Prólogo Las mujeres que paseaban perros imaginarios

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Boris Rozas


PALABRAS PRELIMINARES por David Acebes Sampedro

Prologar, lo que se dice prologar, nunca he prologado un libro. He escrito epílogos (que, de alguna manera, son una forma de prolo[n]gar —léase ad infinitum— un libro), y he glosado un poemario completo. Sin embargo, hasta este momento, hasta este preciso instante, nunca había encarado la tarea de presentar al público la obra poética de un autor (de un autor importante, quiero decir), por lo que soy plenamente consciente de la responsabilidad que asumo. Máxime, lo sé, cuando el libro que pretendo prologar es precisamente el que el lector tiene en sus manos, Las mujeres que paseaban perros imaginarios, el

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último (y más radical hasta la fecha) poemario de Boris Rozas, que para mí (y para otros tantos) no es un poeta cualquiera, sino el poeta que-ha-de-venir para mostrarnos la poesía del futuro. En efecto, ahora que el autor no nos oye (sepan ustedes que solo accedí a prologar su libro con la condición expresa y taxativa de que él jamás leería estas palabras), confieso que siempre he pensado que Boris Rozas tiene algo de Mesías. Entre nosotros, los poetas que conformamos su séquito, entre los poetas que pensamos en él como un referente, decimos que este hombretón de metro noventa es una suerte de ser mitológico e irreal que ha sido ungido por y para la Poesía. Tanto él, como sus poemas, perpetúan la poesía titánica de Walt Whitman y, cómo no reconocerlo, cuando leo (y releo) Ragtime (2012) o

Primeras impresiones de un hombre en la sala de autopsias (2016), pienso, irremediablemente, en el mejor León Felipe, en un Juan Ramón Jiménez moderno (el de Diario

de un poeta recién casado, por ejemplo) y, claro está, en el

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propio Federico García Lorca y su, siempre vigente y colosal, Poeta en Nueva York. De hecho, diría sin miedo a equivocarme que Boris Rozas no escribe poesía (en sentido estricto), sino que lo que escribe, que es tan suyo y personal, responde a una concepción más amplia (si cabe), a una especie de «canto» general, diría que en la onda de Pablo Neruda (pues en él siempre está presente la Universalidad), y particular, en la línea de Leopoldo Panero (porque en todo lo que escribe, hay implícita una fuerte carga de subjetividad1), cuyo origen, no lo olvidemos, se encuentra en los versículos torrenciales del autor de Hojas de hierba. Lo de menos, supongo, es la historia personal y mundana que, a la postre, provoca —¿o deberíamos decir convoca?— este canto:

En consecuencia, cabría afirmar que el poeta es el propio forense de sí mismo, en el sentido de que practica su propia autopsia y saca sus «primeras impresiones» que, habitualmente, son las más acertadas. 1

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el viaje de una española a tierras australianas, a la siempre exótica y sugerente Melbourne. Lo importante, como es sabido, es el viaje que nos propone el autor. Un viaje — ¿por qué no decirlo?— que desemboca, tras la peripecia vital, en la soledad, en el más profundo desapego, en la intrahistoria de una emigrante moderna (trasunto de tantos de nuestros jóvenes y no tan jóvenes) que tiene que buscar fuera de España su particular locus amoenus. Y que al final —¿quién sabe si será ya demasiado tarde?— se da cuenta de que este lugar (este no-lugar, para ser más exactos) se encuentra, paradójicamente, dentro de uno mismo. Dice el primer verso de Amanecer en Dandenong: «Si tan solo supiera cómo he llegado hasta aquí». Y es que “el cómo se ha llegado”, el camino recorrido, en realidad, poco importa. Lo trascendente, me refiero desde un punto de vista filosófico, es el punto de partida, el estar, o como quería Heidegger, la forma de ser-en-el-mundo. Por ello, la protagonista de este libro toma enseguida conciencia

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de que está en un lugar extraño, lugar que no le pertenece («ahora que mi corazón rodea esta extraña noche / donde casi no quedan hojas / para abrazar») e inicia, a su pesar, un lento y accidentado viaje que le ha de llevar a quién sabe dónde («como mis pisadas todavía minúsculas / ante esta arena desconocida y tácita / que parece no querer llevarme / a ninguna parte»). Es curioso cómo la noción del movimiento está presente a lo largo de todo este poemario. ¿Deberíamos hablar, quizás, de una nueva poesía cinética? En Vehículos

usados, canta nuestro autor: «Necesito una moto. Lo he decidido hace un momento, viniendo del Boulevard, mientras / miraba hacia las copas de los árboles exóticos / que sobresalen / por encima de esa gigantesca tienda de vehículos usados». Sin duda, Rozas sigue la estela de la Generación Beat (el propio Allen Ginsberg es aludido en uno de sus primeros poemas) y sería fácil (demasiado fácil para mí) etiquetar a Boris Rozas como el nuevo Kerouac… Nada más alejado de mi intención. Las mujeres

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que paseaban perros imaginarios no es una road-movie… Aunque lo cierto es que admite varias lecturas y que, muy probablemente, muchos lectores tenderán a buscar en estos versos solo su componente narrativo. A estos lectores, en mi labor de prologuista primerizo, les digo sin pudor que se están equivocando. Si se escarba un poco, si esta poesía (que tiende al travelling) se lee con detenimiento, es fácil constatar su excelente tono lírico («hoy nos vamos a besar / tras la caseta del árbol, / tu dolor se reencontrará / con el mío / y ambos se restarán / en el común silencio de las hojas») y aun elegiaco («hoy es ayer / para todos en esta tierra / menos para mí»). Tonos que, como en un happy end, confluyen en los versos finales del poema Mujer pisando las hojas y que sugieren el título del libro («su silencio con deportivas / entiende mi silencio / ambas paseando / perros imaginarios») en una acertada metáfora en la que cabe detenerse un instante. ¿Pues quién es, digo yo, ese perro imaginario que pasean las mujeres (y los hombres, por supuesto) de hoy en día? A

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mí me parece de una claridad meridiana. Ese perro imaginario, esa sombra de ilusión, representa nuestra soledad, nuestro propio extrañamiento kafkiano. Decía Machado: «Converso con el hombre que siempre va conmigo. / Quien habla solo, espera hablar con Dios un día». Y eso mismo nos dice el profético Boris Rozas, con un lenguaje, eso sí, más moderno y actualizado: El hombre posmoderno está solo, aquí (en España) o allá (en la lejana Australia) y, como un ser solitario que es, ha de pasear su soledad (su «perro imaginario»), cuestionándose acaso las sempiternas preguntas que no tienen respuesta…

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