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téngase en consideración que se representaban habitualmente en los teatros y en la plaza Mayor en la festividad del Corpus Christi. Sólo si su mensaje hubiese encontrado correspondencia en la disposición intelectiva de la masa popular, puede hallarse la clave para explicar la acogida dispensada a esas obras dramáticas. Huelga decir que los planteles de educación superior fueron los más fecundos difusores de cultura, y a la cabeza de ellos la Universidad de San Marcos, que constituyó «una verdadera luminaria» (Luis Alberto Sánchez) del pensamiento en la época virreinal, no sólo en las disciplinas teológicas, jurídicas y científicas, sino en las diversas expresiones de las bellas letras en general. Su rector gozaba, por provisión del virrey Toledo de 20 de mayo de 1580 (confirmada por Felipe II el 19 de abril de 1589), de fuero privativo para entender en delitos perpetrados por el cuerpo docente o por estudiantes dentro del claustro o por asuntos derivados del mismo, y los egresados de esa Casa de estudios gozaban en toda América de las prerrogativas y distinciones reconocidas a los de Salamanca en la metrópoli (1588). Sus profesores y alumnos se distinguieron en la magistratura, en el foro, en las letras y en la administración pública, y los primeros dieron brillo al quehacer científico manteniéndose al día en las novedades y teorías de última hora provenientes de Europa. Complementaron la actividad docente sanmarquina los colegios de
San Martín, fundado por los jesuítas (1582) y el de San Felipe, anejo a la propia universidad (1589), en cuyo haber pueden inscribirse valiosos logros pedagógicos. Al extrañarse la Compañía de Jesús en 1767, quedaron extinguidos ambos institutos, y se erigió de nueva planta el
Convictorio Carolino (1770), en cuyas aulas maduraron las inquietudes ideológicas de la Ilustración. Ya en el siglo xix se abrió el Colegio de
Medicina de San Fernando (1808), que tomó su nombre del virrey bajo cuyo gobierno fue instaurado. No pueden excluirse de esta enumeración el centro educativo especial para los hijos de los curacas, fundado por el príncipe de Esquilache (por lo que recibió el apelativo de C o legio del Príncipe), ni por último las escuelas públicas de primeras letras. La más antigua conocida en Lima data de 1561; al año siguiente ofrecía servicios como «preceptor de gramática» el navegante e historiador Pedro Sarmiento de Gamboa; el marqués de Cañete promulgó en 1594 el primer reglamento para tales planteles, en el que se especificaron las obligaciones de los maestros «para la buena enseñanza de los
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niños»; esas ordenanzas fueron mejoradas por el conde de Chinchón, en cuya época se contaban en Lima hasta 28 de estos institutos. Al lado de los centros docentes se ha de consignar como principal agente de difusión de la cultura las tertulias que miembros de la nobleza, sabios, artistas y científicos mantenían en sus residencias, desde la Academia Antàrtica, de los albores del siglo xvn (excluyéndose desde luego la imaginaria del príncipe de Esquilache, superchería novelesca sin el menor fundamento documental), pasando por la que en palacio acogió el virrey marqués de Castelldosrius (1709-1710), para culminar con la de la Sociedad Académica de Amantes del País, patrocinadora del Mercurio Peruano (1791-1794), publicación bisemanal en cuyas páginas se dio cabida a artículos científicos, literarios y de información general. En la galería de escritores y mentalidades sobresalientes de la Lima virreinal descollaron por igual hombres de letras oriundos de la ciudad y foráneos, pero que en ella se educaron o seducidos por su ambiente se identificaron con su idiosincrasia hasta adquirir carta de naturaleza lugareña. De ello puede representar símbolo cabal el andaluz Juan del Valle Caviedes (Porcuna, 1645-Lima, 1698), tenido hasta época reciente como expresión quintaesenciada del espíritu limeño. Com o no es posible mencionar uno por uno a todos los hombres de letras, bastará para calificar el nivel intelectual de Lima y el entorno tan propicio para el florecimiento del espíritu, recordar sólo los creadores de las obras de mayor aliento. Encabezan ese historial de honor dos autores teatrales de la primera hora: Sancho de Ribera, elogiado por Cervantes, y Antonio de Uroz Navarro, y tras ellos se alinean el jesuita padre José de Acosta, que aquí compuso buena parte de su Historia natural y moral de las Indias (Sevilla, 1590) y de su doctrinal De procuranda indorum salute (Salamanca, 1588); el lusitano Enrique Garcés (1520-1593), que tradujo al castellano Los Lusiadas de su compatriota
Camoens así como sonetos y poesías de Petrarca (editados en Madrid en 1591); el chileno Pedro de Oña, que en su poema Arauco domado (Lima, 1596) pretendió competir con L a Araucana de Ercilla; Mira- montes y Zuazola, autor del poema Armas Antárticas (1610); el dominico fray Diego de Hojeda, a cuya pluma se debe la obra cumbre de la literatura virreinal, L a Christiada (Sevilla, 1611), en que intercala alusiones a la garúa local y escenas de la vida cotidiana (el mercado popular, elección ruidosa de catedráticos...); el jesuita Juan Pérez de Me-

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nacho, que preparó comentarios a la Suma Teológica; «Amarilis», la rendida admiradora de Lope de Vega en su platónica Epístola a l Monstruo de Naturaleza; Juan Mogrovejo de la Cerda, que escribió la primera novela satírica peruana, L a endiablada (1624); Carvajal y Robles, entonado versificador en el Poema del assalto y conquista de Antequera (1627) y de las fiestas por el nacimiento del príncipe Baltasar Carlos (1632); el franciscano Ayllón, adelantado del gongorismo (1630); el jesuíta Peñafiel, expositor de cuatro volúmenes de la filosofía; el dominico Alesio, cuyo poema E l Angélico (1645) rima la vida de Santo T omás de Aquino; los cronistas conventuales Lizárraga, Calancha, Córdoba Salinas, Torres y Meléndez, que compendiaron los anales de sus respectivas congregaciones; el jesuíta Valdés, enamorado de su ciudad nativa, fue capaz de elogiarla en versos que pueden leerse a un tiempo en latín y en castellano (1660), proclamándola nada menos que la Roma americana, la Menfis peruana o la Jerusalén religiosa; el jesuíta Avendaño, que redacta su Thesaurus indicus en cinco tomos (Ambe- res, 1668-1686); Bermúdez de la Torre, autor del poema Telémaco en la isla de Calipso (1728); el conde de la Granja con otros dos: Vida de Santa Rosa (1712) y Pasión de Jesucristo (1717); el polígrafo Pedro de
Peralta Barnuevo Rocha y Benavides (1662-1743), que dominaba siete idiomas y autor de otras tantas obras como resultan del acróstico de su nombre y cuatro apellidos; el feliz improvisador fray Francisco del
Castillo (1716-1770); y para cerrar la nómina, el más furibundo detractor de Lima, el andaluz Terralla y Landa (1792). Sería injusto dejar en la sombra al naturalista e historiador jesuíta padre Bernabé Cobo, autor, asimismo, de una historia de Lima, de merecida fama y crédito.

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El balance más ajustado de la magnitud del auge cultural de Lima durante el periodo virreinal puede establecerse a la luz del acervo de su producción bibliográfica, a partir de 1584, en que un turinés, Antonio Ricardo instaló sus tórculos en la capital del Virreinato, que así fue la única localidad meridional en disfrutar de ese elemento difusor
J. Toribio Medina, L a im prenta en L im a, Santiago, 1904-1906, cuatro volúmenes.
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del saber hasta que la siguieron en 1705 Paraguay, en 1754 Ambato, en 1760 Quito, en 1766 Córdoba, en 1776 Santiago de Chile y en 1780 Buenos Aires. En el lapso de dos siglos y cuarto, hasta 1810, la producción editorial con pie de imprenta en Lima sumó más de tres millares y medio de títulos. Una rápida ojeada sobre la historia de la tipografía local permitirá apreciar la amplia gama de temas y asuntos que abordó el intelecto de los autores y excitó la curiosidad de los lectores, quedando desvirtuada la opinión tan admitida de que se hubiesen publicado sólo piadosas novenas, devotos eucologios o indigestos centones, cuya lectura constituyera un activo hipnótico. Por fortuna, los criterios estimativos actuales se rigen por una tabla de valores más abierta y perspicua. Predominaron, como es fácilmente comprensible por su aceptación general, las publicaciones volanderas y de actualidad, tales como reportes sobre acontecimientos extraordinarios (incursiones de piratas, terremotos, curiosidades exóticas), narraciones de festividades y parentaciones, reseñas de autos de fe y de justas literarias, programas de corridas de toros, tesis universitarias, almanaques, guías de forasteros y hasta una descripción de la fuente de la plaza Mayor (1651). Entre las de ocasión no pueden omitirse las exhortaciones de tono político dirigidas a los rebeldes catalanes (1643) o de adhesión a Felipe V y de repulsa al archiduque cuando la guerra de sucesión en la metrópoli (1710). El primer testimonio de tales crónicas aparecido en Lima vio la luz en 1594 una Relación para dar cuenta de la captura del pirata Hawkins: con ese impreso la ciudad se adelantó aun a muchas de Europa en la circulación de este género de papeles informativos. En años posteriores aparecieron los Noticiarios, esto es, boletines de reducida extensión, generalmente dando cuenta de sucesos del exterior, nombramientos para ocupar cargos públicos, etc. Proporción apreciable del material impreso la consumieron también los dispositivos oficiales, ordenanzas, circulares eclesiásticas, edictos pastorales y del Tribunal del Santo Oficio, y como no podía ser por menos, menudearon los memórales expresivos de intereses particulares y los alegatos forenses, sin faltar por cierto las propuestas de arbitrios útiles para la colectividad. No fue tampoco menguado el renglón de los cursos propedéuticos y de los textos didácticos en castellano y en latín.
