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La evolución como posibilidad
naturaleza, aunque no exactamente un filósofo de la naturaleza), terminaron abrazando esta doctrina, como veremos más adelante.
Hace unos años, veraneando en las playas de San Bernardo (costa atlántica de la provincia de Buenos Aires), uno de nosotros (Leonardo) escuchó a una persona que vendía pescados en la playa dar una definición del Squatina argentina que perfectamente podría haber salido de la boca de Oken: el popular angelito, tan rico a la plancha o en sopa, era para el pescador bonaerense una «mutación inconclusa entre tiburón y raya». Para este filósofo de la naturaleza criollo, el Squatina era, básicamente, una raya a medio terminar.
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La evolución como posibilidad
Con más de cincuenta años cumplidos, Étienne Geoffroy Saint-Hilaire se hizo transformacionista. Naturalmente, su transformacionismo no surgió de un repollo; la cabeza del francés estaba preadaptada para esa posibilidad. Ya mencionamos su ley de las conexiones (criticada por Meckel) y su principio de unidad de tipo (aceptado por Darwin). Concretamente, este último establecía que todos los animales, invertebrados y vertebrados, se hallaban construidos con los mismos elementos estructurales, según un plan general (Lenoir, 1987). Dicho de otro modo, las estructuras orgánicas de un animal podían ser encontradas en otros, incluso muy distintos. De este principio surge precisamente su teoría de los análogos22 .
Geoffroy veía a los vertebrados como artrópodos invertidos (en efecto, estos por lo general poseen el cordón neural en posición ventral y el tubo digestivo en posición dorsal, exactamente a la inversa que en aquellos). La columna vertebral de los vertebrados era comparable con el exoesqueleto de los artrópodos, de manera que, en los primeros, el organismo se había desarrollado por fuera de una estructura que, en los segundos, era externa (Gould, 1999). De este modo, en la cabeza de Geoffroy, los metámeros de los artrópodos y los vertebrados (es decir, las unidades corporales seriadas y repetidas a lo largo de su eje longitudinal) eran (hoy diríamos) homólogos.23 Habrían sido dos jóvenes naturalistas, unos tales Meyranx y Laurencet, quienes interesaron a
22 Por «análogos», Geoffroy se refería a estructuras que hoy denominamos homólogas.
Más tarde Richard Owen pasó en limpio estos términos: por análogos debía entenderse «órganos con una misma función»; por homólogos, «el mismo órgano en diferentes animales en todas sus variedades de forma y función». Por lo tanto, para
Owen, un órgano podía ser homólogo y análogo a la vez. Los órganos análogos no homólogos son actualmente llamados homoplásticos. El particular uso del término analogía por parte de Geoffroy tuvo consecuencias negativas, por cuanto generó muchísima confusión (Panchen, 1994). 23 Veremos más adelante cómo el descubrimiento reciente de secuencias de genes homólogos en esos dos grupos ha reivindicado esta antigua noción estructuralista.
Geoffroy sobre la curiosa inversión de los vertebrados al presentar en la Real Academia de Ciencias una memoria en la que comparaban a un cefalópodo con un vertebrado doblado hacia atrás hasta el nivel del ombligo24 (Russell, 1916). En realidad, ya Aristóteles en su obra Sobre las partes de los animales había equiparado a los vertebrados con los cefalópodos, ensayando contorsiones similares. Insistimos: la idea de que las especies eran derivaciones o transformaciones de un mismo tipo básico de organización no implicaba evolución, pero sí era una condición necesaria para la transformación teórica de una forma en otra. De hecho, Geoffroy recién comenzó a pensar con seriedad en la posibilidad de la transformación en 1825, en su monografía «Investigaciones sobre la organización de los gaviales» (mientras que sus ideas sobre la unidad de tipo son anteriores; datan de 1818-22 y figuran en su obra Filosofía anatómica), reivindicando la figura del caballero de Lamarck –para escándalo del barón de Cuvier–. Por último, Geoffroy defendió un modelo de evolución discontinua mucho antes que Huxley y Francis Galton (bulldog y primo de Darwin, respectivamente), y reconoció la importancia evolutiva del clima –al ejercer su influencia directa sobre los organismos–, aunque entendiendo que la estructura de estos últimos estaba, en definitiva, impuesta con rigidez por las leyes de la forma. Buffon también había hablado de algo parecido, como veremos en el capítulo siguiente.
Para el joven Charles Darwin, despreocupado estudiante de teología en la Universidad de Cambridge, 1830 fue un año más. Seguramente ignoraba que, al otro lado del canal de la Mancha, la posibilidad teórica de la evolución estaba a punto de ser (por el momento) clausurada. En efecto, el debate público que hubo ese año entre Geoffroy y su archirrival Cuvier en la Real Academia de Ciencias de Francia, decidió la suerte del evolucionismo predarwiniano.25 Como dijimos, Geoffroy ya era transformacionista en 1830, pero el eje de la polémica con el fijista Cuvier no pasó precisamente por el transformacionismo sino por su teoría de los análogos, la que planteaba, como vimos, la correspondencia entre los órganos de todas las especies animales (Packard, 1901, p.124). Habiendo demostrado la existencia de un plan básico para artrópodos y vertebrados en 1820, y tras la lectura de la memoria de los susodichos Meyranx y Laurencet, Geoffroy intentó incluir a los moluscos en ese mismo plan. Cuvier no se lo toleró, lo que dio pie al debate. Era entendible: para el barón las diferencias entre las ramificaciones animales eran profundas e insalvables; ergo, la analogía era una mentira (más adelante ahondaremos en el pensamiento de Cuvier). Lo que sucedió durante la disputa es bien conocido. Durante un par de meses ambos se dijeron muchas cosas sin llegar
24 Bueno, no todos los vertebrados poseen ombligo; hasta el lugar que ocuparía el ombligo, digamos. 25 Para conocer detalles sobre el debate ver Ochoa y Barahona (2009).
a ponerse de acuerdo en nada. Un buen día, Geoffroy dio por terminado el debate unilateralmente y se retiró de la Academia. Ante los ojos de la historia, Cuvier, muerto en 1832, fue el vencedor; en todo caso, ganó por abandono cuando el partido estaba empatado.
Al igual que Geoffroy, Goethe creía en la existencia de un plan básico de organización para los animales y otro para las plantas. Efectivamente, en su obra La metamorfosis de las plantas, el llamado último hombre universal26 planteó que todas las partes de la planta eran hojas modificadas. Su reconstrucción de la planta primitiva como una gran única hoja se basa justamente en esa hipótesis. El mismo autor de Fausto nos cuenta cómo llegó a concebirla. Fue durante un viaje a Padua, Italia, en 1786, al encontrar
una palmera flabeliforme que atrajo poderosamente [su] atención. Por fortuna, hallábanse todavía en el suelo las primeras hojas, simples, lanceoladas, y la separación de las demás hojas [en el tallo] aumentaba progresivamente hasta alcanzar por último el aspecto de un abanico perfectamente desplegado. (Citado en Schirber, 1949, p.197)
Ojo: lo de metamorfosis puede malinterpretarse. No se trata ciertamente de una evolución spenceriana, ni siquiera de una transformación orgánica visible (como la que sufren las ranas y sapos durante su desarrollo a partir de renacuajos). Metamorfosis era para el poeta alemán la encarnación de su planta ideal en las diferentes estructuras que conforman las plantas reales (Levit y Meister, 2006); por supuesto, esto jamás podría comprenderse por fuera del marco de la morfología idealista.
También todos los animales podían derivarse de una forma básica original; hasta el hombre, como buen animal que es. Hay que recordar que por entonces estaba muy extendida la idea de que los seres humanos eran distintos, de que tenían algo que los diferenciaba del resto de los animales. Le correspondió justamente a Goethe demostrar que el ser humano era un animal de pies a cabeza y que las piezas con que estaba construido podían encontrarse en otros animales. En tiempos de Goethe era sabido que humanos y monos eran casi idénticos. Y subrayamos el casi, porque había un pequeño detalle, algo que aparentemente hacía a los humanos distintos: la ausencia de un cierto hueso craneano presente en todos los demás mamíferos, incluso en los monos: el intermaxilar, una pieza del techo de la boca. Esa aparente ausencia había sido ya observada por varios antropólogos, como Petrus Camper (1722-1789) y Johann Blumenbach (1752-1840), y constituía uno de los pocos argumentos (si no el único) que soportaba la singularidad biológica del hombre (Lenoir, 1987; Russell, 1916). Confiando en su olfato recapitulacionista,
26 O el anteúltimo, ya que algunos consideran que el explorador alemán Alexander von Humboldt (1769-1859) habría sido el último.
Goethe buscó y buscó hasta encontrar ese dichoso hueso de la discordia en humanos muy jóvenes: precisamente, en la fase fetal correspondiente al mono (Lenoir, 1987).
El poeta pensaba que era posible una ciencia de la vida (lo que en 1802 Gottfried Treviranus había llamado biología) solo si se admitía la existencia de leyes de organización. Obviamente, no de leyes caprichosas sino capaces de producir formas (hoy diríamos) adaptadas a las condiciones externas de existencia (Lenoir, 1987). Cuvier, el principal rival intelectual de Goethe y vencedor oficial de Geoffroy en el debate de París, era de la misma opinión. Ya hablaremos de esto más adelante.
La teoría vertebral del cráneo (tvc) está claramente encuadrada en la morfología idealista. Goethe y Oken la formularon en simultáneo en 1819. El cráneo, sostiene la tvc, no es otra cosa que una serie de vértebras modificadas y fusionadas en una única pieza. Refiere Goethe que esta idea maduró en su cabeza al hallar un cráneo de bóvido en Venecia, Italia, durante un viaje realizado a ese lugar en 1790:27
Al pasar por los médanos de Lido, como frecuentemente lo hacía, encontré un cráneo de oveja tan afortunadamente despedazado, que me confirmó en la gran verdad según la cual todos los huesos del cráneo no son sino vértebras transformadas. (Citado en Schirber, 1949, p.197)
Como sucede siempre que a dos o más personas se les ocurre la misma idea al mismo tiempo,28 se libró entre ambos filósofos una batalla por la cuestión de la prioridad. Oken alegó que ya en 1806 (recordemos, la teoría es de 1819) él había advertido la relación entre el cráneo y las vértebras al toparse con la cabeza rota de un ciervo (Goethe lo había hecho con el de una oveja). Que la cabeza de los vertebrados estaba formada por vértebras era claro; sobre lo que no había acuerdo era en el número de piezas vertebrales que la conformaban. Goethe veía seis, Oken al principio tres, Geoffroy siete; el número más aceptado terminó siendo cuatro, cifra en la que acordaron tanto Oken como Owen (Russell, 1916). Más allá de la cuestión de la bendita prioridad, el hecho de que la tvc haya germinado en paralelo en las cabezas vertebradas de Oken y Goethe demuestra que se ajustaba a la perfección a la lógica del trascendentalismo, marco filosófico que sustentaba las ideas de ambos.
Años después, Richard Owen (1804-1892) retomará aquella teoría (varias vértebras hacen un cráneo) e imaginará un vertebrado arquetípico sin
27 Evidentemente, los viajes a Italia inspiraban a Goethe. Recordemos que cuatro años antes, en otro paseo por las mismas tierras peninsulares, había imaginado su teoría de la hoja al hallar una de palmera. 28 Pensemos en Newton y Leibniz y la invención del cálculo diferencial. El caso de
Darwin y Wallace es sin duda excepcional, el de dos correctísimos caballeros que deciden presentar juntos un descubrimiento independiente.
cabeza que, en lugar de cráneo, poseía un número de elementos vertebrales separados.29 Su contrincante, el evolucionista Thomas Huxley, positivista y, por lo tanto, antidealista, si bien creía en los tipos (al menos en principio, como vimos en el capítulo i), terminó rechazando la naturaleza vertebral del cráneo seguramente por la identificación que esa teoría tenía con el arquetipismo de Owen y la metafísica de los filósofos de la naturaleza. Más acá en el tiempo, los evolucionistas Francis M. Balfour (1876-1878), a fines de siglo xix, y Edwin S. Goodrich (1868-1946), a principios del xx, aportarán datos embriológicos a favor de la naturaleza vertebral del cráneo, dándoles así la razón a Oken, Goethe y Owen (en el capítulo vii hablaremos de las pruebas moleculares que corroboran esta vieja creencia estructuralista). Permítasenos aquí una digresión filogenética. En el siglo xix, los evolucionistas que aceptaban la tvc orientaban la búsqueda del ancestro de los vertebrados hacia una forma sin cráneo tipo anfioxo. De la misma manera, los que no lo hacían, apuntaban ese origen hacia formas invertebradas con una cabeza completamente formada. Entre estos últimos, William Patten (1861-1932) hizo derivar a los ostracodermos del Paleozoico (los primeros peces, acorazados y sin mandíbulas) de los euriptéridos (unos escorpiones marinos, también paleozoicos), algo que hoy suena absurdo pero que en la década de 1890 parecía aceptable. ¿Fue Goethe efectivamente un evolucionista? No es claro. Los que creen que sí se apoyan en una distinción que él hizo entre dos fuerzas formatrices opuestas, una conservadora (centrípeta o de especificación) y otra modificadora (centrífuga o de metamorfosis), de cuya lucha resultaría la permanencia o evolución de la especie. A su vez, los que creen que no alegan que los planes básicos de organización que el alemán postuló para plantas y animales eran ideales, y que sus mentadas metamorfosis no eran más que encarnaciones de cada uno de esos planes ideales en organismos reales. En este sentido, dicen, al hablar del origen del cráneo vertebrado, Goethe no habría estado insinuando la existencia real de un antepasado sin cráneo, sino la existencia ideal de un arquetipo o molde básico. Entonces, sobre este punto no habría diferencias entre Goethe, Oken y otros filósofos fijistas. Según parece, Charles Darwin compartía esta última opinión, ya que no incluyó al poeta entre sus precursores en el Bosquejo Histórico de El origen. 30 En cambio, no hay dudas sobre el evolucionismo de Geoffroy; para el francés la evolución era causada, sin entrar en detalles, por la influencia del ambiente y las condiciones de vida.
Resumiendo, hacia fines del siglo xviii y principios del xix, algunos trascendentalistas entrevieron la posibilidad de la evolución. Sobre los motivos por los cuales ese evolucionismo no logró despegar, algo hemos dicho.
29 Dicho sea de paso, para Owen el verdadero autor de la teoría era Oken (Panchen, 1994). 30 Naturalmente, sí lo hizo Haeckel en su popular Historia natural de la creación.