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EL RUIDO, LA VELOCIDAD Y LA REPETICIÓN Sobre la condición obrera
audiovisual
Marta Azparren
Septiembre de 2021
“Crec que es tractava d’això, de que no penséssim”1 Lidia Ortega, extrabajadora de fábrica textil
Fábrica de productos fotográficos, 1897: se está rodando la que será la primera secuencia proyectada de la historia del cine. Un portón grande a la derecha y una puerta más pequeña a la izquierda enmarcan la salida de los trabajadores, algo más de cien y, en su mayoría, mujeres. Como prueban las tres versiones que los hermanos Lumière hacen de esta escena, no se trata del registro de una salida espontánea después de una jornada de trabajo, sino que las y los obreros “representan” dicha salida siguiendo, probablemente, instrucciones o repitiendo algunas pautas marcadas de antemano. Louis y Auguste Lumière son en ese momento los directores tanto de la película como de la fábrica, así que es lícito imaginarnos a ese centenar de empleados acatando aquellas instrucciones de movimiento ante la cámara con la misma disposición que otras relacionadas con su trabajo. Y aunque no conocemos el dato, podemos intuir también que no recibieron remuneración alguna por su participación en la breve película.
Fábrica de creación, 2020: «¿Y no tenemos a un artista que nos pueda hacer esto gratis?» Esta pregunta se formuló durante una reunión entre gestoras culturales en una antigua fábrica reconvertida en instalación cultural, en la que se trataban asuntos presupuestarios y, más en concreto, en relación a la creación de contenidos audiovisuales para redes sociales. Dicha pregunta se hizo estando sentadas también en aquella mesa dos artistas que en ese momento disfrutaban de la residencia de audiovisuales en dicha institución.
Entre estas dos escenas transcurre poco más de un siglo, que corresponde con el tiempo de historia de la producción de imágenes
1 «Creo que se trataba de eso, de que no pensásemos.» en movimiento. ¿Qué camino ha seguido la relación cámara/fábrica para que el/la artista/creador de imágenes haya pasado del lado de la dirección al lado del obrero de la industria cultural?
Antes de la invención del cine, en su semilla cronofotográfica, Charles Fremont, uno de los ayudantes de Marey, aplicó el análisis fotograma a fotograma del movimiento a la optimización del trabajo para calcular la trayectoria más eficaz del martillo del herrero. Gilbreth y Moller grabaron 76.200 metros de película de 35 milímetros colocando bombillas en las manos de operarios de fábrica y registrando, en unas imágenes tan poéticas como prácticas, las partituras de movimiento más eficaces para cada actividad. Las tecnologías que ayudaron a crear el cine contribuyeron al mismo tiempo a refinar la explotación del gesto repetido. Podría pensarse que el cine, desde su inicio e incluso antes, posicionó su cámara del lado de la mirada del patrón de la fábrica, del de la producción. Con los años la cámara iría girando sobre su eje para dirigirse al contraplano de aquella escena fundacional frente a la fábrica Lumière: la mirada hacia el trabajo.
«Ingrid Bergman estuvo un día en la fábrica y cuando ingresó apareció en su rostro una expresión de terror sagrado, como si estuviera entrando al infierno.»
Así describe el director Harun Farocki una escena de la película de Roberto Rossellini Europa 51; el momento preciso en que el personaje de Irene Girard, interpretado por Ingrid Bergman, mira hacia las puertas de la fábrica donde entrará para pasar una jornada completa de trabajo en cadena. Irene Girard es una mujer de la alta burguesía que, para ayudar a otra mujer en dificultades, ocupa su puesto de trabajo en la fábrica por un día. Lo que produce el horror en la mirada de Irene no es más que la contemplación de la gran boca de la fábrica como un demonio medieval engullendo cientos de trabajadores hacia el infierno de la repetición. La cámara/mirada del cine, con unos orígenes tan burgueses como los de Irene, accede por fin a la comprensión del infierno real de la repetición fordista.
Hito Steyerl nos señala que no es casual que la primera escena del cine sea una salida de una fábrica; para ella, el inicio del cine coincide simbólicamente con el del éxodo de los obreros fuera de los modos y espacios de producción industrial. La cámara ha acompañado desde entonces ese éxodo con diversos porcentajes de implicación. Con un recorrido casi similar al de Irene Girard desde su lujosa casa del centro hasta la periferia más extrema, la cámara ha transitado desde la mirada de los patronos Lumiere por todos los caminos posibles de la relación con la fábrica y el trabajo. Desde la mirada paternalista y compasiva hacia la explotación, pasando por el crudo realismo, hasta poco a poco ir cediendo a los trabajadores la autonomía de su propia representación. Después de la proyección de su película À bientôt, j’espère, Chris Marker reunió a los y las trabajadoras de la fábrica Rhodiaceta de Besançon que habían participado en el rodaje. La crítica reacción de los obreros hizo que Marker decidiera cederles el remontaje de la película y esti- mulase la creación de los Grupos Medvedkine, donde los trabajadores realizarían sus propios documentales y noticiarios. En Numax presenta, documental de Joachim Jordà de 1980, los y las obreras en huelga de la fábrica Numax destinan las últimas 600.000 pesetas de su caja de resistencia a la filmación de una película donde ellos mismos, como protagonistas, interpretarían el reenactment de sus jornadas de lucha. La fiesta final con la que concluyen a la vez la película y la huelga aparece como un cierre tan melancólico como simbólico del tiempo de ciertas luchas obreras, el final de la idea de proletariado y el comienzo de su representación.
Como levantando un último velo, la revolución feminista destapará también el denso bagaje del oculto trabajo doméstico. Chantal Akerman en Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles o Martha Rosler en Semiotics of the kitchen, como otras muchas, registrarán los infinitos bucles cotidianos de los gestos del cuidado. «Estos movimientos repetitivos de la fábrica hacían de tu vida una especie de espejo, repetir, repetir, repetir... La mujer antes que yo se dedicaba a la casa, entonces yo también...» nos dice Lidia Ortega, exobrera de fábrica textil en los años 70 en Barcelona: repetir un gesto es también repetir roles.
El particular descenso a los infiernos de la cámara acaba, por tanto, cediendo la mirada al explotado, al sujeto sufriente del gesto repetido. El/la obrera se convierte en cineasta, deviene artista. La película El aficionado, de Krzysztof Kieslowski, nos muestra esta transformación de un modo extremadamente lúcido. Un trabajador de una empresa que compra un tomavistas para grabar a su hija recién nacida termina convirtiéndose en director de cine amateur. La fascinación que le produce a Filip la capacidad de captar la realidad a su alrededor, de emocionar, de prolongar la memoria de los muertos, de denunciar... absorbe su vida a tiempo completo, alejándole de su familia y amigos. El descubrimiento de la “misión simbólica” de la producción de imaginario le hace despegarse de cualquier otra acción de su vida. En un acto final sublime, solo, en su casa ya vacía, dirige el objetivo de la cámara hacia su rostro como el cañón de una escopeta y dispara (shoot) para hacer de él mismo el sujeto de su observación y construir su propio relato.
Al espacio artístico, donde la obra está instalada.»
Hito Steyer l
La fábrica Lumière de la que salían los y las obreras de aquella primera película es ahora un museo del cine y el antiguo portón, transformado en puerta de acceso de cristal transparente, está decorado con un vini- lo del fotograma con las siluetas de los trabajadores. Aquellos obreros y obreras de Lyon vuelven ahora a la fábrica convertidos en objeto de contemplación. No solo la fábrica fordista se ha reconvertido en espacio de ocio cultural, sino que la propia industria cultural se convierte en museo de sí misma.
Hito Steyerl nos habla de un nuevo obrero espectador, aquel que al entrar en el museo comienza lo que ella denomina el “trabajo de montaje de la mirada”. Un montaje encadenado (postmontaje en cadena) realizado por el propio espectador que dota de sentido a la sucesión de estímulos/pantallas a los que le dirige el recorrido del espacio de exhibición. Los bisnietos de aquellos obreros de Lumière vuelven a agolparse en las puertas transparentes para entrar a las fábricas de la industria cultural y retomar de nuevo su antigua actividad, reconvertida en un ocio transformado.
En 1977, casi un siglo después de la escena de los Lumière, el mismo Rossellini, que había registrado la mirada de horror de Ingrid Bergman, dirige, en la que sería su última película, una secuencia visualmente muy similar. Un grupo de visitantes se agolpan expectantes para, en este caso, entrar en el recién inaugurado Centro Pompidou, un museo de arte contemporáneo diseñado con la apariencia de una enorme fábrica en el centro de París. En esta secuencia, algunos visitantes que van ingresando en el museo/fábrica, al que aún le faltan algunos últimos detalles sin terminar para la inauguración, se detienen a contemplar como una obra más del museo a unos operarios que sueldan algunas piezas. La iluminación especial para la inauguración y la colocación de los obreros en el centro de una sala circular, en un nivel inferior, les da a las acciones de su trabajo una extraña apariencia de representación teatral que atrapa la atención de los espectadores que deambulan por las salas.
En la arquitectura transparente de estética industrial del Centro Pompidou se inspiraron los diseñadores de La Fábrica Invisible de Volkswagen, inaugurada en diciembre de 2001, unos meses después del atentado a las Torres Gemelas. Se trata de una revolucionaria planta de montaje de automóviles, una gran nave acristalada, con suelo de parque canadiense, iluminación escénica y abierta a un público que observa admirado cómo operarios vestidos con guantes y monos de un blanco impoluto producen la fase final de modelos de lujo de la marca. En los textos publicitarios que anunciaban su apertura se menciona la fábrica como muestra del state of the art de la automoción, expresión inglesa que suele referirse al uso de la tecnología más puntera posible, pero que nos resuena, en su acepción más literal, como un auténtico estado del arte. La fábrica del primer mundo ha dejado de ser ese infierno opaco y siniestro que engullía a Irene Girard y se convierte en espectáculo performativo al que merece la pena asistir. No sería descabellado imaginar a ciertos espectadores visitando en la misma jornada y con idéntico interés la fábrica invisible de Volkswagen y la Kunsthause de la misma ciudad de Dresde.
¿Qué ha cambiado desde la mirada de horror de Ingrid Bergman a la mirada atenta de los espectadores de la Volkswagen? ¿Qué ha cambiado en la fábrica desde que sus obreros corrían hacia la salida a los performers de lujo de 2001? El movimiento, la dirección del deseo. Para el personaje de Irene Girard, Rossellini se inspiró en Simone Weil, que trabajó como obrera de taller durante los años 1934 y 1935; una experiencia que buscó para confrontar sus teorías sobre la condición obrera con la realidad. En su Diario de fábrica, donde mostraba con una minuciosidad extrema todos y cada uno de los procesos mecánicos de su trabajo y la degradación paulatina de sus sentimientos de dignidad, consciencia y estima propia por una actividad alienante, escribe sobre el deseo: «En la naturaleza humana no hay más fuente de energía para el esfuerzo que el deseo. El deseo es una orientación, un principio de movimiento hacia algo. El movimiento se dirige a un punto en el que no se está. Si el movimiento apenas comenzado se cierra sobre el punto de partida, se da vueltas como una ardilla en una jaula, como un condenado en una celda. Dar vueltas sin parar produce pronto desaliento.» Nada sería entonces más ajeno al deseo que el gesto repetido.
Pero en el postfordismo, nos dice Franco Befardi Bifo, la antigua producción industrial ha pasado a ser producción inmaterial, digital, semiocapitalista. La cadena de montaje del deseo se desplaza desde aquella eterna repetición industrial de la fábrica a la extrema diferencia, a la especialización creativa. La producción de valor está ahora en la diferencia, en la máxima individuación del semiotrabajo; el deseo se cuela en la autorrealización a través del trabajo. La «explotación del alma», en palabras de Bifo, no es más que la actividad mental transformada en capital; toda la energía creativa y deseante atrapada en la autoexplotación. Ahora el contenido del trabajo es inmaterial y los límites del tiempo productivo se desdibujan.
Pocos años después de que Rossellini grabara a los visitantes entrando en el Pompidou, el artista taiwanés Tehching Hsieh realizaba su obra One year performance, en la que, vestido de uniforme, se tomaba una foto fichando cada hora durante un año. Hsieh aludía ya entonces a un trabajo artístico imposible de cuantificar según los parámetros laborales, donde la producción podía extenderse sin más límite que el del deseo y diluyendo la ya frágil frontera entre producción artística y vida cotidiana. Arte como trabajo y trabajo como vida, sin separación. Pero este modelo de la actividad artística como fusión de vida personal y laboral en un flujo ilimitado, autoproducido, comprometido como una labor afectiva y donde la precariedad no se percibe siempre como valor negativo le resulta al semiocapitalismo un paradigma interesante. Como apunta Lazzarato, las características del trabajo contemporáneo llevan al trabajador a adoptar las que definían la ac- tividad artística: los términos creación y creatividad habrían dejado de ser patrimonio exclusivo del ámbito de la creación y habrían pasado a formar parte de todo el cuerpo de trabajo. La tradición de cierta imagen idealizada del artista ha sido aprovechada por el capitalismo postfordista para crear el perfil del nuevo trabajador del primer mundo: flexible, eternamente disponible y autoexplotado. El artista contemporáneo, por su parte, deviene obrero subcontratado precariamente por el aparato de la gestión (industria) cultural, que actúa como filtro no solo de los recursos de terceros, sino también de aquello que la Gran Fábrica Transparente permite ver; que, al igual que en Volkswagen, no es nunca todo el proceso completo.
En una de aquellas fábricas de una de aquellas zonas gentrificadas por los artistas en los años 70/80 y reconvertidas en espacios de producción y exhibición de productos culturales, se abrió recientemente una convocatoria de residencias artísticas de creación. La convocatoria, que fue ampliamente compartida en redes sociales, establecía un precio de 8 euros/hora de la investigación artística: una cantidad que no sorprende tanto por lo precario como por ser prueba fehaciente del valor que la propia institución concede al artista como trabajador dentro del engranaje de la industria cultural.
Simone Weil creía que existían al menos tres condiciones que hacían imposible el pensamiento dentro de una fábrica: el ruido, la velocidad y la repetición. Estos tres obstáculos nos resuenan familiares a los nuevos habitantes de las antiguas fábricas, que si bien lejanos a las terribles condiciones de trabajo del fordismo, vemos como se perpetúan antiguas dependencias, explotaciones del deseo y sumisiones, no tan ajenas (al menos en cadencia) a aquellas que conoció Simone Weil:
Ruido: ˝El sonido es tan fuerte que cubre la realidad”, explica un obrero de fábrica en un documental sobre la condición obrera. El inmenso estruendo audiovisual en el que estamos inmersos y del que la producción con intención artística es solo una pequeña parte, se nos presenta como una máquina insaciable que hay que alimentar en la constante actualización y en constante exigencia. ¿Cuál puede ser la necesidad de aportar una sola imagen más?
Velocidad que es poder, como nos recuerda Virilio y velocidad de producción nos demanda el semiocapitalismo que, como apunta Bifo, se mueve con la velocidad del contagio, del virus... Del mismo modo que la deslocalización es tan rápida en las fábricas todavía fordistas que impide la organización de cualquier lucha obrera, la velocidad de producción y de consumo del producto artístico imposibilita cualquier capacidad crítica. ¿Cual puede ser la aportación al tejido cultural de proyectos (que deben ser inéditos) generados en estancias artísticas de plazos tan breves como una semana o quince días, con la exigencia de “devolución” en forma de exhibición?
Repetición no solo en el gesto del artista, ese hacedor de dossieres, en su bucle infinito de proyecto, proceso, muestra, memoria y vuelta a empezar. Sino repetición de roles como construcción identitaria desde un modelo de artista legitimado por una precariedad idealizada, compensada con el privilegio de realizar la propia actividad artística. Un movimiento circular del deseo de ser como aquel del que hablaba Weil en la cadena de montaje, aquel que se cierra sobre sí mismo y aplaza eternamente su realización.
El diagrama podría ser entonces el siguiente: las fábricas transparentes se han convertido en museos/teatros de la performance del trabajo, donde el trabajador copia el modelo de producción/vida del artista; la antigua fábrica pasa a ser ocupada por la institución cultural, y en su cadena de montaje del deseo, trabaja un espectador autosuficiente y un artista que ha tomado el relevo del obrero en la industria de la producción de imaginario. Todos, artistas/obreros y obreros/artistas trabajamos ahora para la gran fábrica transparente inmaterial global del ruido, la velocidad y la repetición y contribuimos de un modo u otro a alimentar el aparato de producción colectivo audiovisual en una medida proporcional a nuestra cibervisibilidad. La diferencia en el valor de cambio de nuestros respectivos productos audiovisuales queda en el filtro, cada vez menos insalvable, de la institución cultural, que decide cuáles pueden mostrarse sobre el parque canadiense iluminado y cuáles quedan para los monos azules manchados de grasa de la periferia inmaterial. Observar críticamente ese filtrado y sus dispositivos quizá debería ser una de las más urgentes labores del arte. Pero ¿es posible esa contemplación crítica de la institución cuando depende de ella la subsistencia de una gran parte de los y las artistas?
Todo lo que se puede hacer provisionalmente es el título de uno de los ensayos sobre la condición obrera de Weil. La propuesta sería entonces intuir algunas posibles disidencias del sistema actual de autoexplotación en la producción artística o, al menos, proponer contenido para la reflexión colectiva en un sector basado en el individualismo y la competitividad. Si, como afirma Bifo, el presente contiene la tendencia, se trataría de escrutar esa tendencia en el presente. Quizá pase por el gesto de I would prefer not de Hsieh, el artista de One year performance, que interrumpe su producción artística en 1999; o pase, quizá, por estrategias de desconexión, como propone Zafra; o, tal vez, como el obrero Charlot de Tiempos modernos, el/la obrero-artista, con su veloci- dad disidente, acaba trastornando casi sin querer la cadena de montaje. Mientras, asumiendo que no hay un “afuera” y que toda metamorfosis solo puede venir desde el interior del engranaje, podemos repetir en bucle, como un gesto más, la fórmula brechtiana: no abastecer un aparato de producción sin transformarlo en la medida de lo posible. Con Adorno, pensamos que en el pequeño desajuste de la repetición puede estar la esperanza.
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