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La revolución biológica darwiniana
presentes, han quedado como únicos sostenedores del principal argumento paleontológico de Darwin: la supuesta relación entre lo muerto y lo vivo en un mismo lugar.
La revolución biológica darwiniana
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Darwin se bajó del Beagle en 1836 con la cabeza dada vuelta y llena de preguntas. Desde entonces, y por más de veinte años, nuestro futuro campeón del evolucionismo no parará de leer, pensar y escribir hasta dar al mundo El origen de las especies: allí está, desarrollada en varios de sus 15 capítulos (particularmente en el vi), su famosa teoría de la selección natural.
Según el esquema Russell/Ospovat de Amundson, la teoría de Darwin es funcionalista alla Gould (es decir adaptacionista), al igual que la de Lamarck (al menos como ha sido leída tradicionalmente), aunque ciertos aspectos, como la ley de la correlación de las partes (esto es, la modificación no adaptativa de ciertos órganos a partir de la modificación de otros por selección, desarrollada en el capítulo v de El origen de las especies), son más propios del enfoque estructuralista. En definitiva, la evolución darwiniana no es la manifestación de leyes biológicas sino el resultado de la interacción del organismo con su ambiente, y en esto estriba precisamente su carácter de adaptacionista (Lenoir, 1987, p.27).
Hay quienes sostienen que la mayor contribución de la teoría de Darwin a la historia natural fue brindar una explicación de la adaptación en términos no teológicos, y que otros aspectos, como el de la diversificación (ramificación evolutiva que sigue a la especiación), no fueron atendidos por el inglés con igual amplitud y profundidad (Ayala, 1970 y 2010; Dawkins, 1989). De este modo, en El origen de las especies se hablaría de cualquier cosa menos, justamente, del origen de las especies (Dennett, 1995; Schwartz, 1999, p.41; Mayr, 2001, p.39; Margulis y Sagan, 2003). Gustavo Caponi (2010b) no comparte esta opinión. Según el santafesino, la necesidad de explicar la adaptación al ambiente habría surgido a partir de un requerimiento interno de la teoría de Darwin, es decir, no habría sido el objetivo principal del inglés. Al parecer, el pasajero del Beagle andaba buscando un mecanismo capaz de causar diversificación pero en forma armónica, uno por el cual las nuevas especies conservaran todas sus partes, coadaptadas, y a su vez adaptadas al ambiente (Caponi, 2011a, p.1). El único mecanismo que le garantizaba a Darwin que esas ramificaciones evolutivas fuesen armónicas era la selección natural (o, al menos, fue el mejor
cuentran estrechamente vinculados, y que ambos a su vez se hallarían relacionados con los perisodáctilos (los caballos, tapires y rinocerontes) (Welker y otros, 2015).
que se le ocurrió). Por selección natural, un organismo cuyos órganos se encontraban mutuamente coadaptados podía transformarse en otro sin que se generaran desarreglos, preservando sus condiciones de existencia. La formulación inicial del problema fue cuvieriana, dice Gustavo, aunque la respuesta fue, en última instancia, darwiniana, al plantear una adecuación de los perfiles orgánicos a las exigencias ambientales. Ponerse a explicar el origen de las adaptaciones no era lo que Darwin quería. Sin embargo, terminó haciéndolo, ya que el mecanismo que le permitía dar cuenta de la diversificación, la selección natural, producía, además e inevitablemente, adaptaciones.
En el capítulo i hemos comentado en qué consiste la teoría de la selección natural. De forma breve, los miembros de una población varían entre sí y las variaciones normalmente se heredan. La más mínima diferencia, si es útil, podría garantizar el éxito reproductivo de los organismos que la portan. A la larga, se originará una nueva especie que mostrará esa diferencia en forma acentuada (Ginnobili, 2006).
El acompañante de Fitz Roy vio antes que nadie la importancia de la competencia intraespecífica. Ya Lyell había reconocido en sus Principios de geología cierta competencia interespecífica (Wilkinson, 2002), factor que tampoco Darwin desdeñaba, sobre todo la competencia entre especies emparentadas con similares requerimientos ecológicos.
La evolución darwiniana es gradual (punto 10 de los propuestos por Kevin Padian): en esto, la influencia de Charles Lyell es incuestionable. Como vimos en el capítulo anterior, la evolución por selección natural responde con plenitud a la perspectiva uniformitarista que Lyell adoptó para el cambio geológico. Recordemos que Darwin conocía muy bien la obra del abogado y geólogo, particularmente su libro Principios de geología, el cual, recién salidito del horno18, había devorado a bordo del Beagle (Bowler, 2000, p.299).
Hay quienes, como Haeckel y Marx, creyeron ver en Darwin al verdugo de la teleología. Pues vieron mal: sin dudas, la explicación de la evolución darwiniana es teleológica, aunque, claro, no intencional (Lennox, 1993).19 De hecho, en cierto sentido, el darwinismo de Darwin es más teleológico que el lamarckismo de Lamarck. Lo que sí hizo el ilustre inglés fue separar
18 Ramos y Aguirre-Urreta informan que el libro fue un regalo de Henslow (2009, p.50). 19 La naturaleza efectivamente no tiene propósitos o intenciones, aunque a veces pareciera tenerlos. Leo González Galli nos ha aportado un argumento del filósofo
Michael Ruse que sostiene que la biología recurre a la teleología porque los organismos parecen diseñados en virtud de ser producto de la sn, y porque generar explicaciones darwinistas de ese diseño aparente requiere necesariamente la metáfora del diseño para generar la hipótesis adaptacionista del caso.