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Poemas) Gonzalo Millán
GONZALO MlllAN
Apocalipsis doméstico
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Las sábanas regaladas para la boda se gastaron y tienen agujeros. Se quebraron los platos en escaramuzas domésticas. Las tazas están saltadas y sin asas. Se perdieron los tenedores y oxidaron los cuchillos del servicio inoxidable. La juguera está descompuesta y empeñada la sortija de diamantes. En el tablero del calendario están todos los días tarjados. Al reloj se le acabó la cuerda. Se acabaron el té, el café, el pan, la mantequilla. Quedan sólo unas gotas de aceite. Vacíos cascarones, de los huevos. En el refrigerador hay solamente una mitad de cebolla estreñida y una mamadera con leche agria. Una laucha oculta en su cueva roe los restos de un terrón de azúcar. La estufa se apagó anoche Después de consumir su combustible. Cortaron el teléfono Y pronto cortarán la luz. Quedan tres o cuatro ampolletas indemnes en toda la casa. Las velas se convirtieron en cabos. Se terminó el papel higiénico Y el excusado está tapado con pedazos de papel de diario. Se desvanecerá el jabón
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en la próxima lavada de manos. La peineta perdió otro diente. La trizadura del espejo es otra arruga. No queda ropa limpia. Hay pañales sucios en la tina. Se le cayó el último botón que le quedaba a la camisa. En la superficie de la mesa impresiones de pequeñas manos, baberos, platos sucios con migajas y raspas de pescados. Vasos con secas borras moradas. En la frutera vacía, dormita ovillado el gato. El auto viejo estacionado afuera No arranca desde hace meses o años. Inmóvil descansa con sus ejes, Sobre pilas de piedras y ladrillos. Le robaron los neumáticos, los focos y cada día lo despojan de nuevas piezas como a un gran insecto muerto que devoraran invisibles hormigas. El jardín está exuberante, lozano, Invadido de malezas que asfixian las plantas. La manguera serpeante es invisible. Se escapó de su jaula el canario. Y el pez de color se ahogó y quedo flotando panza arriba en el agua turbia de su redoma. El perro royó su soga y se marcho a la siga de una perra. El lechero ya no trae leche a la casa, Ni el suplementero reparte los periódicos. El cartero trae sólo cuentas impagas. Sobres con ventanas que nadie abre. Los acreedores golpean largamente, Pero nadie abre, nadie responde. El basurero pasa dos veces por semana, Pero lo hace demasiado temprano. En el patio los tarros desbordantes hieden. El televisor encendido sin sonido arroja movedizas sombras sobre el suelo entalcado por el yeso que llueve del cielo raso. Un niño en un corral de palo, entre juguetes rotos se desgañita llorando, hambriento y mojado, la húmeda boca abierta, los ojos vidriosos de lágrimas, mirando cómo la bestia de las dos espaldas gruñendo convulsa se revuelca intentando devorarse a sí misma.
Las calles están silenciosas Y desiertas. Solamente cruzan Las sombras de los árboles.
No se oyen pájaros, bocinas, ni siquiera el motor inminente de un auto siempre aproximándose.
Los ascensores, las escaleras, y pasillos de los edificios, vacíos.
En una cocina un charco en torno al refrigerador que se deshiela con sus bandejas desnudas y la puerta abierta.
Conservada en el hielo no hay más que una arveja muy pequeña, redonda y verde.
Ave de rapiña
Volaba majestuoso el sonámbulo cuando se sorprendió a sí mismo posándose en la cocina y abriendo con una combinación de avidez rapaz y tedio, la fría caja de caudales donde a medio descarnar reposa un esqueleto de ave.
John Fitzgerald Torres Sanmiguel
En el seno convulsionado de una España azotada por vientos políticos que soplaban en todas direcciones, marcada a un tiempo por el desencanto y la esperanza, con su imagen secular de dama de la alta nobleza revolcada por el suelo, azarada por el fragor de las banderas rojas y el redoblar de los escuadrones militares, estremecida por los embates de Franco y la Falange y los coros entusiastas del Frente Popular y la República, en una España dividida entre aferrarse a la historia o construirla, nace una generación de poetas cuya obra habría de desplegarse en otras tantas direcciones en medio de, no se sabe bien si por fortuna o a su pesar, una larga y nefasta tregua que hoy se antoja la soterrada prolongación - o la encarnizada venganza- de otra de las vergonzosas contiendas que han marcado este siglo.
Esta generación poética que heredaría la nostalgia de una monarquía abofeteada por los tiempos modernos y el deseo represado por levantar de nuevo un país respetable en el concierto internacional, o al menos de Europa, y en cuya memoria constarían indelebles los oprobios contra García Lorca, Her
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nández, Machado, Felipe .. . , hizo su aparición literaria durante la década de los años cincuenta, razón por la que, y merced a las altas dotes imaginativas de algún crítico historiador o por sencilla inercia (habían antecedido las del 90, del 27 y del 36), fue rotulada para la posteridad como la generación de los cincuenta.
De ella hicieron parte nombres tan conocidos como los de Carlos Barral (1928-1989), José Manuel Caballero Bonald (1926), Jaime Gil de Biedma (1929-1990), José Agustín Goytisolo (1928-1999), José Ángel Valente (1929) y Francisco Brines (1932), y otros menos citados como los de Carlos Sahagún (1938), Ángel Crespo (1926), Eladio Cabañero (1930), Manuel Mantero (1930), Angel González (1925) y Claudia Rodríguez (1934). Poetas cuya desaparición -y, paradójicamente, cuyo descubrimiento en nuestros país-, se ha producido en las últimas décadas.
Además de la coincidencia cronológica, con más o menos intensidad, pueden identificarse algunos rasgos comunes en la obra de todos ellos, sin perder de vista por supuesto que es en el juego de sus particu
laridades donde se define su sentido. Estos autores son por una parte, esa generación que si bien encuentra antecedentes al respecto en Alonso y Felipe, pondría decididamente verso y en verso a los inciertos paisajes de la ciudad, a sus protagonistas: consignaría el asombro, la incertidumbre pero también el regocijo y el dolor de un nuevo or- , den espiritual, el de la ciudad postindustrial, aunque la mayoría procedía de poblados con tradición pastoril y agrícola.
Todos ellos de formación académica (lo que acaso es un dato inútil) participaron de algún modo y con distinta suerte de la estética surrealista y de sus afluentes ideológicos; de igual manera, en todos se manifestaría la preocupación social con tonalidades diversas, aun cuando algunos autores señalan dos tendencias entre ellos, una de claro compromiso social y político, otra de un humanismo reflexivo, metafísico y trascendental.
En sus obras se comparte la definición de poesía que acertara
Aleixandre: "Poesía es comunicación", la poesía no es tal si no logra comunicar al hombre, si no es expresión de su profundo aliento, "el tema esencial de la poesía de nuestros días es el cántico inmediato de la vida humana en su dimensión histórica: el cántico del hombre situado." En todos se respira también un trasfondo de desengaño, de tranquilo renunciamiento, atravesado no obstante por una ira desenfadada y la súbita confianza en las fuerzas humanas, es decir, sus palabras son evidencia de un vitalismo inquebrantable. Y es tema recurrente en ellos, cómo no iba a serlo, el dramático destino de España.
En lo que ha corrido este año con el que se cierra el milenio, dos de sus autores han hecho el infortunado mutis: José Agustín Goytisolo, quien apenas hace unos meses pasara por nuestro país, y el poeta zamorano Claudia Rodríguez, fallecido hace unas semanas, quien por razones de salud había declinado a último momento lila invitación que le cursáramos en 1997 para que integrara la nómina de autores convocados al VI Encuentro Internacional de Escritores: Presencia Viva de la Poesía.
Menos conocida, de la poesía de Claudia Rodríguez, se suele destacar llil cierto lirismo anacrónico que en ocasiones pareciera echar mano de la retórica esteticista de los poetas del 27, un tanto alambicada y neoromántica, lo que tal vez resulta válido para sus primeros libros, especialmente para su Don de la Ebriedad de 1953. Sin embargo, desde el comienzo su dicción está impregnada del habla común, se da en su poesía una profunda y enriquecedora fusión entre lenguaje cotidiano y literario, no le son ajenos los giros coloquiales ni la llaneza de la oralidad, engastados en una combinación culto-popular que fllilda originales espacios expresivos.
Es que sucede en Rodríguez lo que en muy pocos poetas contemporáneos, una afortunada amalgama de matices y ritmos que hacen tambalear cualquier intento de clasificación.
Si por un lado resulta rural y campechano, como se le ha tildado por su producción hasta El vuelo de la Celebración de 1976, encontramos en ella algunos de los mejores poemas que recrean el sentir en sordina de las criaturas de nuestras urbes; o bien, si en gran medida su poesía, una de las primeras de su generación en superar el realismo socialista, hace parte de lo que podría llamarse el canto de comarca, en la que elementos como el río, la tierra, el viento, los árboles, los cultivos y las bestias de trabajo se exaltan con especial empeño, son asumidos sin embargo por un sujeto poético desazonado que más que símbolos encuentra en ellos preguntas sobre su naturaleza, es decir se acerca a ellos con la mirada meditativa y escrutadora del hombre moderno que inquiere y cuestiona, que no se arredra ante su misterio ni les magnifica.
En el prólogo de la Antología Poética publicada en 1981, Phillip Sil ver señala particularmente algunos rasgos surrealistas de los que goza la poesía de Rodríguez (por ejemplo en Conjuros de 1958 y en Alianza y Condena de 1965) y rastrea minuciosamente -con exceso de especialista- los recursos que le emparentan con Rimbaud y el automatismo síquico. Si bien resultan discutibles sus pesquisas a ese respecto, aparece allí esclarecedor lo que Sil ver de
nomina la mirada sin dueño, esa facultad de la poesía de Rodríguez de situarse a una distancia neutra, casi objetiva de los fenómenos que observa y experimenta; igualmente interesan las anotaciones en torno a los silencios que habitan los versos del poeta español, la esencial mudez, lo que ocasiona una misteriosa atmósfera de indefinición: el poema está siempre a punto de descifrar la esencia de lo dicho pero un esguince sutil elude el hallazgo.
En efecto, la poesía de Rodríguez parece estar siempre en un punto indefinido intentando acercarse de diversas formas y mediante distintos recursos al centro de lo inefable, exhibiendo una templanza que a veces se quiebra y se torna angustia, rabia, dolor; y que otras se convierte en celebración, júbilo, alabanza. No obstante se manifiesta de forma constante su compromiso ético con el esfuerzo expresivo, existe un compromiso moral y estético con su circunstancia particular inmediata y con la historia, a través del poema.
Las palabras de Claudia Rodríguez avanzan siempre viscerales pero cautelosas, entre dos dramáticas orillas: la evidencia de lo fatal y la apuesta por la vida, un camino cuyos pasos se explican y justifican sólo si existe entre ellas la poesía. Un poema de su Cantata del miedo, que titula "Salvación del Peligro", sintetiza bien este que acaso sea su rasgo más fundamental:
Peligrosa la huella, la promesa entre el ofrecimiento de las cosas y el de la vida.
Miserable el momento si no es canto.