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por las calles de Madrid
en que se dedicara a algo útil. Pero Ovidio no podía dejar de rimar y versar y crear. Así era él: un espíritu libre, enamorado de la vida y del amor. Un gandul, vaya. Pero tuvo suerte: su hermano mayor murió y su padre también, así que de bien jovencito se vio ya en posesión de una fortuna y sin nadie que le tocara los huevos. En estas condiciones, Ovidio se dedicó a escribir todo lo que le pasaba por la cabeza, sobre todo poemas románticos. Claro. Porque todo joven que quiera ser escritor debe escribir poesía amorosa. Parece un requisito indispensable, como la propensión al robo para ser político en España. En fin, por ahí despuntó Ovidio —no en la sisa, sino en el amor—, y el caso es que creó el primer manual de autoayuda de la historia con su Ars Amandi. Sin embargo, y pese a los utilísimos (para un romano) consejos sobre cómo conquistar a una mujer, le falta ese punto de malicia y desvergüenza que luego encontraremos en la Edad Media. Época, por cierto, que veneró a Ovidio por obras como Las metamorfosis, que vienen a ser como la Biblia o el Silmarilion pero en el panteón grecorromano. Y aquí sí que uso la palabra «grecorromano» porque es justo eso: la mitología griega recopilada de forma masiva, tamizada y repintada con cierto estilo latino, y, lo peor de todo… ¡culminada con Julio César! Lo cual es una chunguez imperdonable. Es como si yo me pongo a recopilar la mitología ibérica y pongo como dios final a Juan Carlos I. Claro que Julio César conquistó media Europa y Juan Carlos no ha conquistado un carajo, pero ya me entendéis. El caso es que ni siquiera este despreciable y pelotillero colofón a una obra tan magna evitó que Augusto (sobrino del mentado Julio César) le mandara a freír espárragos, desterrándolo a una casa solariega perdida en medio de la actual Rumanía. Tierra de la que nunca volvió, a pesar de pasarse sus últimos años de vida escribiendo cartas y poemas en los que suplicaba clemencia. Un final un tanto patético para un autor que apuntaba maneras, pero no puedes esperar más de un niño de papá.
Resumiendo: que, salvo por cuatro contadas excepciones, lo único que la literatura puede agradecerle al Imperio romano es su expansión por todo el viejo Occidente: de su caída nacería la Edad Media, que, como todo el mundo sabe, fue una de las épocas más divertidas y con una literatura más brillante de toda la historia de la humanidad.
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