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Carlos Andrés Londoño

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Joel Isaac Román

Joel Isaac Román

La imaginación al poder. Una patafísica de la resistencia

Carlos Andrés Londoño

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“¿La imaginación? – la loca de la casa–¿De qué vive? Lo sabemos sus locos.”

Raúl Gómez Jattin

Fotografía Mayo del 68

Han pasado cincuenta años desde aquel levantamiento estudiantil en París, conocido como “mayo del 68”, que se hizo memorable, menos por su incidencia política real en la transformación social, que por la efusión de nuevas formas de resistencia y rebelión contra el orden establecido. La revuelta global de 1968, cuyo símbolo principal en Occidente es el mayo parisino, marcó un antes y un después en la historia de la desobediencia civil y de las luchas sociales de las multitudes.

A partir de ahí, rebelión e imaginación podían ir de la mano, y juntas ayudar a construir una sociedad nueva, un nuevo mundo, con valoraciones inéditas. Realizar la utopía era, desde ese momento, algo posible. Hacer posible lo imposible, en eso consistía el acto revolucionario para esta nueva forma de rebeldía. Era el momento de hacer la revolución en uno mismo y, a partir de ahí, transformar el mundo. No había que esperar el lento movimiento de la historia, bastaba que la imaginación asumiera las riendas de la acción para que las utopías se realizaran. Toda una patafísica de la resistencia había surgido y se tomaba las calles. Y eran los jóvenes, por supuesto, los únicos que tenían la fuerza suficiente y también, una ingenuidad prístina, para considerar que una cosa así fuera posible de realizar. “La imaginación al poder”, se leía en las paredes de la Sorbona, la insigne universidad que había representado durante siglos el espíritu del establecimiento francés. Esta frase ingeniosa, garabateada en alguna pared del claustro universitario, representaba por aquellos días el clamor de una juventud ansiosa por alcanzar los ideales que las viejas generaciones no habían podido realizar. Por todo el plane-

ta los jóvenes llamaban a la acción transformadora, al acto creativo, y en todas partes, en las artes como en las letras, entre los académicos e intelectuales, en los partidos y movimientos políticos de todos los espectros, en la ciencia misma, en las escuelas, los hospitales, las familias y los dormitorios, la primavera del 68, como la Venus de Lucrecio, insuflaba en el mundo un viento fecundo que propiciaba el movimiento de la historia con la transformación de las estructuras sociales y de los paradigmas culturales de la civilización.

Esta consigna –surrealista y patafísica- puso de manifiesto una verdadera ruptura generacional con respecto a los sectores sociales que hasta ese momento se habían considerado la vanguardia de la revolución y, en todo caso, los artífices de la resistencia al orden impuesto: los partidos comunistas y su marxismo-leninismo duro y “puro”, los sindicatos y su escuálido realismo materialista, los maoístas, los trotskistas, los intelectuales de izquierda, en fin, todos aquellos autodenominados revolucionarios, a pesar de que sus discursos y prácticas estuvieran insertados en la misma lógica racionalista del sistema dominante. Como alternativa a la “ciencia del proletariado”, emerge, en aquella primavera parisina, una ciencia de las soluciones imaginarias, una patafísica de la resistencia.

La racionalidad instrumental del capitalismo, concentrada en mantener un sistema de dominación integral -un régimen totalitario- terminó por desplegar fuerzas tan irracionales como las del exterminio sistemático y la devastación mecanizada del planeta. En los años sesenta, la guerra de Vietnam corroboraba (como lo hacen Siria, Irak o Afganistán hoy) la ignominiosa naturaleza de aquella máquina de muerte hipertecnificada. La juventud de la época tenía suficientes motivos para cuestionar los pretendidos fundamentos racionales del establecimiento y reivindicar el poder del Verbo y de la utopía, e invocar, con cierta inocencia, los buenos oficios de la imaginación, hasta entonces considerada “la loca de la casa”, para transformar un orden del mundo envejecido e insostenible. Sólo la imaginación abriría las puertas del futuro a una civilización en franca decadencia.

Mayo del 68 no cambió sustancialmente el orden económico y político establecido, las fuerzas revolucionarias no tomaron el poder. Aun así, el espíritu de aquella revuelta ha tenido una influencia mucho mayor a la que por lo general se le reconoce, pues constituye el signo de una transformación cultural profunda en el seno de la civilización occidental, una mutación en las formas y los estilos de vida de la gente a nivel global y una respuesta concreta a los modelos de hombre impuestos por un sistema de dominación envejecido, un orden del mundo caduco e intolerable.

La sensación de hastío, la desconfianza, la resistencia al sistema no solo ideológica y política sino corporal de los jóvenes

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de aquella época, no deja de ser inspiradora y de tener eco actualmente, cuando corren tiempos tal vez más oscuros que aquellos, en los que avanzan, disfrazados, flamantes totalitarismos. Y esto se debe a que la revuelta del 68 estuvo dirigida por la potencia subversiva de la imaginación. No fueron los trabajadores, ni los campesinos, ni los partidos políticos, ni siquiera los intelectuales más influyentes los que estuvieron al frente de la revuelta. Las multitudes se levantaron por todo el mundo, en Francia como en Estados Unidos, en México y Alemania, por toda América Latina y África, incluso en el Este, en Praga, en todas partes las nuevas generaciones rompieron el vínculo ético y por lo tanto, político y simbólico, con los modelos hegemónicos dominantes. No se utilizaron armas, aparte de los adoquines, las piedras, las pintadas en las paredes, la invasión de los espacios, el encuentro, el arte, la fiesta, el desenfreno colectivo. La loca de la casa se puso al frente de la revolución.

Como era de esperarse, toda esta efervescencia revolucionaria se fue debilitando tan rápidamente como se desvanece el sueño primaveral en una noche de verano. Aquella revuelta febril parecía efímera e inútil. Sus consecuencias, sin embargo, se sienten todavía hoy, tal vez, precisamente, por no haber obtenido el poder, ya que el problema con una revolución triunfante, valga decir, una utopía realizada, es que muy pronto suele convertirse en una distopía totalitaria y conservadora, que niega y reprime las mismas libertades que reivindicaba. Desde la Revolución rusa de 1917, pasando por la revolución china, cubana o iraní, los ejemplos abundan. Parece que al instaurarse una revolución debe negar el ímpetu transformador que la hizo posible. Muy a menudo las revoluciones triunfantes han tratado de extirpar la imaginación creadora que las impulsó. El espíritu rebelde, innovador, libertario, se vuelve intolerable para quienes, tras el cambio de régimen, pasan a detentar posiciones de liderazgo. A la luz de los ideólogos del establecimiento, filósofos y expertos de todas las banderas, aquel levantamiento juvenil, aquella revuelta global de las muchedumbres ha sido vista, en virtud de su fracaso político, como intrascendente, caótica, inmadura, sin norte ideológico. Muchos la consideran una revolución fallida. Y sí, la revuelta del 68 renunció de antemano a la fijeza de una línea política, a la pretensión de abrazar una orientación filosófica o ideológica única. La izquierda tradicional, el movimiento obrero, los partidos comunistas, los claustros universitarios, habían perdido toda credibilidad y legitimidad. Tanto sus prácticas como su discurso lucían horriblemente envejecidos y anacrónicos. “Tenemos una izquierda prehistórica”, escribían los estudiantes en los muros de la Facultad de Ciencias Políticas. Los nuevos rebeldes habían renunciado no sólo a las ideologías revolucionarias, sino a la pre-

tensión misma de tomarse el poder. He ahí su singularidad y su importancia real en la historia. “La revolución debe dejar de ser para existir”, se leía en las paredes de Nanterre.

En mayo del 68 los jóvenes se lanzaron a las calles guiados por la imaginación y, renunciando a los viejos esquemas, pidieron lo imposible a la realidad: vivir la revolución en cuerpo y alma, y en el instante, sin aplazamientos, realizar los sueños, los deseos, las utopías. Es a eso a lo que llamo patafísica de la resistencia. Su planteamiento a este respecto ofende todavía a cualquier mentalidad realista: “Mis deseos son la realidad.” (Nanterre). Transformar el mundo en uno mismo, modificando la forma de ser y de pensar, en eso consistiría una auténtica rebelión a partir de ahí. “Cambiar la vida. Transformar la sociedad”, rezaban las pintadas de los universitarios en los muros de París. Altaneros, procaces, irreverentes, ebrios o fumados, definitivamente ingenuos, vapulearon por igual los modelos establecidos por los dos bloques hegemónicos, el del capitalismo occidental, con los Estados Unidos a la vanguardia, y el del “socialismo real”, al estilo soviético. El mundo bipolar de la Guerra Fría, la pretendida racionalidad del sistema y el mismo principio de realidad, entraron en una crisis profunda. En San Francisco, en los Ángeles, en Nueva York, hordas de jóvenes estrafalarios desafiaban el establecimiento, en la entraña misma del imperio, con su irresponsabilidad, con su característico desenfado y su particular indiferencia, andando simplemente por ahí, nómades delirantes, sin medida ni horarios, ni compromisos de ningún tipo, levitando en una nube de humo de marihuana, LSD, poesía y rock n’ roll. Los viejos esquemas estaban definitivamente rotos. También en la Ciudad de México, en Praga, en Berlín, incluso en Tokio, los jóvenes se lanzaron a las calles obedeciendo a intereses muy diversos, y creyeron posibles, aquí y allá, nuevas formas de vida, de relación y comunicación humana. Poniendo en entredicho la guerra, las prohibiciones, la represión, la disciplina, el racismo y las jerarquías sociales, las muchedumbres juveniles reivindicaron el amor, la sexualidad, la fraternidad, la libertad, el sueño y el derecho a la palabra, es decir, todo lo que los poderosos procuraban mantener bajo su control. El viejo orden del mundo agonizaba, mientras las nuevas generaciones reclamaban el derecho a imaginar otras formas de vivir en el planeta. “Olvídense de todo lo que han aprendido. Comiencen a soñar.” (Sorbona).

A mi modo de ver, lo realmente valioso de las revueltas juveniles del año 1968 es precisamente la puesta en escena de un nuevo espíritu de rebelión y resistencia frente al sistema, imposible de encasillar en un solo esquema político o ideológico, pues no se basa en ningún discurso filosófico concreto, sino en una potencia humana hasta entonces situada en un lugar secundario o subsidiario: la imagi-

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nación. Ésta dio vida a movimientos sociales inéditos y ayudó a liberar fuerzas largamente reprimidas o sometidas. Un viento de transformación, cuyo signo predilecto es el mayo del 68 francés, sacudió los cimientos culturales de la civilización moderna y dio paso a muchos interrogantes sobre la pretendida racionalidad y el necesario progreso al que nos conduciría un sistema capitalista o, en su defecto, socialista de alcance global. Todo un cuestionamiento al código binario, a la bipolaridad geopolítica, a la dialéctica filosófica, una negativa a situarse definitivamente en un esquema, una polaridad, un territorio, una clase social, una sola orientación sexual, en fin, la loca pretensión de experimentar la pluralidad. Los dogmas y los fundamentalismos políticos, filosóficos, morales y religiosos fueron cuestionados radicalmente. La filosofía estuvo ella también a punto de desbaratarse cuando tuvo que hacer frente a la multiplicidad. La modernidad en Occidente había colapsado por su propia dinámica y en virtud de sus mismos principios, después de las dos Guerras Mundiales con sus genocidios, luego de la invención de las bombas nucleares y la diversificación de las máquinas de muerte. Un nuevo tipo de sociedad y, por tanto, de régimen de dominación, emergía de las ruinas de la civilización moderna. Pero este nuevo orden no se remitiría más a la racionalidad como valor fundamental, sino que se reproduciría por todo el planeta de manera aleatoria y caótica. Muy sigilosamente el sistema acogía la irracionalidad como fundamento de su operatividad. Las sociedades de control y sus modelos de simulación hacían su aparición y, con ellos, emergían nuevos modos de lucha y resistencia encarnados por la generación que se volcó a las calles en la década de 1960. El pensamiento no podía permanecer indiferente al influjo de esta mutación estructural de la civilización.

El vínculo simbólico con el poder establecido estaba definitivamente roto, pero el sistema, lejos de disolverse, tuvo que adaptarse y modificar las pesadas estructuras de la disciplina y la represión, por la administración estratégica de los flujos sociales, es decir, por el control social, que utiliza estrategias mucho más refinadas: cadenas invisibles, disuasión geopolítica, indiferencia genérica y manipulación deseante. Al final este nuevo tipo de poder extrajo de aquellas revueltas juveniles la energía de su diversidad y creatividad para ponerlas a jugar a su favor. La misma imaginación no se salvó de verse instrumentalizada por el establecimiento. El desorden, la irresponsabilidad, el caos, la indisciplina, la indiferencia, la espontaneidad, no acabarían con el sistema si éste lograba administrarlos adecuadamente e insertarlos de algún modo en sus maquinarias. Y así lo hizo. Sin embargo, las formas de resistencia que habían nacido en aquella revuelta se multiplicarían y madurarían en el transcurso de estas cinco décadas.

Hoy, los métodos de control social son cada vez más refinados y menos perceptibles. El sistema dominante ha engendrado una “cultura” global que lo reproduce y asegura su permanencia. Al mismo tiempo, y a pesar de la mutación estructural del sistema, las formas de rebelión y resistencia se han multiplicado y, en consonancia con los nuevos mecanismos de dominación, su accionar es cada vez más refinado, flexible y creativo. La imaginación, vista como potencia creadora y artística, como voluntad de poder, sigue siendo la mejor arma para combatir un sistema agresivo, que ha infiltrado con virulencia el cuerpo social en su conjunto. La versatilidad ideológica de la resistencia resulta ser, bajo las condiciones actuales del capitalismo, un potente instrumento de rebelión y un evidente progreso a nivel político, en la medida en que responde directamente a la indiferenciación estructural del sistema. La multiplicidad, la diversidad, tomados como motores de la rebelión, son el resultado de un proceso de mutación social que se hizo patente en aquel convulso y desenfrenado año de 1968 y en medio del cual se plantaría la semilla de unapatafísica de la resistencia, que en tiempos de totalitarismos redivivos, crece y persiste con firmeza, como un árbol erguido junto al abismo. ¿Cómo lo hace? Generando mil formas concretas de intervenir la realidad de manera creativa, transformando dinámicas en la vida cotidiana, proponiendo alternativas energéticas, ecológicas, dietéticas, agrícolas, medicinales, retomando preceptos de las sabidurías más antiguas y aplicándolos en uno mismo, creando redes de economía solidaria y mercado justo, poniendo las tecnologías informáticas y de comunicación al servicio de la gente de a pie, utilizándolas incluso para estropear los más sofisticados mecanismos de espionaje y control social y, por supuesto, manteniendo la ilusión del mundo a través de las artes, la literatura, la filosofía, la ciencia. Las resistencias se han multiplicado como un rizoma por todo el planeta y más allá de los discursos rimbombantes, los aparatos militares, las estructuras partidistas, se consolidan a partir de colectivos humanos muy diversos que se valen de la imaginación creadora para cambiar algún aspecto concreto de lo real.

La imaginación liberada terminó por transformar también al pensamiento filosófico mismo. Este momento histórico creó las condiciones para el surgimiento de toda una constelación filosófica y, más que una escuela, al viejo estilo, generó un movimiento intelectual bastante amplio, que reivindicó una teoría esencialmente multidimensional y fragmentaria, un pensar cómplice de la diversidad, el cuerpo, la imaginación, el sueño y la poesía. Para mí, el llamado posmodernismo es el mayo del 68 en filosofía. La estirpe filosófica de los Deleuze, Guattari, Foucault, Baudrillard, Lyotard, Derridá, Sartre, Camus y tantos otros, expresa, mediante

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conceptos, esta nueva forma de resistencia del pensamiento, que yo llamo patafísica, utilizando el nombre que Alfred Jarry daba a su ciencia de las soluciones imaginarias. El cambio de orientación del pensamiento filosófico constituye la coronación de un proceso de demolición que había comenzado en la obra Nietzsche, con el cual maduró la idea de que la filosofía no debe concentrar sus esfuerzos en la edificación de un sistema metafísico, sino que debe practicar un pensamiento fragmentario, puesto que el objeto mismo de la investigación filosófica responde a una naturaleza plural, el mundo se constituye como algo complejo y difícil de aprehender con el lenguaje; el lenguaje mismo no deja de operar como un entramado semiótico dinámico, un enjambre de posibilidades de enunciación que supera todo esquema conceptual que pretenda explicarlo o expresarlo. Pensar lo fragmentario, lo particular, en lugar de edificar un pensamiento totalitario, cerrado sobre sí mismo. “Un pensamiento que se estanca es un pensamiento que se pudre”, escribían los jóvenes en la Sorbona. Las consignas inscritas en los muros parisinos del aquel mayo del 68, demuestran que la filosofía, como la política, se vuelcan a la calle, abandonan los claustros, los palacios, y son llevadas de la mano por la imaginación, en un acto de plena rebeldía, de insólita resistencia patafísica. Los muros parisinos hablan y nos muestran un pensamiento en acción, muy lejos de los burócratas de la academia, incapaces de pensar sin referirse alguna autoridad, la de los libros o la de sus patrocinadores. Las pintadas del mayo del 68 son fragmentos de una filosofía liberada que obedece a un único imperativo: pensar por sí mismo y para sí mismo. En la década de los sesenta, la filosofía, que es mujer, abandona la casa, el hogar, lo doméstico, deja atrás sus viejas seguridades, los cánones clásicos, las arquitecturas conceptuales, los esquemas enmohecidos, y en plena calle camina del brazo con la imaginación, se alimenta de sus múltiples posibilidades, de sus propensiones, y con renovada fuerza suscita la potencia de creación humana que hace posible lo imposible, que realiza las utopías e inspira a las multitudes por todo el planeta. “La acción no debe ser una reacción sino una creación”, murmuraban, con evidente tono nietzscheano, las paredes en Censier.

Cuando la patafísica se toma por asalto la filosofía, salen del armario afirmaciones de grueso calibre como: “El sueño es realidad.”. Un verdadero desafío al viejo realismo, al del positivismo y el materialismo por igual. El acto de rebeldía consiste en elogiar el delirio y el sueño, en afirmar la ilusión que configura aquello que llamamos “la realidad”. Desde este punto de vista, lo onírico y lo real ya no se presentan como términos necesariamente opuestos, antes bien, se complementan mutuamente. Nótese que esta forma patafísica de la resistencia, reivindica accio-

nes más que teorías. Aquí y allá se clama por llevar la filosofía, es decir, el discurso, el Verbo, a la práctica: “El acto instituye la conciencia”. Desde esa misma lógica, el sueño construye la realidad. El sueño se realiza a través del acto revolucionario.

Al exigir de la rebelión un compromiso con la acción para realizar la utopía, la patafísica de la resistencia no encuentra mejor vehículo que el arte, el único capaz de convertir el sueño en realidad. “La poesía está en la calle.” Más allá de una simple inversión del fundamento racional de la civilización, se reivindica una praxis creativa, que comienza por la liberación de uno mismo, por la afirmación de las fuerzas internas capaces de llevar a cabo un cambio concreto en cada ser: “No me liberen; yo me basto para eso.” La liberación social empieza por el individuo. El mayor acto de rebelión consiste en construirse a sí mismo y autogobernarse, en la medida en que “cada uno de nosotros es el estado”.

Los rebeldes patafísicos, mujeres y hombres:o aquellos con otra identidad de género, se distinguen claramente de la estirpe de “revolucionarios profesionales” descendientes de Lenin y sus camaradas comunistas. El arte y la comunicación, el ejercicio del pensamiento y la búsqueda de soluciones innovadoras, la protesta creativa, los rebeldes patafísicos se ocupan de sí mismos y de su propia transformación. En cambio, el revolucionario leninista es un burócrata de la protesta, que se dedica de lleno a la agitación y la instrumentalización de las masas, un sectario, que gira en torno a un grupo y a un líder, al que ve como su libertador. Los rebeldes patafísicos, por el contrario, consideran que la liberación es una tarea que cada uno debe asumir por sí mismo y para sí mismo. Ningún Jesús, Bolívar, Lenin, Mao o Guevara, por mencionar sólo algunos de los divinizados revolucionarios de la historia, ningún partido político o secta religiosa puede realizar una emancipación social que empieza por cada individuo.

En aquel año 1968, las paredes de Paris sirvieron de soporte y medio de comunicación a un pensamiento minoritario a través del cual resucitó el espíritu liberador de la filosofía, que en otro tiempo encarnaron los filósofos cínicos, cirenaicos, estoicos y epicúreos, y que hizo de la autarquía, es decir, del autogobierno, el principio ético y político por excelencia. Más importante aún, las ideas que transmitieron los grafitis de aquel mayo del 68 fueron las glosas marginales a una concepción alternativa de la rebelión propuesta por una generación de inconformistas que intentó salvaguardar la potencia de la imaginación y ponerla a jugar en contra del poder establecido. Cincuenta años después de aquel ventarrón primaveral que estremeció los cimientos de la civilización, aunque sin derribar al sistema, no tenemos más alternativa que volver a esgrimir, frente una realidad decepcionante, el arma patafísica por excelencia: nuestra querida

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imaginación. Y decir al oído de las nuevas generaciones de resistentes, en nombre de los rebeldes patafísicos de aquel 1968 memorable: “Sean realistas: pidan lo imposible”.

Nota: Las ideas plasmadas por los jóvenes en las paredes de Paris en aquel mayo del 68, citadas en cursiva a lo largo del texto, han sido tomadas de la selección de Oscar Roldán Alzate, en: Agenda cultural Alma Máter, mayo 2018, número 253.

Carlos Andrés Londoño Agudelo. Magíster en filosofía contemporánea de la Universidad de Antioquia. Entre sus publicaciones se destacan: “El camino a Otraparte. Relectura crítica de Los negroides de Fernando González”, 2016; “La ciudad y su desaparición” 2009; “Paganismo y heteronimia en la obra plural de Fernando Pessoa” 2005. Áreas de investigación y creación: Biopolítica, estética, el cuerpo y la ciudad. Contacto: charleroi79@yahoo.es

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