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La teoría de la ortogénesis

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introducirse en una superficie atestada de cuñas son superiores a las cuñas desalojadas (Gould, 1994, pp.285-296).

La noción de progreso es más clara en la modalidad de evolución por adición terminal y condensación. Es casi absurdo abrazar el haeckelianismo y declararse contrario a la evolución progresiva. En efecto, la palingénesis13, es decir, la evolución que cumple la recapitulación de forma integral, es esencialmente progresiva, ya que supone un incremento en el número de fases ontogenéticas (aunque algunos como el propio Haeckel planteaban la posibilidad de la desaparición de etapas intermedias), un aumento de tamaño, de complejidad, entre otros. Es progresiva aun reservando al ambiente la última palabra, y aun admitiendo que los linajes no pueden progresar eternamente. En efecto, hasta los evolucionistas más progresivistas coincidían en que no era posible un mejoramiento constante e indefinido en una misma dirección; siempre había un techo para el progreso. Alpheus Hyatt, uno de los muchachos lamarckistas que conocimos en el capítulo v, juzgaba que la evolución (en principio progresiva) dada por la incorporación de nuevos estadios ontogenéticos y aceleración del desarrollo (una de las formas posibles de la condensación) culminaba fatalmente con el envejecimiento y la extinción racial.

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La situación cambió por completo a fines del siglo xix, cuando la nube de la desconfianza cubrió el cielo europeo. Las expectativas cambiaron; el progreso, sobre todo el humano (biológico y social), dejó de ser visto como inevitable. Quedó bien claro que la industrialización, que ofrecía beneficios innegables (bah, igualmente discutibles), también causaba desempleo, precarización, hacinamiento y miseria. El futuro favorable que habían prometido los evolucionistas teístas, lamarckistas y darwinistas progresivistas, fue puesto en duda. Como es lógico, esas nuevas dudas hicieron que florecieran teorías de la evolución de corte degeneracionista o decadentista. La gente dejó de creer en el progreso y las teorías evolutivas simplemente calcaron esa mutación. El clima de época había cambiado.

La teoría de la ortogénesis

En este nuevo contexto, el neolamarckismo hyattiano terminó mutando en una teoría que postulaba que la evolución era obligadamente rectilínea e impulsada por factores internos al organismo, es decir independientes del ambiente externo. Con la ortogénesis, tal es el nombre de esta nueva teoría, la analogía entre la evolución y el desarrollo ontogenético alcanzó su máxima expresión: los linajes, como los individuos, nacían, se desarrollaban

13 Término acuñado por Haeckel, opuesto a la cenogénesis.

(evolucionaban progresivamente), declinaban y morían, inevitablemente. Al igual que el desarrollo individual (impulsado sin discusión por factores internos), la evolución se hallaba programada y al margen de las circunstancias ambientales. En dos palabras: puro estructuralismo. En el mejor de los casos, las trayectorias evolutivas podían perfilarse a partir de una modificación adaptativa inicial, pero rápidamente esa evolución se disparaba, escapando del control del ambiente y superando, a la corta o a la larga, su límite adaptativo, su techo. En las etapas finales de la evolución ortogenética de un linaje se desarrollaban estructuras anatómicas inadaptadas, desproporcionadas, y en última instancia ese linaje se extinguía por esa sola razón: como vimos, esta idea ya estaba presente en el pensamiento del neolamarckista Hyatt. Las causas materiales de este tipo de evolución programada rara vez fueron explicitadas. Othenio Abel, el paleontólogo austríaco filonazi mencionado en el capítulo I, hablaba de una ley biológica de la inercia. Para entender la ley de Abel permítasenos una metáfora futbolera, inexacta como toda metáfora. Un jugador da una patada que persigue una finalidad, la de meter la pelota en el arco (sería esta la fase teleológica de la evolución, la fase adaptativa), pero la inercia causa que el balón rompa la red (el techo adaptativo) y salga de la cancha, hasta caer en la casa del vecino (la fase inercial, no adaptativa de la evolución). Resultado: sin pelota, se acaba el partido (fase de extinción).

También Ameghino creía en la existencia de caracteres de progresión constante que obedecían a un primer impulso propio de los organismos animales (en el capítulo v ya hablamos de varios de esos rasgos que el maestro de Mercedes vinculaba a la bestialización). No es difícil advertir las implicancias filosóficas de este tipo de evolución. En concreto, existía el riesgo de caer en el vitalismo, el idealismo o el espiritualismo; o aun peor, de atribuir esa evolución a una voluntad superior. Ese peligro era muy real a fines del siglo xix; de hecho, quien popularizó el término ortogénesis14 , Theodor Eimer (1843-1898), era un evolucionista teísta que buscaba con su teoría de evolución en línea recta justificar la intervención divina en el proceso evolutivo (Bowler, 1985).

La teoría de la ortogénesis les encantaba a los paleontólogos: ortogenéticamente era posible explicar casi cualquier cosa (completaremos esta idea más adelante en «Las claves del éxito de la ortogénesis»). De la noche a la mañana, todo rasgo extravagante observado en un fósil pasó a ser visto como el resultado de la ortogénesis. Esto era válido tanto para los invertebrados como para los vertebrados.

Entre los paleoinvertebradólogos, el norteamericano Charles Beecher (1856-1904), discípulo de Hyatt, planteó que el desarrollo de púas en los

14 El inventor del término fue Wilhelm Haacke (1855-1912), un zoólogo alemán (Levitt y Olsson, 2006).

amonites15 constituía una tendencia ortogenética vinculada a la producción excesiva del material con el que estaba constituida su concha. Para el británico William Lang (1878-1966), la existencia misma de una concha era la consecuencia de una incontrolada tendencia interna del organismo (es decir, ortogenética) a producir carbonato de calcio (lo propuso en un estudio sobre briozoos en la década del 20).

Entre los paleovertebradólogos que abrazaron la ortogénesis destacamos a cuatro: Henry F. Osborn (1857-1935), Richard S. Lull (1867-1957), Arthur Keith y Arthur Smith Woodward (los dos últimos ya mencionados en ocasión de los australopitecos africanos, el primero, y del eoántropo inglés, el segundo). Osborn pensaba que, luego de surgir una nueva clase de organismos, se producía una (según la llamó) radiación adaptativa (la mentada patada adaptativa), y que una vez que las distintas líneas de esa radiación quedaban definidas, cada una continuaba desarrollándose a través de una secuencia de estados morfológicos más o menos idénticos, a causa de un proceso distinto de la selección (un proceso no adaptativo en definitiva). Su particular visión de la evolución, conocida con el sugestivo nombre de aristogénesis, era definitivamente mejoracionista (αριστος, aristos en griego, significa, precisamente, «el mejor en su tipo»).16 Obviamente, no todo el mundo estaba dispuesto a dejar de lado al ambiente; ni siquiera todos los discípulos de Osborn compartían esa visión. Uno de ellos, William Gregory (1876-1970), prefería dar mayor peso a las circunstancias cambiantes del entorno. En este sentido, puede decirse que fue más adaptacionista que su maestro.

Lull, por su parte, declaró que la espinescencia y el gran tamaño eran manifestaciones seniles de ese linaje de reptilotes que llamamos dinosaurios. Lull creía que algunos de esos bichos de aspecto estrafalario, como el estegosaurio jurásico, se hallaban cercanos a su desaparición; también que los dientes altamente especializados del titanoterio (un raro mamífero del Hemisferio Norte, también extinguido) habían sido la causa de su final.17 Por último, Lull aplicó la metodología de las deformaciones coordinadas de D’Arcy Thompson (de quien hablaremos más adelante en este mismo capítulo) a los ceratopsios, los conocidos dinosaurios cornudos, concluyendo que la evolución ortogenética podía darse solo dentro del marco de ese sistema de coordenadas (Lull y Gray, 1949).

15 Moluscos marinos extinguidos en el Cretácico Superior, provistos de una concha enrollada. 16 Técnicamente, la aristogénesis era definida como «la creación ordenada de algo mejor o más adaptado» (Osborn, 1933, p.700). 17 El nombre actualmente aceptado para el grupo es Brontotheriidae, bestias pertenecientes al orden de los perisodáctilos, como los caballos, tapires y rinocerontes.

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