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La percepción del cambio a escala individual
Capítulo ii. La primera época del evolucionismo
La percepción del cambio a escala individual
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Charles Darwin tardó mucho en usar la palabra evolución. En sus tempranos cuadernos de notas y en las cinco primeras ediciones de El origen de las especies (1859-1869) prefirió hablar de «descendencia con modificación», y recién en la sexta y última edición de 1872, con 60 y pico de años cumplidos, utilizó los términos evolución y evolucionistas, este último para referirse a los (ya numerosos) partidarios suyos. Antes de 1850, otros habían designado lo mismo con distintos nombres: perfeccionamiento, transmutación, transformacionismo. ¿Por qué no utilizó de entrada el término evolución nuestro campeón del evolucionismo? Hay dos razones fundamentales. La primera es que, hacia 1850, el término (que existía desde hacía tiempo) estaba casi en desuso en el ámbito de las ciencias naturales; la segunda tiene que ver con que evolución no significaba lo que hoy; el término no se aplicaba a aquello que interesaba a nuestro campeón.1 Evolución era un término específico de una de las dos teorías embriológicas alternativas existentes en los siglos xvii y xviii, casi olvidada en 18592: el preformacionismo (la otra teoría era la epigénesis). El planteamiento básico del preformacionismo era que las estructuras morfológicas del adulto estaban prefiguradas en las células sexuales. El desarrollo embrionario era para los preformacionistas el desenvolvimiento, la simple evolución de esa complejidad preformada. Los más conspicuos representantes del preformacionismo, como el ginebrino Charles Bonnet (1720-1793), sabían muy bien que los embriones no eran miniaturas exactas de las respectivas formas adultas, de modo que tuvieron que admitir que durante la evolución embrionaria las proporciones y posiciones de los distintos órganos variaban considerablemente. En particular, el suizo creía que los órganos del embrión, si bien se hallaban
1 En realidad, ya en 1851 el filósofo británico Herbert Spencer (1820-1903) había empleado evolución en su sentido moderno, pero ciertamente no fue una palabra de uso corriente sino hasta mucho tiempo después. En este sentido, los cambios de acepción de los términos teóricos no son infrecuentes. Por ejemplo, metamorfosis actualmente se aplica a la transformación embrionaria de insectos y anfibios, pero en el siglo xix tenía un significado muy distinto, como veremos más adelante en este mismo capítulo. Del mismo modo, reproducción era la regeneración de algo previamente destruido, por ejemplo, la reproducción de los miembros amputados. 2 Años más tarde, el término evolución fue apropiado por los epigenetistas para referirse a su propio modo de embriogénesis (Gould, 2010b, pp. 163-169).
presentes desde el comienzo del desarrollo, eran invisibles debido a su perfecta transparencia.3
Una noción relacionada con el preformacionismo, atribuida al holandés Jan Swammerdam (1637-1680), pionero en el estudio anatómico de los insectos, es la de encapsulamiento. Esta noción planteaba que los óvulos (o espermatozoides) contenían un diminuto homúnculo en su interior, el cual a su vez encerraba a otros homunculitos en sus microscópicas células sexuales, y así sucesivamente. Siguiendo una lógica inobjetable, los homunculistas de la escuela del holandés llegaron a afirmar que toda la historia de la humanidad había residido en los ovarios de Eva (o en el esperma de Adán). Hoy el encapsulamiento es inconcebible, hasta absurdo, lo que no justifica el desdén con el que ciertos comunicadores de la ciencia tratan a los homunculistas. De hecho, actualmente, en pleno siglo xxi, nos tragamos sin problema que en el instante previo a la explosión que originó el universo toda la materia estuvo concentrada en la cabeza de un alfiler (o en una pelota de futbol, da lo mismo). Entonces, con una mano en el corazón, ¿quién puede decir algo de los homunculistas del siglo xviii?
La alternativa al preformacionismo, la epigénesis, es mucho más antigua; data de los tiempos de Aristóteles, uno de sus primeros sostenedores.4 La epigénesis planteaba que la complejidad morfológica aumentaba durante el desarrollo y que las distintas partes del embrión maduro no estaban desde el comienzo, sino que eran plasmadas durante el proceso por una misteriosa fuerza externa a la materia. Misteriosa pero hasta ahí nomás: para algunos como Pierre-Louis Moreau de Maupertuis (1698-1759) ¡esa fuerza era la mismísima gravedad!5 Misteriosa era también la forma en que se plasmaban en el nuevo ser desarrollado epigenéticamente los recuerdos de la organización pasada. En el marco del preformacionismo, la pregunta «¿Por qué los hijos se parecen a los padres?» tampoco tenía una respuesta fácil. Se suponía que el cuerpo encapsulado era una reproducción más o menos fiel del cuerpo encapsulante, pero, por desgracia, los hijos suelen parecerse a la madre o al padre de modo indistinto o ser una mezcla perfecta de ambos. En todo caso, el preformacionismo tenía media pregunta contestada, y aun así no logró prevalecer. En efecto, la controversia entre ambas teorías se zanjó finalmente a favor de la epigénesis y el preformacionismo fue a dar al tacho de las grandes equivocaciones de la historia del pensamiento universal, junto con la alquimia, la teoría del flogisto, el
3 Ver en Voltaire (2003, p. 347) una referencia al preformacionismo. 4 La epigénesis está desarrollada por el estagirita en su obra Sobre la generación de los animales (Russell, 1916). 5 Recordemos que la teoría de Newton de la gravitación universal es de 1687 (siglo xvii), año de la publicación de sus Principios matemáticos.
humorismo, la frenología, el mesmerismo y la teoría miasmática de la enfermedad. Por supuesto, esto no significa que esa doctrina no haya tenido una base racional. Ciertamente, algunos preformacionistas deliraban al ver (¡y a simple vista!) un homúnculo nadando en un vaso de agua, pero no hay que olvidar que las apariencias suelen ser ilusorias (ilusorio era para los preformacionistas la indiferenciación del huevo). El mismo Galileo, que lo sabía muy bien, puso en duda la aparente inmovilidad de la tierra. Como dijo Nicolás Malebranche, el filósofo francés y devoto de la doctrina de la preformación: «No hay que dejar que el espíritu se fíe de la vista, ya que la mirada del espíritu alcanza más lejos que la vista del cuerpo» (citado en Jacob, 1999, p.85).
Tampoco Bonnet confiaba mucho en sus sentidos y eso explica su triunfal declaración de 1764 a favor del preformacionismo: «Esta hipótesis es una de las mayores victorias que el entendimiento puro ha conseguido sobre los sentidos» (citado en Gould, 2010a, p.32). Los sentidos (el de la vista en este caso) gritaban «¡Huevo indiferenciado!»; el puro entendimiento (o la «mirada del espíritu») respondía «¡Preformación!». En pleno siglo de la razón (el xviii), en la era del entendimiento, es perfectamente entendible que la doctrina de la preformación haya sido la preferida. Con seguridad, los homunculistas confiaban en que, a partir de observaciones microscópicas efectuadas con nuevos y mejores instrumentos, los sentidos terminarían confirmando lo que la razón les dictaba, cosa que en definitiva, lamentablemente para ellos, nunca sucedió6 (Gould, 2010a, p. 19). Con respecto al principio del encapsulamiento, diremos a favor de los homunculistas que antes de la teoría celular (que es muy posterior, del siglo xix), nadie sospechaba ni remotamente que pudiera existir un límite inferior para el tamaño de los organismos. Así como se admitía sin inconvenientes que los diminutos protozoos tuvieran órganos internos (las organelas celulares), nadie veía un obstáculo teórico para la existencia de una larguísima serie de homúnculos encapsulados. En definitiva, el preformacionismo y la epigénesis eran científicos por igual para la época, y los homúnculos de la primera teoría no eran más falsos que las fuerzas epigenéticas de la segunda. De hecho, algunos epigenetistas terminaron cayendo en el vitalismo, incluso en el misticismo (recordemos, según los criterios actuales, la epigénesis era la teoría científicamente correcta). No se salvaron de esa caída ni quienes admitían a la gravedad como responsable del desarrollo epigenético; tengamos presente que, después de todo, la fuerza gravitatoria era bastante incomprensible, incluso para el mismísimo Newton. Por el contrario, a los preformacionistas nunca les hizo falta el auxilio de fuerzas externas al embrión: sus homúnculos aumentaban
6 A diferencia de la teoría heliocéntrica de Galilei, que resultó corroborada al punto que hoy nadie la discute.
de tamaño simplemente por nutrición. Es más, los preformacionistas ni siquiera requerían de causas finales, se bastaban con las eficientes. Sus hombrecillos sencillamente crecían, evolucionaban de forma medible y cuantificable, tal como lo estipula la filosofía cartesiana. En realidad, la epigénesis no es necesariamente vitalista, ni siquiera dualista7. Es cierto que, como vimos, muchos epigenetistas eran dualistas y requerían de una entidad externa a la materia (fuerza vital o gravedad, da igual) que gobernara el proceso de transformación del huevo en adulto.8 Pero también puede darse epigénesis sin dualismo y es así precisamente como la concebía Aristóteles (Gilson, 1988).9 De todos modos, debemos reconocer que la manera aristotélica de entender la epigénesis tampoco es muy cartesiana que digamos.
El desarrollo epigenético, incluso en su versión no vitalista –la considerada científicamente correcta–, era un proceso direccionado, teleológico, causado por una finalidad. Como vimos, el desenvolvimiento preformacionista, en cambio, no admitía causas finales, y eso lo hizo filosóficamente correcto. Los cartesianos del siglo xviii sentían la necesidad de limpiar la naturaleza de finalidades. Lo habían conseguido con la física y la astronomía, pero la biología se resistía y la epigénesis era vista por los seguidores del gran René como la última trinchera de la irracionalidad medieval.10 El propio Descartes había abolido de un plumerazo la noción aristotélica de substancia: la forma (o alma en el caso de los seres vivos) en su unión con la materia. Esa forma (o alma) era la causa final del devenir y la generación. Acabadas las substancias, separado el cuerpo del alma, chau a las causas finales (Gilson, 1988, p.32). En el mundo insubstancial de René Descartes, solo había lugar para materia y materia extensa. 11
7 El dualismo es una doctrina filosófica que plantea que la realidad posee una naturaleza dual, doble: una, el plano de lo material, el cuerpo; la otra, inmaterial, el plano del espíritu o de las ideas, el alma. 8 En el vitalismo, que es una de las formas del dualismo, la vida se vuelve causa, antes que efecto. 9 Efectivamente, para el oriundo de Estagira, la causa final de un ser vivo es su forma, su alma, sin que pueda decirse que esa forma o alma sean exteriores al ser vivo, cosas distintas a él. 10 Debe apuntarse aquí que el fantasma de las causas finales nunca desapareció del todo en el ámbito de la biología. 11 La teología cristiana aún conserva algo de esa terminología aristotélica: la doctrina de la transubstanciación (católica) y la de la consubstanciación (protestante).
La primera plantea que en la Eucaristía, durante la Consagración, las substancias del pan y el vino cambian por la substancia de Cristo (su cuerpo y su sangre); en la segunda, las substancias del pan y el vino coexisten con la substancia de Cristo.