su propia viralidad. Es la misma sensación de culpabilidad probable de quienes tendrán el virus pero no la enfermedad. La epidemia se resiste a ser interpretada en términos morales –castigos divinos–, o de propósito –aunque de la del coronavirus deberíamos de salir a combatir la obesidad y la nutrición chatarra que nos volvió un país diabético e hipertenso–, pero continuamos buscando las reglas de su crueldad.

Así enmarco el descarado golpismo de un grupo pequeño pero poderoso de políticos empresariales, celebridades ligadas a los poderosos, columnistas que encubren apenas su militancia de derecha, cuya única victoria política descansa en que el virus mate más gente. Del lado del gobierno federal, el mensaje humaniza a su manera la violencia desencantada de lo viral: cuenta una historia que tiene tres etapas, cuya evolución se muestra todos los días mediante gráficas, lo que implica cursos de sensibilización hacia los más vulnerables, que va asociando sentido a lo que, de otra manera, sería un caos. El tono tranquilizador proviene de unos médicos y médicas que cuentan la historia de cómo puede controlarse lo invisible. Me recuerda el sentido épico de una lectura de adolescencia: Los cazadores de microbios, de Paul Kruif, donde los científicos lograban detener la muerte indistinta, armados apenas con microscopios y tubos de ensaye. Del otro lado, del que descree de esa historia, hay reacciones interesadas unas y apanicadas otras, cuyo resultado último sería contar la historia de un engaño, un ocultamiento de cifras de proporciones bíblicas y –como esto no sirvió en la primera y segunda fases– ahora contar sobre el desabasto, la improvisación del gobierno, e incluso divulgar que los doctores echan volados para decidir quién merece morir o vivir. En el fondo, no hay cabida más que para dos versiones de una violencia desencantada, sin culpables directos y sin sentido claro: o se cree en el oráculo de los datos, las curvas y los protocolos; o se cede ante el pá-


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