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LA SEQUÍA DE 1802-1803
La batalla por el control de los precios significaba así un delicado equilibrio entre niveles que estimularan la producción de alimentos, pero que al mismo tiempo no fueran tan altos que impidieran su consumo e hicieran persistir las amenazas de hambre inminente, sobre todo en los centros urbanos, y principalmente en Recife, el núcleo administrativo del complejo agroexportador. Por otro lado, aunque se quería que los cultivadores libres y pobres, así como los pequeños productores esclavistas propietarios de seis o menos esclavos (los lavradores), volvieran a producir alimentos, tampoco se les podía desestimular de producir algodón, cuyo movimiento comercial era en esos años más importante que el del azúcar. Pero, en última instancia, tal vez gracias a las medidas implementadas por la administración colonial, los precios de los géneros alimenticios se mantuvieron aparentemente estables en los años posteriores a la sequía de 1784-85. Lamentablemente no fueron localizados registros que permitan acompañar su evolución hasta los primeros años de la Grande Seca. Eso puede, por un lado, reforzar la idea de la estabilización, que habría llevado a retirar de las preocupaciones principales de la correspondencia oficial los datos referentes a cuestiones alimentarias (generalmente sólo presentes en épocas de crisis) y, por otro, ser indicativo del grado de desajuste que la hecatombe climática de 1790-1793 produjo en la región y en sus aparatos administrativos. Pero en febrero de 1792 a la crisis de abastecimento derivada de la desaparición de la agricultura campesina mercantil de alimentos, se sumó la catastrófica coyuntura de una sequía de dimensiones desconocidas, hasta para una región tan acostumbrada a sufrir sus efectos. Las cotizaciones de los géneros alimenticios, no obstante estar controladas por el gobierno, subieron a los mismos niveles del inicio de la escalada anterior a la sequía, esto es, a principios de 1788, en torno de 1$280 réis el alqueire,(25) (según fuentes secundarias) y con un ímpetu mucho mayor. Pocos meses depués, y ante la continuidad de la sequía, el agravamiento de la escasez de géneros alimenticios superaba ese límite, precisamente en el momento en que comezaban a llegar al puerto de Recife cargamentos de mandioca enviados desde las Capitanías del sur y el gobierno autorizaba su venta al inimaginable precio de 1$600rs.(26) En la parte más aguda de la sequía, la cotización llegaría a cinco mil réis y la venta sería racionada en "un salamim de harina, debiendo los pobres ser los primeros servidos". La batalla de los precios fue así descrita por un conocido cronista: No había harina de mandioca, y los acaparadores, cuyos corazones no palpitan cuando su semejante sufre, quisieron enriquecerse a costa de la desgracia pública; mas el [Capitán] General, frenando tanta maldad, consiguió que la harina nunca excediese el precio de cinco mil réis por alqueire. Muchos hombres acusados de tener harina guardada, fueron por este hecho mandados a la cárcel, y cargados de fierros, y la harina que se les encontró tomada por perdida, y su producto aplicado para los Lázaros de Santo Amaro. Todos, pues, fueron obligados a denunciar la harina que tenían, y a llevarla a la Praça da Polé [...]. Un pelotón de infantería, comandado por un oficial, tenía a su cargo, no sólo la policía del mercado, mas, igualmente prohibir que a nadie se le vendiese más de un salamim de harina, debiendo los pobres ser los primeros servidos; de manera que ya fuera que los ricos mandasen sus esclavos, o ya fuera que apareciesen personalmente, eran ellos siempre los últimos que compraban. Tres años duró esta calamidad, aumentada, aun,
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por la falta de sal, que llegó a venderse por 20$mil el alqueire; y si no fueran las, aunque violentas, providencias de D. Thomaz, debemos confesar que grande número de víctimas infaliblemente habrían sido sacrificadas a la avaricia de los monopolios.(27) Pero poco a poco, la combinación no armonizada de directrices de estímulo al cultivo de la mandioca y, simultáneamente, la liberalización de los plantíos campesinos y esclavistas de algodón en el contexto de la sequía, volvió a provocar aberraciones notables en los mecanismos de comercialización de géneros alimenticios. Eso estaba aconteciendo en Paraíba a principios de 1792, por causa de instrucciones del gobierno de Recife que mandaban que los almocreves (arrieros) que conducieran algodón para el principal puerto del complejo agroexportador llevasen determinado número de cargas de harina de mandioca, como condición para que se les permitiera comercializar el producto principal. Por ese y otros motivos, la desastrosa sequía de 1791-1793 sirvió para mostrar que la persistente crisis alimentaria no era un problema coyuntural derivado de condiciones climáticas adversas, ni mucho menos obra y gracia de un puñado de acaparadores. Se trataba, de hecho, de un proceso que reflejaba cambios profundos, estructurales, en la organización social de la producción en el Nordeste oriental, y en la propia geografía económica de la región. Evidentemente, la sequía golpeó con una fuerza devastadora las grandes áreas semi-áridas del sertón. A pesar de haber sido ya descritas en la década anterior como enteramente arrasadas y destruidas económicamente, diversas fuentes primarias describen efectos desastrosos sobre una economía ganadera que, o no había sido totalmente devastada durante las sequías anteriores, o bien había alcanzado algún grado de recuperación. Describen, también, la formación de corrientes migratorias, aunque en esta ocasión, curiosamente, se trata de corrientes inter-sertones, y no dirigidas a las ricas áreas del litoral. Así, según los principales negociantes de Recife, la Grande Seca había dejado reducidos a áridos desiertos, los sertones de esta Capitanía antes florecientes y abundantes por la inmensa cantidad de ganado vacuno cuyos habitantes se vieron en la urgente necesidad de ir con insano trabajo, fatigas y gastos a los sertones de Maranh_o, Bahía y Minas. Antes de la sequía ofrecía esta feliz colonia a las Capitanías limítrofes e incluso a las otras más distantes copiosos fornecimientos de carnes, hoy va a mendigar a las más remotas partes del Brasil el sustento de su esclavitud y pobreza, al Puerto difícil y peligroso de S. Pedro del Sur.(28) La destrucción de la ganadería nordestina por la sequía, se cristalizó en la memoria oficial como una de las razones de la decadencia regional. Aún en 1814, cuando el gobernador Caetano Pinto de Miranda Montenegro luchaba contra los impuestos a la importación de carne, se atribuía a la sequía de 1790-93 una responsabiliad central por la irremediable decadencia de la economía pernambucana y se la identificaba como el agente central de la destrucción de la economía del interior.(29) La sequía creó también fantásticos relatos en la mentalidad popular: "Murió todo el ganado, e inmensa gente; después apareció una plaga de ratas, después de grandes sapos, y después de víboras de cascabel, que se mataban por centenas."(30) Contribuyó, por último, a lo que todo indica, para desatar una vertiente de violencia social antes desconocida en el Nordeste oriental, que se agravaría con los efectos de las medidas dirigidas a reprimir la agricultura de los
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