16 minute read

El best seller más irregular de la historia

Otra de las cosas divertidas de este relato es la cándida homofilia que desprende. Sí, Shamshat es capaz de civilizar a un ogro a polvos, pero Gilgamesh y Enkidu son los mejores amigos del mundo, se cogen de la mano y se besan, y son como hermanos. Ay, amigo, desconfía de un texto anterior al siglo xviii donde dos hombres se vayan juntos de aventuras y se llamen «hermanos». Pero eso es lo bonito de las sociedades donde aún no habían aparecido las terribles religiones monoteístas: que cada uno podía hacer lo que le salía de los cojones y a nadie le importaba lo más mínimo. Sea como fuere, la relación entre ambos es conmovedora. Sobre todo cuando palma Enkidu, y Gilgamesh se queda ahí sentado, esperando a ver si se despierta, mirándolo hasta que le salen gusanos de la nariz. A mí, Gilgamesh no deja de recordarme a una especie de gigantesco niño tonto. Es grandote, se enfurece rápido, y no acaba de entender nada de lo que ocurre. De ahí lo que decíamos al principio: vale, será un tirano, un esclavista y un abusón, pero no puedes evitar cogerle cariño.

No quiero explicar más de la historia de estos dos muchachos porque, realmente, es un relato que hay que leer. No es un tostón, al contrario, es muy entretenido, y tiene de todo. Mucho sexo, como ya has visto, pero también violencia gratuita, sangre, intriga, simbolismo freudiano e incluso momentos que harían las delicias de cualquier jugador de rol, cuando encargan hachas de noventa kilos y un arsenal de espadas y mazas para matar a demonios terribles que echarían para atrás al más friki de la partida. ¿Acaso no es esta una grandísima forma de estrenar el concepto de «literatura»?

Advertisement

Luego vendrá algún listo a decir que la literatura fantástica es un género menor. El que diga esa sandez debería recordar Gilgamesh y también el siguiente libro del que quiero hablaros: ¡la Biblia!

El best seller más irregular de la historia

La Biblia posiblemente sea uno de los best seller más irregulares de la historia, sino el que más. Esto se debe a muchos motivos: a la enorme cantidad de tiempo transcurrido entre cada una de sus

partes, a las diferentes manos que la redactaron, a que algunos fragmentos son sencillamente un plagio y, en definitiva, a que no es un libro, sino muchos que la Iglesia ha unificado como le ha venido en gana. Los católicos tienen su selección de libros. Los judíos, más veteranos y selectivos, solo se quedan con la mitad; los ortodoxos escogen otros libros que les parecen mejores; los protestantes quitan algunos; y a los más esotéricos, por aquello de llevar la contraria, les van los textos que ninguna de las grandes religiones eligió. En definitiva: todo el mundo ha cortado y pegado por donde ha querido.

Como esto no va de la Biblia (o no solo de la Biblia) me permitiréis que me limite a la selección católica, que suele ser la más extendida entre los lectores hispanohablantes. Si este texto se traduce al ruso, ya haré las adaptaciones necesarias para que ningún ortodoxo furibundo monte en cólera porque su canon bíblico no aparece comentado aquí. El Antiguo Testamento —en adelante AT— es a mis ojos la parte más irregular, pero también la más atractiva y divertida, de la Biblia. Le perjudica empezar con uno de los plagios más descarados de la historia de la literatura. Algunos dirán que no es plagio sino homenaje, pero vamos, no me jodas, que algunas de las escenas más potentes de tu novela ni siquiera sean tuyas avergonzaría a cualquier escritor.

Empecemos por el principio. Para el que no lo sepa (no te rías, todo el mundo conoce la Biblia, pero pocos se la han zampado entera, y muchos desconocen la variedad de su contenido), el AT se compone de treinta y nueve libros de muy diferente origen y estilo. El primero, que sí conoce todo el mundo, es el libro del Génesis, y todavía es objeto de debate en países desconcertantes como Estados Unidos, donde algún sector de la población cree a pies juntillas que lo que ahí se dice es literalmente verdad; lo que no deja de parecerme enternecedor, como el niño que insiste en creer en los Reyes Magos a pesar de que sus compañeros de clase, esos pequeños bastardos, ya le han dicho que son los padres.

El Génesis es, a grandes rasgos, un compendio de leyendas mesopotámicas que algún listillo se agenció como propias, seguramente sin imaginar la que se iba a liar en el futuro con el librito de los cojones. Muchas se conservan escritas desde cerca de un milenio antes de que se redactara el Génesis: los mitos de una

divinidad creando a un hombre con barro aparecen —como acabamos de ver— en el poema de Gilgamesh y en otras tablillas del momento, y lo mismo sucede con el famoso diluvio universal. El asunto del diluvio posiblemente sea el que levantó la liebre en el siempre turbio asunto de la originalidad e inspiración de la Biblia. En el poema de Gilgamesh, nuestro amado héroe mesopotámico viaja en busca de Utnapishtim. ¿Y quién es Utnapishtim? Bueno, resulta que en aquella época —unos mil años antes de que el que redactó el Génesis aprendiera a escribir— la humanidad hacía demasiado ruido para el gusto de los dioses sumerios. Estos se dedicaron a lanzar plagas y horror y muerte por todo el mundo, pero los hombres eran tenaces y se reproducían más que los conejos, de modo que, antes de darte cuenta, ya tenías a otro millar colonizando márgenes de ríos y dándose palos y estacazos por un quítame allá esa figurita de bronce. Hartos, los dioses sumerios decidieron lanzar un diluvio que los ahogara a todos. Pero había un dios compasivo que no estaba del todo de acuerdo con el asunto del exterminio de la especie humana. Como tenía prohibido avisar a los hombres, nuestro Oskar Schindler sumerio jugó al despiste: se dedicó a explicarle lo que se avecinaba a una valla de juncos, junto a la cual pasaba casualmente Utnapishtim. Cuando uno va caminando por la calle y se encuentra a un dios sumerio en cuclillas hablando con una pared, lo lógico es avisar a la policía, pero Utnapishtim supo ver más allá y siguió las instrucciones precisas, entre las cuales estaba, alerta, «construir un arca y meter dentro semillas y una pareja de cada animal». Diluvió y diluvió y subieron las aguas, y después de no sé cuanto tiempo navegando por ahí, Utnapishtim soltó un par de pajarillos que jamás volvieron. Luego soltó un cuervo que encontró tierra, y fin del problema.

Supongo que el redactor/compilador del Génesis pensó: «Si esta historia es buena y en este valle no la conocen…, ¿para qué me voy a inventar una que sea peor?».

Así que el Gilgamesh es la fuente principal del bíblico diluvio universal, cuyo protagonista en esta ocasión es el archiconocido Noé. Personaje, por cierto, detestable. La gente suele quedarse viendo la función más o menos hasta la escena en que Noé suelta la palomita y esta vuelve con una rama de olivo, pero hay mucho más si sigues leyendo. Por ejemplo, el hecho de que al desembar-

car, y tras ofrecer los correspondientes sacrificios a Yahvé, lo primero que hace Noé es plantar una vid, recoger la uva, fermentarla y pillar una cogorza de cojones. Imagino que el buen hombre debía de estar ya al borde del delírium trémens después de semanas encerrado en la barcaza sin una triste jarra de vino peleón que echarse al buche, así que lo vemos aplicándose de lo lindo en el huerto. El resultado de esa primera borrachera posdiluviana es que queda inconsciente en el suelo, totalmente desnudo. ¿Qué hacía bebiendo desnudo el último hombre vivo sobre la faz de la tierra? Sabe Dios. En todo caso, uno de sus hijos, Cam, lo ve, y corriendo se lo va a contar a sus hermanos Sem y Japhet. «Venid, venid, que el papa se ha desmayao de tanto beber y está en bolingas, verás qué risas», debió de decirles. ¡Y porque aún no existía el Facebook! Pero Sem y Japhet eran unos santurrones y les pareció mal eso de reírse de su padre. Así que, en un alarde de rectitud moral, se echaron unas capas sobre los hombros y fueron hacia Noé andando de espaldas para no verlo. Menos mal que no lo pisaron. Cuando llegaron hasta él, lo cubrieron con sus capas y se fueron, muy dignos ellos. Dignos pero chivatos, porque cuando Noé despertó con el cerebro embotado, poco tardaron en explicarle que Cam le había visto en cueros. Y Noé, que sería un padre amantísimo, pero que estaba en plena resaca, condenó a Cam a ser… ¡esclavo de los esclavos de sus hermanos! Los pedagogos de hoy en día ya le habrían puesto ocho denuncias por maltrato psicológico. Solo que en este caso sí que tendrían razón.

Queda muchísimo aún por explicar del AT, pero quiero insistir en esta historia y en esta imagen: la vida ha sido aniquilada por un diluvio mortífero. Nada queda, todo ha sido destruido. Entonces, lejos, en una isla desierta, percibes movimiento. Te acercas y ves lo siguiente: un barco encallado, un hombre borracho desnudo durmiendo la mona, un chaval partiéndose de risa y dos gilipollas con unas capas haciendo el moonwalk rodeados de animales salvajes. Parece el inicio de un chiste de Lepe, pero es uno de los primeros capítulos de la Biblia. ¿Es o no una forma genial de empezar un libro?

Después del Génesis, viene el Éxodo. Dicen que segundas partes nunca fueron buenas, pero esta segunda parte no está nada mal.

En sí, el hilo argumental no es gran cosa: un grupo de gente vive oprimida, se rebelan, se largan y viven mil aventuras en la campiña hasta que llegan a la tierra prometida. Un argumento así lo hemos visto cientos de veces, solo que claro… este es el primero.

Del Éxodo aprendemos muchísimas cosas, como, por ejemplo, que la civilización egipcia desapareció porque sus reyes eran unos cabrones inútiles. En este libro no se nombra a ningún faraón en concreto, sino que se le llama por su título: Faraón. En algunas deliciosas ediciones antiguas de la Biblia, aún lo encontraréis escrito como «Pharaón». A mí esto me encanta, parece que estemos hablando de un luchador de wrestling, como Batista, Undertaker o Los Sacamantecas: «Y a Pharaón se le endureció el corazón… ¡para, acto seguido, cargar contra Moisés y hacerle un Spinebuster!».

La acción se desencadena cuando Dios se le aparece a Moisés como una zarza ardiendo. Que, si te paras a pensarlo, como aparición no es gran cosa. ¿Te imaginas a un bromista acuclillado detrás de la zarza haciéndose pasar por Yahvé? El más cachondo de todo el valle del Nilo. Se supone que la aparición era espectacular porque la zarza nunca acababa de quemarse, lo que impresionó muchísimo a Moisés. Dios le pide a Moisés que libere al pueblo israelita del poder del faraón, e incluso le regala una vara que se transforma en serpiente. Pero Moisés se acojona porque eso de hablar no se le da muy bien. Dios se enoja. Y con razón. Pero para que Moisés deje de quejarse, le pone a Aarón como interlocutor ante el público. De ahí que Moisés sea hoy día patrón de los futbolistas: estamos ante un tipo con fama y capacidad de hacer cosas sorprendentes, pero que apenas sabe hablar y que tiene que usar a un agente para todas las negociaciones.

Armado con su vara y con Aarón, Moisés da inicio a una serie de charlas con el faraón que ponen de relieve dos cosas: en primer lugar, que Dios no se anda con chiquitas y, en segundo lugar, que el faraón es estúpido. El juego es como sigue: Moisés hace un milagro, generalmente terrible, y el faraón no se lo cree. Llama a sus magos, que hacen cosas parecidas, se le «endurece el corazón» y decide putear aún más a los judíos. Y así una y otra vez durante decenas de capítulos. El nivel de horror crece de forma exponencial. Al principio Moisés se limita a transformar una vara en serpiente, o a convertir en sangre el agua del río —que

solo eso a mí ya me habría hecho liberar hasta al último judío que tuviera esclavizado haciendo pirámides—, pero pronto la cosa se pone muy seria y Dios envía plagas terribles, granizo, ranas, langostas, enfermedades y decadencia general. En apenas un mes deja Egipto hecho unos zorros (se diría que a día de hoy, aún están intentando recuperarse del destrozo que les hizo Moisés), hasta que, viendo que el faraón no cede, Dios echa el resto: acabará con todos los primogénitos no judíos que haya en el reino. Y el faraón, en un alarde de buen gobernante, decide ignorar a Dios a pesar de lo que le ha visto hacer antes.

Bueno, después de la mortandad generalizada de críos, el faraón decide que vale, que se vayan a tomar por culo ya, que no quiere ni verlos. Pero en un último arranque de genio cambia de opinión, prepara al ejército —que lo debía de tener allí a mano— y sale en busca de los judíos, que en un momento se habían plantado a orillas del mar Rojo. En lo que se ha convertido en una de las escenas más conocidas de la Biblia, Moisés separa las aguas del mar Rojo, los israelitas cruzan sin problemas y, cuando los egipcios van tras ellos, las aguas se cierran ahogándolos a todos. Lo cual en Egipto deberían haber entendido no tanto como una afrenta sino como una advertencia: miles de años después, los egipcios harían otra intentona contra los israelíes, y otra vez, otro Moisés (Moshe Dayán, el simpático general con aspecto de pirata de la guerra de los Seis Días) les haría lo mismo que siglos antes les había hecho el mar Rojo: machacarles el ejército. Pero, como ya hemos visto con el Faraón, los gobernantes egipcios no son dados a reconocer las advertencias.

El resto del libro pierde muchísimo fuelle. Solo vemos a unos israelitas caminando por el desierto sin mucha idea de nada, quejándose siempre y dándole por saco a Moisés…, que digo yo… ¿cómo es posible que veas a tu líder enviar plagas y separar un mar en dos mitades y sigas dudando de su capacidad? El pobre Moisés sería capaz de ganar la Champions League y al año siguiente recibir una pitada en la primera jornada de Liga por jugar aburrido en casa. En fin, ocurren muchas otras cosas que recordamos por las películas, como la caída del maná o la entrega de los Diez Mandamientos. Esa escena tiene guasa también, por cierto. Ponte en la piel de Moisés: te has dejado el pellejo para liberar a esta gente, has masacrado a miles de egipcios, incluidos

mujeres y niños, has separado el mar Rojo… y, en cuanto los dejas solos un par de días para que Dios te dicte cuatro directrices sobre buen gusto y modales, resulta que a tu gente le ha parecido muchísimo más inteligente inventarse un ídolo con forma de borrego. Cojones, bien hecho: seguro que un borrego hecho de bisutería da mejor resultado que un dios al que has visto lanzar siete plagas terribles.

En todo caso, recibirán lo que se merecen: después de vagar años por el desierto, no podrán pisar la Tierra Prometida. ¡Que se jodan! Solo me entristece que Moisés también está incluido en esta prohibición. Dios se enfadó con él porque, en cierta ocasión, ayudó a que Moisés consiguiera hacer brotar agua de una roca, y al pobre se le ocurrió ponerse un poco gallito, en plan «¿Veis lo que puedo hacer? ¡Aquí no me chista ni mi madre!». Esa chulería temporal irritó muchísimo a Yahvé, que le condenó, como a los demás, a ver la Tierra Prometida pero jamás pisarla. Que me perdonen los creyentes, pero reconocerás que aquí Dios se porta como un cabrón. La actitud general de los israelitas durante la travesía del desierto era para que cualquiera perdiera los nervios, no me parece tan grave que el bueno de Moisés se pusiese chulo por una vez. Pero Dios tiene estas cosas. Es como cuando le gasta a Abraham la mala pasada de ordenarle que sacrifique a su hijo para en el último momento decirle que es una broma. Sencillamente, hay cosas que son de mal gusto. Dejar sin recompensa al único que se lo ha currado de verdad durante todo el libro del Éxodo solo por un pequeño momento de duda me parece una marranada.

Hay otros ejemplos de mal gusto divino a lo largo del AT. Quizá el más flagrante sea el del Libro de Job. Job era un tipo afortunado: tenía bienes, riqueza, una familia extensa y saludable, y encima era buen chaval, justo, generoso y temeroso de Dios. Entonces, un día Satanás se pica con Yahvé con respecto a Job. «Es muy fácil adorar a Dios cuando todo te va bien», le viene a decir, y ya la tenemos liada. Porque en realidad, nada hay más fácil que picar a Yahvé. De repente, grandes desgracias asolan al pobre Job: se le queman los pastos, los cacos le birlan el ganado, sus camellos se mueren, y un huracán destruye la casa donde sus hijos comían, y los aplasta, a los diez (siete hijos y tres hijas tenía), como si fueran vulgares cucarachas. Job aguanta como un

campeón y sigue adorando a Dios como si tal cosa, así que en el cielo tensan un poquillo más la cuerda, echándole encima a Job unas pústulas horribles. Como nadie le quiere, se va a vivir a un estercolero, donde vienen tres amigos suyos a consolarlo. Pero todos conocemos a ese tipo de «amigos»: son aquellos que solo vienen a verte cuando estás mal, con el pretexto de ofrecerte su apoyo, pero que, a la que te descuidas, no dejan de echarte en cara que, en el fondo, la culpa de todo lo que ha pasado es tuya. Bueno, esos tres amigos se pasan el resto del libro metiéndose con Job, acusándolo de todo lo que se les ocurre, hasta que ya hacia el final baja Dios muy cabreado y los manda al carajo. Y de paso, se permite echarle una leve bronca a Job por haberse quejado de sus desgracias. Luego, supongo que ante un Job atónito por la desfachatez, le devuelve magnánimo todo lo que tenía antes multiplicado por dos.

Padres de la Iglesia, exégetas judíos, y mucha otra gente habrá rebuscado y comentado el significado último de este texto, y aunque puedes darle las vueltas que quieras en función de qué mensaje moral, ritual o espiritual estés buscando, a mí el libro de Job solo me hace pensar en una cosa: en Dios y el diablo jugando a ver quién mea más lejos con la vida de un pobre cabrón.

Podríamos seguir a fondo con el AT, pero no íbamos a acabar nunca. Están los libros históricos, divertidos por su violencia militar, como vemos en las batallas que se libran en la Tierra Prometida. En Reyes I encontramos, por ejemplo, la figura del rey David, una figura «creciente»: empieza como un enanito que derrota a Goliath y acaba siendo un gran mamón que envía a uno de sus mejores hombres (Urías) a una batalla suicida para birlarle a su mujer (Betsabé…, que tampoco dice nada al respecto). Dios, como siempre, al hilo de todo, le maldice por su impiedad con la muerte del hijo que ha engendrado con Betsabé. David, después de unos días de lamentos y ayunos, demuestra que ese castigo le importa bien poco, ya que, como todos los reyes del mundo saben, ¿qué problema hay con perder a un heredero si puedes engendrar otro? El resultado de todo esto es un nuevo vástago llamado Salomón. Figura que ha pasado a la historia por la «sabiduría» de su famoso juicio. Aunque seamos sinceros: si hoy en día un juez decidiera partir por la mitad a un niño vivo en un caso de custodia, ¿alguien le tacharía de «sabio»? Aunque se

This article is from: