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Prólogo
Literatura: (Del lat. litteratu¯ra). 1. f. Arte que emplea como medio de expresión una lengua. 2. f. Conjunto de las producciones literarias de una nación, de una época o de un género.
Esto, según la Real Academia Española. Que si lo dice la RAE, es que es verdad. Como que «whisky» se escribe «güisqui». Aunque suene como si vivieras dentro de un tebeo de Mortadelo y Filemón.
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Literatura, decía. Vaya historia. Para muchísima gente, la literatura es parte esencial y fundamental de la vida. Ya no por todos los que vivimos del ramo: escritores, correctores, traductores, agentes, editores, publicistas, libreros, cretinos, comerciales, distribuidores, almaceneros, reponedores, cajeros, periodistas…; ay, coño, si te paras a pensarlo, parece que viva más gente de esto que del mercado inmobiliario. Claro que ahora mismo casi nadie vive del mercado inmobiliario. En fin, que somos muchos, decía, los que vivimos de la iteratura; incluido un servidor, que iba para historiador y acabó haciéndose librero. Y de todos estos, somos bastantes los que la amamos. Seguro que tú también tienes alguna experiencia al respecto. Aquel libro que te confortó tras aquella ruptura, lo que leías aquel verano cojonudo, o lo afortunadamente aburrido que era ese autor, tanto que levantaste la vista y viste ese par de piernas, ¡oh, sí! Cuántos culos, cuántos torsos musculosos, cuánto escote de vértigo hemos podido contemplar gracias a Los pilares de la tierra, libro que todos hemos leído, y cuyas descripciones catedralicias casi todos nos hemos saltado.
Sí, para muchos de nosotros, la literatura es parte de la vida, de la misma forma que puede serlo comer, respirar o echar un polvo.
Luego están los que odian a muerte la literatura. No es culpa suya: seguramente algún profesor demente los obligó a leer algún capítulo del Quijote en ayunas, vacunándolos así contra la palabra escrita de por vida. Otros ni siquiera tienen un recuerdo traumático que los haya alejado de los libros. Sencillamente no les gusta leer. Que digo yo que también tendrán derecho. Según las últimas estadísticas, el 45 por ciento de la población adulta del país no se acerca a un libro ni bajo amenaza de muerte, y aunque estoy seguro de que a muchos se los podría enganchar con los autores adecuados, hay que asumir que cierta parte de la ciudadanía hace uso de su libertad para leer lo único que le apetece: nada en absoluto.
Pero los que disfrutamos con la literatura siempre tendemos a pensar que esa gente que no lee se está perdiendo algo chulísimo. Sé que esta idea es proselitista y peligrosa. Lo mismo pensaban los católicos en el siglo v, cuando empezaron a cristianizar a hostias a todo el mundo, y mira la que liaron.
No ayuda el hecho de que todo el ambiente que rodea la literatura suela ser un auténtico peñazo. Es todo como muy académico, muy aburrido, muy «cuidado, que soy escritor». Severos hombres de letras miran por encima de sus gafas mientras explican la sensación ectoplasmática de crear un libro; críticos pedantes le dan a una novela de polis y putas unas connotaciones sociopolíticas que no se le habían pasado por la cabeza ni al propio autor. Es un ambiente muy esnob, muy elitista, «la gente guay es la gente que lee», y si no lees, es que solo miras la televisión, el fútbol…
Se olvidan aquí de tres hechos contrastados.
Primero: que no hay nada intrínsecamente malo en ver la tele o el fútbol.
Segundo: que la gente que lee también ve partidos de fútbol e incluso (¡sorpresa!) se cabrean cuando pierde su equipo.
Tercero: que los escritores no suelen tener nada de serio ni de aburrido. No, de verdad. La literatura solo es aburrida en el colegio y, si me apuras, hasta en la universidad, pero si te zambulles en serio, si husmeas en este o aquel género, o te preguntas por la vida de este o aquel escritor, resulta que entras en un submundo más jodido que Gran Hermano, con un Cervantes estafador, un Defoe fugitivo de la justicia o un Alejandro Dumas con la picha siempre fuera de los pantalones.
Quizá haya gente que crea que el humor lo inventaron los de Paramount Comedy, pero lo cierto es que puedes coger cualquier novela de los años treinta y mearte de risa. Maldita sea, puedes leerte una condenada saga escandinava del siglo xii y tener que contener una carcajada de asombro y desconcierto mientras unos vikingos salvajes se matan a hachazos unos a otros cantando canciones. Sí, amigo: hasta la misma épica no es más que un enorme chiste, si sabes cómo leerla.
Así las cosas, hablando con mi editor, se nos ocurrió que podría ofrecer una nueva visión de la historia de la literatura que no fuera el habitual coñazo de clasificación taxonómica, sino más bien un repaso a los aspectos más sórdidos, torcidos, desviados e interesantes del mundo de las letras. El resultado es este libro que tienes entre manos.
Comprobarás que faltan muchísimas obras. Me circunscribo en general a la literatura occidental, porque la oriental conforma un canon tan amplio y heterogéneo que no acabaría el libro ni en cinco años (y me duele no hablar de ella, porque Mishima era un crack que tanto podía posar desnudo como hacerse el harakiri, y con Haruki Murakami hay para escribir ocho capítulos). E incluso quedándome solo con la literatura occidental, algún purista se llevará las manos a la cabeza y dirá: «Pero ¡¿cómo es posible que se haya dejado el [obra importante para el purista]?!». Pues me lo habré dejado por aburrimiento. O por desconocimiento. O porque me ha venido en gana. Vete a saber. Tómatelo con calma, en todo caso, porque esto no es una clase magistral, sino un rato agradable entre amigos hablando de literatura. ¿Ok?
Pues nada, que te diviertas.