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El recto camino hacia el Homo sapiens

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De Keith y de Smith Woodward hablaremos enseguida, al abordar la evolución humana desde la ortogénesis («El recto camino hacia el Homo sapiens»).

Sin duda, uno de los mayores retos que enfrentaban a los paleontólogos darwinistas era explicar desde el adaptacionismo aquellos rasgos desproporcionados, aparentemente inadaptados o incluso perjudiciales. En 1924, Julian Huxley (1887-1975) (que no era un paleontólogo, ni tampoco precisamente un típico darwinista de los modernos) argumentó que la longitud de las astas del alce irlandés18 y de los cuernos del referido titanoterio, se hallaba correlacionada con el tamaño corporal de esos bichos. En concreto, dijo que las astas y cuernos tenían una velocidad de crecimiento mayor que el resto del cuerpo, de modo que, al favorecer la selección natural a los alces y titanoterios relativamente grandes, sus respectivas astas y cuernos habían terminado siendo larguísimos. De este modo, la selección, no la ortogénesis, era para el nieto del bulldog de Darwin el mecanismo clave en la evolución de esos dos mamíferos extinguidos. Pero no todas eran buenas noticias para los modernos darwinistas. Resulta que esa selección que había orientado la evolución de alces y titanoterios había sido incapaz de romper la mentada correlación; lo único que había podido hacer era escoger un blanco (el tamaño corporal) resignando el resto (la longitud de las astas y cuernos). Ese resto se habría modificado correlacionadamente, en la dirección impuesta por el desarrollo (alométrico en este caso). La de Huxley era sin dudas una selección muy pobre. Hasta Charles Darwin, muy pluralista para tantos otros asuntos, pensaba que no era posible que la correlación llevara a la aparición de rasgos perjudiciales o inadaptados. Llegado el caso, decía el pasajero del Beagle, la selección conseguiría romper la correlación y modelar convenientemente el carácter original, sin permitir que su desarrollo se torne perjudicial.

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El recto camino hacia el Homo sapiens

La ortogénesis o evolución programada también había sido decisiva en la evolución del linaje humano, al menos eso creía la mayoría de los paleoantropólogos novecentistas anteriores a la síntesis. Arthur Keith escribió en 1936: «el futuro de cada raza está latente en su constitución genética. A lo largo del Pleistoceno las ramas separadas de la familia humana parecen haber desplegado un programa de cualidades latentes de un ancestro común en un periodo temprano» (citado en Bowler, 1996, pp.143 y 144, traducción propia). El escocés defendía que las diferencias raciales eran el resultado de

18 Megaloceros giganteus, un cérvido gigante extinguido que habitó Europa y Asia en tiempos cuaternarios.

variaciones heredadas en el balance glandular del cuerpo, supuestamente por efecto de una larga exposición a ambientes diferentes (Bowler, 1996, pp.95, 96, y 206). En el caso específico de los hombres del valle de Neander, los célebres neandertales, ese desequilibrio hormonal había ido más allá de lo normal, dando como resultado una morfología que coincidía más o menos con la acromegalia (recordemos, las hormonas estaban muy de moda a principios del siglo xx).19

Arthur Smith Woodward, otro de los paleontólogos vinculados al papelón de Piltdown, también atribuía todas las tendencias evolutivas humanas, incluyendo el crecimiento cerebral, a factores ortogenéticos (Bowler, 1996, p.167). Lo mismo el paleoantropólogo británico Wilfrid Le Gros Clark (1895-1971), desenmascarador de aquel fraude (y por lo tanto salvador del honor inglés). Casi siempre la ortogénesis llevaba a la aparición de rasgos no adaptativos, o incluso inadaptados, pero a veces, pensaba Le Gros Clark, podía resultar (casi providencialmente) progresiva. El crecimiento cerebral era sin duda el mejor ejemplo de ese tipo de tendencias ortogenéticas presuntamente favorables.20

Según Peter Bowler (1986), los paleontólogos ortogenetistas siempre tuvieron una visión optimista con relación al futuro evolutivo del Homo sapiens, lo que contrasta con claridad con el pronóstico negativo que tenían sobre otras especies. Más aún: esa visión era más favorable que la de muchos adaptacionistas. En efecto, algunas de las tendencias ortogenéticas que caracterizaban al linaje humano parecían tener un efecto mejorador muy positivo, como el mentado crecimiento del cerebro, el cual producía un incremento de la capacidad mental (la idea de fondo era que los cabezones pensaban más y/o mejor). De cualquier modo, como vimos, todos reconocían que aun las tendencias más favorables, superando un cierto punto, podían resultar fatales. Ameghino vio eso claramente y propuso una forma de evitar la extinción humana por encefalización excesiva: «el día en que el cerebro fuese para la especie un peligro, sus efectos podrían ser neutralizados provocándose un aumento en la talla» (citado en Torcelli, 1935, pp.550-552).21

Franz Weidenreich (1873-1948) fue, tal vez, el exponente más alto del estructuralismo novecentista en el ámbito de la paleoantropología (aunque por supuesto no negaba la importancia de la evolución adaptativa). El hallazgo de un supuesto hombre gigante ancestral realizado en China en 1935

19 La acromegalia es una enfermedad causada por un exceso de la hormona de crecimiento secretada por la glándula pituitaria. 20 Luego de la Segunda Guerra, Le Gros Clark abandonó la ortogénesis y abrazó definitivamente el darwinismo (Bowler, 1996, p.204). Ya con su nueva camiseta adaptacionista, escribirá en 1949 su amena Historia de los primates. 21 Que haría relativamente más pequeño el cerebro, a causa de la relación alométrica negativa, agregamos nosotros.

por un amigo suyo, Gustav von Koenigswald22 (1902-1982), le hizo pensar a este alemán que durante la evolución homínida había ocurrido una dramática disminución de tamaño corporal; una evolución ortogenética de signo contrario a la de los dinosaurios. Si bien el antropólogo teutón nunca profundizó en las causas de esa tendencia a la reducción, siempre negó su control ambiental (Weidenreich, 1947a). Tampoco dudó del valor evolutivo de aquel resto hallado por su compadre, al punto que decidió cambiarle el nombre, Gigantopithecus (mono-gigante) por Giganthropus (hombre-gigante), para que nadie dudara sobre su naturaleza prehumana.

El alemán Weidenreich se opuso con tenacidad a la teoría fetalizacionista del holandés Bolk. En 1940 defendió que los supuestos caracteres neoténicos del cráneo humano, como el cierre demorado de las suturas craneanas, eran en realidad el resultado de la expansión (ortogenética) del cerebro (Gould, 2010a, p.455).23 Para él, la ubicación del agujero occipital era la misma en monos jóvenes y en seres humanos pero por razones diferentes: en los primeros, porque se hallaban al comienzo de una tendencia alométrica negativa (las formas pequeñas, sean adultas o juveniles, presentan con normalidad un cóndilo ubicado ventralmente); en los segundos, porque durante su evolución, la adopción del bipedismo y el aumento del tamaño cerebral habían desplazado el foramen magnum hacia el plano ventral (Gould, 2010a, p.455). También el ortognatismo (la chatez de la cara) era para Weidenreich un rasgo relacionado con la expansión del cerebro, que nada tenía de neoténico, como había malinterpretado Bolk. En suma: la mayoría de las tendencias observadas en la evolución humana podían ser entendidas como el resultado de un cambio en la orientación de la columna asociado con la locomoción bípeda. De este modo, Weidenreich creía que el bipedismo y la expansión cerebral habían sido responsables de la mayor parte de las transformaciones humanas.

Más o menos para la misma época, Keith dio una explicación sutilmente diferente para la ubicación ventral del agujero occipital:

el mono que toma el pecho aferrado a su madre tiene que colocar la cabeza en postura humana y de ahí la posición central del foramen magnum en el cráneo de los monos recién nacidos. El movimiento del foramen magnum se inicia cuando ha concluido el periodo de amamantamiento. Esta etapa infantil ha cobrado carácter permanente en el hombre. (Citado en Roheim, 1973, p.553)

22 Sobre el vínculo entre Weidenreich y Koenigswald, ver Nail (1998). 23 Aunque esa expansión era, en definitiva, el resultado del mantenimiento de tasas de crecimiento fetales (Gould, 2010a, p.434).

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