5 minute read
Promotores del empanamiento
planteándose gravísimos dilemas morales e intelectuales con la mirada perdida, pero lo cierto es que, cuando no estaban en guerra unos con otros o contra los persas, los griegos sabían ser tan cachondos como el que más. Prueba de ello es el insigne Aristófanes, autor de decenas de obras cómicas, como Las nubes, en la que, entre otras cosas, inventa el famoso gesto de mostrarle a alguien el dedo corazón; Lisístrata, en la que las mujeres de Atenas hacen una huelga de «piernas cerradas» amenazando a sus maridos con no echar un polvo hasta que dejen de guerrear; y muchas otras, donde se ríe de lo primero que se le ocurre (filósofos, políticos, soldados) en un combo mortífero de burlas crueles, chistes de pedos, humor rural y parodias estilo Mel Brooks.
Promotores del empanamiento
Advertisement
Pero la literatura griega no acaba con el teatro y la épica. Es mucho más. Por ejemplo, los helenos inventaron un par de disciplinas que hoy se han convertido en carreras universitarias en las que se cobijan centenares de soñadores, empanados, perdidos y vagos, y lo sé porque yo he pasado por ellas: me refiero a la filosofía y a la historia.
La historia es una especialidad basada en el rencor y el no ponerse nunca de acuerdo. Si un grupo de historiadores tira de positivismo (escuela historiográfica para la que priman los hechos puntuales demostrados e inequívocos) entonces vienen los de los Annales y te joroban la fiesta con su historia social y la utilización de paparruchas como la antropología o la… ¡psicología! Si algunos autores hacen una historia de la guerra civil española dejando a los franquistas hechos unos zorros…, no te preocupes, que enseguida vendrán otros especialistas a hablar de la maldad inherente a lo republicano. Los historiadores hemos demostrado desde siempre nuestra total incapacidad para abordar la historia con un poquito de ecuanimidad y sentido común, y en cuanto alguno hace algo bien, enseguida viene otro a chafar su trabajo con alegría y desparpajo. Y esto lo aprendimos, sin duda, de nuestros maestros griegos, Tucídides y Heródoto.
Siguiendo una línea cronológica, se diría que Heródoto fue el pionero, no solo en la labor de transcribir la historia y las cos-
tumbres de los pueblos, sino también en la bonita especialidad de inventárselos. A lo largo de nueve interminables libros, desmenuza la estructura y los acontecimientos de la antigüedad remota entorno al Mediterráneo y más allá, basándose en relatos orales y en casi ningún dato fiable. Él mismo lo reconoce y advierte al lector que no se crea ni la mitad de lo explicado. Muchos dirán que eso es pegarle una patada en las costillas a su propia credibilidad, pero a mí me parece cojonudo que alguien afirme abiertamente que está soltando trolas como castillos. Ojalá hicieran eso en las campañas electorales.
En fin, todo el mundo alabó a Heródoto hasta la saciedad, pero entonces llegó Tucídides y se le acabó el percal. Tucídides se reía de Heródoto por fullero, y decidió que para eso de la historia había que ser veraz y conseguir fuentes de primera mano. Y como aún no se había inventado la datación por carbono 14, pues optó por escribir la historia de su presente, y así no había posibilidad de error. La obra de Tucídides se llama Historia de la guerra del Peloponeso y nos cuenta, pues eso, la guerra del Peloponeso. Conflicto en el que participó el mismo Tucídides como estratega hasta que le desterraron por inútil, momento en el que se puso a escribir. Y no escribía mal: la verdad es que la Historia de la guerra del Peloponeso tiene un tono de tensión dramática nada desdeñable, de forma que podemos afirmar que el dueto Heródoto-Tucídides fue también el inventor de la novela histórica. El segundo por el tono, y el primero por las toneladas de ficción.
En cuanto a la filosofía, qué puedo decir, hasta los norteamericanos, que en general ven el Mediterráneo como otra república bananera, aman a los filósofos griegos. Sócrates era un señor muy elegante que se bebió un chupito de cianuro por corruptor y descreído peligroso. Y su discípulo, Platón, es lo más pesado que se ha visto nunca en Occidente.
Todo el mundo está fascinado con Platón. Platón es la bomba, en serio. Yo estudié historia, pero en el mismo edificio estaba la Facultad de Filosofía y un día me pasé por ahí a cotillear. ¡Jesucristo! ¿De qué coño estaba hablando toda esa gente? Tengo la sensación de que, en realidad, muchos estudiantes de filosofía no se enteran de nada de lo que explican pero, para no quedar mal,
callan y asienten gravemente. Esto es importante, la apariencia reflexiva. Luego ibas a la cafetería común y ahí los tenías. Los proyectos de filósofo. Mirando su café con leche en silencio, confundidos, preguntándose qué estaban haciendo en ese edificio y cómo se ganarían la vida luego, en los años futuros, cuando el duro mercado laboral masticara sus desechos y sus ilusiones. También estaban los activos, por así decirlo. En la cafetería de la facultad, una mesa de activos se distinguía del resto por sus teorías políticas y su vociferación deliberada. Solía estar habitada por historiadores de palabra proactiva, es decir, de esos que ven que el mundo está fatal y lo denuncian valientemente, haciendo uso de su libertad de expresión, pero que en realidad solo parlotean y, como mucho, montan caceroladas y manifestaciones surrealistas a las que solo van colgados como ellos. Y, en esas mesas, siempre había algún estudiante de filosofía mentando a Platón. ¿Qué tenía que ver Platón con la segunda guerra de Irak? Pues nada en absoluto, pero a ellos les daba igual, lo importante era nombrarlo.
Como esto no es una historia torcida de la filosofía (por suerte; podría ser terrible un libro así) no pienso explayarme en teorías platónicas que ni siquiera comprendo, pero es correcto mentarlo como literato debido a que fue un precursor de la novela dialogada. Sus obras más famosas son los llamados Diálogos, que se caracterizan en realidad por ser monólogos. Sí, amigo, todos los personajes interlocutores que inventaba Platón tenían la función exclusiva de darle la razón de forma servil y miserable. La estructura de muchas de sus obras es más o menos como sigue: por ahí camina Platón, haciéndose llamar Sócrates en honor a su maestro, cuando se cruza con un par de dicharacheros griegos. Les pregunta a dónde van y de qué mozos están enamorados, y a la menor excusa se pone a divagar sobre la esencia de las cosas mientras ellos responden: «Sí, maestro» o «Efectivamente». Imagino que para un griego debía de ser horrible encontrarse a Platón por la calle: —Joder, Parménides, mira quién viene hacia nosotros. —¿Es Platón? ¡Mierda! —Nos ha visto, ya no podemos huir. Oye, ¿tú fingías bien los ataques epilépticos?
Ahí tienes la literatura griega: héroes tramposos, filósofos ególatras, teatro desquiciado.