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Un viaje sin fin
ILSE ALEJANDRA MOLINA ZEA
La historia que voy a contar quizá parezca común, quizá parezca que a muchas personas les ha pasado, sin embargo, me gusta pensar que soy afortunada y he experimentado ese sentimiento de amor y calidez.
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Fue en verano cuando lo conocí a Pepe, cuando los árboles se están quedando sin hojas y cuando el viento aparece las hojas de caen amarillentas y rojizas crujiendo al pasar por encima de ellas. Fue cuando hablé por primera vez con él, ahí sentada en una parada de tren viendo pasar los automóviles y gente siempre apresurada por llegar a sus destinos, fue ahí cuando llegó un hombre de estatura media, con el cabello rizado y los ojos enormes como si fueran de un mirikina. Una aventura se aproximaba, algo diferente algo fuera de lo que ya conocía. En ese momento pensé que ese hombre sería algo pasajero porque nunca pensé en enamorarme ya que era joven y nunca me había abierto a algo nuevo algo que dejara ese toque especial en mí, sin embargo, pasó. Al salir con él en los primeros días no era para nada diferente, ya sabes, salidas cotidianas como el cine, la comida, un bar, un café y platicas que teníamos en común; aun me pregunto cómo es que llegas a pensar que tienes cosas en común con una persona sólo porque te gusta. A medida que va pasando el tiempo la gente cambia, todo se transforma nunca somos los mismos, pero él comprendió el cambio y siempre se abrió a nuevas experiencias.
Recuerdo que en mi último cumpleaños de adolescente era una rebelde como la mayoría de los jóvenes, me gustaba la música de los sesentas y la vida relajada, ese año viajamos lejos a 14 horas en un camión chimeco de Boulevard Puerto Aéreo,
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en el cual viajamos incómodos en unos lugares muy estrechos en la parte de adelante del camión que aún recuerdo era de color amarillo, en ese camión viajamos con maletas improvisadas con tres mudas de ropa. Llegamos a un lugar desconocido para ambos, todos nos observaban como si fuésemos unos extraños, era un lugar muy bonito, pero lejos del pueblo vecino, el lugar se llama Juchitán de Zaragoza, un pueblo con las casas pintadas de blanco y murales en las paredes más grandes, la comida era orgánica, la gente dormía en hamacas y no porque no pudieran comprar una cama, sino porque la gente estaba cómoda durmiendo en hamacas.
El día que nos quedamos juntos fue porque acampamos en la playa y estaba una enorme media luna enfrente de nosotros que reflejaba en el agua, eso sí, el viento estaba soplando con furia ya que los granos de arena nos golpeaban en todo el cuerpo lo cual fue imposible para nosotros quedarnos a ver la luna y el vacío inmenso del océano.
Nunca habíamos acampado en la playa, con música en vivo con gente bailando alrededor, la felicidad nos rodeaba y tristemente el tiempo pasó más rápido que vimos el amanecer. En nuestra locura nos subimos a una lancha de pescadores muy austera llena de pescados y las gaviotas nos empezaron a seguir hasta casi picotearnos, fue muy gracioso ver cómo estábamos rodeados de aquellas aves.
Aquella experiencia fue la primera que nos hizo dar cuenta que conocer nuevos lugares nos llevaría a nuevas y mejores experiencias. Entre pueblos mágicos, donde comíamos insectos, probamos comida y bebidas mejores que las anteriores; entre playas, pirámides, cenotes, peñas, bosques y ciudades nos llevó a tener una experiencia multicultural y extender nuestros horizontes para percatarnos que existen diferentes formas de ver el mundo, así como darnos cuenta de que compartimos similitudes en los valores culturales.
Sin embargo, salir del círculo de confort siempre fue algo difícil para ambos, pero en especial para mí, ya que al ser mujer no me permitía recorrer más kilómetros sin hacer enojar a mis padres. No obstante, la forma en la que él me hizo aprender a
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soltarme de aquella situación hizo que la forma de ver vida fuese diferente, porque ponerme a pensar sobre la autonomía del ser fue algo que cambió radicalmente mi vida.
No quiero parecer melosa o cursi, pero gracias a que él pude cambiar ciertos comportamientos que abrieron mi manera de pensar, de esa manera nos convertimos en una persona que define a otra como compañero y así ambos nos sentimos comprometidos al ser conscientes de que estamos el uno para el otro.
Nuestra relación de pareja es una de las experiencias más gratificantes para nosotros, debido al compromiso, el romance y el amor que nos han llevado a demostrar que somos humanos y como éstos también nos podemos sentir vulnerables, tristes, enojados y rotos, sin embargo el amor para mí es como el estado de éxtasis y a la vez de moderada frustración el cual me lleva más allá de lo material en mi experimentación de algo admirando su belleza. Es por eso que el amor me lleva a un camino sin fin, porque al entenderlo puedo comprender su esencia misma; así, pues a pesar de que incluye su belleza también viene consigo la fragilidad de las emociones de nuestra naturaleza humana.
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