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A la sombra del reverendo

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cada forma de organización que ocurre en la naturaleza se propone alcanzar, y nada que logre completamente el fin propuesto puede ser llamado imperfecto» (1837, pp.107-108, la traducción es nuestra). Es decir, si cumplía con su finalidad, la forma de organización era perfecta. El problema era que nadie podía conocer de antemano la finalidad de una forma de organización concreta; no era posible saber en qué había estado pensando Dios al crear una cierta forma; los animales y plantas eran como eran por alguna razón conocida solo por Dios, y chau.

Los filósofos (no los teólogos) de la naturaleza también creían en las adaptaciones perfectas, pero rechazaban que existiera una relación estricta entre la forma orgánica y las condiciones inorgánicas, como creían los teólogos de la naturaleza (Ospovat, 1995, p.9).

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Al igual que el libro de Paley, los tratados Bridgewater abundan en ejemplos de adaptaciones perfectas y en referencias a la armonía de la naturaleza. En efecto: allí, hasta los restos paleontológicos parecen celebrar la gloria del Señor. Fernando Ramírez Rozzi e Irina Podgorny, dos antropólogos argentinos, han mostrado cómo Buckland echó mano del megaterio (bestia conocida a partir de un resto extraído en 1789 de las barrancas del río Lujan y llevado al Gabinete de Historia Natural de Madrid) para refutar la idea de Buffon de que los perezosos (el megaterio era justamente un gran perezoso) eran bichos imperfectos. En efecto, en los tratados Bridgewater esa criatura prehistórica rioplatense es descripta como perfectamente adaptada a su entorno; el megaterio era, en definitiva, un bello y armonioso animalito de Dios (Buckland, 1837, p.139; Ramírez Rozzi y Podgorny,2001).

A la sombra del reverendo

Al menos en Inglaterra, el evolucionismo predarwiniano naufragó por culpa de Paley. Dos distinguidos protoevolucionistas, un francés y un inglés, fueron ensombrecidos en ese país por la figura del reverendísimo. Hablaremos en primer término del francés, George Leclerc, conde de Buffon (1707-1788), director del Jardín de las Plantas de París y protector del joven Jean de Lamarck. Empecemos diciendo que no era un gran observador, ni siquiera un amante de los sistemas de clasificación. De hecho, sus biógrafos informan que no clasificaba a los organismos que estudiaba sino que solo los describía. Posiblemente. Pero es indudable que fue un gran generador de ideas, un teorizador; se jactaba incluso de haber permanecido cincuenta años en su escritorio, pensando y escribiendo. Buffon, el noble francés, daba muchísima importancia a los efectos del ambiente exterior sobre los organismos (sobre todo a la alimentación), e incluso admitía que

esas influencias podían causar modificaciones29. Sin embargo, esas modificaciones no eran necesariamente adaptativas; en esto Buffon está lejos de Paley y la idea del diseño.30 Anticipándose en doscientos años a Steve Gould y Richard Lewontin, el francés criticó a aquellos que le buscaban la utilidad a todo, acusándolos directamente de inventarla cuando no la veían (Krause, 1880. p.148). Mucho menos creía en los diseños perfectos. Es más: pensaba que ciertos bichos poseían órganos inútiles y hasta desventajosos, como el tucán y su pico, y que otros, en cambio, carecían de órganos fundamentales o muy necesarios (Caponi, 2010a). Los perezosos sudamericanos, como vimos, eran para Buffon unos animalejos impresentables.

Con respecto al esquema R/O establecido por Ron Amundson, ¿dónde ubicamos a Buffon? No en el adaptacionismo ciertamente, ya que no creía en la adaptación ni en el diseño. ¿En el estructuralismo entonces? Tampoco, si bien hay algo de estructuralismo en su idea de la generación y en su consideración del cuerpo animal y vegetal como un «molde interno» en el que la materia se asimila al todo (preformado). ¿En el atomismo? En un sentido sí, en la ausencia de finalidad, interna o externa, que es uno de los rasgos más destacados del atomismo (Caponi, 2011a, p.19).

Por supuesto, Buffon no se ocupó solamente de megaterios y tucanes sino de prácticamente todo (pensemos que su Historia natural posee ¡36 volúmenes!). Con respecto al bicho humano, Buffon consideró que la humana era una «especie noble», ya que no provenía de ninguna otra especie por degeneración y no había generado otras de ese mismo modo; en este sentido, no podía ser ubicada en ningún género, ya que los géneros, por definición, agrupaban a la especie original y a las especies derivadas de ella por degeneración. El lector atento habrá advertido que el noble francés no seguía el sistema binominal del sueco Carl Linaeus (1707-1778, latinizado como Linneo), su gran adversario, el cual prescribe la obligatoriedad de ubicar cada especie en una serie de categorías taxonómicas, entre ellas la de género. También postuló que las diferencias raciales humanas eran debidas a las diferentes condiciones de vida, pero sin creer que cada raza humana se encontrara adaptada a un ambiente particular. Insistimos: Buffon no era adaptacionista, para él no había un diseño específico para cada una de las razas humanas.

En el capítulo i dijimos que Buffon era defensor de una teoría de la evolución limitada. En efecto, algunos –nosotros incluidos– ven en él a un protoevolucionista, a alguien que no llegó a dar el paso hacia el evolucionismo, por temor o simple indecisión. Pero Gustavo Caponi piensa otra cosa: que

29 Como sucedía en la domesticación (Delisle, 2000). 30 Por degeneración, Buffon no se refería a un deterioro, sino a un apartarse de un

«molde interior» (Gould, 2000, p.91).

Buffon no era evolucionista, ni proto ni nada. Gustavo tiene sus razones; había, al parecer, un serio obstáculo teórico que impedía al francés tomar partido por el transformacionismo: su principio de la generación y degeneración. No es este el lugar para profundizar en las complicadas teorías buffonianas; remitimos a los lectores al citado libro de Caponi (2010a), uno de los pocos que hay sobre la obra del conde francés (¡y en castellano!).

La otra figura opacada por el reverendo Paley fue la del inglés Erasmus Darwin (1731-1802), médico de profesión, poeta e inventor en sus ratos libres. Papá de Robert, el padre del más famoso de los Darwin, Erasmus no era exactamente buffoniano, pero estaba muy al tanto de las ideas del conde francés.

El abuelo Erasmus tenía una vida social muy intensa. Pertenecía a la célebre Sociedad Lunar, e incluso prestaba su casa para las reuniones de esa asociación. Los lunáticos (no es chiste, así se los llamaba) eran la vanguardia de la revolución industrial en Gran Bretaña, y hasta tenían vínculos con dos de los padres fundadores de los Estados Unidos: Thomas Jefferson (1743-1826) y Benjamin Franklin (1706-1790). El otro abuelo de Charles Darwin, Josiah Wedgwood (además abuelo de su mujer), también fue miembro de esa excéntrica organización de lunáticos.

Erasmus despertaba amores y odios, incluso en una misma persona. Samuel Coleridge (1772-1834), el gran poeta inglés, lo elogió como la mentalidad más original de su tiempo, pero a la vez creó el término darwinisear31 para designar la antítesis de la sobria investigación científica (Krause, 1880, p.135; Packard, 1901, p.217).

Al igual que Buffon, Erasmus daba mucha importancia a los efectos del clima sobre los organismos: un efecto directo, casi automático, no orientado a la consecución de un propósito. Anticipó la idea de selección sexual que años más tarde desarrollará el más famoso de sus nietos, al destacar que los machos más fuertes dejaban más descendencia (Packard, 1901, p.224). Su obra más conocida, Zoonomia (1794), es básicamente un libro de medicina, pero en ella hay un poco de todo. Pobre Erasmus: sus colegas médicos le reprochaban ser filósofo, los filósofos ser poeta, y los poetas ser científico32, uno darwiniseador para colmo (Krause, 1880, p.135). De la discusión de sus obras con los Shelley (Percy y Mary) y Lord Byron, nacerá Frankenstein (King-Hele, 1963, p.143), inspirada seguramente en su propia figura.33 Por último, en su largo poema «El jardín botánico» (con

31 Darwinising. Hoy en la Argentina diríamos guitarreando. 32 Como dijimos en el capítulo I, el término científico no era de uso común en el siglo xix, e incluso tenía una connotación despectiva. 33 En efecto, Erasmus era un estudioso de los efectos de la electricidad sobre la materia inanimada, como el Víctor Frankenstein de la novela de Mary Shelley. No

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