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Los cataclismos de 1687 y 1746

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de corte, el parque de artillería y las habitaciones privadas del virrey y su familia y servidumbre. A la vista de los planos se puede comprobar que fuera de la cuadrícula primitiva el caserío crecía irregularmente, quedando sin ocuparse algunas zonas de los barrios extremos (Montserrate, Cercado, Maravillas, Chacarilla...), áreas utilizadas como huertos de cultivo o fincas de esparcimiento.

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Servidumbre ineludible de Lima en función de metrópoli fue haber sido objetivo codiciado por los piratas. A fin de ponerla a cubierto de cualquier incursión y para convertir a la ciudad en plaza inexpugnable, el virrey conde de Castellar dispuso rodearla de una cerca defensiva, dentro de la cual el fluir de la vida cotidiana, la paz y el trabajo estuviesen asegurados. La obra, único ejemplar de arquitectura militar, fue ejecutada entre 1684 y 1687 y corrió bajo la dirección del cosmógrafo mayor Juan Ramón Coninck; como anécdota curiosa merece recordarse que los negros jornaleros que trabajaban en ella se declararon en huelga, exigiendo aumento del salario, de cinco a seis reales. Depusieron su actitud levantisca sólo cuando el virrey los amenazó con enviarlos a la isla de San Lorenzo a picar piedra durante un año y sin recibir retribución alguna. El cinturón formaba un semicírculo de doce kilómetros de longitud, apoyado sobre el río, abarcando una superficie de 920 hectáreas; el arrabal de San Lázaro quedó fuera de la protección, y el Cercado resultó partido por medio. Los muros de adobe, segmentados en 34 baluartes, medían de cinco a seis metros de altura, y otros tantos de espesor. Se franqueaba el paso por nueve portadas (Martinete, Maravillas, Barbones, Cocharcas, Santa Catalina, Guadalupe, Juan Simón, C allao y Montserrate). De hecho, el valor defensivo de la muralla fue muy inferior al decorativo y puramente disuasorio. En realidad, la cerca nunca llegó a ser

2 G. Lohmann Villena, L a s defensas m ilitares de L im a y C allao, Sevilla, 1964, parte segunda, pp. 151-217.

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utilizada para el propósito que justificara su erección, pues apenas sirvió para hacer efectiva la cobranza de gabelas e impuestos a los artículos que se introducían en el casco urbano.

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A trueque de las bondades y excelencias de su emplazamiento, de su clima y de otras innumerables ventajas, Lima estuvo expuesta, desde sus inicios, al peor de los flagelos y de los que jamás pudo verse libre: los movimientos sísmicos. Pasando por alto varios de escasa magnitud, el primer terremoto de veras intenso fue el de 1586 (calculado en el grado 8,1 de la escala de Richter), mas como todavía la ciudad no había alcanzado su esplendor barroco y su población no era tan nutrida, los daños fueron de menor consideración relativa. Quedaron, con todo, arruinadas las casa de gobierno y los principales edificios públicos; el virrey tuvo que alojarse precariamente en una garita de madera que se improvisó dentro del convento de los franciscanos. En cambio, las conmociones telúricas de 1687 y 1746, ambas por triste coincidencia en el mes de octubre y las dos del grado 8,2 de la escala de Richter, fueron harto más desoladoras y la recuperación de sus estragos mucho más lenta y difícil; en cuanto al patrimonio artístico, sus efectos fueron irreparables. El 20 de octubre de 1687, a las cuatro y a las seis de la madrugada, los limeños sufrieron las violentas sacudidas de un seísmo, que arruinó prácticamente el conjunto de los 5.000 inmuebles que en 163 manzanas formaban el tejido urbano. La fábrica de la mayor parte de los edificios quedó en estado tan lastimoso, que lo que aún permanecía en pie se mandó derribar, por el peligro que comportaba de desplomarse sobre sus moradores o sobre desprevenidos transeúntes. Se contaron más de 400 víctimas; sólo del convento de Santo Domingo se extrajeron 42 cadáveres. La mayoría de los 65 templos de la ciudad quedó tan afectada, que los divinos oficios tuvieron que celebrarse por precaución en espacios abiertos. El palacio virreinal se hundió y el duque de la Palata, así como las demás autoridades, hubieron de albergarse en chozas cubiertas con esteras y aun con hojas de plátano; los religiosos se retiraron a descampados y las monjas se acomodaron en corrales y huertos; finalmente, el grueso del vecindario se cobijó en

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barracas o simplemente debajo de árboles. Las vías públicas quedaron tan atestadas de desmontes, que ni un caballo podía cruzarlas. Sobrevinieron epidemias de tabardillo y de fiebres palúdicas, que en los seis meses siguientes causaron 3.000 bajas. Este desastre contribuyó a consolidar una de las más arraigadas devociones populares limeñas: la del Santo Cristo de los Milagros, imagen que efectúa su salida procesional cada octubre durante tres días. Según la tradición, en el barrio de Pachacamilla, desde mediados del siglo xvn, recibía culto por una cofradía de negros cierta pintura al fresco en una pared, que representaba la escena el Calvario. Se había ensayado borrar la efigie, aun apelando a la fuerza, y fue entonces cuando ocurrió el prodigio: el encargado de hacerlo, al pretender subir por la escalera, quedó sin movimiento, y un soldado, que lo tomó por pusilanimidad, al intentar la misma operación, cayó en tierra, al tiempo que una tempestad —fenómeno atmosférico insólito en Lima— se abatía sobre la ciudad. Así comenzó a ser venerado el Señor de las Maravillas o de los Milagros, como comúnmente se le conoce. Con motivo del sismo de 1687, un devoto sacó una copia de la imagen y convocó a sus vecinos a piadosas prácticas. Poco después comenzó la fervorosa costumbre de pasearla en procesión, luego se construyó una amplia iglesia y, por último, en un local anejo se instaló una comunidad de monjas nazarenas.

El año de 1699 fue asimismo aciago, pues el temblor del día de San Buenaventura dañó gravemente las plantas superiores. El virrey conde de la Monclova decretó que en adelante en los altos se utilizasen sólo telares o tabiques de quincha, prohibiendo el empleo de adobe o ladrillo. Las cañas para los pies derechos se importaban de Guayaquil, y el carrizo o caña brava se cogía en las orillas del río y en las acequias aledañas. En la noche del 28 de octubre de 1746 el infortunio volvió a ensañarse con la ciudad. Durante más de tres minutos tembló la tierra con violentos espasmos, lapso más que sobrado para la devastación total del caserío. Al día siguiente el espectáculo era espeluznante: edificios por tierra, despojos y cadáveres dejaban entrever la proporción del fenómeno telúrico. De los 12.200 predios urbanos apenas quedó en pie una veintena de casas, y aun éstas desde luego bien maltratadas. Los desaparecidos sumaron unos 6.000 (el 10 °/o de la población total), sin

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hacer cuenta de Callao, que fue literalmente tragado por el mar. Com o en 1687, desde la catedral hasta el último edificio rindieron torres y bóvedas, perdiéndose definitivamente retablos, cuadros y altares, incluyéndose el palacio virreinal. El arco del puente se vino a tierra con la estatua ecuestre de Felipe V y las murallas quedaron hendidas en muchos baluartes. En el hospital de Santa Ana se desplomó la techumbre y 70 infelices que no pudieron abandonar sus lechos perecieron bajo los cascotes. Ante la amenaza de una epidemia, se recogieron los muertos para darles sepultura en largas zanjas que se abrieron en plazas. El precio de los artículos de primera necesidad llegó a cuadruplicarse, y los usureros se hacían con alhajas de oro, plata y piedras preciosas a precios tan irrisorios, que sus dueños apenas podían comer un mes con el valor de las que vendidas en otra coyuntura menos angustiosa, les hubiera permitido subsistir un año. En estas infaustas jornadas, en que el vecindario se hallaba a la intemperie, fuertes vientos y tenaces aguaceros —desconocidos en la costa— acentuaron los padecimientos de la atribulada población, y cerca de 2.000 personas fallecieron como consecuencia de afecciones bronquiales, disentería y enfermedades gastrointestinales. En los campos enjambres de sabandijas asolaron los sembríos. La noticia de la hecatombe causó viva impresión al difundirse por el resto del orbe, pues las relaciones informativas que se publicaron en la propia Lima, se reimprimieron en México y en Madrid y sucesivamente fueron vertidas al inglés en la Gran Bretaña y en sus colonias americanas, al italiano y al portugués. Fueron superiores a todo elogio las disposiciones adoptadas por el virrey Manso de Velasco, instalado en una deleznable barraca de tablas y lona, para paliar los alcances de calamidad. Obligó a los vecinos a desalojar el casco urbano, a fin de prevenir nuevas víctimas por la caída de edificios o la difusión de epidemias; ordenó que se reconstruyesen sin demora las panaderías y molinos de trigo, se habilitasen las fuentes, servicios de agua y desagües, y que de los distritos cercanos se remitiese ganado, víveres y materiales de construcción, regulando drásticamente el precio de los mismos y de los jornales. Los desmanes de los esclavos pusieron «en grabisimos cuidados» al mandatario, que tuvo que aplicar asimismo sanciones draconianas para atajar los saqueos a que se entregó la plebe. Por su presencia de ánimo en tales circunstancias y el encomiable celo desplegado en aliviar la situación general, la

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Corona tuvo a bien hacerle merced del título condal de Superunda (super unda, sobre las olas). «El terrible y nunca visto ni experimentado terremoto», ante el volumen de la remoción de tanto material de desecho y el estado ruinoso de las contadas construcciones aún en pie, planteó consecuentemente serios problemas para acometer la reedificación. El temor a perecer por la caída de algún resto de fábrica fue tan grande, que en un primer impulso se encaró el traslado de la ciudad a otro espacio en donde pudiera trazarse de nuevo el plan urbano, dando a las vías públicas tal anchura que se evitaran desgracias en el caso de futuras conmociones terráqueas, y se achaflanasen las esquinas, redondeándolas «al estilo de Palermo» (después del sismo de 1692). Com o zona apropiada se sugirió la que se extendía en las faldas del cerro San Bartolomé y la llanada hasta la hacienda El Pino. El Cabildo calificó la iniciativa de idea hermosa, pero impracticable. Por lo pronto, los ingenieros recomendaron que se derribasen de inmediato las plantas superiores aún enhiestas, y que la altura de las paredes sobre las vías públicas no excediese de cuatro metros, salvo las de conventos, que podrían aumentarla uno más; los muros bajos, por temor de los ladrones, podrían fabricarse de adobe o ladrillo, reservándose el empleo de tabiques de quincha para los superiores; las cubiertas serían de tijera, con supresión absoluta de miradores, balcones y cualquier saliente, todo ello a fin de que las casas fuesen «refugio y no sepulcro» para sus ocupantes. Las torres de los templos se rebajarían hasta una altura máxima de ocho metros y medio, con los cuerpos superiores de madera. Desechada la intención de mudar el emplazamiento de la ciudad —que en todo caso hubiera precisado autorización real—, hubo que abordar un problema de no inferior magnitud, que ya había originado idéntica crisis en 1687: la falta de recursos económicos por parte de los entes oficiales, de las comunidades de religiosos y desde luego de los particulares, para emprender las obras de reconstrucción. Dada la inexistencia de bancos hipotecarios, la principal fuente de capitales en aquel entonces la constituían las órdenes religiosas, que habilitaban dinero en forma de censos. Dichos institutos lo obtenían a su vez de las rentas generadas por sus propiedades urbanas y rústicas. El carácter permanente de las congregaciones religiosas y de caridad, frente a lo precario de las sucesiones familiares, añadido al hábito devoto o reparador de los legados y fundaciones, las había convertido en las únicas

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