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II. La loca Frufrú del Baltabarán

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Epílogo

Epílogo

Plaza central de mercado La Concepción. S. f. Fondo Daniel Rodríguez, Colección Museo de Bogotá. MdB 18677

Barrio Santa Inés. Arriba, a la izquierda, la plaza de Bolívar con la catedral y el Capitolio; tres bloques más abajo, el Mercado Central o de La Concepción; y unos 200 metros al sur, sobre la carrera 10.a, debía estar la casa de Luz. Ca. 1938. Fotografía Sociedad de Mejoras y Ornato de Bogotá.

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Es triste que la infancia de Luz esté asociada con el Mercado Central, un edificio que desapareció con la modernización de ese sector de la ciudad, que Luz misma promovió.

ISABEL MARIÑO: Cuando yo conocí a las Amorocho, vivían en la 10.ª con calle 8.ª, por ahí, en el barrio Santa Inés. Una casa grandotota. La parte de atrás era gigantesca, tenía solar y unos cuartos por allá donde el papá tenía una fábrica de muebles de mimbre. Entonces los primeros veinte pesos que me gané yo, nos los ganamos Leonor, Luz y yo, pintando unos cochecitos de muñecas que tenían un cuadro rosadito.

ISABEL MARIÑO: Yo conocí a Luz cuando teníamos doce años, en el colegio. Ella venía de Manizales, de un colegio donde su tía era la directora. Para ella, Manizales era el paraíso terrenal, y llegó aquí a un colegio que era como de la Edad Media, el colegio de la señorita Herminia Espinosa J., donde estaba yo con mis tres hermanas, en la carrera 10.ª junto a la iglesia de Santa Inés; un colegio horrible, que no seguía ningún pénsum ni estaba aprobado de nada.

Las niñas del colegio éramos más bien feas y morenas, mientras que ella era rubia; entonces, fue una sorpresa agradable. Y, además, era divertidísima. En el recreo, un día, empezó a hacer gestos, bailando y botando tobillo, y dijo algo que se nos grabó a todas y se hizo famoso: “Hoy, la bella duquesa de Pontarcy, se convertirá en la loca Frufrú del Baltabarán”. Eso la consagró

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como la mujer más importante del colegio. Todo el mundo la admiraba. Era la única que se atrevía a hacer alguna gracia, porque éramos bobas, todas.

Luz leía en francés como por arte de magia, porque había estado en el colegio de las señoritas Villamil, y ellas escasamente hablaban español. Pero Luz aprendió y lo hablaba lo más bonito; hasta en Francia el francés se le oía muy bien. A mí, en cambio, me decía que nunca podría hablar francés, que no podía hacer sonidos nasales porque tenía la nariz muy grande. Y que tenía la frente muy chiquita. Imagínate eso…

Luz fue mi compañera, pero yo crecí a pesar suyo. Un día un profesor me preguntó y yo no sabía. Tenía que decir “peciolo”, o algo así, pero no me salía la palabra. Y miraba a Luz a ver si me soplaba, pero ella, con una mirada penetrante, como de roquera, no me dijo nada. Y después, qué barbaridad, me suelta: “¡Usted cómo tiene de chiquita la frente!”. Fue una pedrada. Así de terrible era ella desde chiquita. Violenta. Y yo me dejaba.

En el colegio siempre estuve por debajo suyo, porque Luz era muy inteligente. Entendía matemáticas, por ejemplo, que yo nunca entendí. Me llevaba una ventaja bruta en capacidad cerebral, en memoria, en lectura: ella ya había leído a los que apenas estaban comenzando a escribir, mientras yo estaba apenas leyendo Mujercitas. Era inalcanzable.

En el centro, Luz con su moño y, de negro, Leonor. Ca. 1930. Archivo Maldonado-Tió.

Luz a caballo. Ca. 1940. Archivo personal de la familia Amorocho, Federico Durán.

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Pero, en cambio, yo sí tenía una ventaja sobre Luz, y es que las cosas románticas y amorosas las manejaba mejor. Porque Luz era dramática… Pero no, no, ¡cómo te voy a contar los dramas de Luz, si Luz está viva!

El día de esa entrevista, Luz aún vivía en su apartamento del Bosque Izquierdo o, digamos mejor, sobrevivía, asistida por enfermeras día y noche. Ya no se comunicaba. Ese día, en todo caso, Isabel terminó por contarme de los amores juveniles de Luz. Así, gracias a ella, supe de “un antioqueño de esos de ceja grande, buen mozo y pendejo, que la enamoró locamente”, su primer amor, al que conoció en un viaje que hizo a los Llanos Orientales, a donde un tío Amorocho, que allí vivía.

Izquierda:Luz con quien creo es su prima y aquel antioqueño de ceja grande. Ca. 1938. Archivo Maldonado-Tió. Derecha: Luz tocando un bemol. Ca. 1940. Archivo Maldonado-Tió. ISABEL MARIÑO: El calor del llano y todo ese folclor la descuadraron.

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Y la siguiente historia la ubica en una casa de Chapinero, un barrio de ensanche del centro de Bogotá, que comenzaba a crecer bucólico, con lago y cómodas casas.

Isabel refiere que en su casa había piano y Luz tocaba.

ISABEL MARIÑO: Luz estaba de novia de Javier hasta que un día él se le corrió. Eso le ardió muchísimo. Y como era tan dominante con nosotras, tuvimos que acompañarla a pasar el guayabo. La mamá, Leonor, Luz y yo arrendamos una pieza en Sopó, y estuvimos ocho días, acompañándola. Y se lo mejoramos echando pata por esos pueblos del camino: Tocancipá, Gachancipá… A pie, para matarle el sufrimiento intenso en que estaba por Javier. Luz era muy intensa.

Bueno, pasó el tiempo y estaban Leonor, Luz y la mamá en el salón de té del Hotel Granada, que era a donde uno iba elegante, cuando en esas entró Javier. Entonces Luz dijo: “Voy a hablar con él”. Leonor la agarraba, mientras la mamá le decía: “No, mijita, tú no puedes ir”, “Que sí, mamá”, “Que no”. Hasta que se soltó y se fue a hablar con él. Nunca supimos qué le diría, pero el tipo se puso pálido, se paró y se fue.

Luz era una persona muy formal y decía que, cuando las cosas se acaban, hay que acabarlas. Eso me lo enseñó a mí y me obligó a hacer unas metidas de pata terribles en mi vida. Es que Luz era tormentosa. Pero también muy graciosa. Y cantaba lindo.

Hotel Granada. Fondo Saúl Orduz. Ca. 1930. Colección Museo de Bogotá. MDU7227

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