Cuadernos Hispanoamericanos. Número 852. (Junio 2021)

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Marta Agudo Sacrificio Bartleby, Madrid, 2021 70 páginas, 13.00 €

Las sílabas del daño Por ESTHER RAMÓN ¿Qué tienen en común Frankenstein y el Minotauro? En primer lugar, a los dos se les denomina monstruos: aquellos que, etimológicamente, «muestran» una advertencia de la fuerza creadora –también llamada Dios– a la humanidad y constituyen, por tanto, una amenaza en forma de excepción biológica. Comparten asimismo un origen híbrido, entre animal y humano, fruto del cruce contra natura de un hermoso toro y de Pasífae en el caso del Minotauro y de las espurias labores científicas de Victor Frankenstein, que utiliza cadáveres humanos pero también de animales para conformar a su «criatura». Ambos son individuos únicos, están solos y enfadados y vierten su ira y su hambre de manera destructiva contra las víctimas, a las que devoran o aniquilan sin piedad.

Por otra parte, tanto uno como otro se encuentran desplazados o despojados de sus nombres y son comúnmente conocidos por el de sus progenitores: de manera directa en el caso de Frankenstein y más compleja en el caso del Minotauro, que en realidad se llama Asterión. Muestran así, en el imaginario colectivo, una hibridación parental –y patriarcal– entre hombre y bestia que opera en el lenguaje, dejando fuera a Pasífae y dotando de protagonismo al rey Minos, que parece indicar que la paternidad en este caso pasa también por ocultar, aplacar y alimentar secretamente al monstruo, con un impulso inclemente. De manera periódica, nos dice el mito, Minos enviaba a siete jóvenes y siete doncellas atenienses, escogidos de forma arbitraria, al laberinto en el que habitaba aprisionado el

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