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INTERMEDIO: Luza

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Epílogo

Epílogo

98 Intermedio: Luza

Luz. 1977. Fotografía de Ignacio Gómez Pulido.

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Por Ernesto Lleras

I.

Con Luz hemos sido amigos desde que yo era un niño. Se suponía que ella era la novia de mi tío Miguel. Pero yo siempre la asocié con papá, con quien siempre estaba enfrascada en debates intensos. Tanto, que más tarde llegué a pensar que era una de sus múltiples amantes.

Pero de lo que quiero hablar aquí es de nuestra amistad. Porque se inició entonces. Yo debería tener unos siete u ocho años, y ya escribía poesía. Ella me leía y me hacía comentarios alentadores. Recuerdo que una vez me invitó al circo, que era más bien un espectáculo de magia en el Teatro Colombia. Y me parece que esa tarde ella observaba feliz mis reacciones. Luego me invitó a una malteada en el Monte Blanco, un café que me pareció elegantísimo.

A mamá no le gustaba mucho Luz. Creo que la ponía celosa su personalidad arrolladora.

Cuando terminó su romance con Miguel dejé de verla. Muchos años después, papá trajo a la casa una máscara mexicana que Luz le regaló esa tarde. “Quemó sus naves”, dijo.

Fue hacia el año sesenta, cuando ella se fue a París, y regaló todos sus haberes. Había roto con su pasado. Había llegado el día en que se hizo necesario navegar, como en el poema de Maya. Ella rompió con todo y se fue al albur. Ya sabemos que encontró un espacio donde poder “ser ella misma”. Y también sabemos cómo volvió años más tarde a Bogotá y descubrió su “lugar”, sus raíces, el entorno de su mamá.

Fue entonces cuando nos volvimos a encontrar. Fue en una exposición de pintura. Comenzamos a conversar y comenzó a surgir una tremenda confianza. Yo supe que ella era no solamente alguien en quien confiar, sino una verdadera “persona”.

Con ella aprendí lo que es escuchar de veras. Para Luz, su interlocutor era la persona más importante de ese momento. Y me parece que su don especial consistía en “la presencia”. Siempre estaba presente. Y esta era su magia. Nunca se perdía en las conversaciones, como es tan común entre nosotros: “Este, yo… vaya...”, y miradas al vacío. Siempre estaba enfocada. Lanzaba

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su dardo, que podía ser una flecha cariñosa o de aparente confrontación. Como diciendo: “Sea usted mismo”. Supongo que eso era algo que mucha gente no aguantaba de ella.

Hay una ranchera que nunca he oído y que menciona Octavio Paz como muy mexicana. Dice algo así como: “Corazón apasionado, disimula tu tristeza…”. Creo que Luz, ya es hora de decir que yo la llamaba Luza, era un corazón apasionado. Y disimulaba su tristeza, que siempre iba con ella.

Sospecho que la tristeza de Luza nacía de una soledad trágica. Porque era irremediable. La soledad de quien añora “lo real inalcanzable”. Y esto, se me antoja, consiste en llegar al fondo de los demás. En nuestra sociedad nadie se quiere dejar abordar de esta manera. Así pues, Luza iba de frente a la tragedia. Como un toro de lidia empecinado en lograr lo imposible.

II.

Precisamente todo eso, su pasión por la verdad, su aceptación de la crudeza del mundo sin tratar de maquillarla, su honestidad sin dobleces, fue lo que me atrajo en nuestro segundo encuentro. Y ahí comenzó la amistad tempestuosa.

No he conocido a nadie que tenga esa pasión por la comunicación sincera. Por eso era tempestuosa cualquier relación con ella. Ella no transigía. Si captaba un amago de lo que llamaba “teatro”, se tornaba implacable. Era, por tanto, imposible que la relación no fuera tempestuosa. Yo adoro el teatro. Fue, pues, mi gran maestra. Era el espejo más puro, sin una mota.

Otra de sus facetas era una inmensa bondad. Una capacidad enorme de comprensión, acogimiento y lealtad. Como dije ya enantes, siempre estaba presente. En los momentos difíciles. Y en los felices.

A ella también le encantaba el teatro y tenía un oído privilegiado. La recordamos todos cantando como Edith Piaf o haciendo de Gelsomina, la protagonista de La strada de Fellini, y de su relación con el machote de Zampanó. O cantando Josefina Gujmá, una canción cubana o sevillana, no se sabe. Tenía una gracia feliz.

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III.

Luza pertenecía al clan de las Morocho, Luza y Leonora, su hermana. Con ellas hicimos un viaje a Nueva York que para mí fue memorable. Peleaban todo el tiempo como buenas hermanas y yo hacía de pararrayos. Pero lo gozamos mucho. Creo que fue su último viaje.

Luego vino el ocaso. Un día no quiso salir a almorzar conmigo como hacíamos con frecuencia. Dijo que no quería salir más. Y su mente comenzó a fallar. Otro día me dijo: “Ya no podemos charlar como antes porque me cuesta trabajo hablar. Pero queda el afecto”.

Su última lección. La permanencia del afecto.

Bogotá, 21 de septiembre de 2021

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