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Adaptacionismo refinado

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Por supuesto, no solo el diseño humano era visto como el resultado de la evolución adaptativa, sino también otros aspectos, como la psicología o la conducta social. De hecho, los psicólogos evolutivos y los sociobiólogos son los campeones del adaptacionismo. En efecto, estos últimos tienden a creer que cada trazo de nuestra personalidad, así como nuestros diversos (y a veces extraños) comportamientos sociales tienen un origen evolutivo, es decir que han surgido por selección natural. En principio, esta afirmación no parece tener nada de objetable, pero cuando vamos a los ejemplos concretos de adaptaciones psicológicas o conductuales que dan los sociobiólogos, vemos que a veces se les va la mano. Quien tal vez más se pasó de rosca fue David Barash al sugerir que la agresividad sexual masculina ha surgido en el transcurso de la evolución por ser reproductivamente ventajosa (citado en Sober, 1996, p.317).65 Por supuesto, hay otros relatos psicoevolutivos menos antipáticos que el de Barash, como aquel que sostiene que la preferencia innata de las mujeres por el color rosa habría evolucionado a consecuencia de la división del trabajo y la especialización funcional (Hurlbert y Ling, 2007).66

Adaptacionismo refinado

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Por supuesto, no todas las hipótesis adaptacionistas de la evolución humana son just so stories. De hecho, algunas son muy interesantes, como la del antropólogo Owen Lovejoy (1943) de la Universidad de Kent, en Ohio, Estados Unidos, que figura en el libro de 1981 Lucy, el primer antepasado del hombre, de los norteamericanos Donald Johanson y Maitland Edey (1981). La hipótesis de Lovejoy es sin dudas adaptacionista, pero no incurre en los clásicos vicios del adaptacionismo. El norteamericano ha montado un modelo

del riesgo de transmisión de enfermedades por vía sexual. 65 Por más malabarismos argumentales que efectúen los sociobiólogos, esta idea tiende a disculpar a los agresores sexuales, o al menos considera su conducta como natural, y por lo tanto, disculpable. Es cierto; como nos apuntó aquí Leo

González Galli, muchas explicaciones ambientalistas también tienden a disculpar conductas reprobables (el mismo agresor puede ser exculpado alegando que fue agredido sexualmente por su padrastro cuando niño, etcétera). 66 La idea aquí es que las mujeres prehistóricas recolectaban frutos de colores rosáceos o rojizos, los hombres prehistóricos simplemente cazaban… ¿animales azules? No, claro. Preguntada la neurocientífica Anya Hurlbert, primera autora del citado artículo, sobre las razones de la preferencia del color azul por los varones, afirma: «Yo solo puedo especular». «Yo favorecería aquí también argumentos evolutivos. Yendo hacia atrás hasta nuestros días en la sabana (los varones) habrían tenido una preferencia natural por el color azul claro, a causa de que este les indicaba un buen tiempo, o una buena fuente de agua» http://www.eurekalert.org/ pub_releases/2007-08/cp-gpp081507.php.

que abarca caracteres morfológicos (como la postura erguida), ecológicos y conductuales, en el que la selección natural juega un rol fundamental. Lo interesante para destacar aquí es que cada uno de los caracteres comprendidos en el modelo de Lovejoy es adaptativo, pero no en forma separada, sino junto a los demás. No hay características intrínsecamente ventajosas; la selección actúa sobre todos los caracteres a la vez, favorece al conjunto.

En el capítulo xvi de aquel libro Lovejoy explica a un grupo de estudiantes en qué consiste su hipótesis. Comienza refiriendo que los grandes simios antropomorfos, los orangutanes, gorilas y chimpancés, son estrategas k, es decir animales caracterizados por una baja tasa de natalidad (una chimpancé, por ejemplo, ovula, copula y da a luz cada cinco años) y por vivir en condiciones normales en ambientes relativamente estables (en el capítulo vii volveremos sobre las estrategias poblacionales r y k). Ahora bien (prosigue Lovejoy); para avisar que se encuentran ovulando, los simios hembra deben enviar señales a los machos (olores, ciertos comportamientos de atracción, entre otros). Los encuentros sexuales están permitidos solo durante esos escasos días; fuera del período fértil, los simios hembra (como las hembras de muchos otros animales) no son sexualmente receptivos (p.292). En las hembras humanas, la situación es distinta, dice el Lovejoy del libro a sus alumnos. En primer lugar, el período fértil de la mujer sobreviene una vez al mes; es, por mucho, más frecuente que en los simios. Además, y a diferencia de estos últimos, la hembra humana es sexualmente receptiva incluso durante sus períodos de infertilidad (los encuentros sexuales humanos no se limitan a los periodos de ovulación). Por último, los humanos son bípedos. ¿Tiene todo esto algo que ver? El Lovejoy del capítulo xvi piensa que sí, y lo explica del siguiente modo. Durante las primeras etapas de la evolución homínina, dice, la selección natural habría tendido a neutralizar los riesgos que entrañaba la estrategia k, favoreciendo a aquellos genotipos que (sin dejar de ser estrategas de esa clase) tendían a la r, es decir, a tener (y a ocuparse de) más de una cría a la vez (la lógica es que, si un simio llega a perder su única cría, derrocha cinco años de inversión en el sostenimiento de la misma: la estrategia k es muy riesgosa en ese sentido). Pero más de una cría a la vez requiere cuidados especiales, enseña Lovejoy a sus jóvenes interlocutores, de modo que los brazos homíninos se liberaron para atender a esos homininitos (eventualmente cargarlos); queda así, explicado con sencillez, el bipedismo. Pero la hembra homínina, madre de dos o más homininitos, necesita ahora la exclusividad de un macho para garantizarles el alimento diario; he ahí el origen de la monogamia. Pero la monogamia no puede funcionar por completo si, cada cinco años, el macho homínino debe someterse a un casting de pretendientes: así fue suprimido el celo y las señales de llamamiento, los cuales habrían sido reemplazadas por una suerte de atracción

permanente67 entre machos y hembras. La receptividad de la hembra humana aún en períodos de infertilidad tendría que ver, entonces, con la necesidad de alimentar ese amor.

El modelo de Lovejoy explica casi todo: desde los nacimientos (más o menos) frecuentes, pasando por la monogamia y la pérdida del celo y el estro, hasta el bipedismo. Este último, entonces, sería útil (adaptativo) solo en este contexto; no sería un modo de locomoción intrínsecamente ventajoso. La selección natural también sería la causante de otros rasgos que los humanos comparten con sus primos simios, como: 1) un gran desarrollo cerebral; 2) una elevada inteligencia; y 3) un prolongado periodo de niñez y aprendizaje, entre otros (p.289). Estas tres últimas características son la impronta del pasado k humano, rasgos que han evolucionado en un particular contexto eco-evolutivo.

La hipótesis de Lovejoy parece cerrar por todos lados, aunque hay que reconocer que sabemos muy poco acerca de la estrategia de vida del ancestro común de simios antropomorfos y homíninos. Tampoco todos los paleoantropólogos la aceptan en todos sus puntos. Por caso, Juan Luis Arsuaga, uno de los directores del proyecto Atapuerca, en España, e Ignacio Martínez, miembro de ese mismo equipo, no están muy seguros de que la especie humana esté tan volcada hacia la r. En su opinión, una cría cada tres o cuatro años, como es usual en las sociedades humanas de cazadores-recolectores, no es muy distinta a la frecuencia observada en los gorilas (Arsuaga y Martínez, 2001, p.210). También, los españoles le recuerdan al norteamericano que el australopiteco etíope Lucy, la estrella del libro de Johanson y Edey, muestra un marcado dimorfismo sexual, lo que es típico en primates polígamos (macho dominante grande, harem de hembras pequeñas); ergo, parece que el bipedismo no se asocia necesariamente con la monogamia (p.212).

En el fondo, lo que interesa saber es hasta qué punto la selección ha sido decisiva en nuestra evolución. Por supuesto, la respuesta a esa pregunta no hay que buscarla solo en la paleoantropología o en la sociobiología comparada de los primates. De hecho, en los últimos años se ha investigado la variación adaptativa a nivel molecular, lo que hoy es posible a partir del desarrollo de la bioinformática y la secuenciación completa del genoma humano. El biólogo argentino Hernán Dopazo (2010), de la Universidad de Buenos Aires, afirma en este sentido que hay muy poca selección molecular positiva en el humano; muy poquito de adaptación, al menos a nivel molecular. Es más, nuestros primos chimpancés muestran más genes bajo el

67 Lovejoy llama a esta atracción permanente «enamoramiento», y no en un sentido figurado (p.295).

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