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Los embriones como productos finales de la evolución

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Los embriones como productos finales de la evolución

Los embriólogos experimentales y los haeckelianos tenían objetivos cognitivos bien distintos: estos querían reconstruir la filogenia; aquellos, conocer la mecánica del desarrollo. Sin embargo, voluntaria o involuntariamente, los primeros terminaron minando los presupuestos teóricos de la recapitulación y contribuyeron a la (temporaria) caída de la ley de Haeckel, a su desfallecimiento en realidad, como indicamos con anterioridad. Lo que objetaban los embriólogos experimentales era el núcleo duro del programa haeckeliano. Les parecía incorrecto que los caracteres embrionarios fuesen tratados como meras representaciones de estadios adultos ancestrales. En realidad, no negaban la recapitulación, solo la creían irrelevante (Gould, 2010a, p. 241).

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En 1888, uno de los pioneros de la embriología experimental, Wilhelm His (1831-1904), había diseccionado embriones empleando un micrótomo (instrumento de su invención), con el propósito de investigar la mecánica del desarrollo. Cada etapa de la embriogénesis, decía este médico suizo, debía tener su explicación en las fases embrionarias anteriores, no en la filogenia (Gould, 2010a, p.239).11 Otros exdiscípulos de Haeckel e integrantes de la nueva embriología, Wilhelm Roux (1850-1924) y Hans Driesch (1867-1941), ambos alemanes, prestaron especial atención a los patrones de clivaje (o división) del embrión en etapas muy tempranas del desarrollo. Lo que hacían habitualmente esos dos era alterar el normal curso del desarrollo embrionario en diferentes especies animales con el propósito de estudiar las causas del desarrollo en las condiciones previas y analizar su influencia sobre los siguientes estadios.

Otro alumno del profesor de Jena y también embriólogo experimental, Oscar Hertwig (1849-1922), fue el primero en observar el proceso de fecundación (en erizos de mar). Al igual que Driesch, el también alemán Hertwig rechazaba la ley suprema de su maestro: «El huevo de la gallina –decía– no es más el equivalente del primer eslabón de la cadena filogenética de lo que lo es la propia gallina» (citado en Gould, 2010a, p.244).

En cuanto a los mecanismos evolutivos, entre los embriólogos experimentales había un poco de todo. Hertwig en ocasiones parecía inclinarse hacia una suerte de acción directa del ambiente, por ejemplo en el caso de la formación del ojo y de otros órganos complejos (1929, p.337); otras veces se lo veía más estructuralista, más volcado hacia una evolución basada en leyes morfológicas generales: «la formación de órganos de simetría bilateral hace pensar en leyes independientes de él, las cuales rigen la

11 Ni en la adaptación, por supuesto; como puede verse, estamos metidos de lleno en el terreno de las causas próximas.

morfología del organismo exactamente como en la naturaleza inorgánica se gobierna la formación de cristales» (p.341).

Roux en cambio defendía una intra-selección o selección de los componentes internos del organismo, una extensión de la teoría de la selección natural (p.357). Esa selección interna será más tarde adaptada por Weismann a su teoría del plasma germinal, dando origen a su otra teoría, la selección germinal, de la que ya hablamos en el capítulo v («El neodarwinismo»).

En el capítulo ii referimos la controversia suscitada en el siglo xviii entre epigenetistas y preformacionistas. Comentamos allí que la teoría de la epigénesis terminó imponiéndose por varios motivos: la imposibilidad de demostrar la existencia de los homunculus, el advenimiento de la teoría celular, entre otros. Pues bien, en el seno de la embriología experimental novecentista se suscitó una nueva controversia que recordaba mucho a aquella otra (Gould, 2010a, p.243). Los neoepigenetistas, liderados por Driesch, afirmaban que cada célula contenía el potencial para producir un nuevo organismo y que la diferenciación ocurría porque las fuerzas que rodeaban a los blastómeros iban variando de acuerdo con su posición y momento de origen. Esas misteriosas fuerzas imprimían diferentes caracteres sobre las células embrionarias inicialmente indiferenciadas (los blastómeros) y eran las que, en definitiva, fijaban su aspecto. Los neopreformacionistas, liderados por Roux, decían en cambio que el aspecto del embrión se encontraba fijado de antemano en el huevo fertilizado, y que este último, en definitiva, estaba tan estructurado como el adulto. El embrión se encontraba dividido en regiones destinadas a producir partes específicas, que no eran otra cosa que los órganos del animal adulto. Esta vez los preformacionistas resultaron victoriosos y los perdedores, los epigenetistas, fueron acusados de vitalismo, término este último que, desde entonces (principios del siglo xx), es mala palabra, al menos en el ámbito de las ciencias naturales.

De manera que el huevo estaba bastante organizado, con regiones específicas que prefiguraban (o, sin más, preformaban) los diferentes órganos del adulto. Esa estructura, el huevo, ahora era vista como un producto terminal de la evolución, tan estructurado como el organismo que se formaba a partir de él. Un embrión de cerdo no era un pez adulto (cascotazos a Haeckel), ni un vertebrado generalizado (palos al ruso von Baer): para los embriólogos experimentales, no era más que un embrión de cerdo, un futuro cerdo adulto.

En definitiva, la ley de Haeckel fue a parar al tacho de las grandes equivocaciones. Sin embargo, la ciencia de la embriología le debe muchísimo al viejo profesor alemán. En efecto, así como la leyenda de El Dorado empujó a valientes y dementes a la exploración de las Américas, la idea de

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