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Mario Yepes

Imaginación en ejemplos de poesía y de música

Mario Yepes

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Fotograma de El Quijote, Orson Welles

La fundamentación de todas las artes es la capacidad de crear imágenes por parte del que “escribe” y la interpretación objetiva y siempre subjetiva por parte de cada “lector”. Ya en las artes plásticas y visuales y en los testimonios gráficos de la vida y del cosmos (o sea, en principio una y la misma cosa si pensamos por ejemplo en las pinturas rupestres) en las tradiciones de todas las regiones del planeta, aparece un problema: ¿son “realistas” o son abstractas? Desde el siglo XX, sobre todo desde su segunda mitad, esta cuestión se volvió, supuestamente, obvia: se hablaba de un arte figurativo (y en éste todas las tendencias que, de una u otra manera, se consideraban herederas o disidentes de algún realismo, a partir de la noción de que lo pintado o dibujado o grabado o esculpido pretendía representar o retratar a personas, objetos o sucesos); o se hablaba de un “arte abstracto” cuando la pieza (realizada u observada) no pretendía ese “realismo” o “representación”, casi narración, sino composiciones (ordenadas –incluso geométricas y medidas- o arbitrarias) de formas y colores. Curiosamente, en estas obras “abstractas”, en el siglo pasado o en el nuestro, no es extraño que tengan títulos (o incluso textos poéticos) que claramente están remitiendo al observador a que lea esas formas y composiciones con alusión o evocación a fenómenos o a ideas o sentimientos; incluso a acontecimientos épicos o históricos (como ya había ocurrido en el arte de la antigüedad y de la prehistoria: obeliscos, dólmenes, menhires, arcos…). El teatro fue desde siempre y sigue siendo el arte de la imagen de la acción animada y portadora de lo poético en todos los lenguajes del actor y de todas las artes. El cine y el video, las grandes artes de la imagen fotográfica de nuestra contemporaneidad, documentales o argumentales, son al mismo tiempo la posibilidad anhelada durante siglos de reproducir las imágenes en acción y conservarlas. El problema, a mi juicio, es que todo el arte es abstracto y todos los signos de escritura lo son. Son abstractos porque el “lector” define. O si se quiere, IMAGINA. Y lo hace después de observar, seleccionar,

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componer en su mente, asociar, evocar, hasta que fabrica una imaginación, para digestión inmediata y para el archivo de la memoria. Esa imaginación, en el proceso de nuestra “lectura” (como en el proceso de la “escritura”) puede ser que ya no sea sólo la fijación de una imagen sino que nuestra mente y nuestra memoria la conserven con uno, dos o todos los lenguajes simultáneos, artísticos o no, que la lectura nos asocia y nos evoca. Ahora quiero detenerme en algunos ejemplos literarios. Las artes, pues, son el recurso para fijar en la memoria y en el mundo físico la fugacidad de la vida y del pensamiento. Y como ocurre en la vida de los seres y de las sociedades, a las artes se trasladan, se imaginan todos nuestros conflictos de las ideas, de la historia y del presente, de los afectos, de la política. Allí se representan, en uno o en varios lenguajes, según cuáles sean los sentidos involucrados, las imaginaciones de los fenómenos según nuestra condición mental. Es importante aquí considerar entonces cómo la percepción y la evaluación de esa condición mental para imaginar y crear, ya sea como “escritor” o como “lector”, siempre están sujetas a juicios de valor y a prejuicios, a la cultura del que imagina, a su saber y sus intereses. Por eso, el juicio y la valoración de las artes por parte de quienes detentan el poder (cualquier poder), corresponden a su valoración e ideología: para ellos, una obra puede ser cuerda y aceptable y hasta ensalzable, o producto de la locura y de la desadaptación al orden establecido; es decir, una bienvenida o rechazable imaginación de las ideas y de la organización social. Este es el problema que ocupó a Erasmo. La segunda postura es la típica de los regímenes totalitarios. Jean Cassou trae a cuento cómo en el Renacimiento, justamente el período en el cual vuelve a surgir con tal intensidad no sólo la observación de la naturaleza, del cosmos y de la humanidad, sino del espíritu crítico, por eso mismo se dispara la imaginación de artistas, geógrafos, escritores y filósofos, mientras algunos poderosos intentan contener y reprimir la imaginación creadora y aliada de las ideas progresistas. La razón es que el autócrata y sus esbirros no suelen distinguir la elaboración poética ni los hallazgos de la ciencia, de los razonamientos pedestres y las sospechas de su entorno, y en todos ven la posibilidad de la amenaza a su poder; y no están interesados en averiguar esa diferencia: no tienen imaginación sino certezas e intereses generalmente bastardos. Ni ellos ni sus sacamicas vuelan con el pensamiento; sólo reptan hacia los tronos y las ideas simples. La imaginación desbordada, la ficción sin controles, así fuera para escribir novelas o comedias, podían servir para abrir las mentes y soñar con mundos democráticos como los que soñaban los erasmistas; o los valdesistas o los demás españoles como los clérigos Mariana y Suárez, o Fray Luis de León o Bartolomé De las Casas que ponían en peligro al imperio y a la fe, sospechosos como eran de reformados. Esta es la razón por la cual el imperio español

del Renacimiento prohibió la difusión de la literatura de ficción en sus nacientes colonias, como lo recordaba Vargas Llosa en artículo reciente. Cita Cassou (1939) una hermosa frase de Cervantes en su comedia Pedro de Urdemalas:

¡Oh, imaginación! ¡imaginación que alcanza las cosas más imposibles!

Una de esas cosas imposibles que se alcanzan por la imaginación es la Utopía; la que, entre muchas, estaba escribiendo Tomás Moro en el mismo tiempo de Cervantes, el mismo siglo de Bruno, Galileo y Campanella. O Rabelais, a su manera en la ficción del monasterio de Teleme. Esas utopías que digo que desequilibran a los autócratas. Y cómo olvidar, siglo y medio más tarde, el Cándido de Voltaire en plena Ilustración. Aquel siglo renacentista es el mismo de Lope de Vega, que nunca vino a Las Indias pero dejó desbordar su imaginación con los relatos de cronistas y marineros en dos obras: El nuevo mundo descubierto por Cristóbal Colón, y Arauco domado, la segunda sobre la conquista de Chile. El mismo Lope que dejará por escrito el manifiesto de lo que todos sus contemporáneos dramaturgos europeos compartían: la libertad de estructura de las obras, el abandono de las normas aristotélicas, la fusión de tragedia y comedia. O la de Cervantes en el drama de El rufián dichoso, o en El Licenciado Vidriera, esa maravilla del hombre, uno que además ha viajado y tuvo su universidad, a quien la locura le hace creer que está fabricado de vidrio y, pese a las mofas de todos, mantiene su dignidad y un discurso sabio, para finalmente volver a la cordura. Este cuento del que ha perdido el seso y tiene mil tropezones con la dura realidad del mundo y con los sensatos mezquinos, los “bien pensantes” poderosos que lo miran y oyen condescendientes pero burlones, el cuento del tardío caballero andante o del académico que se ha refugiado en su fantasía delirante pero al fin se reconcilia con el terrible sentido común, o sea que abandona resignado la cueva de las maravillas de la imaginación, es cosa favorita de Cervantes. Don Quijote y Sancho, enfrentados pero convivientes en toda su jornada tienen ese mismo conflicto, pero, a diferencia de los poderosos, Sancho representa al hombre ordinario, al simple recitador de proverbios y de prudentes razones a ras del suelo, mientras su amo se eleva, se distrae con su aventura y sus altos propósitos; pero llegado el momento en que Sancho ha de acompañar a su amo al anca del caballo Clavileño y complacer así a los duques y a la Trifaldi, es muy capaz de soltar su imaginación y asegurar que en efecto cabalgó por las altas regiones del aire y describir las constelaciones con detalles a su medida y referencias. La complicidad es imperativa entre los que se entregan a la ficción y sueltan la imaginación, “la loca de casa”, como decía Teresa de Jesús, contemporánea de Cervantes: Don Quijote, que bien lo conoce y

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ha escuchado con discreción las desmesuras de la imaginación de su escudero, termina el episodio diciéndole aparte a éste: “Sancho, pues vos queréis que os

crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos, y no os digo

más” (Cervantes, 1960: segunda parte, capítulo XLI). Los interlocutores de cualquier obra comparten el mismo asunto, pese a que el conflicto los enfrente en el punto relativo a tener o no la misma imaginación. Y, claro, también el lector y el escritor, o el dramaturgo y el actor con el público. Complicidad indispensable para que ambos compartan el mismo mundo, las mismas acciones y los mismos afectos. La misma imaginación, y sin embargo se dé la lectura subjetiva porque no hay dos lectores iguales. Este punto de las fabricaciones de la locura, ya no de un bueno como Don Quijote sino de malvados y bellacos, tiene pocos ejemplos tan terribles como los de Shakespeare, sin salirnos del Renacimiento. Lo que los desquicia y revienta su imaginación es la tormenta del crimen y la culpa en su cerebro (Dostoievsky sería uno de sus émulos). Entre los creados por el inglés hay uno magnífico: Macbeth. Y el ejemplo de excelente creación dramática, es esa escena cumbre del banquete, cuando el tirano ha de vérselas con su monstruosa imaginación del fantasma de Banquo ensangrentado que ocupa un lugar en la mesa, y Macbeth se desmaya de terror y debe ser retirado a su aposento. Detalle excelente de Shakespeare: Lady Macbeth, que, como se sabe, es la iniciadora de la carrera criminal para alcanzar el poder, es quien conserva la calma frente a la locura del marido, y por ahora no tendrá remordimientos; su imaginación es bien pragmática: ahora se trata es de conservar la corona. Le aguarda una muerte de depresión terrible, pero Shakespeare, aún en ese momento la mostrará en un delirio simple y repetitivo: la obsesión por lavarse la sangre que cree tener en sus manos. También es el siglo de Rabelais: aquellos que estudian la historia del arte como una serie de “compartimientos estancos” (en la expresión de Ortega) sitúan el surgimiento de la literatura y el teatro del absurdo en la segunda posguerra mundial del siglo XX. Pero bien mirado, para mí el absurdo de alguna manera le pertenece a todo el arte y, fuera apuntes atrevidos, en Occidente comienza en Grecia por lo menos con el fabulista Esopo, del siglo VII antes de Cristo, y su colega Babrio (y se prolonga en todos los subsiguientes de la misma especie maravillosa), y por otra parte, en la comedia, con Aristófanes; le seguiría Plauto en Roma. Esto por lo limitado que conocemos, pero no olvidemos (perdón, Gonzalo Soto que me meta en tus terrenos eruditos) a los borrachos poetas goliardos y a cierta épica y leyendas medievales. Para llegar al anunciado François Rabelais, quien como todos sus contemporáneos tiene un pie en la Edad Media y el otro en el Renacimiento. Toda su obra magnífica Gargantúay Pantagruel es la imaginación disparatada, el relato gigantesco (no podía

ser de otra manera en tratándose de gigantes descomunales aún como gigantes) guisado por un médico (nada menos que de Montpellier) y un académico que revela un riguroso conocimiento de la tradición clásica, que mira con absoluto desenfado, burla, blasfemia y escatología toda esa humanidad y academia de su época. Donde Usted abra el libro, allí se queda perplejo, boquiabierto y desternillado. Aquí la imaginación no es sólo argumental, no es sólo la ficción desatada; es la subversión del lenguaje, la arbitrariedad para mezclar la retórica con la lengua vulgar y la invención sin límites. Bastaría ver el relato del nacimiento de Gargantúa en el capítulo VI (Rabalais, 2011). La literatura es el reino infinito de la imaginación. Pero esto no quiere decir que siempre esta imaginación signifique ficción, porque en la literatura hay numerosos ejemplos de escritura que se complace precisamente en el relato informativo, objetivo, incluso documental e historiográfico, cuando el autor toma ese camino justamente para encender la imaginación del lector y al mismo tiempo ponerle límites. Georges Duby, el notable y riguroso historiador que llega a decir a Guy Lardrieu que en la investigación de la historia es importante “incluso la huella de un sueño”, a éste mismo, cuando le pregunta sobre las relaciones de la historia con la literatura, le contesta “al fin y al cabo lo que escribimos es literatura”. Julio César, en sus “Comentarios a la guerra de las Galias”, aún considerando las glosas que los especialistas le han hecho a ciertas precisiones suyas, lo que entrega en ese informe al Senado romano y a sus conciudadanos es, al lado del relato de su conquista militar, un minucioso estudio de la geografía de las Galias con los nombres de las regiones, las tribus que la habitan, las lenguas, las estrategias militares, la conducta de sus propios hombres. Igual podría decirse de otros historiadores de la antigüedad como Tucídides, Tito Livio, Plutarco o Tácito, de todos los cuales hay que agregar sus apuntes sobre la psicología de los personajes. En Colombia tenemos buenos ejemplos en La Vorágine y en María, en las cuales una parte notable del texto, aparte de la historia de los personajes, hay un deliberado propósito de ilustrar a los lectores en el conocimiento (y en el caso de La Vorágine, la denuncia) de hechos, historia, costumbres, geografía y cultura de las distintas regiones, en momentos en los cuales esos puntos objetivos cargaban la imaginación de lectores de un país incomunicado y en buena parte ignorante de sí mismo. Es obvio que estoy señalando un fenómeno universal en una buena porción de la literatura de todos los tiempos. Igual ocurre con literatura de ficción que terminó por ser de ciencia ficción como la de Julio Verne y sus audacias respecto del futuro de la tecnología. En aquel universo de la antigüedad, el mito era la explicación del mundo viviente, del cosmos apenas intuido y por algunos incansablemente observado (los “sonámbulos” como llama Arthur Koestler a los astrónomos anteriores a la modernidad);

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la explicación de los orígenes de la humanidad y de todos los fenómenos naturales y el papel de los dioses en todo ello. El mito era también la historia antes de la historia e ingresaba de manera natural en la épica de Occidente y de Oriente y sustentaba la lírica que refería el amor y la naturaleza. Fenómenos similares verían los lectores de la modernidad en la medida lenta en que fueron apareciendo transcripciones de mitos de creación y de literatura aborigen de América, desde Alaska y Canadá hasta la Patagonia, del Pacífico Sur y de Oceanía, por la labor de antropólogos, filólogos, historiadores y sociólogos. El mito era la mezcla perfecta, no cuestionada en Grecia hasta el siglo VI a.C., entre el conocimiento objetivo y la imaginación sin fronteras diferentes de la diversidad de versiones según la región y la época. Veamos un ejemplo de un relato en verso escrito en Grecia en el siglo I de nuestra era, por el astrónomo poeta Arato; un pequeño ejemplo de su obra Fenómenos, donde está empezando su descripción de las galaxias por él observadas: (…) Tú, a los pies del Auriga, a un extendido Toro encornado busca con diligencia. Sus signos yacen muy evidentes: de tal modo la testa se le distingue, nadie, por otro signo deducirá del buey la cara: ¡cómo, las mismas estrellas, que por ambos lados girando van, la modelan!

De éstas el nombre mucho suele decirse: no simplemente no son desconocidas las Hyades. Sobre toda la frente del Toro están tendidas; tanto la punta del cuerno izquierdo, así como al derecho pie del Auriga, que es adyacente, los ocupa una estrella, forjados juntos ellos se mueven; no obstante, siempre, el Toro más adelante va que el Auriga al bajar al Poniente, pese a que sale cual compañero. Ni la infausta familia de aquel Cefeo, hijo de Jasio, quedará simplemente sin ser nombrada; no, mas de aquellos el nombre llegó al cielo, ya que parientes eran de Zeus. Detrás de aquella Osa de Cinosura siturado el mismo Cefeo, semeja a alguien que las dos manos tiene tendidas.

Se extiende igual distancia desde la punta del rabo a sendos pies de Cefeo, es como la que se tiende de pie a pie (…) (Arato, 2000) Mucho antes de Arato, ya Pitágoras había establecido que entre las constelaciones se producía “la música de las esferas”. Esta noción habría de durar muchos siglos; en la imaginación de Shakespeare, ocurre lo que cita Arthur Koestler (en el mencionado libro Los sonámbulos) de El Mercader de Venecia; dice Koestler: Según la tradición, sólo el maestro tenía

el don de oír verdaderamente la música de las esferas. A los mortales les faltaba ese don, ya porque desde el momento mismo del nacimiento estaban constante aunque inconscientemente bañados en el susurro celestial, ya porque –como Lorenzo explica a Jessica- están groseramente constituidos:

(…) la suave quietud y la noche convienen a los acentos de la dulce armonía (…) Mira cómo la bóveda del firmamento está tachonada de innumerables patenas de oro resplandeciente. No hay uno solo de esos globos que contemplas, ni el más pequeño, que con sus movimientos no produzca una angelical melodía (…) Las almas inmortales tienen en ellas una música así, pero hasta que caiga esta envoltura de barro que las aprisiona groseramente entre sus muros, no podremos escucharla)”. (1963: Acto V, escena I.)

Entre los innumerables escritores, especialmente los poetas de todos los géneros que encienden nuestra imaginación, tengo especial aprecio por los iberoamericanos y aún más por los colombianos; tenía proyectada la lectura de algunos poemas y algunas músicas de aquí y de allá. Pero me he extendido más allá de lo permitido y tengo que volver a encerrar a la loca de casa, la de Ustedes y la mía.

Referencias bibliográficas Arato. (2000). Fenómenos. Versión de Pedro C. Tapia Zúñiga. México D.F.: Universidad Nacional Autónoma de México. Cassou, J. (1939). Cervantes, un hombre y una época. Traducción de F. Pina. México: Quetzal. Cervantes, M. (1960). Don Quijote. segunda parte. Madrid: Ediciones Aguilar. Koestler, A. (1963). Los sonámbulos. Historia de la cambiante cosmovisión del hombre. Traducción de Alberto Luis Bixio. Buenos Aires: Universitaria de Buenos Aires, Eudeba. Rabelais, F. (2011). Gargantúa y Pantagruel. Traducción y notas de presentación: Gabriel de Hormaechea Arenaza. Barcelona: Acantilado.

Mario Alberto Yepes Londoño. Maestro Honoris causa en arte dramático de la Universidad de Antioquia, fundador de la Escuela de Teatro y profesor de la misma universidad. Magister en estudios políticos de la Universidad de Antioquia, investigador teatral y musical. Ha puesto en escena numerosas obras de teatro y de ópera. Contacto: marioalbertoyepesl@gmail.com

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