3 minute read
Algo queda flotando
Es por esto mismo por lo que el carnaval empieza mucho antes del desfile: un par de horas antes de que pase, comienza la gente a agolparse en los andenes, trazando inconscientemente la ruta que, aunque antes se ha planeado y se sigue rigurosamente, es, de algún modo, improvisada. Ni actores, ni público pueden saber lo que encontrarán a continuación, cada giro presentará un nuevo grupo de jugadores apostados en las calles y nuevas reglas para el juego. Mucho antes del desfile ya hay carnaval, la gente expectante prepara algunas bromas, saca las sillas del comedor y la comida, festeja ansiosa. Viene un mimo que no está en el programa oficial, pero sin el que no habría carnaval, introduce a las motos de los oficiales de tránsito convirtiéndolas en comparsa al halarlas con un lazo imaginario.
Dice Bajtín que el carnaval está situado en la frontera entre el arte y la vida, es la vida misma presentada a través del juego. Allí no hay distinción entre actores y público, pues, como en el juego, los participantes no asisten a él, ni lo contemplan, sino que lo viven. Es decir, el público es también el espectáculo. Y es por eso por lo que es tan difícil hablar de un carnaval como este que vivimos año tras año en El Carmen de Viboral, cada mirada es fragmentaria, pues no hay cómo vivirlo completo, toca conformarse con el puñado de imágenes escurridizas que quedan después de la carcajada.
Advertisement
Me gusta pensar que ese gesto del mimo no arrastra solo a las motos, sino que las tres horas que vienen colmadas de artistas cuelgan del mismo lazo. Y, de repente, los primeros en pasar son unos niños vestidos de oficiales de tránsito, que hacen un guiño a esa transformación carnavalesca del oficial en niño, del uniforme en disfraz y de la seriedad en fiesta. Alguien se asoma y anuncia la llegada de una tribu indígena, mientras que alguien más se queja de lo mal construidas que están las fachadas, que no permiten ver más allá. Viene un grupo de tigres-niño y después un grupo de campesinos ofrendando comida. Un hippie de tres metros hace el gesto de la paz y detrás un grupo de personas disfrazadas de militares bailan. Un grupo de mujeres calzan pesadas y sonoras getas japonesas y un fisiatra que tengo cerca anuncia entre carcajadas alguna enfermedad asociada a ese tipo de zapatos. Pasa un grupo de malabaristas a los que los cables de la calle les hacen perder el truco. Pasan los zanqueros. Pasan las ancianas bailarinas.
¡Pasa el primer diablo! “Son de Rionegro” grita alguien que se queja luego de lo peligroso que puede ser la forma en que mueven el aparejo sobre el que va el diablo mientras amenazan estrellarlo contra la gente. Pasa una
Javiera Londoño y un grupo de negros libertos, con el segundo diablo que se lleva a un niño al que le gritan “no se deje llevar del putas”. Enseguida, una cuadrilla riosuceña se encarga de dar entrada al tercer grupo de diablos. Pierdo la cuenta de diablos fiesteros, bonachones y bromistas. Alguien se postra frente a las comparsas intentando tomar una fotografía con una polaroid que no funciona, los payasos detienen el desfile y posan para la foto hasta que se destraba. Algún gozador anuncia que un grupo es de El Carmen pues se nota en su forma de bailar. Otro grupo invita a los de los lados a unirse a la ola, la gente ríe y juega.
Una banda toca esa cumbia peruana que todos nos sabemos “ay, cariño, ay, mi vida, nunca pero nunca” y todo el mundo canta, alguno hace la segunda entre risotadas y aplausos. Pasan dieciocho bailarinas unidas por un solo vestido, más atrás se lee,
Rio Melcocho y se entiende que han hecho un río de danzantes. Y con ellas y su río todo se hace líquido. Peces, medusas, ballenas de plástico flotan sobre el público que las mira en un silencio marino. “¡Qué metáfora!” me dice un señor y en seguida un carruaje de locos lanza agua por doquier, sin imaginar que unos metros más adelante un grupo de barberos han preparado un balde con agua para responderles. Todo el mundo juega y mi máquina de registrar, la libreta, se ha mojado, se traba como la polaroid. Veo que vienen dos o tres grupos más, alcanzo a guardar rápidamente los pocos apuntes que me quedan y me dejo llevar por la marea de gente que se une tras la última batucada.
Pasa el desfile, pero el juego continúa, el carnaval dura hasta mucho después de la última comparsa. La marea no se retira totalmente. Algo queda flotando.