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Un canto de amor

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Un canto de amor

Por Charles Mills

«Los pájaros tienen su canto para cantar. También lo hizo tu abuela. Su canto era el amor».

Lisa miró fijamente las palabras talladas en la fachada de piedra de la tumba. Quería llorar, pero no le quedaban más lágrimas. Se le habían agotado.

Habían pasado varias semanas desde que se enteró de que su abuela estaba enferma. Después había escuchado a su mamá y a su papá hablar acerca de medicamentos, máquinas y tratamientos con nombres raros en algún hospital. Incluso había visitado el edificio donde se alojaba su abuela, pero no podía entrar porque existía el peligro de que ella también se enfermase. Todo lo que podía hacer era decirle «te amo» a una ventana en lo alto donde una enfermera ocupada y enmascarada aparecía de vez en cuando. A Lisa le habían dicho que su abuela estaba en esa habitación, acostada en una cama, tratando de respirar. Entendió que había algo llamado Covid-19 acechando al mundo. Había vivido con el temor de que ella o alguien que conociese se contagiase y se enfermase mucho o incluso muriese. Efectivamente, eso sucedió. Ahora, su abuela se había ido. Todo lo que quedaba eran recuerdos felices, palabras talladas en la piedra y un lugar vacío en su corazón. «¿Por qué?», musitó la niña. «¿Por qué sucedió esto?»

La madre de Lisa se acercó a su lado y la tomó de la mano. Permanecieron de pie durante un largo rato mirando a la lápida.

Cuando su madre habló, sus palabras fueron vacilantes y tristes. «Tu abuela murió a causa del pecado», le dijo. Lisa parpadeó. «¿Pecado? Pensé que había muerto de Covid-19». «El pecado hizo posible el Covid-19», afirmó su madre. «Sin pecado, nada se enferma, nada se pone triste, nada muere».

«Odio el pecado», sollozó Lisa. «Me robó todas las lágrimas».

Su madre se sentó en el suelo junto a la tierra recién sacada de

Un canto de amor

la tumba y Lisa se le unió. Las dos escucharon a los pájaros en lo alto y sintieron el viento fresco en sus rostros. «A tu abuela le encantaban los pájaros», dijo su madre. «Ella conocía sus cantos. ¿Recuerdas?» «Sí», Lisa estuvo de acuerdo. «Me enseñó algunos de sus nombres. Me enseñó el del petirrojo y el carbonero y el gavilán. Me enseñó acerca los patos ánades real y los gansos de Canadá y los colibríes. La extraño mucho».

Su madre asintió. «Tu abuela lo hizo porque quería que supieras sobre los dos mundos».

«¿Los dos mundos?»

«Sí. La tierra y el cielo. En la tierra, donde está el pecado, hay tristeza y llanto. En el cielo, sólo hay felicidad y amor». Lisa frunció el ceño. «Pero, mi abuela siempre estaba feliz. Amaba a la gente. Ella vivió en esta tierra».

«Eso es porque ella trajo el cielo a la tierra», dijo su mamá. «Quería que todos supieran que puede haber más que pecado en nuestras vidas. Podemos disfrutar de un poco del cielo aquí mismo, ahora mismo. Cuando Satanás dice: “Sé injusto, irrespetuoso, menosprecia a las personas, encadena sus libertades”, la abuela insistió en que actuemos como Dios y seamos respetuosos, seamos justos, permitamos que las personas sean quienes son y sigan sus sueños. Al hacer eso, podemos compartir lo much que amamos a Jesús y decirles lo mucho que les ama». Su madre sonrió, mirando las ramas del árbol en lo alto. «Los pájaros tienen su canto para cantar. También lo hizo tu abuela. Su canto era el amor».

Lisa asintió lentamente, dejando que las palabras de su madre penetrasen en su quebrantado corazón. «Un canto de amor», pensó en voz alta. «Me gusta eso. Ese es el canto que la abuela me enseñó. Ese es el canto que voy a cantar cada vez que piense en ella». Miró hacia la lápida. «Gracias abuela», susurró. «Gracias por enseñarme tu canto de amor».

Las dos se pusieron de pie y se alejaron en las sombras de la tarde, dejando que la fresca brisa susurrara a través de las ramas y que los pájaros trinasen sus cantos entre las hojas.

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