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Evolución como Dios manda
Capítulo v. El darwinismo y sus circunstancias
Evolución como Dios manda
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Darwin cayó mal en un amplio sector de la sociedad. Era cantado: su teoría de la descendencia con modificación contrariaba el relato del Génesis, al proclamar que el hombre descendía de un animal inferior, de algo parecido a un simio y, además, como resultado de la actuación de una causa ciento por ciento materialista: la selección natural. Sin duda, la temprana aversión cristiana hacia el darwinismo (al menos la de muchos cristianos) obedeció a razones de índole moral. Pero también hay que reconocer que ese primer darwinismo dejaba muchísimos cabos sueltos. De hecho, varias de las críticas que el obispo anglicano Samuel Wilberforce (1759-1853) hizo al joven Thomas Huxley en el debate público realizado en Oxford en 1860 eran muy atendibles y apuntaban justo al corazón del darwinismo: la capacidad de la selección natural para crear nuevas especies. Sam el Jabonoso (irrespetuoso apodo puesto al obispo por los darwinistas) arremetió contra la teoría de Darwin destacando sus aspectos más vulnerables, y lo hizo con mucha inteligencia. Los historiadores darwinistas hablan de ese debate como si se hubiera tratado de la lucha entre el oscurantismo religioso, encarnado en la figura del obispo Sam, y el racionalismo, personificado en Huxley, lucha de la cual este último habría salido victorioso (Lucas, 1979). Sin embargo, sabemos que el bulldog no era un monumento a la racionalidad, ni Sam el más oscuro de los obispos… Para ser honestos, tampoco hubo un claro vencedor: fue, en el mejor de los casos, un empate peleado.
La creencia en Dios no es incompatible con la idea de evolución; no lo fue en tiempos de Huxley, no lo es hoy. De hecho, hubo evolucionistas cristianos que juraban ver en el curso de la evolución la mano sabia del Todopoderoso. Estos evolucionistas teístas rechazaban la selección natural por obvias razones; definitivamente, decían, el gran proyecto evolutivo de Dios no podía ser tan brutal. Pero más allá de eso, sus coincidencias desaparecen. Algunos teístas se orientaban hacia el lamarckismo, tal vez por entender que el uso-herencia era menos cruento, más cristianamente correcto, que la lucha por la vida darwiniana; otros lo hacían hacia la ortogénesis, teoría sobre la que volveremos en el capítulo vi. Ciertamente, el lamarckismo daba a la voluntad y a la acción de los organismos un lugar central en la evolución, y eso sin duda gustaba mucho a los evolucionistas teístas (Moreno, 2009).
Asa Gray, Robert Chambers, Richard Owen, George Mivart, Samuel Butler, Harry Seeley y el duque de Argyll, jugaron de titulares en ese