El imperio del mal menor. Ensayo sobre la civilización liberal, de Jean-Claude Michéa

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EL IMPERIO DEL MAL MENOR Ensayo sobre la civilización liberal Jean-Claude Michéa


Comité editorial: Pablo Chiuminatto, Jorge Fábrega, Joaquín Fermandois, Braulio Fernández, Elena Irarrázabal, Daniel Mansuy, Héctor Soto y Alejandro Vigo EL IMPERIO DEL MAL MENOR. ENSAYO SOBRE LA CIVILIZACIÓN LIBERAL Jean-Claude Michéa Prólogo de Daniel Mansuy y Manfred Svensson Traducción de Diego Arango López y Claudia Jordana Contreras De la presente edición: © Instituto de Estudios de la Sociedad, 2020 Instituto de Estudios de la Sociedad Dirección de Publicaciones Teléfonos (56-2) 2321 7792 / 99 Renato Sánchez 3838 Las Condes, Santiago, Chile www.ieschile.cl Primera edición en castellano: junio, 2020 Registro de Propiedad Intelectual: 2020-A-4396 ISBN: 978-956-8639-43-3 Diseño de interior y de portada: Huemul Estudio Impresión: Andros Impresores Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida o transmitida, mediante cualquier sistema —electrónico, mecánico, fotocopiado, grabación o de recuperación o de almacenamiento de información— sin la expresa autorización del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES).


EL IMPERIO DEL MAL MENOR Ensayo sobre la civilización liberal Jean-Claude Michéa



ÍNDICE

prólogo Daniel Mansuy y Manfred Svensson

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i. la unidad del liberalismo

27

ii. cuestiones metodológicas

65

iii. “sociedad abierta” y política de la necesidad

73

iv. tractatus juridico-economicus

83

v. egoísmo y common decency

113

vi. el inconsciente de las sociedades modernas

137

vii. del imperio del mal menor al mejor de los mundos

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PRÓLOGO

Por Daniel Mansuy y Manfred Svensson1

“El parentesco entre el mundo del odio y el de los eslóganes es estructural”, señala Jean-Claude Michéa, a propósito de George Orwell2. Michéa —uno de los más brillantes intérpretes contemporáneos del escritor inglés— conoce bien la estrecha relación entre un lenguaje decente y la preservación de la vida en común. Es cierto que hoy esta preocupación corre el riesgo de ser tildada de elitista. No obstante, en medio de una civilización sumida en una nueva espiral de conflictos, con la capacidad de comunicación muchas veces reducida hasta el extremo, parece pertinente dirigir nuestra mirada sobre ella. Con todo, si la lectura de Orwell suele volver nuestra atención hacia la transformación totalitaria del lenguaje, en el visor de Michéa están ante todo las sociedades liberales. En efecto, el libro que el lector tiene entre sus manos lleva por subtítulo Ensayo sobre la civilización liberal. Lo menos que puede decirse es que en dicha civilización también hay una especie de novlang que atraviesa nuestras vidas, desde el espacio público hasta las ocupaciones cotidianas. Podemos encontrarla en los vicios gemelos de la corrección y la incorrección política, la vemos en las gruesas etiquetas que dominan nuestro debate político y la advertimos también en la jerga homogeneizante 1 Daniel Mansuy es doctor en ciencia política de la Universidad de Rennes, investigador senior del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES) y director del centro Signos de la Universidad de los Andes (Chile). Manfred Svensson es doctor en filosofía de la Universidad de Múnich, investigador senior del IES y director del Instituto de Filosofía de la Universidad de los Andes (Chile). 2 Jean-Claude Michéa, Orwell, anarchiste Tory. Suivi de À propos de 1984 (Climats, 2000), 165.


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que invade todas las profesiones —en sus llamados a innovar, a adaptarse para sobrevivir, y así—. Esta uniformidad puede parecer llamativa, pues la “civilización liberal” no se concibe a sí misma como una fuerza que impone un lenguaje. En realidad no se imagina a sí misma como una fuerza uniformadora de modo alguno. Hasta la posesión de una ortografía compartida suele ser mirada con sospecha en algunos círculos, como si fuera una opresión ilegítima. Como bien señala Michéa, hay algo esquizofrénico en el mundo contemporáneo: por un lado, se nos impele a ser tan libres como sea posible, a exacerbar nuestra propia individualidad; y, por otro, se nos incita constantemente a modificar nuestras conductas y mentalidades en una dirección determinada. ¿Hay algún modo de entender cómo se relacionan esa renuncia a lo común y la simultánea uniformidad? ¿Qué clase de poder, qué clase de cultura, explican esta transformación? Las controversias en torno a nuestro lenguaje, con su ausencia de normas compartidas y su simultánea sobrerregulación, ilustran tal vez un problema mayor. En este libro, Jean-Claude Michéa intenta hacerse cargo de este fenómeno extraño. El origen de nuestra paradójica situación se encuentra, según él, en una peculiar respuesta a los conflictos políticos y religiosos de la modernidad temprana. Se trata de la presión por encontrar una salida al colosal desencuentro que cristaliza en las denominadas guerras de religión. Esa presión, por vez primera, puso como meta de la vida compartida el mal menor. Ya no debe buscarse la grandeza de la patria, el bien común ni las virtudes más elevadas, para no hablar de la gloria personal, pues todo aquello puede conducir a la guerra. En rigor, solo podemos aspirar a hacernos el menor daño posible. El imperio de ese proyecto es el tema de este libro, que explora tanto sus orígenes intelectuales como sus consecuencias políticas y sociales. Es importante tener en mente que Michéa intenta situar la historia del liberalismo a partir de un contexto preciso, para mostrar su contingencia. Contrariamente a lo que suele pensarse, el proyecto liberal no posee necesidad histórica alguna, y por eso conviene comprender bien desde dónde arranca. Y lo hace en un momento determinado, momento en el que


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hombres tan distintos como Erasmo, Pascal y Hobbes concibieron la guerra como el mayor de los males. Este fue, según Michéa, el primer “nunca más”. A partir de ese “nunca más” surgió tanto una visión política como una antropología. Si la visión política fue la del mal menor, la nueva antropología consistió en concebir la meta primordial del hombre desde la autoconservación. La búsqueda de gloria vuelve locos a los hombres grandes, y la búsqueda de la verdad o el bien atiza las pasiones de los restantes. Viendo dónde nos pueden llevar esa locura y esa pasión, nos propusimos erradicar esas pretensiones grandiosas. De ahí derivan fenómenos como la “demolición de los héroes”, la reorientación de los hombres a los intereses — particularmente económicos— y, en definitiva, el reemplazo de las virtudes aristocráticas por disposiciones más bien burguesas3. Al interior de esta lógica los individuos se vinculan entre sí más bien como turistas. Visitan los mismos lugares, gozan de los mismos servicios, pero su principio de unidad reside en los mecanismos impersonales del Derecho y del Mercado, los únicos articuladores legítimos del mundo moderno. No es el Estado mínimo, sino la sociedad mínima la que ha triunfado. Pero la sorpresa —si es que podemos llamarla así— es que esa sociedad mínima no está más a salvo que otras sociedades de la guerra civil. Como Michéa sugiere con frecuencia, la sociedad liberal tiene cierta tendencia a volver a su punto de origen: la guerra hobbesiana de todos contra todos, donde todos tenemos derecho a todo, y no hay criterio que permita zanjar nuestras diferencias. Si Hobbes concebía así la situación original, Habermas ha descrito bien nuestro propio momento al hablar de individuos que se arrojan unos a otros sus derechos subjetivos como armas4. 3 En palabras de Tocqueville, “el americano llama noble y estimable ambición a lo que nuestros padres de la Edad Media llamaban codicia servil, del mismo modo que da el nombre de furor ciego y bárbaro al afán conquistador y al humor guerrero que cada día lanzaba a estos a nuevos combates” (Alexis de Tocqueville, La democracia en América, II, 3, 18. Desde luego, por “americano” debe comprenderse “individuo democrático”). Este proceso ha sido muy bien explicado por Albert O. Hirschman en Las pasiones y los intereses. Argumentos políticos en favor del capitalismo previos a su triunfo (Península, 1999). 4 Joseph Ratzinger y Jürgen Habermas, Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión (Encuentro, 2006), 35.


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A partir de estas intuiciones, Michéa elabora una crítica categórica al proyecto liberal, al que, más allá de sus diferencias internas, concibe como un proyecto dotado de unidad. En la lógica de Michéa, las consecuencias últimas de esta dinámica están inscritas en sus primeros teóricos, aunque estos quizás las hubieren negado o desconocido en algunos aspectos. En efecto, puede pensarse que ni Locke ni Montesquieu, por mencionar ejemplos distinguidos, se habrían sentido demasiado cómodos con algunas variantes del liberalismo contemporáneo. ¿Es porque representan un liberalismo genuinamente distinto o preservan una herencia que sus propios principios contribuirán a disolver? Michéa retoma aquí algunas intuiciones de Castoriadis, quien afirmaba que cierto liberalismo es fundamentalmente parasitario, en cuanto requiere una serie de condiciones de existencia que no es capaz de recrear. Al afirmar que el hombre no puede conocer el bien, sigue Michéa, sino solo puede aspirar al mal menor, los teóricos liberales son intelectualmente responsables de las consecuencias que deplorarían, así como Calicles es la consecuencia lógica de Gorgias en el célebre diálogo platónico. Esta es, si se quiere, la primera intención del libro: develar la unidad interna del liberalismo, que, a partir de la experiencia de la guerra civil, busca eliminar toda posibilidad de conflicto privatizando por completo las cuestiones morales. Pero ¿describe este diagnóstico realmente al liberalismo? No se engaña quien ve en Michéa una crítica orientada más bien al conjunto del proyecto moderno. Si su crítica se concentra en el liberalismo, es precisamente en cuanto este es entendido como la única realización consistente de dicho proyecto más general. O, en otras palabras, la fuerza del liberalismo reside para Michéa en que se trata de “la única solución política compatible con esa antropología desesperada”. Ahora bien, esta descripción tal vez parezca poco convincente para quien está familiarizado con el carácter más bien optimista del liberalismo contemporáneo. El talante escéptico del liberalismo temprano, el carácter contingente de la democracia, todo eso parece hoy reemplazado por entusiastas y firmes certezas. ¿Cómo explicar el movimiento pendular que va desde esa austera antropología


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de la autoconservación hasta un progresismo que apenas conserva alguna noción del carácter limitado del hombre? El misterio puede no ser tan grande. Como lo ha notado Leo Strauss, el modo mismo en que el liberalismo se plantea el problema político tiene inscrita su solución: cuando la meta es más baja, las posibilidades de éxito son también mayores5. En la misma línea, Michéa anota que el pesimismo de la modernidad temprana siempre fue selectivo: era escéptico respecto de que los hombres fueran dignos de confianza, no respecto de su capacidad de erigirse en amos y señores del mundo y de la naturaleza. El escepticismo moral está directamente correlacionado con una idea de dominación que modifica por completo nuestra concepción del mundo y del hombre. Así, para Michéa este giro optimista estaba inscrito en la lógica liberal desde el comienzo. Este libro no solo diagnostica los problemas de dicha cultura —en su doble cara de mal menor y del mejor de los mundos posibles—, sino que disecta también los problemas de quienes se le oponen sin comprender cabalmente su lógica. En esta introducción atenderemos al modo en que Michéa habla a la izquierda de la que proviene, y también a las lecciones que tiene su obra para quienes nos situamos en otras tradiciones políticas. Con la izquierda contra la izquierda Nuestro último párrafo podría sugerir que estamos ante un ensayo de filosofía política fundado en una erudita revisión de las raíces de la modernidad. La impresión es correcta, pero la erudición de Michéa nunca es un pesado estorbo. El imperio del mal menor, como el resto de su obra, es también una filosofía política franca y del presente, nacida de las más apremiantes necesidades que plantea el estado actual del mundo. 5 Leo Strauss, “Las tres olas de la modernidad”, en Claudia Hilb (comp.), Leo Strauss. El filósofo en la ciudad (Prometeo Libros, 2011), 56.


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En efecto, Michéa reflexiona desde un lugar bien definido. Él mismo declara estar pensando con la izquierda contra la izquierda6. Y aquí nos encontramos con una idea central, que cruza la obra del pensador francés de punta a cabo, y que explica también su particular pathos: según la expresión de Pasolini, la izquierda contemporánea se enorgullece —usualmente sin advertir lo que hace— de celebrar todas y cada una de las consecuencias morales y culturales del mercado7. Este es, a ojos de Michéa, el dato central de la configuración política de las últimas décadas: la izquierda abdicó de su función crítica de los efectos más nocivos de cierto liberalismo económico, al asumir como bandera todas las formas de liberalismo cultural y de exacerbación del yo. Ese es el extravío de la izquierda, que explica su profundo desconcierto. Su actual incapacidad para encontrar el rumbo no obedecería a fallas estratégicas, sino a un error intelectual muy profundo. En otras palabras, buena parte de la izquierda dejó —según Michéa— de ser efectivamente de izquierda. Las vías por las que se ha llegado a tal situación varían de nación a nación, pero es posible identificar un esquema recurrente. Cuando la alternativa ha sido la defensa del Antiguo Régimen, la izquierda naturalmente ha preferido la alianza con el discurso liberal. Y no cabe duda de que, en ciertos momentos y lugares, esa alianza con el liberalismo podía tener sentido para la izquierda. Pero una vez que los últimos rastros del Antiguo Régimen se han esfumado, la desorientación de una izquierda rendida frente a los dogmas de la movilidad y el individualismo queda al desnudo. En rigor, no es solo que la izquierda se haya reconciliado con esa visión liberal del hombre, sino que además contribuye a crear las condiciones culturales para el triunfo de tal visión. Es fácil notar este punto si consideramos con qué intensidad la transgresión se ha vuelto un valor 6 Michéa, cuyos padres fueron militantes comunistas, también formó parte del PC francés durante la década de 1970. 7 Véase Fabio Gambaro, “Jean-Claude Michéa: ‘La sinistra deve rifondare l’alleanza illuminista’”, Repubblica, 19 de diciembre de 2015.


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supremo para políticos e intelectuales de izquierda. Desde luego, esa transgresión ya no está al servicio de derribar monarquías o librarnos de brutales condiciones de opresión. Es un modo de enfrentar la realidad que, en palabras de Michéa, se extiende a “todas las reivindicaciones concebibles, incluso las más contrarias al sentido común o a la common decency”, que es la expresión con que Orwell —un hombre de izquierda— intenta defender cierto patrimonio moral que merece ser conservado. Con un magro esfuerzo intelectual, quien maneja las técnicas adecuadas puede “transformar todos los escrúpulos éticos posibles en tabúes arbitrarios”. La transgresión puede parecer hoy parte natural de una cultura de izquierda, pero en los hechos cada una de estas transgresiones contribuye a ampliar los límites del mercado. Así, por ejemplo, cuando la izquierda no formula reparos respecto de la maternidad subrogada (ya que cada mujer es “dueña de su cuerpo”), alimenta la dinámica del mercado, pues le abre a este un nuevo espacio de posibilidades. La idea, supuestamente transgresora, de volver disponible lo que antes era indisponible, permite que el intercambio monetario vaya colonizando nuevas áreas de la vida humana. Ocurre algo parecido con la inmigración, pues en ese tema los economistas más liberales tienden a estar de acuerdo con los intelectuales progresistas. A unos les interesa la movilidad de la mano de obra —el capitalismo siempre necesita un ejército de reserva—; mientras que otros sueñan con un mundo sin fronteras, donde podamos gozar de la máxima movilidad posible. Se cree estar luchando contra la globalización capitalista, pero cada transgresión refuerza sus condiciones de existencia. La izquierda, apunta irónicamente Michéa, es tal vez el estadio supremo del capitalismo. ¿Qué sentido tiene que alguien se llame socialista o comunista allí donde no hay ninguna legitimidad filosófica para hablar de lo común, donde tanto el descanso dominical como una gramática compartida son vistos como instancias de opresión?


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Conservadurismo crítico Para responder a una condición cultural y política como la descrita, parece necesario rehabilitar la noción de límite. También aprender a cultivar cierto sentido del pasado. Estas son preocupaciones, por cierto, que muchas veces son vistas como reaccionarias. Pero que sean vistas así pasa por nuestra incapacidad para comprender un simple hecho: una persona puede desear cambios muy sustantivos en su sociedad sin por eso querer desembarazarse de su herencia. Dado que esa herencia es usada aquí precisamente para criticar las condiciones contemporáneas, no es raro que Michéa describa la disposición que necesitamos como un “conservadurismo crítico”8. Michéa usa esa fórmula a propósito de Orwell, pero ella sirve también para iluminar algunas de sus otras deudas intelectuales. Particularmente iluminadora resulta respecto de Christopher Lasch (Michéa prologó el año 2000 la edición francesa de La cultura del narcicismo). Hay, sin duda, una afinidad de temple entre ambos pensadores, un tal vez indefinible “populismo”. El historiador y sociólogo norteamericano fue el más profundo crítico de la izquierda liberal norteamericana, pero su radical antiprogresismo es difícilmente clasificable como propio de la derecha. Para Lasch, el motor del ideal progresista no se encuentra, en efecto, en pensadores utópicos de segundo orden como Comte o Condorcet, sino algo antes en Adam Smith. En la obra de este, el insaciable apetito humano ya no es domesticado, sino rehabilitado para convertirse en la fuerza que busca un crecimiento económico constante. Es así como la ilusión de progreso habría sobrevivido a los horrores del siglo XX no solo a través de las formas utópicas (que la catástrofe hubiera dejado en el suelo), sino como una simple reducción de la vida a niveles cada vez más elevados de comodidad9. Esta comprensión de cómo la idea de progreso opera sobre nuestras vidas 8 Michéa, Orwell, anarchiste Tory, 177. 9 Christopher Lasch, The True and Only Heaven. Progress and its Critics (W.W. Norton, 1991), 21-81.


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encuentra profundo eco en Michéa. Después de todo, su análisis puede ser fructífero no solo para pensar las contradicciones de la izquierda. También lo es para reflexionar sobre la apresurada armonización que suele realizar cierta derecha entre una disposición conservadora y las fuerzas ilimitadas del mercado. El desafío que enfrenta la derecha es en cierto sentido el inverso de la izquierda, pero los dos desafíos implican replantearse ante este imaginario de lo ilimitado. A un lado y otro se requiere reconsiderar el valor que tiene la noción de límite. Para ambos mundos —izquierda y derecha— es asimismo relevante la brecha que separa cada vez más a élites móviles y cosmopolitas de un hombre común vinculado a espacios y tiempos particulares. En La rebelión de las élites (1994), Lasch presentó un pionero diagnóstico de este fenómeno y de sus consecuencias. El autor señala ahí la tendencia de las élites liberales a “olvidar las virtudes que dicen defender”, la irrupción de un intolerante desprecio respecto de un pueblo percibido como atrapado en sus costumbres10. Como bien ha observado Michéa, la conocida referencia de Hillary Clinton a los votantes de Trump como una masa de “deplorables” (basket of deplorables) ilustra a la perfección esta grieta que Lasch ya había percibido con extraordinaria nitidez hace tres décadas11. La trayectoria vital del mismo Michéa, por cierto, parece inscribirse en una consciente respuesta a esta situación. Aunque hoy existe una generación completa de jóvenes pensadores franceses atentos a su obra, él decidió permanecer toda su vida fuera del sistema universitario, como un profesor de provincia en lo que pareciera un conscientemente cultivado rechazo del éxito12. Esto puede explicar también el tono con el que argumenta Michéa, que maneja 10 Id., La rebelión de las élites y la traición a la democracia (Paidós, 1996), 33. 11 Michael C. Behrent, “An Interview with Jean-Claude Michéa”, Dissent Magazine, 7 de junio de 2019. 12 Bénédicte Coste, “Against the Grain: Michéa’s Radical Philosophy and its Discontents”, en Yale French Studies, núm.116/117 (2009), 79-91. Sobre Michéa, véanse Kévin Boucaud-Victoire, Mystère Michéa. Portrait d’un anarchiste conservateur (L’escargot, 2019) y Emmanuel Roux y Mathias Roux, Michéa l’inactuel. Une critique de la civilisation libérale (Le bord de l’eau, 2017).


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como pocos la ironía y el sarcasmo. Es, sin duda, un provocador, pero esa provocación está siempre al servicio de un razonamiento que busca volver visibles algunas articulaciones ocultas de nuestra discusión13. Michéa y nosotros Solo una obra de Michéa había sido previamente traducida al castellano, La escuela de la ignorancia. Esta constituye una reflexión crítica sobre algunas tendencias pedagógicas contemporáneas, que buscan ajustar el proceso educativo a las necesidades del mercado. Sobra decir que, en ese punto, Michéa toca cuestiones que han estado muy presentes en nuestro debate. En cualquier caso, no es el único punto en que su obra ilumina la discusión chilena. Cuando Michéa nota “una extraña fascinación en una parte de la extrema izquierda” por Ayn Rand, es imposible dejar de pensar en los vivos ejemplos recientes de una desatada lógica individualista desde sectores de nuestra izquierda14. Unos han pontificado contra las relaciones afectivas incondicionales, defendiendo en su lugar la primacía del amor propio, como si la mera donación a otro fuera opresiva. Es una izquierda que no solo parece ignorar la existencia de Marcel Mauss, sino que desconoce o desprecia la experiencia misma del don. Otros han denunciado el individualismo del sistema de pensiones, pero para hacerlo caer han creído necesario exacerbar la lógica individualista, reclamando el derecho de los cotizantes a retirar sus fondos como si la propiedad privada no admitiera limitación alguna. Nuestros curiosos revolucionarios y transgresores tienden así a reproducir y reforzar todo lo que dicen lamentar. 13 De más está decir que la obra de Michéa ha sido objeto de duras críticas, sobre todo desde la izquierda liberal. Sobre esto, puede verse la introducción a Boucaud-Victoire, Mystère Michéa. 14 Estos casos, recordemos, han incluido abierta celebración de Ayn Rand en redes sociales. Véase Pablo Ortúzar, “Después de la soberanía individual. Apuntes para un poscapitalismo peregrino”, en Claudio Alvarado (ed.), Primera persona singular. Reflexiones en torno al individualismo (IES, 2019), 135-158.


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Consideremos un ejemplo más. En una entrevista reciente con la revista Dissent, el pensador francés nota el aplauso unánime con que fuera recibido en 2017 el hecho de que la Asamblea Nacional gala llegara a contar con un 40% de mujeres. Lo que dicha celebración ignoraba, advierte, es que desde 1871 no existía una asamblea legislativa tan uniforme en su composición social15. Apenas hace falta mencionar el modo en que nuestros propios puntos ciegos quedan reflejados en esta observación. Michéa no deja de apreciar, a la luz de ejemplos como este, el genuino avance humano que implica una mayor participación femenina. Pero una élite que se felicita sin reflexión sobre la ambigüedad de estos hechos permanece ciega a las tensiones de aquello que, muchas veces de manera acrítica, consideramos progreso. Pocas cosas parecen tan urgentes como pensar hoy las prácticas, disposiciones y mentalidades por las que podríamos salir de este atolladero sin caer en condiciones aun más asfixiantes. La imagen que tengamos del hombre es ahí la piedra angular. Nuestra relación con el prójimo está atravesada por una oscilación esquizofrénica: por un lado, la creencia en un hombre capaz de obrar la redención de sí mismo y de la sociedad y, por otro, la desconfianza y la tendencia a someternos a todo tipo de control para garantizar nuestra seguridad. Pero ninguna necesidad nos ata a esa lógica. En palabras de Michéa, “bastaría con renunciar al dogma del egoísmo, y reconocer que los hombres son tan capaces de dar y amar como de tomar, acumular o despojar a sus semejantes”16. Si podemos redescubrir ese modo de mirar a los demás, daremos con tierra fértil para lo que Orwell llamaba common decency. Michéa recurre una y otra vez a esta fórmula. Es un concepto tal vez difícil de definir, pero se trata de una realidad que una y otra vez reconocemos en la vida cotidiana. Es la decencia resistente a la transgresión, un patrimonio moral que, según Orwell, estaba particularmente preservado en las personas comunes. 15 Behrent, “An Interview with Jean-Claude Michéa”. 16 Véase la página 166 de la presente edición.


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Creía en un pueblo aún enraizado en los valores desechados por las élites económicas, políticas y culturales; un pueblo, por tanto, capaz del amor, la amistad y la integridad. No se trata de un romanticismo ingenuo respecto de los sectores populares, pero sí de reconocer la realidad de la decencia cuando la encontramos. Porque si reconocemos que también una rebelión puede ser alienada, que puede reproducir la lógica que dice combatir, hay pocas necesidades de tal envergadura como reconocer los espacios en que una mínima decencia se une a la libertad. Después de todo, como bien dice un personaje de Albert Camus —aludiendo a algo parecido a esta common decency—, “el único modo de luchar contra la peste es la honestidad”17. Pero antes, quizá, debemos proveer los medios intelectuales para que eso sea posible.

17 Albert Camus, La peste, en Œuvres complètes, vol. II (Gallimard, 1947), 147.


Para Linda Kizico Hudan. Sin su humanidad, su cultura y su valioso apoyo este pequeĂąo libro nunca habrĂ­a visto la luz.



El punto de partida de El imperio del mal menor es una conferencia dictada en enero de 2007 por invitación de mi amigo André Perrin en el marco de un curso de formación de profesores de filosofía de la Academia de Montpellier. Completamente reescrita, esta conferencia constituye la trama del primer capítulo. Como todo trabajo teórico, este ensayo contiene una gran cantidad de notas. Para facilitar la lectura, resolví que las notas que vienen después de cada capítulo, correspondientes a determinados puntos bien precisos del texto, puedan ser leídas como “escolios”, es decir, como pequeñas precisiones independientes (lo que también es válido para las notas que acompañan a dichos escolios). De esta manera, este ensayo podrá leerse de corrido sin mayor problema.



Winston Churchill decía que la democracia era el peor de los regímenes, “a excepción de todos los demás”. Sería difícil encontrar una formulación más apropiada del espíritu liberal. Así como este espíritu manifiesta un optimismo incondicional en cuanto a la capacidad de los hombres de convertirse en “amos y dueños de la naturaleza”, también da cuenta de un profundo pesimismo cuando se trata de evaluar su aptitud moral para edificar por sí mismos un mundo decente. Como veremos más adelante, este pesimismo tiene su origen en la idea, eminentemente moderna, de que ha sido precisamente la tentación de instaurar en este mundo el reino del Bien y de la Virtud la que ha constituido la fuente de todos los males que no han dejado de aquejar al género humano. Esta crítica hacia la “tiranía del Bien” tiene un precio, naturalmente. Obliga a considerar la política moderna como un arte puramente negativo: el arte de delimitar, en definitiva, la sociedad menos mala posible. Es en ese sentido que el liberalismo debe ser comprendido, y se comprende a sí mismo, como la política del mal menor.



I. LA UNIDAD DEL LIBERALISMO

No cabe duda de que si Adam Smith o Benjamin Constant volvieran a aparecerse entre nosotros (lo que permitiría desde ya elevar considerablemente el nivel del debate político) tendrían muchas dificultades para reconocer el alma de su liberalismo en la cruz del presente1. De ahí, desde luego, la increíble confusión intelectual que impera hoy en día en el uso de esa palabra. Así, para muchos sería conveniente distinguir entre un “buen” liberalismo político y cultural, y un “mal” liberalismo económico. La crítica hacia este último debería por su parte ser matizada según si se trata de un “verdadero” liberalismo, de un “neoliberalismo” o de un “ultraliberalismo”. La tesis que pretendo desarrollar aquí tiene, por lo menos, el mérito de simplificar la cuestión. Efectivamente, sostengo que el movimiento histórico que transforma en profundidad a las sociedades modernas debe ser comprendido fundamentalmente como la realización lógica (o la verdad) del proyecto filosófico liberal, tal como fue definido progresivamente desde el siglo XVII y, particularmente, desde la filosofía de las Luces. Esto significa que el mundo sin alma del capitalismo contemporáneo constituye la única forma 1 La célebre fábrica de alfileres de Adam Smith solo emplea a diez obreros. El autor de La riqueza de las naciones no imaginó ni por un instante lo que podría significar, algún día, el reino planetario de los fondos de pensiones y de las grandes empresas transnacionales, sin mencionar las compañías ficticias y la economía mafiosa. Matthieu Amiech hace algunas precisiones muy interesantes sobre este punto en un estudio dedicado a “Los Estados Unidos antes de la gran industria”, publicado en el número de diciembre de 2006 de la revista Notes & Morceaux Choisis (La Lenteur).


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histórica bajo la cual esta doctrina liberal original podía haberse realizado en los hechos. Se trata, en otros términos, del liberalismo realmente existente. Y esto, como veremos, tanto en su versión economista (tradicionalmente preferida por la “derecha”) como en su versión cultural y política (cuya defensa se ha vuelto la especialidad de la “izquierda” contemporánea y, sobre todo, de la “extrema izquierda”, la punta más convulsionada del Espectáculo moderno). Para defender esta tesis, que sé está lejos de ser unánime, es fundamental hacer dos precisiones previas. Hablar de “lógica liberal” implica, en primer lugar, separar cuidadosamente las intenciones de los distintos autores clásicos, de los efectos políticos y civilizatorios que su sistema de pensamiento contribuyó a producir de manera, pienso, inevitable. Se trata de un ejercicio, notémoslo, que no debería desorientar a los liberales, en la medida en que estos admitan, siguiendo a Adam Ferguson, que el movimiento real de las sociedades es antes que todo “el resultado de la acción humana, y no de la intención humana”2. Es un ejercicio tan antiguo como la filosofía misma: después de todo, es el método que utiliza Platón en Gorgias para develar lo que realmente está en juego en la sofística. Recordemos que la crítica platónica se desarrolla en tres tiempos. La primera parte del diálogo pone en escena la axiomática de Gorgias, quien, podría decirse, representa al Adam Smith de la retórica. Luego de esta primera confrontación viene el examen crítico de la postura de Polo, discípulo de Gorgias, quien supo desarrollar algunas implicaciones filosóficas de la axiomática inicial frente a las cuales, en general, su maestro se había abstenido por razones de decencia personal. Este segundo momento corresponde a la “retórica realmente existente” en Atenas en el siglo IV. El diálogo concluye con la intervención de Calicles, personaje necesariamente imaginario, pues simboliza para Platón todo lo que la sofística podría ser algún día si, por desgracia para la Ciudad, llevara a cabo todas las potencialidades incluidas lógicamente en su programa. Es una manera de concluir que, si bien Gorgias no podría ser confundido 2 Adam Ferguson, An Essay on the History of Civil Society [Un ensayo sobre la historia de la sociedad civil] (trad. fr., PUF, 1991).


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con Calicles, sí es intelectualmente responsable, en cierto sentido, de todas las consecuencias que un eventual “Calicles” podría derivar de sus planteamientos. Pero hablar de “lógica liberal” también implica que, más allá de la diversidad de los autores y de las múltiples diferencias que los enfrentan en determinados puntos, es posible abordar el liberalismo como una corriente cuyos principios no solo pueden, sino que deben estar filosóficamente unificados. Evidentemente, conceder este punto provocará aprensiones en muchos lectores. Esto debido a que, si aceptamos esa idea, se vuelve mucho más difícil realizar la operación de quienes —tal como la izquierda y la extrema izquierda contemporáneas— suelen oponer radicalmente el liberalismo político y cultural (definido como el avance ilimitado de los derechos y la liberalización permanente de las costumbres) al liberalismo económico, entendiendo los desarrollos emancipadores del primero como fundamentalmente independientes de los perjuicios del segundo. Tengo plena conciencia del carácter arriesgado de este tipo de ejercicio, como cada vez que en la historia de las ideas debemos definir un “ismo” cualquiera. Y esto en mayor medida, naturalmente, por cuanto la corriente filosófica en cuestión se extiende por varios siglos. La identificación de una lógica filosófica siempre supone, por definición, un trabajo de reconstrucción conceptual y, en consecuencia, simplificaciones, elecciones e interpretaciones que están lejos de ser neutras ideológicamente. Por cierto, asumo completamente estos sesgos. Solo espero que no se me reproche, al proceder de la manera que lo hice, de haber otorgado excesiva importancia a los Calicles frente a los Polo y los Gorgias del liberalismo. Una última dificultad de orden terminológico debe ser descartada. En 1928, Carl Schmitt escribía que “no hay una política liberal sui generis, solo hay una crítica liberal de la política”. Si entendemos por “liberalismo” una postura política estrictamente defensiva —por ejemplo, aquella que defiende generalmente las distintas luchas por las libertades democráticas fundamentales donde sea que estas se vean amenazadas, distorsionadas o


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abolidas—, entonces no tengo qué objetar contra un tal “liberalismo”. El mismo Orwell no dudaba en referirse a la herencia de los “viejos liberales” del siglo XIX inglés cuando tomaba la palabra en ese sentido muy particular. Pero el liberalismo, tal como aparece hoy en el debate, representa un ideal político mucho más preciso y con un alcance filosófico muy distinto. Efectivamente, se vincula al proyecto de transformación radical del orden humano, cuya puesta en marcha debe sustentarse, necesariamente, en determinadas políticas gubernamentales. Desde este punto de vista, es indudablemente significativo que las mismas palabras “ideas liberales” y “liberalismo” solo hayan surgido, en el caso francés, después de Termidor (en particular en De las reacciones políticas, libro fundador, si tal cosa existe, publicado en 1797 por Benjamin Constant). De hecho, solo será después de 1815 que estos términos entrarán definitivamente al vocabulario político (donde servirán, durante mucho tiempo —es interesante subrayarlo—, para designar la oposición parlamentaria de la izquierda frente al poder de la derecha y de la reacción). El proyecto positivo de una sociedad liberal (y, en consecuencia, de un “liberalismo de gobierno”) aparece, por lo tanto, como indisociable del nuevo marco ideológico definido en la misma época por Auguste Comte. Desde el momento en que se reconoce la imposibilidad, luego de la Revolución francesa, de un regreso no imaginario, a las sociedades tradicionales del Antiguo Régimen, ¿cómo es posible instaurar un orden social moderno, es decir, de acuerdo a las aspiraciones fundamentales de una humanidad que finalmente se ha vuelto “mayor”? Al recordar este punto, no olvido que los primeros ensayos parciales para experimentar un liberalismo de gobierno tuvieron lugar, en Francia, bajo la Monarquía (cfr. las políticas de desregulación del comercio de cereales impulsadas por Laverdy y Maynon d’Invault entre 1764 y 1770, cuya crítica, desarrollada por Diderot en la “Apología del abad Galiano”, sigue siendo muy instructiva3). 3 El texto fue reeditado en 1998 (Éditions Agone), precedido por una excelente explicación de Michel Barrillon, “Diderot dans la première bataille du libéralisme économique” [“Diderot en la primera batalla del liberalismo económico”].


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Tampoco olvido la etapa inicial de la Revolución y el rol decisivo que jugó, en particular, el decreto Allard y la ley Le Chapelier. Sin embargo, el liberalismo filosófico pudo volverse históricamente efectivo hasta constituir, el día de hoy, el principal (si no el único) principio activo de las políticas gubernamentales y de las transformaciones civilizatorias de Occidente (y, a través de ellas, del mundo entero). Esto, ante todo, como proyecto posrevolucionario, es decir, posibilitado por la destrucción definitiva de las bases del Antiguo Régimen. Es en ese sentido, y solo en ese sentido, que utilizaremos el término liberalismo aquí. La doctrina liberal no apareció en la Historia como un trueno en un cielo sereno. La lógica que conduce sus respuestas solo adquiere realmente todo su sentido una vez que la reinscribimos en el proyecto occidental moderno y en las preguntas que lo definen. Efectivamente, el liberalismo no solo es inseparable de ese proyecto; en realidad, constituye su único desarrollo teórico coherente. A diferencia, por ejemplo, del ideal republicano, que sigue otorgándole un lugar importante a las virtudes antiguas, o del socialismo original, que sigue esencialmente vinculado a las ideas de moral y comunidad, el liberalismo no toma prestado ninguno de sus fundamentos mayores a tradiciones filosóficas anteriores. Las políticas liberales no son por esencia, como señala una idea absurda particularmente difundida en la izquierda, “conservadoras” o “reaccionarias” (clasificaciones que, por lo demás, se remontan en gran medida —ironía de la Historia— a Benjamin Constant). El liberalismo debe ser visto como la ideología moderna por excelencia. Por lo tanto, si queremos exponer su lógica, es indispensable que volvamos hacia los orígenes del proyecto moderno mismo. Para comprender la naturaleza de este último, debemos eludir toda ilusión retrospectiva o etnocéntrica (precaución metodológica que generalmente se descuida). Por ende, hasta donde sea posible, intentaremos evitar explicar los momentos fundamentales de su génesis a partir esencialmente de los esquemas ideológicos que surgieron con él, y que estuvieron destinados principalmente a permitir su autojustificación. Esto implica, en


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primer lugar, que el trabajo de modernización realizado por las sociedades europeas ya no sea considerado a priori como una simple etapa históricamente necesaria de los progresos de la Razón (o del “desarrollo de las fuerzas productivas”) y, en consecuencia, como un movimiento a la vez ineludible e irreversible, frente al cual todas las demás civilizaciones existentes no tienen (o no tenían) el derecho ni el poder de oponerse. Solo una vez que hayamos desactivado esa mitología ingenua (aunque esencial en la definición de la modernidad por sí misma), podremos abordar el problema filosófico en sus verdaderos fundamentos. De esta manera, dejaremos de hacer la lista interminable de los “bloqueos” o de los “obstáculos” que habrían alejado, durante tanto tiempo, a las diferentes sociedades “premodernas” del desarrollo “normal” de la Civilización. Nos preguntaremos, en cambio, qué “concurso fortuito de causas extranjeras” (según la expresión de Rousseau) precipitó el advenimiento de la excepción occidental, contribuyendo así a hacer inteligible el camino históricamente inédito, ya que no necesariamente ejemplar, que eligieron seguir las sociedades europeas a partir del siglo XVII. En esta compleja combinación de causas contingentes (o mejor dicho, sin duda, de condiciones) —y sin olvidar las especificidades históricas anteriores (como, por ejemplo, los datos del problema teológico-político heredados de la historia de los conflictos entre el Imperio y la Iglesia4)— debe reservarse un lugar esencial a la invención de la ciencia experimental de la naturaleza. Esta invención tiene en sí misma numerosas condiciones políticas e intelectuales, y constituye uno de los rasgos más singulares del Occidente moderno5. La crucial importancia de la Sienza nuova descansa primero en haber posibilitado pensar filosóficamente el proyecto, moderno por excelencia, de convertir a los humanos en “amos y dueños de la naturaleza”. Sin embargo, es sobre todo como imagen de una nueva autoridad simbólica, 4 Cfr. Pierre Manent, Histoire intellectuelle du libéralisme [Historia intelectual del liberalismo], capítulo I (Calmann-Lévy, 1987). 5 El libro de Olivier Rey, Itinéraire de l’égarement. Du rôle de la science dans l’absurdité contemporaine [Itinerario del extravío. El papel de la ciencia en el absurdo contemporáneo] (Seuil, 2003), ofrece indicaciones filosóficas particularmente estimulantes a este respecto.


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el ideal de la Ciencia, autoridad que podía oponerse de allí en adelante a la de la Iglesia, que la física galileana ha producido sus dos efectos ideológicos más importantes. Por una parte, generó una base metafísica particularmente sólida para pensar la noción de Progreso (algo que Pascal percibió enseguida6). Y, por otra parte, facilitó la creencia —cuyos postulados fueron definidos primero por Hobbes y Spinoza— según la cual la extensión del método galileano al estudio de la naturaleza humana podría permitir pronto edificar una “física social” y, a través de ella, crear las condiciones para un procesamiento finalmente “científico” e “imparcial” del problema político7. Las implicancias de este asombroso paradigma son evidentemente ilimitadas. Por ejemplo, basta con cruzar esta nueva representación de una Razón en progreso permanente con el descubrimiento de América (sin duda, otra causa fortuita) para obtener una serie de efectos particularmente llamativos. Mientras que para Estrabón o Heródoto, el encuentro con otras civilizaciones era pensado esencialmente desde la coexistencia geográfica, de ahora en adelante podrá serlo en el marco de la sucesión histórica. Por lo demás, es interesante notar que Adam Smith (como claramente lo señaló Christian Marouby) fue uno de los primeros pensadores en utilizar este nuevo modelo y en proponer, a partir de los datos antropológicos a su disposición, una teoría sistemática de las “fases” de desarrollo de la humanidad, cuya base y motor era el Crecimiento económico8. Si admitimos que solo debemos 6 De ahí los esfuerzos de Pascal, en su Prefacio al Tratado del vacío, por trazar una línea de demarcación preventiva entre los “temas de sentido o de razonamiento”, temas en los que, de ahora en adelante, debe prevalecer la autoridad de los Modernos y el conjunto de las otras “materias” (entre las cuales, evidentemente, está la teología) que no pueden ser pensadas bajo las categorías del Progreso. Pascal es uno de los primeros filósofos a la vez moderno y antimodernista, o por decirlo así, uno de los primeros críticos modernos de la modernidad. 7 Como señalará más tarde Auguste Comte, “cuando la política se convierta en una ciencia positiva, el público deberá otorgar a los publicistas, y necesariamente les otorgará, la misma confianza para la política de la que les otorga actualmente a los astrónomos para la astronomía, a los médicos para la medicina, etc.” (Separación general entre las opiniones y los deseos, 1819). Ese es el fundamento metafísico de la autoridad que tienen los omnipresentes “expertos” en el mundo contemporáneo. 8 Cfr. Christian Marouby, L’Économie de la nature. Essai sur Adam Smith et l’anthropologie de la croissance [La economía de la naturaleza. Ensayo sobre Adam Smith y la antropología del


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hablar de “modernidad” ahí donde los hombres comienzan a representarse la manera en que viven como un simple momento históricamente determinado de una evolución universal9, es, pues, indudable que gran parte de las herramientas filosóficas indispensables para el desarrollo del imaginario moderno fueron elaboradas y puestas en circulación en el marco de la revolución galileana. Pese a que el ideal de la Ciencia jugó un rol fundamental en la constitución del imaginario moderno, no fue a partir de él que se desencadenaron realmente las dinámicas de la modernización. El modelo de la revolución galileana fue invocado muy rápido para resolver el problema político solo porque este último estaba siendo planteado, en el mismo momento, bajo formas históricas completamente inéditas. En el “concurso fortuito de causas extranjeras”, parece ser que la causa que contribuyó de manera más determinante en la canalización de la respuesta moderna a las crisis de la sociedad europea fue, ante todo, el extraordinario trauma histórico que provocaron, en todos sus contemporáneos, la magnitud y la duración de las guerras de la época. En la clásica antología que le dedicó al problema de la guerra y de la paz desde Maquiavelo a Hobbes, Georges Livet subraya que “todos los escritos crecimiento] (Seuil, 2004). Utilizando de manera privilegiada el material antropológico de los iroqueses y de los hurones de la Confederación de las Cinco Naciones, Adam Smith pudo imaginar el movimiento “necesario” que debe conducir a todas las sociedades humanas desde la “fase cazadora” a la commercial society, pasando por la “fase pastoral” y la “fase agrícola”. Marouby da cuenta minuciosamente de las innumerables infracciones a la observación empírica y al razonamiento lógico que está obligado a cometer Adam Smith, con el objetivo de sostener su hipótesis y los postulados antropológicos sobre los cuales se funda La riqueza de las naciones (y sobre los que se funda, hasta el día de hoy, lógicamente, la “ciencia” económica contemporánea). 9 Cfr. C.A. Bayly, La Naissance du monde moderne (1780-1914) [El nacimiento del mundo moderno] (Les Éditions de l’Atelier, 2006), 11. “En primer lugar, en este libro aceptaremos la idea de que una dimensión esencial de la modernidad se relaciona con la convicción de que somos modernos. La modernidad es una aspiración a estar 'acorde a su época'. Tomó la forma de un proceso de emulación e imitación. Parece difícil negar que, entre 1780 y 1914, una cantidad creciente de personas haya decidido que eran modernas, o que vivían en un mundo moderno, les gustara o no […]. Fue también la era de la modernidad, ya que los pueblos pobres y oprimidos del mundo entero pensaron que podían mejorar su situación y sus perspectivas de futuro adoptando los signos exteriores de esa modernidad mítica, ya se tratase del reloj de bolsillo, del paraguas o de los nuevos textos sagrados”.


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de esta época respiran después de la paz”10. Hay que reconocer, efectivamente, que las dramáticas guerras que definieron el horizonte cotidiano de la vida de los hombres a lo largo de los siglos XVI y XVII se caracterizan por dos aspectos profundamente originales desde todo punto de vista. Por una parte, la introducción de nuevas armas y de las innovaciones tácticas y estratégicas correspondientes (como la importancia predominante que adquiere la infantería), hicieron que los enfrentamientos se volvieran rápidamente mucho más mortíferos y devastadores que antes. Por otra parte, y sobre todo, vemos generalizarse una forma de guerra completamente nueva, al menos con ese grado de intensidad11, en la segunda mitad del siglo XVI, la guerra civil ideológica, cuya forma principal, en la época, es la guerra de religión. Naturalmente, esto no significa que el conjunto de conflictos que en ese entonces desorganizaron Europa puedan reducirse únicamente a las guerras civiles de religión. Pero estas últimas constituyeron siempre el trasfondo, de manera que incluso las guerras aparentemente más clásicas, que enfrentaban a las potencias políticas de la época —como, por ejemplo, en la primera mitad del siglo XVII, la terrible Guerra de los Treinta Años— siempre estuvieron sobredeterminadas, tanto en su origen como en sus incidentes concretos, por la lógica de esta nueva forma de conflicto. Ahora bien, sabemos que una guerra civil no modifica solo la forma de los combates. Afecta de manera aún más radical la naturaleza misma de las relaciones humanas. Ciertamente, no es casualidad que Pascal, después de Hobbes, la haya considerado como el más grande de los males (expresión que encontramos, en la misma época, en los Ensayos de moral, de Nicole12). Esto se 10 Georges Livet, Guerre et paix. De Machiavel à Hobbes [Guerra y paz. Desde Maquiavelo a Hobbes] (Armand Colin, 1972), 50. 11 Platón ya distinguía entre stásis (o guerra civil) y Pólemos (guerra contra los extranjeros). 12 La expresión de Pascal es una alusión evidente a la de Erasmo (“la guerra es el más grande de los males”, Educación del príncipe cristiano, 1516). Es cierto que el análisis de Erasmo ya le otorgaba un lugar central a la guerra civil (“¿Qué nombre debemos darle al acto de cristianos que se desgarran entre sí, siendo que están unidos por tantos lazos, que perpetúan la masacre por años, no se sabe por qué razón, por una hostilidad personal, por una tonta ambición de gente joven?”).


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relaciona con el hecho de que, a diferencia de las guerras tradicionales, que pueden estrechar los lazos de una comunidad, una guerra civil tiende, por definición, a introducir divisiones desocializadoras. Aquellas que, al poner a unos contra otros, parientes, vecinos y amigos, amenazan en todo momento con romper el ciclo de las solidaridades y de las lealtades tradicionales, fundadas en el don y el contra-don; ciclo del que sabemos que constituye la esencia misma de la “sociabilidad primaria” (como la llamó Alain Caillé) y la matriz esencial de esas relaciones cotidianas de confianza, sin las cuales no puede haber comunidad histórica que dure13. Además, es revelador que Corneille, cuya obra constituye una celebración constante de las virtudes guerreras y heroicas, no haya dudado en definir la guerra civil como “el reino del crimen”. Probablemente, este miedo a la guerra civil es lo que explica, en primer lugar, por qué los filósofos de los siglos XVII y XVIII (y particularmente aquellos que son de origen o sensibilidad protestante) describen casi siempre su “estado de naturaleza” como un estado donde reinaría necesariamente (ya sea de manera original o derivada) la guerra de todos contra todos. Evidentemente, esta constituye primero una transposición filosófica de las situaciones de guerra civil de la época, llevadas hipotéticamente —como en todo experimento del pensamiento— hasta ese límite imaginario en que los individuos, supuestamente liberados por naturaleza de toda lealtad de unos con otros, solo tendrían que defender el valor de la conservación de su propia vida, en un universo caracterizado por el miedo a morir y la desconfianza generalizada. Pero está claro que esta manera hiperbólica de formular las condiciones del problema político contiene en sí misma el principio de su resolución14. Retomando, aquí también, los términos de Rousseau, solo 13 Sobre la naturaleza y extensión de esta sociabilidad primaria en Francia en el siglo XVI, el libro de referencia es el de la historiadora estadounidense Natalie Zemon Davis, Essai sur le don dans la France du XVIe siècle [Ensayo sobre el don en Francia durante el siglo XVI] (Seuil, 2003). 14 Al igual que en el plano metafísico, la duda cartesiana deberá desarrollarse de forma hiperbólica para fundar por adelantado la posibilidad del cogito. Hay que notar aquí que las soluciones modernas siempre tienen que ser deducidas a partir de situaciones filosóficas no


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cuando los obstáculos generados por el desencadenamiento sin fin de las rivalidades miméticas “superan por su resistencia a las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en ese estado”, esos mismos individuos pueden por fin comprender que “el género humano perecería si no cambia su modo de existir”15. El temor a una muerte violenta, la desconfianza frente a los cercanos, el rechazo de todos los fanatismos ideológicos y el deseo de una vida al fin tranquila y pacífica: ese parece ser, en última instancia, el horizonte histórico real de esa nueva “manera de ser” que los Modernos no van a dejar de reivindicar de ahora en adelante. En el fondo, a sus ojos, fundar una sociedad acorde a los progresos de la Razón y definir las condiciones que le permitirán a la humanidad, por fin, salir de la guerra (“las condiciones de la sociedad, es decir, de la paz humana”, escribe sobriamente Hobbes al principio de su De Cive), son una sola y misma cosa. Esta configuración indisolublemente política y psicológica aclara, entre otras cosas, el rol absolutamente central que juegan, en la cultura occidental moderna, tanto la represión de todo lo que gira en torno a la muerte, como el sentimiento, profundamente enraizado, del horror y del absurdo de todas las guerras, percibidas de ahora en adelante como el peor de los males. Ese sentimiento, que será esencial en la génesis del liberalismo, se forjó claramente de una vez por todas a través del prisma de la más terrible de todas las guerras, la guerra civil ideológica, ya sea que su recuerdo esté ligado al desencadenamiento de los fanatismos religiosos o, un poco más tarde, al del Terror revolucionario. Esto nos permite también explicar que la única “guerra” que seguirá siendo concebible, bajo tal dispositivo filosófico, es la guerra del hombre contra la solo negativas, incluso desesperadas (la duda absoluta, la violencia absoluta), sino también ficticias (la hipótesis del sueño y del genio maligno en Descartes, el estado de naturaleza en Hobbes, la fábula del trueque original en los economistas). No se trata para nada de una paradoja, una sociedad que se quiere (por primera vez en la historia) completamente “realista” y procedimental —es decir, fundada en los protocolos puramente mecánicos del Derecho y el Mercado—, que genere así sus propios mitos fundadores. 15 Jean Jacques Rousseau, Contrato social, libro I.


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naturaleza, conducida con las armas de la ciencia y de la tecnología. Será una guerra de sustitución, los Modernos van a esperar de ella precisamente que desvíe la mayor parte de las energías hasta ahí dedicadas a la guerra del hombre contra el hombre, hacia el trabajo y la industria [A]. Con su perspicacia habitual, Christopher Lasch comprendió perfectamente este punto. La creencia moderna en el Progreso, escribe Lasch, no debe ser interpretada como una simple “versión secularizada del milenarismo cristiano”. Es fundamentalmente el signo de una aspiración muy prosaica a vivir por fin en paz, lejos de las agitaciones mortíferas de la Historia, y de un deseo legítimo de los individuos (al menos según Adam Smith) de consagrar lo esencial de sus esfuerzos, de ahora en adelante, a “mejorar su condición”, dedicándose apaciblemente a sus propios asuntos16. En ese sentido, el ideal moderno de Progreso, en su origen, está mucho menos enraizado en una atracción por algún paraíso terrestre, que en el deseo de escapar, a cualquier precio, del infierno de la guerra civil ideológica, es decir, en el deseo de evitar por fin el “más grande de los males”. Así, al volver a poner al centro del problema la pregunta por la pacificación ideológica de la sociedad, resulta más fácil pensar tanto la originalidad absoluta del proyecto moderno como los principios de la antropología que lo acompañan y, sobre todo, la profunda unidad de las dos figuras filosóficas bajo las cuales el liberalismo va a conducir este proyecto a su realización lógica. Partamos por la originalidad. En un notable ensayo, Éric Desmons demostró cómo la capacidad de sacrificar la propia vida por la comunidad de pertenencia, cuando las circunstancias lo exigían, siempre constituyó la virtud 16 Christopher Lasch, Le Seul et Vrai Paradis. Une histoire de l’idéologie du progrès et de ses critiques [El Verdadero y Único Paraíso. Una historia de la ideología del progreso y de sus críticas] [trad. fr. de Frédéric Joly (Climats, 2002; Champs-Flammarion, 2006)]. Encontramos pasajes curiosos escritos por Benjamin Constant, a propósito de esta lasitud y este deseo profundo de paz, en un proyecto abandonado de prefacio para Adolfo: “Quise describir en Adolfo una de las principales enfermedades morales de nuestro siglo, ese cansancio, esa inquietud, esa falta de fuerza, ese análisis perpetuo, que ve segundas intenciones al lado de todos los sentimientos, y que, de esa manera, los marchita desde su nacimiento”. La enfermedad moral de Adolfo es claramente el propio síndrome liberal.


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proclamada de las distintas sociedades tradicionales, es decir, de aquellas que dan un lugar privilegiado a las relaciones cara a cara y, en consecuencia, a los sentimientos de deshonra y honor [B]. Del guerrero primitivo al ciudadano de la Roma antigua (y recordemos, siguiendo a Skinner, que el ideal republicano nunca remite integralmente al paradigma moderno), del mártir de la fe cristiana al caballero medieval, siempre era esa disposición permanente al sacrificio último la que, para bien o para mal, fundaba oficialmente el autoestima de los individuos y la garantía de su posible gloria eterna, ya fuera profana o sagrada17. Por lo tanto, al igual que el esclavo hegeliano —que, en el momento decisivo, temió por su vida biológica y la prefirió por sobre el honor de una muerte heroica—, la modernidad occidental aparece como la primera civilización de la Historia que haya erigido la conservación propia como la primera (incluso la única) preocupación del individuo razonable y como el ideal fundador de la sociedad que este debe formar con sus semejantes. Como lo subraya claramente Benjamin Constant, “el objetivo de los modernos es la seguridad de sus goces privados; y llaman libertad a las garantías concedidas por las instituciones de estos mismos goces”18. No podríamos decir de mejor manera que la libertad que van a celebrar los liberales (a diferencia de la sombría libertad republicana) no es más que el otro nombre de una vida tranquila (y, si es posible, agradable) y de una aspiración a un descanso histórico bien merecido (the calm desire of wealth, tal como lo describirá Hutcheson en 1755). La nueva costumbre filosófica, difundida desde Hobbes, de anteceder a la reflexión política una descripción, supuestamente objetiva (o “materialista”) 17 Éric Desmons, Mourir pour la patrie? [¿Morir por la patria?] (PUF, 2001). Desmons analiza así, de manera apasionante, el doble movimiento que lleva primero a San Agustín a transferir en provecho de la Ciudad de Dios el amor que el ciudadano antiguo debía supuestamente tener por su propia Ciudad, y en un segundo momento, a las nacientes naciones de fines de la Edad Media a repatriar el ideal agustino del mártir de la fe, en provecho de su nuevo patriotismo. 18 Benjamin Constant, De la liberté des Anciens comparée à celle des Modernes (1819) [De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos] (Berg International, 2016).


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de la naturaleza humana, puede ser explicada, en gran medida, a la luz de ese programa. Su función primera parece ser, efectivamente, la de darse por adelantado las condiciones antropológicas de la pacificación buscada, al inscribirlas en el planteamiento del problema político mismo. Ahora bien, de acuerdo con la interpretación dominante de la época, las dos causas principales de la locura guerrera son, por una parte, el deseo de gloria de los Grandes, y por otra, la pretensión de los hombres de poseer la Verdad sobre el Bien, y de posicionarse así como jueces competentes de la salvación de los demás, fuente de todas las guerras civiles. Desde ahí es fácil distinguir el sistema de respuestas modernas a la cuestión de la paz civil. Por un lado, será necesario presuponer imperativamente que, en definitiva, el deseo de gloria y el culto a las virtudes heroicas no son más que la contracara del amor propio y del interés privado. Aquí es donde interviene lo que Paul Bénichou llamó el trabajo de “demolición del héroe” (en el que, como se sabe, La Rochefoucauld y Port-Royal jugaron un rol mayor). Por otro lado, será indispensable establecer que nuestras convicciones relativas a lo Verdadero, lo Bello o el Bien no son universales y que constituyen probablemente una simple cuestión de hábitos o de gustos. En términos más contemporáneos, esto corresponde, por un lado, a la filosofía de la sospecha (o deconstruccionismo) y, por otro, al relativismo cultural (o multiculturalismo), que representan, aún hoy, los dos pilares fundamentales del Templo “posmodernista”. Por ende, la insistencia que los Modernos pusieron, desde el siglo XVII, en la necesidad filosófica de considerar a los hombres no tal como debieran ser, sino tal como son (al “abordar sus vicios e imperfecciones como topógrafos”, escribía Spinoza), no debe confundirnos. Pese a las apariencias, se relaciona menos con una lucidez adquirida duramente, bajo la futura protección de las nuevas “ciencias humanas”, que con una dificultad teórica interna al programa moderno mismo. En el fondo, se trata de una antropología del agotamiento (una de las primeras figuras, por decirlo así, del nunca más), ansiosa por definir a su vez lo que los individuos deberían ser, para que por fin pueda activarse el proceso de desvalorización y de neutralización de sus


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dos principales pasiones bélicas: la pretensión de tener la Verdad y la de encarnar el heroísmo y la Virtud. Evidentemente, en este marco preciso, la esencia del Hombre va a comenzar a leerse de manera privilegiada a través del modelo del “burgués”, ese negociante cómodo, que ahora todos van a empezar a definir como prosaico, pasible e inofensivo. Desde este punto de vista, podemos decir que la modernidad solo empieza a desplegar verdaderamente sus mayores efectos ideológicos en el momento en que (retomando el juego de palabras de Marx) la “sociedad civil” (die bürgerliche Gesellschaft) comienza a ser pensada esencialmente como “sociedad burguesa”. Ahora podemos exponer, en su lógica constitutiva, el doble movimiento paralelo que conduce al liberalismo filosófico a proponer la utopía de una sociedad racional, situando el fundamento mismo de su existencia pacificada en la dinámica de las estructuras impersonales del Mercado y del Derecho. Cualquiera sea la solución que retengamos, el razonamiento es invariablemente el mismo. Siempre se trata de descubrir, o de imaginar, los mecanismos (en otras palabras, los sistemas de peso y contrapeso, concebidos según el modelo de las teorías físicas del equilibrio [C]) capaces de generar por sí mismos todo el orden y la armonía políticas necesarias, sin que nunca haya que volver a recurrir a la virtud de los sujetos. Es cierto que esta renuncia no tiene grandes consecuencias psicológicas, ya que, para un espíritu moderno, la “virtud” (ya sea que esta obtenga su inspiración oficial de la fe religiosa, la costumbre, la moral, el ideal cívico o el espíritu del don) va a constituir, de ahora en adelante, una simple forma de hipocresía o de autoengaño, fuente incesante de disputas y de conflictos ideológicos que amenazan en todo momento con desregular ese proceso sin sujeto que constituye la condición de toda sociedad tranquila. Ciertamente, al plantear esta tesis, no se trata de negar las evidentes diferencias de énfasis filosófico que permiten distinguir las soluciones propuestas por el liberalismo del Derecho (o liberalismo político) y por el liberalismo de Mercado. Desde el punto de vista de la historia concreta de las ideas, es indispensable que las tengamos en cuenta. Sin embargo, desde


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un punto de vista filosófico, también es indispensable establecer que estas dos versiones paralelas del liberalismo no solo están, la mayor parte del tiempo, ligadas en los hechos. Existe, en realidad, una necesidad estructural que conduce a cada una de ellas a buscar de forma permanente sus sustentos teóricos en la otra, con el objetivo de escapar de esta manera de sus respectivas antinomias. Es precisamente esa necesidad la que Marx resumía en su célebre expresión: “Libertad, igualdad, Bentham”. Por ende, pese a que el liberalismo aparezca, desde su origen, como un cuadro filosófico de doble entrada, en cierto sentido le es perfectamente indiferente desarrollar sus principios partiendo por su vertiente estrictamente política o por su vertiente económica. Desde el punto de vista pedagógico, sin embargo, parece más lógico partir por el liberalismo político, en la medida en que este último, a diferencia de su par economista, intenta por definición enfrentar directamente el problema político moderno, al elaborar para este fin una mecánica en extremo precisa del poder (y que en principio, notémoslo, no presupone necesariamente una concepción particular del Mercado y de su rol metafísico). El axioma básico del liberalismo político es muy conocido. Si la pretensión de ciertos individuos (o asociaciones de individuos, como la Iglesia) de poseer la verdad sobre lo que es el Bien es la causa fundamental que lleva a los hombres a enfrentarse entre sí violentamente, entonces los miembros de una sociedad solo podrán vivir en paz unos con otros si el Poder encargado de organizar su coexistencia es filosóficamente neutro, es decir, si se abstiene, por principio, de imponer a los individuos cualquier concepción de la vida buena. Por lo tanto, en una sociedad liberal, cada uno es libre de adoptar el estilo de vida que considera más apropiado a su concepción del deber (si es que tiene una) o de la felicidad. La única limitación, naturalmente, es que sus elecciones sean compatibles con la libertad correspondiente de los demás. Esta última exigencia supone la presencia —por encima de los individuos que buscan separadamente la vida buena y la felicidad— de una instancia encargada de armonizar las libertades en competencia, fundada


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únicamente con el fin de limitar su campo de acción al definir una cierta cantidad de reglas comunes. Esta instancia es el Derecho. El Estado, en esta óptica, tiene por única función esencial la de garantizar su aplicación efectiva. Y los principios que deben guiar su ejercicio son, en la terminología liberal, los de la Justicia. En este punto, nuevamente, las formulaciones de Benjamin Constant son de una claridad ejemplar: “Pidamos a la autoridad —escribe— que se mantenga dentro de sus límites; que se limite a ser justa. Nosotros nos encargaremos de ser felices”. Ahora bien, debemos comprender adecuadamente esta tesis liberal de la preeminencia de lo Justo sobre el Bien (como la llaman los filósofos anglosajones19). Aunque el Derecho constituya, para el liberalismo político, la instancia de regulación suprema que debe sustituirse a todas las demás, esto claramente no significa que deba hacerlo a la manera, juzgada arbitraria y abrumadora, de las antiguas estructuras normativas —ya sean las de la costumbre, la moral, la religión o la virtud republicana—. La “teoría de la justicia” en la cual se funda la nueva autoridad del Derecho tiene, en realidad, poco que ver con lo que la filosofía tradicional había pensado hasta entonces con ese nombre. Esta teoría de la justicia ya no se preocupa, efectivamente, de definir Ideas o alcanzar Esencias, es decir, de expresarse en nombre de una “Verdad” cualquiera, sea cual sea su estatus metafísico. En vez de hablar de una “teoría de la justicia”, sería más preciso referirnos a una teoría del ajuste o del ajustamiento. Efectivamente, en lo esencial solo se trata de ajustar las combinaciones institucionales más eficaces y, por lo tanto, de calcular lo más precisamente posible el sistema de pesos y contrapesos (checks and balances, dicen los filósofos anglosajones), que permitirá mantener el equilibrio entre libertades rivales imponiéndoles el mínimo de exigencias (o garantizándoles, si se prefiere, la tasa de imposición existencial más baja posible). Una teoría liberal de la justicia no debe, pues, incluir, por principio, reflexión filosófica particular alguna sobre lo 19 Cfr. Michael Sandel, Le Libéralisme et les limites de la justice [El liberalismo y los límites de la justicia] (trad. fr., Seuil, 1998).


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que podría ser la mejor manera de vivir. Debe limitarse, por el contrario, a definir las condiciones técnicas de un simple modus vivendi, es decir, ese que es necesario imponer a la multiplicidad de partículas elementales en continuo movimiento si queremos reducir al máximo los riesgos de choques y colisiones (lo que supone, en definitiva, asignarle al Derecho liberal una función comparable a la del Código del tránsito). Lo que esas partículas estiman que es su deber o su felicidad es algo que ya no entra en el campo de la filosofía política. En ese sentido, y parodiando lo que escribía Heidegger a propósito de la ciencia, podemos decir que, para los liberales, el Estado más justo —aquel que nos exige menos en todos los planos— es un Estado que no piensa. Un Estado sin ideas —o, como señalan los liberales, sin ideología— y que, debido a una suerte de platonismo invertido, hallaría su punto de honor filosófico en nunca interrogarse sobre cuál es la mejor manera de conducir la vida o de emplear la libertad “natural”. En última instancia, este Estado sin ideas ni valores20 (que se prohíbe emitir juicios, por consiguiente, en todas las cuestiones que van más allá de la técnica) no debe siquiera entenderse como un “gobierno de los hombres”. Este Estado constituye, para retomar la célebre distinción de Saint-Simon, una pura “administración de las cosas”, que exige menos convicciones políticas verdaderas que simples competencias de “expertos” o de administradores sensatos. Desde este punto de vista, no cabe duda que nadie ha formulado de mejor manera este ideal de neutralidad axiológica absoluta, que está en el corazón de todo proyecto liberal, que Immanuel Kant, cuando afirmaba en su Proyecto de paz perpetua que, en la hipótesis de un trabajo legislativo perfecto, solo la mecánica del Derecho bastaría para asegurar la coexistencia pacífica incluso en un pueblo de demonios. Sin embargo, aquí es donde comienzan los problemas del liberalismo político. Ciertamente, ninguno de los primeros liberales, a excepción del marqués de Sade (que Lasch, Lacan y Pasolini percibieron, cada uno a su 20 Sabemos que, en este punto, desde hace treinta años, el Estado liberal encontró un personal político notablemente adaptado a su función.


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manera, como el lado oscuro de la filosofía de las Luces21), habría celebrado el advenimiento de un “pueblo de demonios” como el término lógico de la libertad. El problema es que, en la lógica del liberalismo político, este no se encuentra protegido frente a tal eventualidad. Efectivamente, como vimos, la autoridad del Derecho liberal solo es legítima en cuanto se limita a arbitrar el movimiento browniano de las libertades en competencia, sin nunca apelar a criterios distintos de las exigencias de la propia libertad, las cuales se resumen, en lo esencial, en la simple necesidad de no causar daño a los demás. Ahora bien, cuando este último criterio, que tiene una importancia crucial para los liberales, es puesto a prueba, se revela como muy difícil de manejar (la simple lectura de John Stuart Mill, desde mediados del siglo XIX, basta para demostrarlo). Efectivamente, ¿a partir de qué derecho una sociedad liberal podría, por ejemplo, impedir a un individuo causarse daño a sí mismo? Sabemos que muchos liberales, como el recordado Milton Friedman o Daniel Cohn-Bendit, defienden con fervor la despenalización de las drogas. O si nos ubicamos en el plano de las relaciones de los individuos entre sí, ¿sobre qué fundamento se puede decidir que el hecho de criticar una religión (o burlarse de ella) no afecta al ejercicio de la libertad de los creyentes? O, por el contrario, ¿en qué medida las enseñanzas de una religión determinada sobre la condición de la mujer o la naturaleza de la homosexualidad no atentan directamente contra los “derechos de las minorías”? Frente a estas preguntas, que podríamos seguir planteando hasta el infinito, el Derecho liberal se encuentra necesariamente en grandes dificultades. Pese a que, para motivar sus arbitrajes, este debe, hipotéticamente, evitar apoyarse en concepciones metafísicas particulares (por ejemplo, en una concepción determinada de la salvación del alma, de la decencia 21 Christopher Lasch, La culture du narcissisme [La cultura del narcisismo] (Climats, 2000; Champs-Flammarion, 2006); Jacques Lacan, “Kant avec Sade” [“Kant con Sade”] (Écrits, Seuil, 1966); y, por supuesto, la insoportable obra maestra de Pier Paolo Pasolini Salò o los 120 días de Sodoma, filmada en 1975, que pone en escena las condiciones en que el universo sadiano (una de las referencias “revolucionarias” mayores de la extrema izquierda de la época) puede encontrar su verdad más perturbadora en el fascismo agonizante.


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común o de la dignidad humana), no puede evitar enfrentarse, por causa de la continua evolución de las costumbres (proceso que los modernos consideran de manera unánime como algo “natural”), a un número creciente de “problemas de sociedad”, imposibles de resolver de manera coherente en el marco estrictamente técnico que él mismo se dio. El camino lógico consiste entonces en seguir progresivamente la vía de una regularización masiva de todos los comportamientos posibles e imaginables. Pensemos, por ejemplo, en el caso emblemático de la prostitución. Si el único criterio que permite delimitar entre los actos lícitos e ilícitos22 es, en definitiva, el consentimiento de los individuos, ¿a partir de qué derecho se podría pretender que la prostitución, en la medida en que es practicada voluntariamente, no es un oficio como cualquier otro, probablemente destinado a pertenecer a la categoría económicamente prometedora de los “servicios personales”? Desde el momento en que rechazamos que nuestro juicio esté fundado en una crítica de la mercantilización del cuerpo (ya que se trata de una filosofía particular y, más aún, anticapitalista), no podemos no estar de acuerdo con el jurista liberal Daniel Borrillo cuando concluye: El Estado no debe promover una moral sexual específica so pena de volverse él mismo inmoral. La persona adulta es la única capaz de determinar lo que es conveniente para ella […]. ¿A partir de qué derecho el Estado podría prohibir a una persona tener relaciones sexuales a cambio de una remuneración y hacer de ello su profesión habitual?23

22 Cfr. Michela Marzano, Je consens, donc je suis… Éthique de l’autonomie [Consiento, luego existo… Ética de la autonomía] (PUF, 2006). 23 Citado por Michela Marzano (op. cit.), 145. Es importante señalar que Daniel Borrillo, a causa de su desconfianza muy liberal hacia todas las “normas dictadas en común” (entrevista publicada en Marianne, el 10 de febrero de 2007), lleva la prudencia positivista a considerar que las diferencias entre lo “masculino” y lo “femenino” no descansan en realidad más que en construcciones metafísicas expertas: “el jurista no debe ocuparse de eso” (lo que excluye de inmediato, notémoslo, la posibilidad del principio de paridad). No debe sorprender, por ende, que Jack Lang haya acudido corriendo a prologar personalmente el último opúsculo de este Milton Friedman del Derecho.


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Este análisis jurídico irrefutable, al menos si consideramos los dogmas fundadores del liberalismo como sagrados, ofrece una sólida base ideológica a la posición de las “feministas” liberales, cuando proclaman, bajo la pluma de Marcela Iacub y de Catherine Millet: […] como mujeres y feministas nos oponemos a quienes pretenden decir a las mujeres lo que deben hacer con su cuerpo y su sexualidad. Nos oponemos a quienes se empeñan en reprimir la prostitución en lugar de intentar desestigmatizarla, con el fin de que las que escogieron esta actividad como un auténtico oficio puedan ejercerla en las mejores condiciones posibles [D].

Este tipo de razonamiento minimalista puede ser extendido, naturalmente, a todas las reivindicaciones concebibles, incluso las más contrarias al sentido común o a la common decency, como lo demuestra cotidianamente el ejemplo de los Estados Unidos. Para esto, basta con saber manejar, incluso de manera aproximativa, las técnicas de la “deconstrucción” —cuya simplicidad conceptual las deja al alcance de cualquiera, incluso de un lector de Libération— que permiten, sin muchos esfuerzos intelectuales, transformar todos los escrúpulos éticos posibles en tabúes arbitrarios e históricamente determinados. Sin embargo, se puede predecir que siempre habrá otros individuos —o asociaciones de individuos— que estimarán que cada uno de estos nuevos “avances del Derecho” atentan en contra de su propia libertad, en la medida en que supuestamente vulneran su sensibilidad y “autoestima” (que, según la opinión desde ahora generalizada, forman parte integrante de esa libertad). Por lo tanto, es inevitable que, a la larga, este proceso de extensión infinita de los derechos individuales (o liberalización de las costumbres) conduzca, bajo el efecto de la vieja dialéctica provocación/endurecimiento, a la aparición de una nueva guerra de todos contra todos, conducida esta vez en los tribunales por abogados interventores, y en la que los defensores de


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lo “políticamente correcto” se han convertido, como se sabe, en soldados profesionales. Debido a su proclamada neutralidad, el Derecho liberal se ve privado, de antemano, de cualquier tipo de apoyo filosófico serio para zanjar entre todas esas pretensiones contradictorias y, a fin de cuentas, no tiene más salida a su disposición que la de registrar pasivamente la variación incesante de las distintas relaciones de fuerza que articulan la opinión y la sociedad. Hoy la prohibición del tabaco; mañana, quizás, la legalización de las drogas, y probablemente, en un futuro cercano, las dos al mismo tiempo. Ciertamente, el extraño clima que se instala en favor de estas cruzadas jurídicas cada vez más numerosas (delación que genera un placer confuso, vigilancia generalizada de unos por otros, multiplicación, ahora ineluctable de las censuras, los controles y las prohibiciones) parece estar en las antípodas de ese mundo apacible y tolerante soñado por los fundadores del liberalismo. ¿Qué habrían pensado Montesquieu, Constant o Tocqueville de ACT UP, de las Chiennes de garde o de los Indígenas de la República?24 Y, sin embargo, es precisamente en nombre de su teoría del Derecho y de la Libertad que se desarrolla sin límites la apasionada necesidad de legalizar, excluir y prohibir25. Desde el momento en que el Estado liberal se presenta, según la 24 [N. del T.] ACT UP es el acrónimo de AIDS Coalition to Unleash Power (“Coalición contra el Sida para Desencadenar el Poder”), controvertido grupo activista fundado a fines de la década de los ochenta en Nueva York con el fin de llamar la atención sobre el virus del VIH. La organización feminista Les Chiennes de garde (“Perras guardianas”) nace en 1999 en Francia para combatir —por medio de la denuncia y la movilización— el sexismo verbal en ámbitos como las instituciones del Estado, empresas y organizaciones políticas y sindicales. Por último, el Partido de los Indígenas de la República (PIR) surge en 2005 también en Francia, y se define desde sus inicios como un movimiento antirracista, anticapitalista y decolonial. Las tres organizaciones citadas por el autor han sido criticadas en diversas ocasiones por la radicalidad de sus premisas, o bien, por sus controvertidos métodos de protesta. 25 La “neutralidad axiológica” reivindicada por el liberalismo a veces tiene consecuencias curiosas. Lógicamente, nada puede impedir que se utilice el racismo mismo, de manera pedagógica, si se tienen buenas razones para pensar que se trata de un recurso político eficaz para alcanzar la igualdad de derechos (es el principio de toda affirmative action). Así, Houria Bouteldja, portavoz de Indígenas de la República, pudo declarar tranquilamente (en un programa de Frédéric Taddeï, emitido por France 3) y sin generar, por supuesto, ni la más mínima reacción política o mediática, que la primera condición para “reeducar al resto de la sociedad occidental” era considerar a todos “los blancos” como “desaventajados” (“sous-chiens”) (cfr. Marianne,


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expresión de Pierre Manent, como “el escepticismo convertido en institución”, no existe a este nivel ningún cortafuego institucional coherente capaz de prevenir el desmontaje metódico de lo que Orwell llamaba la common decency, ni tampoco, evidentemente, del simple sentido común. Recordemos que es precisamente alrededor de este tema central —el de la diferencia entre una sociedad justa y una sociedad decente26— que se habían fijado, desde inicios del siglo XIX, los primeros elementos de la crítica socialista del liberalismo. El principio de esta última (arraigado en la experiencia de las clases populares urbanas de las primeras formas de deshumanización engendradas por el nuevo orden industrial y del egoísmo sin límites de los nuevos poseedores) es una sociedad que en los hechos27 respalda comportamientos tan indecentes y tan abiertamente contrarios a la dignidad humana que no podría ser moralmente aceptable y que, por lo tanto, no tendría sentido definirla como “justa”. Para los primeros socialistas era indispensable que la colectividad se organizara como tal, con el fin de incorporar en la realidad (los proyectos concretos variaban, naturalmente, de manera considerable de una corriente a otra) las condiciones de una existencia decente y de una solidaridad mínima, sin las cuales el Estado de Derecho, cualesquiera que fueran, por lo demás, sus ventajas evidentes, seguiría estando privado de todo contenido humano efectivo. 30 de junio de 2007). En este punto es importante precisar algo de vocabulario, claramente ignorado por la mayoría de los profesionales del mundo político y mediático: en francés, indígena no significa “salvaje”, “primitivo” o “colonizado”, sino originario de aquí (en el fondo, es el sinónimo exacto de población autóctona). El antónimo de la palabra es alógeno, que significa, por el contrario, de origen extranjero. Evidentemente, no es necesario haber leído a Orwell para adivinar lo que se esconde siempre detrás de la decisión política y mediática de imponer a la audiencia el uso de una palabra en un sentido opuesto a su sentido original. 26 Sobre esta distinción de origen orwelliano nos referimos a Avishai Margalit, La Société décente [La sociedad decente] (Climats, 1999; Champs-Flammarion, 2007). 27 Como ya se sabe, la crítica del liberalismo que hacen los representantes del socialismo original inicia con la contradicción entre los principios formales del Derecho y la realidad de los hechos (así es que se distinguían, por ejemplo, “libertad formal” y “libertad real”). Este razonamiento filosófico permitió abrir —más allá de los problemas estrictamente políticos— el espacio de la cuestión social. Al día de hoy, por el contrario, para el intelectual de izquierda, generalmente, la realidad no es más que la excepción que confirma la teoría (preferentemente “sociológica”).


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Es particularmente interesante analizar la respuesta dada a este problema por Frédéric Bastiat ya en 184828. En efecto, este último ocupa un lugar decisivo en la historia del liberalismo francés por al menos dos razones. Primero, es uno de los primeros liberales que entra en una polémica abierta con esta crítica socialista naciente (“Nosotros tenemos como adversarios —escribe él— a los comunistas, los fourieristas, los owenistas, Cabet, Louis Blanc, Pierre Leroux y muchos otros”). Enseguida, y sobre todo, es (junto con sus amigos “economistas”) uno de los primeros ideólogos del movimiento en asumir, sin escrúpulos29, la unidad dialéctica de ambas corrientes. Desde este punto de vista, su respuesta puede considerarse como un anuncio ejemplar de todos los desarrollos filosóficos futuros del liberalismo realmente existente. Ahora bien, lo que impacta inmediatamente al lector contemporáneo, en esta respuesta de Bastiat, es el cuidado con el cual explica desde el principio que, lejos de defender el egoísmo calculador denunciado por las “Escuelas socialistas”, comparte en términos personales el mismo ideal de una comunidad solidaria y decente de sus adversarios: ¿Nos limitaremos —escribe— a hablar de nosotros mismos? ¡Pues bien, que se escruten nuestros actos! Ciertamente, queremos reconocer que los numerosos publicistas que, hasta nuestros días, desean sofocar aún en el corazón del hombre el sentimiento del interés, quienes se dicen a sí mismos implacables con lo que llaman individualismo, llenándose incesantemente la boca con palabras como dedicación, sacrificio, fraternidad; quisiéramos reconocer que obedecen exclusivamente a los motivos sublimes que aconsejan a los otros […], pero finalmente, nos permitirá decir que en esta relación no somos comparables.

28 Frédéric Bastiat, “Justice et fraternité” [“Justicia y fraternidad”] (Journal des Économistes, 15 de junio de 1848). 29 No podría decirse lo mismo de Constant, de Tocqueville ni de Adam Smith.


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Lo que está en juego en este debate fundador no es, desde su punto de vista, saber si tendría sentido defender que un comportamiento “fraterno” —o solidario— es mejor que un comportamiento egoísta. Respecto de este punto, Bastiat, al contrario de lo que manifiesta la mayoría de los liberales actuales30, dice no tener duda alguna y está totalmente de acuerdo con los socialistas. Asimismo, su crítica del socialismo naciente es mucho más sutil. Consiste en desarrollar la idea de que la fraternidad no podría ser practicada “bajo órdenes” sin perder inmediatamente su sentido, y que un gesto no es verdaderamente generoso si no se hace espontáneamente y sin esperar retribución alguna31. El error de los socialistas en esas condiciones sería el de hacer imposible toda fraternidad real llamando a incorporar en la legislación deberes que solamente podrían imponerse los individuos a ellos mismos: De ahí —dice Bastiat— estas tentativas de organización del trabajo; estas declaraciones según las cuales el Estado debe la subsistencia, el bienestar, la educación a todos los ciudadanos; que debe ser generoso, caritativo, presente en todo, dedicado a todos; que su misión es la de nutrir a la infancia, instruir a la juventud, garantizarles trabajo a los fuertes, darles pensiones a los débiles; en una palabra, intervenir directamente para aliviar todos los sufrimientos […] dar curaciones a todas las heridas, asilos a todos los infortunios, e incluso auxilio y sangre francesa a todos los oprimidos sobre la superficie terrestre.

30 Cuando sostienen, por ejemplo, que todos los esfuerzos para limitar el lucro indecente de los grandes depredadores del mundo de los negocios conducirían necesariamente a estos a expatriarse o a deslocalizar sus empresas, dan por hecho la indiferencia como principio de todo civismo, de toda moralidad y de todo sentimiento humano. Como lo dice orgullosamente Laurence Parisot, “una tabla de salarios nada tiene que ver con la moralidad”. 31 La crítica de Bastiat está perfectamente fundamentada cuando concierne solamente a las relaciones cotidianas que los individuos tejen entre ellos (es decir, todo lo que forma parte de la “sociabilidad primaria”). Su error (o su sofisma) consiste en transponer, en la más mínima discusión, esta verdad antropológica de base, en el plano, muy diferente, de las políticas públicas y de lo que Alain Caillé llama la “sociabilidad secundaria”.


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La voluntad de implementar este programa generoso mediante la ley y los impuestos (según la fórmula de Bastiat) se volvería contra sí misma y, sin instituir más que una caricatura de la verdadera fraternidad, conduciría inevitablemente a un régimen de terror y de miseria generalizada. El problema, sin embargo, sigue vigente. En teoría, cuando la fraternidad solo tiene sentido como práctica privada fundada en decisiones privadas, y si el Estado justo, por principio, debe abstenerse de intervenir en estos dominios, ¿cómo es posible esperar incorporar en la vida cotidiana a individuos moralmente rectos y a este espíritu de solidaridad que, por cierto, Bastiat pretende reconocer que es la condición de toda sociedad verdaderamente humana? ¿Qué es lo que le permite, en suma, al liberal político creer que los hombres tomarán las decisiones deseables y que no preferirán adoptar un comportamiento egoísta, o decidir cínicamente comportarse como “demonios”? Si la respuesta de Bastiat, nuevamente, es ejemplar, es precisamente porque marca de una forma particularmente clara el momento (al mismo tiempo filosófico e histórico) en el cual la unidad en sí de la filosofía liberal puede finalmente convertirse en una unidad por ella misma. Dicho de otra manera, es el momento en donde el liberalismo, para defenderse de la crítica socialista, descubre que no tiene otra opción coherente a su disposición que la de subcontratar en los mecanismos del Mercado el cuidado de resolver las aporías constitutivas del Derecho. “Luego de un maduro examen —escribe Bastiat— es necesario reconocer que Dios logró que las mejores condiciones del progreso fuesen la justicia y la libertad”. Esta curiosa entrada en materia, aparentemente poco moderna, no debe preocupar al lector liberal. Rápidamente entendemos que, de hecho, este Deus ex machina, encargado de resolver definitivamente la cuestión moral, no tiene una encarnación posible distinta a la famosa mano invisible de Adam Smith. Se trataba, entonces, de entender que la liberación íntegra de los intercambios económicos (así como la supresión casi total del


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impuesto32) es la que, al ubicar a la sociedad bajo la protección tutelar de las leyes de la oferta y la demanda, se encargaría de ella mediante un proceso puramente mecánico, de engendrar esta comunidad a la vez pacífica y solidaria, que supuestamente debe constituir el ideal común de los verdaderos liberales y de los socialistas. Ciertamente, Bastiat no ignora la objeción masiva, y ya tradicional, de los socialistas de la época. Victor Considérant, a quien Bastiat cita extensivamente, dice lo siguiente: ¿Qué puede resultar de esta libertad industrial, sobre la cual se contaba tanto, del famoso principio de libre competencia que se creía fuertemente dotado de un carácter de organización democrática? No podía surgir más que la aseveración general, la infeudación colectiva de las masas desprovistas de capitales, de armas industriales, de instrumentos de trabajo, de educación, en fin, a la clase industrial provista y bien armada. Se dice que “el debate está abierto, todos los individuos son llamados al combate, las condiciones son iguales para todos los combatientes”. Claramente, solo se olvida una cosa: que en este gran campo de guerra, unos están instruidos, aguerridos, armados hasta los dientes, tienen en su posesión un gran tren de provisiones, de material, de municiones y de máquinas de guerra, ocupan todas las posiciones; y que los otros, desprovistos, desnudos, ignorantes, hambrientos, están obligados, para vivir cada día y proveer a sus mujeres e hijos, a implorar a sus adversarios mismos por un trabajo cualquiera y un pobre salario.

Si Bastiat se escandaliza por el uso de vocabulario bélico aplicado al mundo fundamentalmente apacible de la industria y del suave comercio (¿qué más impensable, en efecto, que una guerra económica?), le reconoce sin embargo a Considérant el mérito de haber situado correctamente el punto central 32 En la obra de Bastiat, esta condición es una verdadera obsesión personal. En esta relación, es claramente uno de los primeros autores en interpretar, con tanta convicción, la gran queja de los liberales actuales: los ricos son los verdaderos pobres porque el Estado les quita todo. De ahí se desprende su extrema popularidad, en todos los sitios medievales de internet.


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del debate.“La disidencia profunda entre los socialistas y los economistas consiste en lo siguiente: los socialistas creen en el antagonismo esencial de los intereses. Los economistas creen en la armonía natural, o más bien en la armonización necesaria y progresiva de los intereses. Ahí está todo”. Pero sobre este tema decisivo la Providencia no es neutra y, desde hace tiempo, eligió su lado. “La Providencia —según explica Bastiat— no se equivocó. Organizó las cosas de tal manera que los intereses, bajo la ley de la justicia, logran las combinaciones más armónicas […] y es la conclusión —agrega triunfalmente— a la cual llega la Economía política”. Todos los elementos de la solución milagrosa, desde ahora, están reunidos. Ciertamente le correspondía a la Economía política, ciencia nueva, indisolublemente newtoniana y hermenéutica de la Providencia, anunciar la Buena Noticia que tanto se esperaba. Solo ella tiene el poder de revelarles a los hombres, con base en teoremas, estos encadenamientos mágicos que hacen que la libre y no distorsionada Competencia engendre mecánicamente el Crecimiento ilimitado, y que el Crecimiento ilimitado permitirá, también mecánicamente, “levantar a las clases que sufren de dos maneras: en primer lugar, mostrándoles la vida barata, y en segundo lugar, elevando la tasa de salarios”. Ahora bien, Bastiat concluye, como último recurso de su demostración, que “no es posible que la suerte de los obreros mejore natural y doblemente, sin que su condición moral se eleve y se depure”. Tan cierto es que las capacidades morales de un hombre son directamente proporcionales a las propiedades materiales de las cuales dispone, pues ellas son garantías, por definición, en contra de estas dos fuentes eternas de la tendencia al mal: la envidia y el resentimiento. Desde entonces, no se teme a tener un pueblo de demonios. La Economía, finalmente libre para desarrollarse según sus propias leyes naturales —y protegida por la ideológicamente neutra justicia del Estado (toda intervención ideológica solo podría desregular el orden providencial del Mercado)— se hará cargo ella misma de educar moralmente a los humanos y de instalar progresivamente en su corazón la verdadera fraternidad, bajo los ojos maravillados de Dios. Esto, claramente, sin


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que en algún momento haya necesidad de ejercer coerción jurídica alguna, y sin siquiera tener que acudir a deber alguno. En ese sentido, el Crecimiento económico es el enigma resuelto de la Historia [E], el secreto —aun en términos de Bastiat— del “Progreso” y de “la sociedad en constante perfeccionamiento”33. Para un liberal íntegramente coherente, la autoridad debe limitarse a ser justa. Pero le corresponde a la Economía hacernos felices y, de paso, fraternos y buenos34. Habíamos partido por las antinomias del liberalismo político en sus intersecciones con sus demonios kantianos y ahora hemos llegado brutalmente al mundo de Adam Smith y de Turgot. Esta oscilación constitutiva entre los dos momentos del liberalismo no es sorprendente. Recordemos, efectivamente, que el ideal del “dulce comercio” —pieza central de la filosofía de la Ilustración y fundamento de la Economía política naciente— no se formó al término de consideraciones eruditas sobre la asignación de recursos escasos o la combinación óptima de los factores de producción. Se inscribía, desde un principio, en ese proyecto de pacificación sistemática de la sociedad que es la verdadera fuente de las instituciones modernas. Desde ese punto de vista, es significativo que el primer proyecto de paz universal conocido, Le Nouveau Cynée, de Émery de Lacroix (Crucé), publicado en 1623, intenta de entrada 33 En su discurso de Silver Spring del 14 de febrero de 2002, George W. Bush formuló con gran claridad el presupuesto común de todos los liberales, tanto de derecha como de izquierda: “El crecimiento es la solución, no el problema”. 34 Bastiat no parece haberse dado cuenta del carácter contradictorio de la solución que proponía. Si, bajo el efecto del Crecimiento ilimitado, “creador de empleos y de riquezas”, los hombres progresivamente se hacen honestos, generosos y solidarios (lo cual es igualmente el postulado de la sociología de Estado, cuando explica las conductas transgresoras y delincuentes solo mediante la miseria social), los equilibrios que condicionan este Crecimiento estarían rápidamente comprometidos, pues se basan, por definición, en la búsqueda de cada cual de sus intereses egoístas. Entonces, encontraríamos la paradoja de Mandeville: una colmena no puede ser económicamente rentable si se supone que está poblada de abejas honestas y virtuosas. El desarrollo del egoísmo y de los “vicios privados” sigue siendo, en toda circunstancia, la única base posible del Crecimiento económico (Fábula de las abejas, 1714). Anotamos que, de paso, la tesis de Bastiat (y de los sociólogos de extrema izquierda liberal) presupone igualmente que los ricos son necesariamente honestos. Pues, al estar por definición, protegidos de la necesidad, no podrían efectivamente soñar con transgredir las leyes (haciendo fraude fiscal, por ejemplo, o explotando a sus empleados).


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asociar el tema decisivo de la paz al nuevo tema de la libertad del comercio (como lo demuestra, por lo demás, su subtítulo: Discurso de las ocasiones y medios de establecer una paz general y la libertad de comercio para todo el Mundo). De hecho, en este curioso tratado (que propone poner de acuerdo a “el turco y el persa, el francés y el español, el chino y el tártaro, el cristiano y el judío o el mahometano”) se puede encontrar una de las primeras rehabilitaciones de la figura hasta entonces universalmente despreciada del mercader, rehabilitación que aparece particularmente limpia en cuanto a sus desafíos políticos: “no hay oficio comparable en utilidad —escribe Crucé— al del mercader que agranda legítimamente sus medios a cambio de su trabajo, y con frecuencia poniendo su vida en peligro, sin hacer daño ni agraviar a otros: en lo que es más loable que el de soldado, cuyo avance depende de los despojos y ruinas de los demás”35. Entonces, bastará con que, durante el siglo siguiente, Boisguilbert elabore el concepto de orden económico natural —trasponiendo a la esfera de las actividades mercantiles el modelo de la física cartesiana—, para que la conjunción de ambos temas modernos (rol pacificador del comercio, mecánica autorreguladora del Mercado) haga que el proyecto de Adam Smith sea filosóficamente pensable: mostrar cómo el simple juego de las leyes del Mercado libre puede engendrar, por sí mismo —sin que el Estado deba intervenir y sin que se solicite la virtud imposible de los individuos—, un mundo simultáneamente pacífico, próspero y tan feliz como puede ser un mundo de egoístas; la perfecta imitación mecánica, en suma, de los efectos que la moral y la religión esperaban en otro momento de la bondad colectiva. Si el liberalismo político termina encontrando siempre en el liberalismo económico su centro de gravedad natural es, en primer lugar, porque este último, en su proyecto y en sus principios, ya constituía desde el comienzo la respuesta política paralela al problema moderno. El movimiento dialéctico que pliega indefinidamente al liberalismo político, cualesquiera sean sus intenciones iniciales, en el liberalismo de 35 [N. del T.] El texto original, en francés antiguo, fue adaptado al español moderno.


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mercado, nada le debe a la suerte. Si se piensa bien, es incluso el único medio filosóficamente coherente que queda a disposición de esta doctrina cada vez que quiere escapar a su aporía constitutiva —la conjunción de una autoridad "justa" y de demonios en libertad— sin renunciar por esto a su certeza fundamental, originada en el traumatismo original de las guerras de religión y del terror jacobino: la idea de un Estado que se abstendría de todo juicio sobre la moral y la vida buena, y que es el único del que podemos estar seguros que no buscará nunca la salvación o la felicidad de los individuos a pesar de ellos. El socialismo original, entretanto, siempre objeta que una sociedad que no exige de sus miembros más que el respeto de su indiferencia recíproca, no es una verdadera sociedad, y que la máxima vivir y dejar vivir termina donde no hay un mínimo de common decency (es decir, un mínimo de valores compartidos y de solidaridad compartida practicada efectivamente), y se transforma, de hecho, en vivir y dejar morir. Si el liberalismo político quiere permanecer fiel a sí mismo —y no aventurarse en el terreno, que desde su punto de vista es demasiado resbaloso, de los valores y de la moral— no tiene otra opción más que tender la mano. Entonces, la mano visible del Estado justo, la que debía, en un principio, limitarse a definir las reglas del juego, se ve eternamente obligada a conceder al Mercado, y a su mano invisible, el rol de solucionar los problemas no resueltos, organizando por su propia cuenta el conjunto de la partida. Es en este preciso punto que el escepticismo metódico del Derecho encuentra su verdad final en el dogmatismo arrogante de la Economía. Aún queda por saber si esta solución es tal y si verdaderamente permite terminar con la objeción socialista. Se teme, en efecto, que este “orden moral” que tanto aterra a los valientes liberales políticos haya sido expulsado por la puerta del Estado para regresar con fuerza por la ventana del Mercado. Pues, si ahora la Economía tiene la vocación, en el lugar de las antiguas teologías, de definir el camino que debe seguir la humanidad —el del Crecimiento ilimitado, este nuevo “bálsamo para todas las heridas”— en


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realidad es porque, bajo la máscara intimidante de la “necesidad”, no constituye por sí misma, desde un principio, nada más que una ideología invisible y una religión encarnada36. ¿Acaso no es el Mercado el que al día de hoy monopoliza —a través de su inmensa industria del entretenimiento y de su omnipresente propaganda publicitaria— el derecho de enseñar a todos los humanos, comenzando por sus hijos, lo que pueden saber, lo que deben hacer y lo que se les permite esperar? ¿De predicarles, en otros términos, el modo según el cual deben vivir y las razones “científicas” en virtud de las cuales cualquier otra manera de considerar las cosas queda, desde ahora, privada de sentido? En resumen, no es más que una inversión de las cosas. Si el Estado liberal debe permanecer, por siempre, como una forma filosóficamente vacía, ¿quién más que el Mercado podría llenar las páginas dejadas en blanco para así tomarse sobre sí mismo la labor de hacer la moral de los hombres? El liberalismo político de Benjamin Constant nunca es un viaje sin regreso. Siempre incluye, aunque se quiera o no, el retorno a Adam Smith.

36 Léase en este punto los magníficos análisis de Pierre Legendre en Dominium mundi. L’Empire du Management [Dominium mundi. El imperio de la gestión] (Mille et une Nuits, 2007).


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Notas [A] La idea de que el trabajo y la industria constituyen, de cierta manera, una continuación de la guerra por otros medios está en el centro del positivismo de Auguste Comte. “Solo hay dos objetivos posibles de la actividad para una sociedad —escribe—: la acción violenta sobre el resto de la especie humana, o la conquista, y la acción sobre la naturaleza, para modificarla a favor del hombre, o la producción […]. El objetivo militar era el del sistema antiguo, el objetivo industrial es el del nuevo” (Plan de los trabajos científicos necesarios para reorganizar la sociedad, 1822). Nietzsche había comprendido perfectamente el vínculo moderno entre el ideal pacifista y la guerra contra la naturaleza cuando escribía (Aurora, §173) que, en una sociedad “que adora a la seguridad como una divinidad suprema”, el trabajo constituye, necesariamente, “la mejor de las policías”. Observemos que, sobre este tema, Polanyi propone un análisis muy interesante de las condiciones de aparición de la política capitalista a principios del siglo XIX: Podemos decir que el factor completamente nuevo fue la aparición de un partido de la paz (peace interest) muy activo. Tradicionalmente, un partido de este estilo era considerado como un extranjero en el dominio del sistema estatal. La paz, con sus consecuencias para las artes y los oficios, era uno más de los simples ornamentos de la vida. La Iglesia podía rezar por la paz así como lo hacía por una buena cosecha, pero, en cuanto a la acción del Estado, no dejaba de apoyar la intervención armada. Los gobiernos subordinaban la paz a la seguridad y a la soberanía, es decir, a los objetivos que no podían ser alcanzados sino por medios extremos. Pocas cosas se consideraban tan perjudiciales para una comunidad como la existencia en su seno de un interés de paz organizada. Incluso en la segunda mitad del siglo XVIII, Jean-Jacques Rousseau se enfrentaba a los comerciantes por su falta de patriotismo, pues sospechaba que preferían


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la paz a la libertad. Después de 1815, el cambio es repentino y completo. Los torbellinos de la Revolución francesa refuerzan la marea creciente de la Revolución Industrial para hacer del comercio pacífico un interés universal. Metternich proclama que lo que quieren los pueblos de Europa no es la libertad, sino la paz. Gentz trata a los patriotas como nuevos bárbaros. La Iglesia y el trono emprenden la desnacionalización de Europa. Basan sus argumentos en la ferocidad de la guerra en sus nuevas formas populares y simultáneamente en el valor más grande de la paz para las economías nacientes37.

[B] Uno de los problemas recurrentes (que nunca terminan de resolverse) de la filosofía moderna —de Hobbes a Constant— es aquel sobre la defensa de la sociedad pacificada en caso de agresión por parte de enemigos externos. ¿Cómo podemos contar con la disposición al último sacrificio de ciudadanos que se supone deben movilizarse por su comunidad solo en la medida en que esta los proteja de manera absoluta contra la muerte? La solución menos ilógica consiste evidentemente en confiar la defensa de esta comunidad a un ejército profesional (sin preguntarse demasiado por las motivaciones metafísicas de los que lo componen): este es, se sabe bien, el sentido de la reforma decidida en 1997 por Jacques Chirac, aclamado unánimemente por la izquierda. Si se descarta esta solución, solo quedan tres posibilidades filosóficas: la apología a la deserción (que Hobbes reconoce como perfectamente coherente); la solución migratoria, basada en la idea —prestada del cálculo económico— de que un ciudadano cuya vida está amenazada siempre debe preferir la migración a un lugar más favorable sobre los riesgos de entrar en resistencia (es la tesis de la “libertad integral de circular”, predilecta de la extrema izquierda liberal); y, finalmente, la esperanza en que los progresos incesantes de la tecnología 37 Karl Polanyi, La Grande Transformation [La gran transformación] (Gallimard, 1983), 25.


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permitan a las naciones modernas participar en guerras sin muertos (al menos de su lado). Es la hipótesis de George Bush y de los estrategas de la OTAN. Este conjunto de soluciones define lo que Éric Desmons llama, en homenaje a Céline, el “síndrome de Bardamu”. [C] En su notable tesis La balanza y el reloj. El origen del pensamiento liberal en Francia en el siglo XVIII38, Simone Meyssonnier muestra el rol decisivo de los trabajos científicos de Bernoulli en la construcción del imaginario económico moderno. De forma general, es necesario resaltar que el modelo del equilibrio autorregulado (o del “proceso sin sujeto”, según la expresión de Althusser) se sitúa en el corazón de todas las construcciones filosóficas del liberalismo. En una obra apasionante, Céline Lafontaine muestra cómo, a finales de la Segunda Guerra Mundial, el programa cibernético concebido por Norbert Wiener, con el apoyo de las autoridades estadounidenses, con la esperanza oficial de liberar a la humanidad del Control asesino de las “ideologías” y de garantizar una era de paz universal, se basa en un modo de gobierno “científico” de las sociedades39. La autora reconstruye, asimismo, de manera extremadamente convincente, el complejo camino que condujo —a través de una política voluntarista de congresos y de think tanks— al programa cibernético inicial a su transformación en estructuralismo (confirmando así, en un plano histórico, todas las intuiciones que habían tenido, en su tiempo, Henri Lefebvre y la internacional situacionista). Este trabajo proyecta, por lo demás, una luz inédita sobre el real trasfondo filosófico que hizo posible, en los años 1960, la emergencia de la nueva extrema izquierda.

38 Simone Meyssonnier, La Balance et l’Horloge. La genèse de la pensée libérale en France au XVIIIe siècle (Les Éditions de la Passion, 1989). 39 Céline Lafontaine, L’Empire cybernétique. Des machines à penser à la pensée machine [El imperio cibernético. De las máquinas pensantes al pensamiento máquina] (Seuil, 2004).


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[D] Se sabe que en Alemania, donde la prostitución ya se ha conveetido, gracias a la izquierda, en un “oficio como cualquier otro”, algunas obreras despedidas por el Capital lógicamente recibieron, para su reincersión, ofertas de empleo por parte de la ANPE40 local como anfitrionas de encanto en los nuevos Eros Centers. Esta manera —que va en aumento— de resolver el problema del desempleo de las jóvenes no constituye, sin embargo, más que uno de los aspectos del asunto. Si, como lo quieren los borilistas y los iacubinos, la prostitución es un oficio como cualquier otro, y si una de las funciones de la Escuela sigue siendo preparar a la juventud para sus futuros oficios, es lógico e inevitable que la Educación nacional se haga cargo, desde la enseñanza media, de la formación de los alumnos que deseen orientarse hacia este oficio futuro (creación de diplomas, filiales y opciones apropiadas; definición de los programas, así como de la naturaleza, teórica y práctica, de las pruebas destinadas a validar las competencias adquiridas; finalmente, constitución de cuerpos de profesores y de inspección, indispensables para dar vida a este proyecto eminentemente moderno). Esperamos con impaciencia el prefacio de Jack Lang y las editoriales entusiastas de Libération. [E] Un tema central en la filosofía liberal es la articulación entre el determinismo (los individuos deben inclinarse ante las leyes del Mercado) y el libre albedrío (nos corresponde hacernos cargo de ser felices). La solución propuesta por Benjamin Constant en realidad solo registra el problema: Todo es moral en los individuos —escribe—, pero todo es físico en las masas […]. Cada uno es libre individualmente, porque solo debe responderse individualmente a sí mismo o a fuerzas iguales a las suyas. Pero desde el momento en que hace parte de un conjunto, deja de ser libre (Literatura del siglo XVIII, citado por Tzvetan Todorov en su Benjamin Constant, Hachette, 1997). 40 [N. del T.] Se refiere a la Agence Nationale pour l’Emploi (Agencia Francesa para el Empleo).


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Existen, al interior del paradigma liberal, otras maneras de resolver este problema. La más simple consiste en defender que los individuos están efectivamente determinados a actuar por interés (lo que justifica la necesidad del Mercado como única forma de socialización realmente apropiada a la naturaleza humana), sin embargo, cada quien es responsable del uso personal que libremente hace de su Razón, es decir, de su facultad de comprender dónde se encuentra su verdadero interés. Por esto, en el juego de Monopoly, que es la competencia económica liberal, los individuos al final se atribuyen todo el mérito de su triunfo (es el fundamento de la mitología del self made man y de todas las success stories). Y, por el contrario, solo deben culparse a ellos mismos de todas sus desdichas y todos sus fracasos. Esta solución representa una forma poco costosa de reciclar, simplificándola considerablemente, la idea spinozista (y estoica) según la cual la verdadera libertad está en la inteligencia de la necesidad. Esto es lo que normalmente privilegian los tele-evangelistas del Capital en su propaganda cotidiana.



II. CUESTIONES METODOLÓGICAS

Como probablemente muchos lectores habrán notado, la explicación de la génesis del liberalismo que propusimos en el capítulo anterior no entra en el marco del “materialismo histórico” [A]. Entendemos por “materialismo histórico” la convicción, ampliamente difundida en nuestros días, de que la clave que determinaría el sentido último de todos los procesos históricos debiera ser buscada, en última instancia, en el movimiento inevitable de la Economía, movimiento condicionado, a su vez, por la tendencia ineluctable de la Técnica a progresar según sus propias leyes. (“El molino manual —escribía Marx— trae la sociedad feudal; el molino a vapor, la sociedad capitalista industrial” [B]). Si adoptamos este punto de vista, las “fórmulas liberales”, como las llamaba Marx, se convierten necesariamente en una simple “expresión idealista de los intereses de la burguesía”1. Y el ascenso histórico de esta última debe ser comprendido como una expansión irresistible, determinada por el desarrollo continuo de las “fuerzas productivas”, desarrollo destinado inexorablemente a romper, “a partir de un cierto umbral”, las relaciones de propiedad feudales que constituían su envoltorio político pasajero. Sin embargo, pese a su apariencia radical, este modo “materialista” de considerar las cosas no constituye más que una sistematización rigurosa de los postulados esenciales del imaginario moderno (que, por lo demás, 1 Karl Marx, L’Idéologie allemande [La ideología alemana] (Éditions Champ libre, tomo 2), 220.


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ya había sido realizada parcialmente por Adam Smith2). Y ciertamente no es coincidencia que todos los discursos que celebran hoy en día la globalización del capitalismo (es decir, el proceso, considerado inevitable, que elimina todas las fronteras concebibles en función de un mercado mundial unificado) descansen sobre la idea que el futuro de la humanidad solo puede leerse a partir de las exigencias del Crecimiento económico, que a su vez depende del progreso incesante de las “nuevas tecnologías”3. Ahora bien, desde los trabajos fundadores de Karl Polanyi se ha vuelto difícil desconocer que esta representación de la Economía como una esfera separada y autónoma de la existencia social constituye una construcción histórica muy reciente, cuya proyección retrospectiva sobre las sociedades del pasado define, precisamente, la ilusión moderna por excelencia [C]. En efecto, si bien se ha demostrado la existencia de actividades mercantiles extremadamente complejas y desarrolladas mucho antes de la aparición de la modernidad occidental, también es cierto que esas actividades nunca pudieron dar origen, por su solo dinamismo interno, al más mínimo sistema capitalista. Esto, debido a que en las sociedades “premodernas” esas actividades mercantiles siempre se encuentran “encastradas” (según la expresión de Polanyi) en todo un conjunto de condiciones indisociablemente políticas, religiosas y culturales que, a su vez, organizan sus límites y su sentido [D]. Ciertamente, una vez que el sistema capitalista se constituyó históricamente, es decir, una vez que logró dotarse de sus propios supuestos prácticos (por ejemplo, la disolución generalizada de los vínculos del hombre con 2 En su célebre texto Tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo, Lenin no duda en situar a Marx en la continuidad intelectual de Smith y de Ricardo. Ahora, es cierto que este texto no hace más que repetir las tesis de Kautsky que, en una conferencia dictada en 1907 (“Las tres fuentes del marxismo”), ya hablaba de Marx como el heredero directo de la “ciencia económica inglesa”, es decir, del liberalismo original. 3 Hoy en día encontramos la realización más clara y más mecánica de la correspondencia definitiva entre los enunciados marxistas y sus implicancias liberales en la obra de Toni Negri. Su inevitable conclusión es conocida: hay que apoyar cada avance del capitalismo (por ejemplo, en el referéndum sobre la Constitución europea) debido a que ese es el camino más corto para llegar al comunismo mundial. Ciertamente, en esa curiosa construcción ideológica es posible reconocer los típicos daños colaterales de una formación filosófica althusseriana (y deleuziana).


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la tierra y sus instrumentos de trabajo), pudo desarrollarse sobre la base de sus propias leyes. Sin embargo, queda abierto el problema de explicar por qué concurso de circunstancias, en gran medida imprevisibles, estos distintos supuestos prácticos lograron reunirse en un momento preciso de la historia europea. En otros términos, esto significa descubrir la configuración histórica original que hizo posible la emergencia, en la actualidad, de un mundo dominado efectivamente por el imaginario del Crecimiento económico (y, por lo tanto, por el conjunto de fenómenos que constituyen la forma de existencia material de ese imaginario); sin por ello transformar, bajo efecto de una ilusión retrospectiva, este hecho esencialmente moderno en una condición intemporal y abstracta de la evolución humana, desplegando por todas partes sus efectos invariables desde las primeras tribus de cazadores de la era paleolítica4. En la medida en que el ideal de la Ciencia es uno de los dispositivos fundamentales de esta configuración histórica contingente, disponemos aquí de una base de explicación decisiva para dar cuenta del rol, en todo aspecto singular, que la ideología [E] no ha dejado de jugar desde el siglo XVII en la definición e implementación de las políticas occidentales de modernización. Tal como lo subraya Pierre Manent, la política moderna (a diferencia de lo que ocurría generalmente en las civilizaciones anteriores) “fue pensada y deseada antes de ser implementada”, de manera que “emerge la sospecha de que en la política liberal hay algo esencialmente deliberado y experimental, de que supone un proyecto consciente y construido”5. Si, a pesar de esto, nos obstináramos en considerar esta forma de interpretación como “idealista”, a raíz del importante rol que asigna a las lógicas intelectuales en la institución 4 Fuera de la obra de Polanyi, entre las críticas más fecundas del “materialismo histórico” liberal es preciso mencionar los trabajos de Pierre Clastres, Marshall Sahlins y Cornelius Castoriadis. Sin olvidar, naturalmente, el trabajo monumental realizado por los investigadores de MAUSS desde hace ya más de un cuarto de siglo ni los múltiples colectivos que reflexionan hoy en día sobre el decrecimiento, o los herederos de la Internacional situacionista, como Jaime Semprun y los colaboradores de la Enciclopedia de las molestias. 5 Cfr. Manent, Histoire intellectuelle du libéralisme [Historia intelectual del liberalismo].


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del mundo moderno, bastaría con reflexionar un instante sobre el carácter de esas extrañas sociedades “comunistas”, cuyo mortífero imperio se mantuvo por décadas en una parte considerable del mundo. Sin duda, ahora que ese terrible paréntesis se ha cerrado, sería absurdo ver ahí un efecto históricamente inevitable del desarrollo de las fuerzas productivas, que habría suscitado, desde Rusia hasta Cuba, unas “superestructuras” políticas y policiales apropiadas, y permitido que la humanidad diera un gran paso adelante hacia una forma de organización “superior”. En realidad, tal como Orwell no dejó de subrayar, es evidente que la aparición y el desarrollo concreto de esos diferentes totalitarismos (cualquiera sea, por lo demás, el papel indiscutible que desempeñan las condiciones locales y los factores “materiales” en el sentido estricto del término) es algo que seguirá siendo estrictamente incomprensible mientras nos rehusemos a reconocer el rol central del proyecto ideológico típicamente moderno, sostenido por algunos sectores de la intelligentsia contemporánea, de organizar científicamente la humanidad. Lógicamente, esta observación es igualmente válida para la ideología liberal, cuyos dogmas han intentado materializar a escala del mundo entero, desde hace ya más de dos siglos, las élites políticas occidentales (bajo formas ciertamente muy diferentes y, sin embargo, dependientes del mismo imaginario).


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Notas [A] Sabemos que el término “materialismo histórico” nunca fue utilizado por Marx (ni tampoco, por cierto, el término “materialismo dialéctico”, acuñado por Joseph Dietzgen en 1886). También sabemos que en la obra de Marx hay múltiples pasajes donde este es llevado a matizar su “teoría de las etapas” (el más conocido es su proyecto de respuesta a Vera Zasúlich, una de las figuras más interesantes del populismo ruso, redactado el 8 de marzo de 1881). Aun así, a diferencia de muchos representantes del socialismo original, Marx nunca llegó a romper verdaderamente con los principales aspectos del mito moderno del Crecimiento. Desde este punto de vista, el caso Podolinsky aparece como muy significativo. Efectivamente, este socialista ucraniano (1850-1891) fue uno de los primeros investigadores que puso en evidencia —apoyándose, entre otros, en el segundo principio de la termodinámica— los límites ecológicos con los que debe chocar inevitablemente todo proyecto de crecimiento económico ilimitado (en este marco es, sin duda, uno de los principales precursores de Nicholas Georgescu-Roegen). En 1882, intentó llamar la atención de Marx y Engels sobre este problema, efectivamente crucial para el futuro del socialismo, y de manera más general, para toda sociedad moderna. Pero como Engels fue incapaz de ver en sus trabajos otra cosa que una nueva versión de las ideas de Malthus (una de sus bestias negras), el intercambio epistolar entre ellos se vio rápidamente estancado. Se puede encontrar una breve alusión a este desencuentro entre Marx y la ecología en el libro de Serge Latouche, La apuesta por el decrecimiento6.

6

Serge Latouche, Le pari de la décroissance (Fayard, 2006).


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[B] Los dos ejemplos expuestos por Marx en Miseria de la filosofía son particularmente desafortunados. El molino de agua (perfeccionamiento evidente del molino manual) fue inventado efectivamente en Asia Menor en el siglo I antes de Cristo, y ya desde el siglo IV, el complejo romano de Barbegal (cerca de Arles) podía utilizar esa fuerza hidráulica para moler cantidades de trigo destinadas a la alimentación de ochenta mil personas. En cuanto a la máquina a vapor, sabemos que fue concebida y perfeccionada con el nombre de eolípila hacia principios del siglo II por Herón de Alejandría. Sin embargo, estos dos descubrimientos nunca condujeron a las sociedades antiguas por la vía del feudalismo o del capitalismo. Esto confirma, contrariamente a la tesis defendida por Marx y los liberales, que una innovación técnica —incluso una como internet o las manipulaciones genéticas— nunca podría desarrollar, por sí sola, efectos históricos determinados (económicos u otros) si no están ya presentes ciertas condiciones culturales y políticas bien precisas. Por lo tanto, la idea de “determinismo tecnológico” solo tiene algún sentido en sociedades que han escogido el modo de desarrollo capitalista, y siempre y cuando los individuos se resignen en masa a interiorizar las consecuencias de esa elección. Se puede consultar, sobre este punto, el estudio reciente de Aldo Schiavone, La historia rota. Roma antigua y Occidente moderno7, que establece de manera muy clara que, desde fines del siglo II, las principales condiciones tecnológicas para el despegue capitalista ya estaban reunidas en el Imperio romano. Naturalmente, eran las condiciones políticas y culturales las que faltaban. [C] Es notable que Engels, con el objetivo de mantener la ilusión de una determinación en última instancia por la economía hasta en las comunidades “primitivas”, termine por recurrir a un juego de palabras bastante pobre. Si 7

Aldo Schiavone, L’Histoire brisée. La Rome antique et l’Occident moderne (Belin, 2003).


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bien está obligado a constatar la función decisiva de las estructuras elementales del parentesco para las sociedades “primitivas”, las va a transformar en “relaciones económicas de producción”, que determinan “superestructuras” culturales correspondientes, so pretexto de que no constituyen, después de todo, más que relaciones de reproducción (cfr. El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, 1884). Los efectos de esta ilusión retrospectiva son, por supuesto, inagotables. Hervé Defalvard demostró que las traducciones modernas de la Política, de Aristóteles, tienden sistemáticamente a economizar los conceptos utilizados por el filósofo griego (la noción fundamental de metadosis, por ejemplo, siempre se traduce con el término “trueque”, siendo que para Aristóteles solo tenía sentido en referencia a una antropología del don)8. [D] Para abordar la importancia de las actividades mercantiles en la Antigüedad, nos referiremos al libro fundamental de Jean Baechler, El capitalismo9. Por dar un ejemplo, Baechler observa que en el siglo IV antes de Cristo, en Nippur y Babilonia, ya era posible encontrar “empresas” que “recibían depósitos en dinero, emitían cheques, participaban de préstamos a interés” y llegaban, incluso a veces, a invertir en “empresas agrícolas e industriales”10. Sin embargo, no fue en Mesopotamia, evidentemente, donde apareció históricamente el sistema capitalista. De manera análoga, en su tesis sobre la civilización medieval, Jérôme Baschet muestra bien el rol y la amplitud de las actividades mercantiles dentro del marco feudal. Pero agrega que estas no comenzarán a adquirir el sentido estrictamente económico que tienen en nuestros días sino hasta fines del siglo XVIII, “cuando la economía política proclama el libre mercado supuestamente autorregulado y tendencialmente 8 Cfr. Hervé Defalvard, Essai sur le marché [Ensayo sobre el mercado] (Syros, 1995). 9 Jean Baechler, Le Capitalisme (Gallimard, col. Folio histoire, 1995; edición notablemente enriquecida en relación a la de 1971). 10 Ibid., tomo I, 195.


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homogéneo” (La civilización feudal. Del año mil a la colonización de América11). [E] Nada impide, desde luego, que utilicemos el concepto de ideología para designar las ideas políticas de Platón o aquellas de los letrados confucianos. Pero es necesario reconocer que, desde el momento en que el modelo de la ciencia experimental de la naturaleza se hubo constituido históricamente, apareció un discurso completamente nuevo: el que pretende enunciar la verdad sobre la buena “gobernanza” de los hombres, imitando el método de las ciencias de la naturaleza y las modalidades de la acción técnica que este permite validar (ya sea que este discurso tome la forma de una “ciencia económica”, de una biología “racial”, de un “socialismo científico” o de una cibernética). Efectivamente, es siempre en nombre de un saber presentado como “científico” que las ideologías modernas pueden desplegar sus efectos. Por lo tanto, en lo posible, propongo reservar el término de ideología a ese discurso mimético, desconocido por las sociedades anteriores, y cuyo garante humano es la figura hoy proliferante del “experto”.

11 Jérôme Baschet, La Civilisation féodale. De l’an mil à la colonisation de l’Amérique (Flammarion, 2006), 391.


III. “SOCIEDAD ABIERTA” Y POLÍTICA DE LA NECESIDAD

Llevado a sus principios esenciales, el liberalismo se presenta, pues, como el proyecto de una sociedad mínima definida en su forma por el Derecho y en su contenido por la Economía [A]. Esta creencia de que una comunidad humana podría funcionar de manera coherente y eficaz sin apoyarse en lo más mínimo (más que retóricamente) en valores morales y culturales compartidos es, sin embargo, tan extraña —en relación con lo que la historia y la antropología nos han enseñado— que los defensores de esta doctrina, generalmente, previeron una segunda opción más presentable. Existe, por ende, una cláusula anexa que nos invita a ver en el “espíritu de tolerancia” y en el “rechazo a excluir al otro” una suerte de ética de substitución, que debiéramos considerar una condición del sistema liberal o, al menos, una consecuencia positiva de su funcionamiento cotidiano1. Tal es, por lo general, el significado de las apologías modernas de la “sociedad abierta” (o, como debemos decir hoy en día, “mestiza”), en la cual muchos han llegado 1 Debemos a Spinoza una de las primeras formulaciones de esta idea. “En esta floreciente República, ciudad espléndida —escribe a propósito de Ámsterdam—, hombres de todos los orígenes nacionales y pertenecientes a todo tipo de sectas religiosas, ¡viven en la más perfecta concordia! Cuando se trata de hacer una inversión, los ciudadanos solo se preocupan de saber si el hombre con quien van a negociar es rico o pobre, si se puede confiar en él o si su reputación es la de un estafador. Una vez resuelto esto, ya no se preocupan de saber a qué religión o a qué secta pertenece la contraparte, ya que, suponiendo que un día tuvieran que comparecer ante un juez, esta consideración no serviría ni para ganar ni para perder el juicio” (Tratado teológico-político, cap. XX). Notemos, por cierto, que el antirracismo mercantil no garantiza, por ende, en caso alguno, que la nueva tolerancia tenga que aplicarse a los pobres.


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a encontrar el único indicio seguro de un progreso moral de la humanidad y, en consecuencia, la única referencia aceptable, para un espíritu moderno, al término aterrador de “moral”. Evidentemente, todo el problema consiste en saber lo que implica un concepto tan ambiguo como el de tolerancia. Si de lo que se trata es de designar la capacidad, adquirida históricamente, de generalizar al conjunto de los seres humanos esas actitudes de respeto, de benevolencia, incluso de empatía, que cada comunidad reserva en principio para sus miembros más cercanos2, podremos admitir fácilmente que el espíritu de tolerancia y de apertura a los demás constituye el grado más elevado de todo perfeccionamiento moral; o, si se prefiere, de ese trabajo incesante sobre sí mismos que los hombres deben realizar con el fin de mantener y de desarrollar tanto como sea posible las condiciones de su propia humanidad. Es igualmente indiscutible que ese trabajo de universalización de las virtudes humanas fundamentales (es decir, de las estructuras elementales de la reciprocidad) experimentó algunos de sus avances más notables en la Europa del Renacimiento, especialmente desde el descubrimiento de América3. Sin embargo, parece difícil inscribir los principios fundadores de la solución moderna (y, por lo tanto, del liberalismo) en la simple continuidad filosófica de este humanismo del Renacimiento y de sus referencias constitutivas a la cultura antigua. Efectivamente, la mayoría de los dispositivos de pacificación efectiva en la Europa moderna tienen su verdadero punto de partida en el siglo XVI, en 2 Lévi-Strauss indica que “para grandes fracciones de la especie humana, y durante decenas de milenios […] la noción de humanidad se limitaba a la tribu, al grupo lingüístico, a veces incluso al poblado” (Raza e historia, cap. III). Sin embargo, para completar esta observación, debemos agregar, por una parte, que las fronteras de la tribu no protegen mecánicamente de las infracciones a la reciprocidad (sabemos el rol que juega el fratricidio en los mitos religiosos); y por otra, que las leyes de hospitalidad (y con ellas, la figura positiva del extranjero) también constituyen un elemento central en el funcionamiento de esas sociedades tradicionales, elemento que Lévi-Strauss tiende a veces a subestimar. 3 Sin aludir necesariamente a la tradición cristiana o al estoicismo antiguo, no se puede olvidar el importante rol que juega la cultura china (entre otros, por el confucianismo) en ese trabajo de universalización.


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la acción de los intelectuales y de los hombres de poder (o mujeres, como Catalina de Médici), agrupados en su época bajo el nombre de Políticos. Generalmente se designa así a todos aquellos que, a diferencia de los Humanistas clásicos, estaban convencidos de que solo se podría lograr y garantizar de manera durable el fin de las guerras de religión y un nuevo equilibrio entre las potencias europeas, ciñéndose a las reglas estrictas del “realismo político”. Esta posición, que constituye el verdadero punto de partida de la modernidad, tenía naturalmente implicancias muy radicales. Suponía, por ejemplo, que todas las partes presentes aceptaran de ahora en adelante hacer abstracción4 de sus certezas personales en cuanto a la esencia de la verdadera religión o a la de la “vida buena”. Por ejemplo, cuando los partidarios de la “solución política” presionaban a los distintos poderes para que se tolerara la práctica del culto reformado, no era por razones de naturaleza ecuménica o humanista (que hubiera sido posible encontrar fácilmente, por ejemplo, en Pico della Mirandola). Por el contrario, si esta “solución política” les parecía la última oportunidad de salvación, era porque la experiencia les había demostrado que cualquier otra manera de proceder reconduciría nuevamente hasta el infinito a esas guerras civiles y a las correspondientes “miserias de aquel tiempo” que les estaban vinculadas. La exigencia de un compromiso histórico generalizado, en consecuencia, no era una solución triunfal a los problemas; una que, en definitiva, se habría ajustado a la grandeza del hombre, a su dignidad y a los progresos de su Razón. Para los Políticos, solo se trataba de una estrategia del mal menor, impuesta por la naturaleza de las cosas, y a la cual cada uno, de ahora en adelante, debería aprender a plegarse, debido a 4 Este trabajo de abstracción es uno de los orígenes prácticos mayores del movimiento histórico que hizo posible, para bien o para mal, la individualización moderna de los sujetos. Como indica Pierre Manent, “una de las principales ‘ideas’ del liberalismo, como sabemos, es la del ‘individuo’, no como ese ser de carne y hueso, no como Pedro distinto de Pablo, sino como ese ser que, por ser hombre, es titular de ‘derechos’ por naturaleza, derechos de los que se puede hacer una lista, derechos que tiene asociados independientemente de su función o lugar en la sociedad, y que lo convierten en igual a cualquier otro hombre” (Manent, “Prólogo” a Histoire intellectuelle du libéralisme [Historia intelectual del liberalismo]. Inversamente, sabemos el rol que jugó la crítica a este individuo abstracto en todos los cuestionamientos a la modernidad.


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la condición miserable del hombre (“incapaz de la verdad y del bien”, según la expresión de Pascal) y del carácter destructor de sus pasiones5. Solo podemos entender el recurso constante a la idea metafísica de “necesidad”, que tiene lugar desde el siglo XVI, en el marco de esta antropología resignada. Esta idea de “necesidad” va a convertirse rápidamente en la pieza filosófica clave de todas las construcciones políticas modernas, incluso bajo la forma, hoy dominante, de las ideas de “Crecimiento” y “Progreso” [B]. Tal como lo explica Michel deL’Hospital (el representante más conocido de esta corriente histórica), si el compromiso y la transacción son los únicos fundamentos posibles de una política realista, es “debido a que hay que plegarse a la necesidad, frente a la cual ninguna otra razón puede prevalecer”. El uso del concepto de necesidad presupone, por tanto, que existen situaciones históricas en las cuales los hombres llegan a tal nivel de violencia mimética que el problema de su sobrevivencia colectiva ya no puede depender de su libre albedrío y, en consecuencia, de cualquier invocación a su conciencia moral o religiosa. El único problema a resolver, desde esta óptica pesimista, solo podría ser el de los medios prácticos para neutralizar la acción de las distintas morales, filosofías y religiones, desde las cuales los individuos habrían obtenido hasta entonces sus diferentes razones de vivir, pero también y, sobre todo, las diferentes razones para enfrentarse a muerte [C]. Podemos notar desde ya el carácter paradójico de esta política de la necesidad, que se convirtió progresivamente en el principio de todos los montajes institucionales de la modernidad y, particularmente, de los montajes liberales. Efectivamente, esta política logra presentarse como la forma consagrada de 5 Para defender frente al papa el Edicto de enero de 1562, el embajador de Francia dirá que esta solución “no es la que desearía el rey, pero la que considera realizable”. Por el contrario, como buen humanista, La Boétie responderá que el rey “por deber, no solo tiene que mantener a sus sujetos en paz y armonía, sino también, y principalmente, tiene que asegurar que tomen el camino correcto y no se desvíen del camino de la salvación” (Memoria sobre el Edicto de enero). En este punto, se podrá consultar el artículo de Sérgio Cardoso, “Une foi, un roi, une loi. La crise de la raison politique dans la France des guerres de religion”, en Les Aventures de la raison politique [“Una fe, un rey, una ley. La crisis de la razón política en Francia durante las guerras de religión”, en Las aventuras de la razón política] (Métailié, 2006).


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la sensatez política (cuyo “realismo” la protege de las fantasías utópicas del Humanismo) solo cuando decide abolirse en una gestión puramente técnica de la “necesidad”. No debe sorprendernos, por ende, que, como muchos comentadores señalaron, el vocabulario político y diplomático de la época se vea poco a poco cargado de “términos como balanzas de fuerza, equilibrios y contrapesos”, en que las metáforas técnicas sustituyen las retóricas del Bien y de la Salvación6. Esta revolución de las palabras no hace más que tomar nota de la revolución intelectual que estaba transformando, al mismo tiempo, la antigua filosofía política (esa que seguía preguntándose por la naturaleza del mejor gobierno, la Ciudad ideal o la política de las Sagradas Escrituras), a fin de administrar, de manera puramente instrumental, el conjunto de los problemas encontrados. No cabe duda que este nuevo vocabulario (que el Ideal de la Ciencia pronto permitirá afinar) constituye una de las fuentes ideológicas más inmediatas de la respuesta liberal al problema político moderno, tanto en su versión directamente política (la reflexión sobre los mecanismos del Derecho y el equilibrio de poderes) como en su versión economista (la reflexión sobre los mecanismos del Mercado autorregulado). La bella leyenda de las raíces humanistas de Occidente no debe, pues, hacernos olvidar el verdadero origen del compromiso moderno. Este no se fundó en una política del reconocimiento recíproco. Ninguna de las partes presentes tenía realmente la intención de ver al enemigo, que aceptaba 6 Livet, Guerre et paix. De Machiavel à Hobbes [Guerra y paz. Desde Maquiavelo a Hobbes], 78. Las políticas de checks and balances (que pretenden resolver todos los problemas generados por la implementación de mecanismos y de “procesos sin sujetos”) no solo se relacionan con la cuestión de la paz civil. También constituyen el principio de todas las reflexiones de la época sobre las relaciones internacionales. Desde este punto de vista, los debates que condujeron al tratado de Westfalia marcaron la entrada definitiva de Europa en la modernidad. Por lo demás, sabemos que el concepto de “interés”, piedra angular del dispositivo económico liberal, fue elaborado, en primer lugar —desde Francesco Guicciardini hasta Henri de Rohan—, en el marco de consideraciones acerca de la Razón de Estado y el equilibrio de las potencias europeas. En este punto, nos remitimos a Albert O. Hirschman, Les passions et les intérêts. Justifications politiques du capitalisme avant son apogée [Las pasiones y los intereses. Argumentos políticos en favor del capitalismo previos a su triunfo] (PUF, 1980), y a Christian Lazzeri y Dominique Reynié (eds.), Politiques de l’intérêt [Políticas del interés] (Presses Universitaires Franc-Comtoises, 1998).


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deponer sus armas, como un ser interesante en sí mismo. Solo trataba de acomodar su existencia al marco puramente técnico de un modus vivendi establecido, por razones puramente prácticas, sobre la base de la puesta entre paréntesis de las diferencias ideológicas (o, si se prefiere, sobre la base de la privatización de las convicciones morales y religiosas). Sería bastante sorprendente, por lo tanto, que la magnífica “tolerancia” sobre la que se supone que siempre se funda la “sociedad abierta” (y que otorga, a bajo costo, la buena consciencia característica de sus privilegiados) correspondiera verdaderamente a lo que Erasmo o Montaigne entendían por esa palabra. Nada permite vincularla al trabajo, largo y complejo, que cada uno debe realizar sobre sí mismo para deshacerse de su egoísmo y aprender a mirar el mundo con los ojos del otro. La mayor parte del tiempo, en los hechos, la tolerancia solo designa una manera mínima de coexistir con sus contemporáneos: la que prevalece, como señala Adam Ferguson, “una vez que los lazos afectivos han sido quebrantados”. Por ende, es nuevamente Milton Friedman quien describió con mayor exactitud (o cinismo) la naturaleza real de esta tolerancia liberal, cuando celebra al Mercado como el mecanismo mágico que permite unir cotidianamente a “millones de individuos, sin que tengan necesidad de amarse, y ni siquiera de hablarse”. Y, lamentablemente, hay motivos para sospechar que lo que el Espectáculo oficial nos incita hoy permanentemente a aplaudir bajo el término seductor de “mestizaje” no sea más que otro nombre de esa simple unificación jurídica y mercantil de la humanidad. Un mundo integralmente uniformado, donde el otro es comprendido menos como el posible compañero de un encuentro siempre singular que como un puro objeto de consumo turístico y de instrumentalizaciones diversas7. 7 Para profundizar en esta idea de que el encuentro, muy distinto del simple intercambio, es una vía de acceso a lo universal purgada de todo eurocentrismo, puede leerse el apasionante ensayo de Kenta Ohji y Mikhaïl Xifaras, Eprouver l’universel. Essai de géophilosophie [Experimentar lo universal. Ensayo de geofilosofía] (Kimé, 1999). Más allá del interés filosófico mayor que tiene una crítica a los supuestos del universalismo occidental a la luz de la visión japonesa de la cuestión, se puede apreciar en particular la crítica a las teorías liberales de Habermas y hasta


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Notas [A] En Le Figaro del 6 de enero de 2007, Alain-Gérard Slama escribía que “los dos valores cardinales sobre los que descansa la democracia son la libertad y el crecimiento”. Es una definición perfecta del liberalismo. Con la salvedad, por supuesto, de que el autor llama “democracia” a lo que en realidad no es más que el sistema liberal, para plegarse, de esta manera, a las exigencias definidas por los “estudios semánticos” modernos (sabemos que así se designa en los Estados Unidos a las oficinas encargadas de imponer a la opinión pública, a través del control de los medios de comunicación, el uso de palabras adecuadas a las necesidades de las clases dirigentes). Naturalmente, recurrir a este truco, que se ha vuelto habitual, permite toda una serie de desplazamientos muy útiles. Efectivamente, si la palabra “democracia” se asocia hoy de forma exclusiva a la definición del liberalismo, hay que encontrar necesariamente un término nuevo para designar ese “gobierno del Pueblo, por el Pueblo y para el Pueblo”, donde cada quien veía todavía, hasta hace poco, la esencia misma de la democracia. Este término nuevo, escogido por los estudios semánticos, es el de “populismo”. Por lo tanto, basta con asimilar el populismo (haciendo caso omiso de todo conocimiento histórico básico) (a) a una variante perversa del fascismo clásico, para que se desencadenen todos los efectos deseados con una facilidad desconcertante. Si a usted se le ocurriera, por ejemplo, que el Pueblo debiera ser consultado sobre un determinado problema que afecta su destino, o si estimara que los ingresos de los grandes depredadores del mundo de los negocios qué punto estas son todavía dependientes —según muestran los autores— del paradigma del intercambio. En cuanto a los fundamentos psicológicos reales del “antirracismo”, que siempre enarbolan las estrellas del mundo del espectáculo o los profesionales de los medios de comunicación, Rousseau, en Emilio, ya había dicho todo: “Desconfíen —escribía— de los cosmopolitas que van lejos a buscar en sus libros los deberes que no quieren cumplir a su alrededor. Esos filósofos aman a los tártaros para no tener que amar a sus vecinos”. Cualquiera que haya frecuentado de cerca a estas personas no puede dudar de esto.


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son realmente indecentes, algo tiene que advertirle inmediatamente que está cayendo en el “populismo” más problemático y, en consecuencia, que la Bestia inmunda se le acerca a pasos agigantados. Como “ciudadano” bien educado (por la industria mediática), usted sabe inmediatamente lo que tiene que pensar y hacer. De ahí, evidentemente, la importancia de los Charles Berling y los Philippe Torreton. (a) Engels consideraba a los populistas rusos como “las únicas personas que han hecho algo hasta ahora en Rusia” (carta a Vera Zasúlich del 23 de abril de 1885). También sabemos que Christopher Lasch consideraba la tradición populista estadounidense (desde William Cobbett hasta Martin Luther King) como el componente más precioso del espíritu democrático radical. Para medir la amplitud de la desinformación impuesta por los estudios semánticos y por sus “politólogos”, basta con imaginar lo que pasaría si, de la noche a la mañana, los museos nacionales decidieran que el término impresionismo debe reservarse a la pintura soviética de la época estalinista, y expusieran bajo ese nombre únicamente los cuadros de Alexander Gerasimov o de Borís Kustódiev. Una cosa es segura: nuestro brillante personal mediático se escandalizaría. [B] Esta idea de “necesidad”, en cuyo nombre los liberales siguen justificando sus decisiones políticas fundamentales (basta con referirse al discurso contemporáneo sobre la “adaptación necesaria a las realidades del mundo moderno”), se inscribe en realidad en una configuración histórica más compleja, que no permite que se la reduzca únicamente a sus orígenes políticos y diplomáticos. Efectivamente, en su forma más desarrollada, esta idea constituye el punto de cristalización de varias tradiciones intelectuales que la habían elaborado de forma más o menos independiente y, por lo general, sin vínculo inmediato con el problema político de la paz. De esta manera, podemos distinguir tres


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corrientes principales, cuyas combinaciones posteriores darán al liberalismo occidental su coloración específica. En primer lugar, una crítica religiosa, surgida de la crisis de las Indulgencias, que va a llevar progresivamente a Lutero a crear la imagen de una criatura humana cuya salvación ya no dependerá de sus obras (“El libre albedrío es una ficción en las cosas o una palabra sin objeto. Nadie es dueño de pensar o hacer el bien o el mal, ya que todo obedece a una necesidad absoluta”. Assertio omnium articulorum, 1520). En segundo lugar, un movimiento filosófico que, al igual que Spinoza, con el fin de liberar a los hombres del control culpabilizador de las Iglesias, también va a intentar negar su libre albedrío e inscribir su existencia en una economía de la necesidad natural, en donde las nociones de Bien y Mal ya no tendrían sentido. Por último, desde luego, la aparición de la ciencia experimental, que al crear el concepto de “determinismo”, va a hacer inmediatamente posible su aplicación al ámbito de las cuestiones humanas. En el punto donde convergen estas tres grandes metafísicas de la necesidad, los teóricos liberales van a sacar (conscientemente o no) las principales herramientas requeridas por su empresa filosófica. Esto es particularmente claro en el caso de la sociología dominante (desde Pierre Bourdieu hasta Laurent Mucchielli) cuyo imaginario está claramente estructurado por una doble fascinación con respecto al ideal de la Ciencia y un spinozismo simplificado, y a una influencia subterránea de las sensibilidades luterana y jansenista (pensemos, por ejemplo, en cómo Bourdieu critica la noción de “mérito” en sus análisis sobre la Escuela) (a). De ahí, naturalmente, la facilidad con que las conclusiones de esta sociología (por ejemplo, sobre la naturaleza de la Escuela o sobre las supuestas causas de la delincuencia) son siempre aceptadas por gran parte del mundo mediático, y recicladas eficazmente en beneficio del Capital y de su modernización permanente. (a) “Aún a riesgo de escandalizar, me atrevo a decir que, mientras más conozco las determinaciones que producen a mi interlocutor, más lo comprendo. Mientras más informaciones recojo sobre la genealogía, la posición, la trayectoria de un individuo, más evidentes se vuelven


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sus elecciones, sus preferencias, sus palabras. Esto puede parecer spinozista: cuando logramos entender a la persona en cuestión como necesaria, es algo casi estético, se vuelve algo bello” (Pierre Bourdieu, Libération, 11 de febrero de 1993). [C] Podríamos entretenernos describiendo la cadena de decisiones históricas que condujeron a la institución de la sociedad moderna a la luz de las teorías de René Girard. Defenderíamos así la idea de que la Modernidad es la solución religiosa que logró instaurar Europa para frenar la extraordinaria crisis mimética de las sociedades del siglo XVI (“la crisis más grande de la historia de la nación”, escribe Sérgio Cardoso). Evidentemente, el sacrificio fundador que permitió a los individuos (convertidos así en “modernos”) restablecer la paz civil fue el de la conciencia moral (ya sea que su imagen cultural haya sido religiosa u otra). Por lo tanto, es perfectamente lógico que el Mercado autorregulado y el Derecho abstracto, es decir, las dos instituciones originadas por ese sacrificio (y cuyo funcionamiento ritual debe situarse más allá del bien y del mal), hayan sido, a su vez, promovidos rápidamente al rango de ídolos o divinidades frente a los cuales se llama a la humanidad reconciliada a inclinarse. Si desde entonces quedaba en evidencia que, por razones ligadas a la naturaleza misma de las sociedades humanas, estos nuevos dioses de la Modernidad eran incapaces de cumplir sus promesas redentoras (tal era, por lo demás, la convicción fundamental de los primeros socialistas), esto implicaría, desde un punto de vista girardiano, que la humanidad moderna todavía no ha salido de la era de las guerras, y que la huida hacia adelante del sistema liberal (¿qué otro sentido tiene la idea de un crecimiento infinito?), lógicamente, podría exigir pronto el sacrificio que sigue: el de la naturaleza y de la humanidad mismas.


IV. TRACTATUS JURIDICO-ECONOMICUS

Como lo señaló Hobbes claramente1, la institución imaginaria de las sociedades modernas procede, ante todo, de la desconfianza radical hacia las capacidades morales de los seres humanos y, por lo tanto, hacia su aptitud para vivir en comunidad sin hacerse daño recíprocamente. Desde este punto de vista, los piadosos relatos fundadores del mito progresista se basan, en gran parte, en una ilusión retrospectiva. La génesis del proyecto moderno (así como la del liberalismo, que representa la declinación más coherente de dicho proyecto) difícilmente puede considerarse como una continuidad directa del Humanismo del Renacimiento o del republicanismo florentino y de su vivere civile libero2. Las distintas disposiciones políticas, económicas 1 “Entonces, es cosa probada que el origen de las sociedades más grandes y más duraderas no surge de una bondad recíproca entre los hombres, sino de un miedo mutuo que se tienen los unos de los otros” (Thomas Hobbes, De Cive, sección primera, capítulo 1). Así se medirá cuán extraña es filosóficamente (o puramente retórica, o deliberadamente mentirosa, o simplemente estúpida) la pretensión de Dominique Strauss-Kahn al presentar su versión particular del liberalismo como una “sociedad de la confianza” (cfr. Arnaud Leparmentier, Caroline Monnot y Jean-Baptiste de Montvalon, “Dominique Strauss-Kahn propone ‘terminar con la máquina de hacer pobres’”, Le Monde, 3 de noviembre de 2006). 2 Respecto del tema de los orígenes políticos de la modernidad, léanse los trabajos clásicos de Quentin Skinner, especialmente La liberté avant le libéralisme [La libertad antes del liberalismo] (Seuil, 2000) y L’artiste en philosophe politique. Ambrogio Lorenzetti et le Bon Gouvernement [El artista como filósofo político. Ambrogio Lorenzetti y el Buen Gobierno] (Raisons d’agir, 2003); la obra decisiva de Maurizio Viroli, From Politics to Reason of State. The Acquisition and Transformation of the Language of Politics 1250-1600 [De la política a la razón de Estado. La adquisición y transformación del lenguaje político 1250-1600] (Cambridge University Press, 1992), la cual señala la ruptura filosófica radical con el humanismo del Renacimiento y el republicanismo florentino, introducida en el siglo XVI por la corriente “política”. Por lo demás,


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y culturales que configuran la realidad efectiva del mundo contemporáneo, por el contrario, no parecen ser plenamente inteligibles sino a la luz de su antihumanismo original. Efectivamente, es en la medida en que suponen que el hombre es “incapaz de la verdad y del bien” e infinitamente más dañino por sus pretensiones quiméricas a la virtud que por el ejercicio tranquilo de estos vicios [A], que las políticas modernistas (rompiendo, respecto de este punto, con el espíritu de las civilizaciones anteriores) se vieron, lógicamente, conducidas a limitar sus ambiciones filosóficas a la búsqueda de la sociedad menos mala posible3. Programa en principio voluntariamente realista y moderado, que, a diferencia del entusiasmo de los primeros utopistas, se resigna a considerar a los hombres “tal como son”, y desde entonces permite no solamente acomodarse a sus vicios, sino, sobre todo, buscar convertir a estos últimos en energía utilizable para su propio funcionamiento. Los diferentes modos bajo los cuales el ideal de pacificación liberal de la vida desplegó progresivamente el conjunto de sus implicaciones civilizacionales, por lo tanto, no constituyen en última instancia sino un desarrollo dialéctico de esta antropología pesimista, confrontado a las diferentes situaciones inéditas que la Historia presenta. es notable que el informe de la Comisión Trilateral dedicada a la “gobernabilidad” de las sociedades modernas (The Crisis of Democracy [La crisis de la democracia], 1975), documento que constituyó la matriz ideológica del “nuevo orden mundial”, desde su capítulo introductorio se dedica a oponer a los intelectuales que se determinan en función de valores (“value-oriented intellectuals”), y cuya actividad crítica, por lo tanto, pone en peligro los equilibrios fundadores de la sociedad liberal, y los que se limitan a un enfoque puramente técnico y político sobre los problemas de la “sociedad industrial avanzada” (“technocratic and policy-oriented intellectuals”) y cuyo número, según lo resalta el informe, crece al mismo tiempo que esta última. Dicha distinción reproduce, de cierta manera, y bajo una terminología diferente, el clivaje fundador de la modernidad entre los humanistas y los políticos. 3 Una sociedad que se presente como “la menos mala posible” tiende, lógicamente, a fundar lo esencial de su propaganda sobre la idea que ella está ahí para protegernos de males infinitamente peores. Por esto, como lo señala Guy Debord en sus Commentaires sur la société du spectacle [Comentarios sobre la sociedad del espectáculo] (Éditions Gérard Lebovici, 1988), 33, una sociedad liberal se las arregla generalmente para “ser juzgada por sus enemigos y no por sus resultados”. Por lo tanto, siempre es un drama ideológico para ella ver desaparecer, con el tiempo, una u otra figura histórica del Mal absoluto (como con la caída del Muro de Berlín, por ejemplo). Y, como el lugar del peor no debe permanecer vacío por mucho tiempo, la propaganda liberal está en la obligación perpetua de descubrir nuevas encarnaciones, según la necesidad, fabricándolas en su totalidad.


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Los conceptos de checks and balances y de mecanismo autorregulador, que organizan todas las construcciones ideológicas del liberalismo, primero deben ser entendidos como la materialización filosófica de esta desconfianza original hacia las capacidades morales de la humanidad. Si el deseo de someter la conducta de los hombres a un ideal ético considerado universalizable es el crimen que contiene todos los crímenes, efectivamente es imposible pretender instituir la tranquilidad y la paz civil sin haber neutralizado previamente todas las formas concebibles de tentación moral, aun cuando estas formas sean o no religiosas. En este sentido, ser “moderno” es, fundamentalmente, estar convencido de que los nuevos recursos de la Razón (sobre la cual la Ciencia ofrece el modelo privilegiado) desde entonces son capaces de resolver este problema indicando las líneas de una doble estrategia. Por una parte, la desinstalación de todas las figuras tradicionales de autoridad política y, por otra parte, la colocación progresiva de la existencia colectiva de los individuos bajo el control de mecanismos impersonales e ideológicamente “neutros”, mecanismos, cuyo libre juego podrá producir, automáticamente, todo el orden político deseable, sin que sus individuos tengan que ser convocados como sujetos4. Como ya se sabe, para los liberales existen dos mecanismos, y solamente dos [B], que poseen esta propiedad providencial. Son los engranajes paralelos y complementarios del Mercado y del Derecho. A partir del momento en el cual esta transferencia histórica masiva se realice, la libertad moderna podrá ser reconocida en su doble dimensión constitutiva, al mismo tiempo jurídica y económica. Podremos definirla, 4 La idea de que los equilibrios necesarios para la salvación política de una comunidad solo pueden surgir de la acción de mecanismos independientes de la voluntad de los individuos (y, a fortiori, de su mérito) constituye, evidentemente, una transposición de las teologías de la gracia elaboradas por las diferentes corrientes del agustinismo moderno. Es, en suma, mediante la gracia de las leyes del Mercado y del Derecho, como los hombres —que por naturaleza no “son libres sino para el mal” (Lutero, Tesis de 1517)— finalmente consiguen vivir en la paz y la prosperidad, mientras que, por sí mismos, no podrían tender sino a la guerra de todos contra todos. Aquí claramente debemos tratar uno de los numerosos esquemas religiosos inconscientes (y aún activos) que prepararon el espíritu de los modernos a aceptar la sacralización simultánea del Crecimiento y del Derecho.


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por una parte, como el derecho de hacer todo lo que no está prohibido por la ley (según la fórmula de Montesquieu) y, por otra parte, de manera más discreta, como el derecho de hacer todo lo que no contravenga las leyes del Mercado. Este último punto exige algunas precisiones. Para que esta sociedad-máquina pueda lograr su rendimiento óptimo —es decir, para que los aparatajes del Mercado y del Derecho estén realmente en condiciones de engendrar por sí mismos todos los equilibrios que la teoría presupone— es indispensable que las condiciones de su libre funcionamiento estén protegidas contra todas las intervenciones arbitrarias que podrían perturbar su lógica. Idealmente, el Estado liberal debe velar permanentemente por la separación cuidadosa del ejercicio del poder político de toda consideración moral o religiosa [C]. Efectivamente, en la medida en que estas últimas se perciben como simples preferencias ideológicas arbitrarias (que solo son aceptables como alternativas privadas), la tendencia a tomarlas en cuenta conduciría, inevitablemente, al Estado liberal a reintroducir en la administración moderna de las cosas todas las fuentes de disputas vinculadas al antiguo gobierno de los hombres. Se trata de una paradoja de este Estado minimalista que se desea. Si se sigue la tendencia natural, efectivamente debe considerarse, de igual modo, el derecho a intervenir en la sociedad civil cada vez que sea necesario defender las condiciones del laissez-faire, es decir, la libertad en sí misma. Esto conduce al Estado liberal, con mucha frecuencia, a romper las resistencias culturales al “cambio”, que generalmente funcionan con base en “arcaísmos” peligrosos de la tradición o en las ventajas injustamente adquiridas en las luchas anteriores (que no son menos arcaicas) de la clase obrera y de sus diferentes aliados. Pero este deber real de “hacer evolucionar las mentalidades” no molesta para nada a los liberales, pues teóricamente se justifica por la necesidad perpetua de garantizarle a cada quien la posibilidad efectiva de gozar pacíficamente de sus derechos y de su independencia privada. En ese sentido, una sociedad liberal coherente —en definitiva, una en que los miembros deberían tener un mínimo de cosas que hacer en


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común— solo puede perseverar en su ser si todos los procesos mecánicos a los que se les ha conferido el destino político son y se mantienen realmente como procesos sin sujetos. A causa de la desconfianza constitutiva que tienen los liberales respecto de la eterna tendencia de los hombres a pretender actuar moralmente, esta última propuesta debe entenderse en su acepción más radical. Esta implica que la sociedad del mal menor no solamente es la que, para funcionar eficazmente, no tiene necesidad alguna de exigir a sus miembros trabajo alguno sobre sí mismos (de exhortarlos, por ejemplo, a conformarse a un ideal determinado de perfeccionamiento moral o religioso). En verdad, y como Adam Smith (según Mandeville) siempre lo resalta, se trata de una sociedad cuyos engranajes funcionan tan bien que cada individuo renuncia, por sí mismo, a realizar un trabajo moral (por lo demás, necesariamente sospechoso) y prefiere sobre esta existencia “sacrificada” la búsqueda más tranquila de sus intereses, incluida la realización de sus deseos particulares. Solamente a partir de esta necesidad preventiva de disuadir a los individuos de ceder a la tentación moral —fuente, como bien se sabe, de todas las utopías y de todos los males— es que podemos comprender, en su lógica más profunda, las dos evoluciones paralelas del Derecho y del Mercado modernos. Tomando prestado el vocabulario spinozista, podremos formular la siguiente tesis: bajo un sistema liberal puro (es decir, íntegramente conforme a su concepto), el orden y la conexión del Derecho son los mismos que el orden y la conexión del Mercado. Estos son dos atributos ciertamente diferentes, pero que expresan, en su orden y su manera, la sustancia unitaria del liberalismo real. Para los liberales, ya lo hemos visto, la función primaria del Derecho es garantizar un “orden justo”, es decir, mantener la coexistencia pacífica de las libertades inevitablemente rivales, pues cada una está motivada, hipotéticamente, solo por la persecución de su interés particular. De ahí se comprende su neutralidad axiológica fundamental. Mientras que los diferentes Derechos tradicionales siempre eran cuidadosos de articular su trabajo


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normativo a una referencia moral fundadora (que surgía de una palabra divina, de la devoción al bien común, de las costumbres populares o del orden natural), el Derecho liberal, por el contrario, formula sus decisiones sin basarse en ningún juicio de valor. Si pretendiera decir lo que está “bien” o “mal”, es decir, si pretendiera juzgar en el sentido antiguo del término5, este Derecho reintroduciría en la existencia colectiva las tomas de posición ideológica que siempre han llevado a los individuos y a los grupos a enfrentarse con violencia. La racionalidad que prevalece en el Derecho liberal es, por lo tanto, esencialmente calculadora y procedimental. No tiene otro uso más allá de mantener las condiciones de la paz civil (del “orden público”) generando constantemente equilibrio entre el movimiento desordenado de las libertades opuestas; nunca se interroga, entonces, por el bien metafísico de las reivindicaciones presentes. El carácter estrictamente positivista de un programa así es suficiente, por sí mismo, para explicar la tecnificación creciente de la industria jurídica moderna y la manera característica que tiende a utilizar desde entonces para fabricar sus normas. Como lo constata Jacques Commaille6, el Derecho contemporáneo pasa de un modelo “dogmático-finalista” (el del Derecho tradicional) a un modelo “pragmático-administrativo”, del cual la gestión de empresa es la imagen más apropiada. Pero la lógica liberal conduce simultáneamente al Derecho moderno a precipitarse por pendientes más pronunciadas. Si debe concentrarse, ante todo, en garantizar el funcionamiento eficaz de la máquina social (lo que los radicales llaman con razón el Sistema), es indispensable asegurar permanentemente que el ideal de neutralidad axiológica, que supuestamente sustenta los eruditos esfuerzos de equilibrio de los técnicos del Derecho, está realmente resguardado de toda contaminación ideológica. Ahora 5 “No juzgues y no serás juzgado”, ordenaba el Evangelio (Lucas 6:37). Es en este sentido que puede entenderse la formulación de Chesterton cuando dice: “el mundo moderno es un mundo lleno de ideas cristianas enloquecidas”. 6 Jacques Commaille, L’esprit sociologique des lois. Essai de sociologie politique du droit [El espíritu sociológico de las leyes. Ensayo sobre la sociología política del derecho] (PUF, 1994), 247.


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bien, aquí parece que solamente “la evolución de las costumbres” —es decir, la variación continua de las relaciones de fuerza entre las libertades en competencia— está en condiciones de aportar la información necesaria, aclarando en cada etapa de la Historia las presuposiciones hasta entonces inconscientes del Derecho constituido. Es esencialmente de esta manera que nuevos motivos de indignación pueden surgir y formularse sin cesar, fundando así las exhortaciones liberales de los nuevos “avances del Derecho”. Para dar un ejemplo elemental, solo en estos tiempos es posible ser conscientes de que más de dos siglos después de la Revolución francesa seguimos privados —para sorpresa de Daniel Borrillo— del derecho elemental de “azotar a nuestro compañero si nos lo pide, aun cuando esto pueda darle placer”, incluso cuando se trata de una práctica “que no hace daño a otros ni es perjudicial para la salud”7. ¿Cómo explicar, entonces, que tal denegación de justicia pueda subsistir actualmente en la época de internet y del Mercado global? Como practicante de la french theory (y buen discípulo de Bentham), Borrillo claramente no tiene problema alguno con desenmascarar la presuposición moralizadora oculta que fundamenta este intolerable ataque a la libertad individual. Los jueces, como lo resalta el autor, “no invocan la referencia religiosa, pero no se deshacen de los valores trascendentes”. En efecto, solo con someter su práctica a los procedimientos eficaces de la “deconstrucción”, se logra descubrir de forma rápida que estos jueces, de nuevo, se basan en la extraña “noción de dignidad humana”. Sin embargo, esta, si se piensa bien, conlleva “cierta idea de lo humano” que no es menos fantasiosa 7 Philosophie magazine (marzo de 2007), 50. Por más loable que sea la apertura mental de un Daniel Borrillo (o de su mentor, Jack Lang), me parece, sin embargo, un poco limitada, por lo menos si la comparamos con la que caracteriza a los debates jurídicos en otros países europeos. En Alemania, por ejemplo, los defensores del liberalismo ya están discutiendo sobre el derecho de tener relaciones caníbales entre adultos con consentimiento (caso Bernd Jürgen Brandes, primavera de 2001); o sobre el derecho de matrimonio entre hermano y hermana (el abogado liberal Endrik Wilhelm pedía la abolición del artículo 173 del Código Penal alemán que penaliza el incesto, bajo el pretexto de que esta prohibición no es más que una “supervivencia folclórica de la historia”). Nuestros liberales franceses deben hacer algunos esfuerzos si quieren ser realmente competitivos en el mercado internacional de las ideas.


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y arbitraria que cualquier otra construcción ideológica [D]. En estas condiciones, hacer derecho a una noción tan problemática y poco fundamentada científicamente constituye, necesariamente, una práctica “paternalista”, de la cual podemos pensar que reconduce insensiblemente a nuestras frágiles sociedades liberales, si no nos protegemos, hacia los días más oscuros de la era precapitalista. El problema, naturalmente, es que esta práctica sistemática de la deconstrucción (que, por su simpleza, es suficiente para crear brillantes carreras mediáticas y universitarias o, en su defecto, asociativas) abre, por definición, un infinito abismo filosófico (tan infinito como es el desarrollo de la mercancía, en el orden paralelo de la Economía). ¿Qué límite podría asignársele sin que sea un límite arbitrario, es decir, fundado, en última instancia, sobre prejuicios moralizadores? El programa de depuración liberal del Derecho (o, como prefieren llamarlo los liberales de izquierda y de extrema izquierda, la “lucha contra todas las discriminaciones y contra todas las exclusiones”) está, también, destinado por naturaleza a un movimiento sin fin. Su único término lógico solo puede ser el reconocimiento oficial de lo que Hobbes (un siglo antes de Sade) había llamado el derecho de todos sobre todo. Sin embargo, es necesario resaltar que, al generar este concepto singular (que resume bastante bien la sensibilidad moderna de izquierda), el autor del Leviatán solo pretendía describir el grado cero de la Sociedad, es decir, la condición antropológica principal de la guerra de todos contra todos. La imposición liberal de neutralidad axiológica absoluta, por supuesto, produce efectos idénticos en el orden paralelo del Mercado, cuyo libre desarrollo se denomina Crecimiento. Este constituye, para los liberales, el único fundamento real del vínculo social moderno, respecto del cual el Derecho, por su parte, garantiza las indispensables condiciones formales. En esta óptica (que concuerda con ciertos dogmas del marxismo ortodoxo8), el 8 Se sabe que, en los años 1930, uno de los principales reproches hechos por numerosos movimientos trotskistas al sistema capitalista era que este último conducía, inexorablemente, al “estancamiento de las fuerzas productivas”. De ahí la invitación permanente a relanzar el


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conjunto de la mecánica social se basa, en última instancia, en el Crecimiento. Si su tasa disminuye o cae (fenómenos cuya causa específica, para la secta de “economistas”, siempre es, sean cuales sean las circunstancias, un grado insuficiente de libertad capitalista), la pacificación del vínculo social estará amenazada hasta en sus mismos cimientos. El Crecimiento representa el alfa y el omega de la salvación política de los hombres (solo el Mercado, insisten los liberales, puede permitirles a los individuos, que, se supone, están motivados solamente por el interés egoísta, entenderse entre ellos como amigotes), pero aún es necesario alcanzar cierto número de condiciones. Así, es preciso, por una parte, que la competencia sea “libre y no distorsionada” y, por otra parte, que cada agente que opere en este Mercado ideal (como productor o como consumidor) acepte jugar el juego, es decir, comportarse “racionalmente”, esforzándose en cada situación por maximizar sus utilidades. Esto implica, por supuesto, que en sus decisiones cotidianas estos agentes nunca se dejen influenciar por consideraciones morales o “ideológicas”, como las que, por ejemplo, conciernen al efecto que dichas decisiones “racionales” puedan tener, en el largo plazo, en los equilibrios de la naturaleza o de la humanidad de los agentes mismos9. Se sabe que, para los economistas, estos efectos colaterales del Crecimiento representan simples “externalidades” negativas que su ciencia tiene que aprender a dejar sin lamentos por fuera de su campo. Para empezar, porque son difícilmente medibles (lo que no se puede medir no existe en la “ciencia” del Mercado); enseguida, porque, de todas maneras, la mayoría de estas Crecimiento (“creador de empleos” y sinónimo de Progreso histórico), que es, desde Arlette a Olivier, el eje fundamental de los programas políticos de sus herederos de hoy. 9 Un ejemplo químicamente puro de la necesaria “neutralidad axiológica” del Mercado liberal (cuya única ley es business is business) es la creación reciente, en Alemania, de la sociedad Erento.com, cuyo objetivo es ofrecer a todos los partidos políticos, sindicatos o asociaciones interesadas, el servicio de manifestantes profesionales, pagables por día o por hora, y eventualmente equipados con megáfonos o tambores djembé (mediante, por supuesto, una cuota adicional). Mónica, una de las empleadas de esta nueva empresa, dice que “para mí es un trabajo como cualquier otro. Manifestarme a favor de organizaciones con las cuales no tengo identificación no me genera problema alguno”.


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“externalidades” no podría apreciarse sino en función de criterios esencialmente “ideológicos”. ¿Cómo podría defenderse la idea, por ejemplo, de que las fracciones de la juventud que la industria del entretenimiento y la manipulación publicitaria logotomizan con tanta eficacia, se encuentran, por lo mismo, desposeídas de una parte importante de su propia humanidad, si de acuerdo a Daniel Borrillo se debe entender esta noción de “humanidad” (y la teoría sulfurienta de la alienación que viene con ella) como una simple flatus vocis, una palabra sin sentido? Por consiguiente, tiene total coherencia filosófica que los diversos promotores del Sistema trabajen para excluir de sus cálculos económicos todo lo que podría parecerse a un juicio de valor. Como, por ejemplo, cuando se busca evaluar el PIB (Producto Interno Bruto) que, para los liberales, debe medir “científicamente” el Crecimiento y, por lo tanto, el grado de cohesión objetiva de una sociedad determinada. Esta metodología positivista es el costo intelectual para mantener la ficción según la cual el Crecimiento es un proceso necesario y axiológicamente neutro (que solo podría contestarse sobre bases partidistas o utópicas) y satisfacer así a la condición trascendental de todos los equilibrios políticos liberales. Entonces, como ya se ha señalado, surge este curioso aspecto de inventario al estilo Prévert, que caracteriza los múltiples informes oficiales dedicados a la medida del PIB. En la definición estadística de la felicidad liberal, es perfectamente sensato tener en cuenta la producción de las mercancías más inútiles y más absurdas (aquellas cuyo consumo es impuesto cotidianamente mediante la propaganda publicitaria y sus definiciones, siempre cambiantes, del standing y de la “distinción”), pero igualmente causantes de los daños más profundos del modo de destrucción capitalista de la naturaleza y de la humanidad. La sabiduría de los “expertos” se incluye, de esta manera, sin estado de alma, en sus cálculos surrealistas [E], igual que los efectos de la contaminación industrial y los accidentes de tránsito o del trabajo, así como la propagación de epidemias y los progresos de la delincuencia (como los de las precauciones tomadas para protegerse) o las consecuencias de las catástrofes llamadas “naturales” o las


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que son más directamente provocadas por la intervención humana (como todo el mundo lo sabe, no hay nada como una buena guerra para dinamizar el Crecimiento anémico) [F]. Esta forma panglosiana de considerar una parte de los males que aquejan a la humanidad como instrumento metafísico de una perfección más grande (la de las tasas de Crecimiento) puede, ciertamente, parecer indecente para quienes están situados en todos los lugares del mundo, en los cuales la lógica capitalista desmantela, cada día un poco más, las condiciones ecológicas, sociales y culturales de su propia dignidad. Es en este sentido que Thomas Carlyle, desde 1849, definía la economía política como la ciencia lúgubre por excelencia (the dismal science). De todas maneras, es necesario comprender que, para los liberales, esta exclusión metodológica de la common decency es la única condición racional que todavía permite al imperio del mal menor proteger a los individuos contra los males infinitamente peores que siempre merodean alrededor de la pobreza y de la ingenua humanidad: aquellos agazapados en cada uno de nosotros, de los que se jacta, siempre lista para salir, la Bestia inmunda y sus tentáculos que siempre renacen. Si los procesos del Derecho y del Mercado pueden desarrollarse de esta manera, según un paralelismo histórico perfecto, en definitiva, es porque las razones que comandan este doble desarrollo son, por una y otra parte, estructuralmente idénticas [G]. La depuración ética cada vez más avanzada a la que debe dirigirse cada uno de estos aparatos no es más que la contraparte práctica de esta renuncia a “pensar la vida humana según su bien o según su fin”10, que organiza filosóficamente el conjunto del dispositivo liberal. Pero este proceso, puesto que oficialmente no tiene sujeto, debe ser igualmente sin fin. Con la configuración liberal del mundo, y las que hayan podido ser, originalmente, las intenciones moderadoras de sus fundadores, es la noción misma de límite la que se vuelve (por primera vez en la historia de las 10 Manent, Histoire intellectuelle du libéralisme [Historia intelectual del liberalismo], 244.


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civilizaciones) filosóficamente impensable. Para legitimar el principio, sería necesario poder basarse en valores morales, es decir, de acuerdo a la ideología liberal, en montajes normativos arbitrarios, para levantar de nuevo a los hombres en contra los unos de los otros, según el modelo eternamente condenable de las guerras de religión11. Entonces, en última instancia, es bajo el efecto de su propia lógica que una sociedad liberal se ve limitada, como lo entienden perfectamente Marx y Engels, a “revolucionar constantemente el conjunto de relaciones sociales” y a pisotear todas las “relaciones patriarcales e idílicas”12. Y prosiguen: “Esta transformación continua de la producción, esta ruptura constante del sistema social, esta agitación y esta inseguridad perpetua distinguen a la época burguesa de todas las precedentes”. Esta es la razón por la que la “época burguesa”, o época moderna, ontológicamente ordenada según la idea de que “el objetivo final es nada y el movimiento es todo”13, nunca puede conocer, una vez que históricamente ha logrado reproducir, en sus propias bases, sino una sola palabra de orden filosófico: aceleren todos los procesos, reformulación definitivamente moderna del viejo principio del intendente Gournay, dejar pasar, dejar hacer [H].

11 Sería interesante estudiar la manera en la que la historia de la vanguardia artística (especialmente en su relación constitutiva con el problema del límite) se construyó a sí misma en paralelo a este paralelismo. Sería necesario interrogarse por el rol decisivo jugado por la mitología moderna del “artista” en el desarrollo del imaginario liberal. 12 Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto del Partido Comunista. 13 Según la famosa formulación (“la palabra alada”, decía Lenin) de Eduard Bernstein (18501932), primera gran figura del “revisionismo” (para retomar la palabra que designaba antaño a lo que se ha convertido, actualmente, la izquierda moderna en todas partes) en la historia del movimiento obrero marxista.


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Notas [A] Jean Rohou, en su bello libro El siglo XVII. Una revolución de la condición humana14, muestra con precisión cómo la transformación de la antropología jansenista en apología de la solución liberal se lleva a cabo de manera privilegiada en la obra de Pierre Nicole (Sobre la grandeza, 1671). Los hombres —escribe este último— vacíos de caridad debido a la depravación del pecado, siguen teniendo, sin embargo, muchas necesidades y son dependientes unos de otros en una infinidad de aspectos. Por lo tanto, la codicia ha reemplazado a la caridad en la satisfacción de esas necesidades, y lo hace de una manera que no hemos admirado lo suficiente.

En 1675 (Sobre la caridad y el amor propio), Nicole sostiene incluso que en los Estados donde no existe verdadera caridad porque la verdadera religión ha sido prohibida, se sigue viviendo con la misma paz, seguridad y comodidad que si se estuviera en una república de santos […]. Por muy corrupta que esté esta sociedad por dentro y a los ojos de Dios, por fuera no habría nada mejor regulado, más civil, más justo, pacífico, honesto y generoso. Y lo que sería más admirable aún es que, pese a estar animada únicamente por el amor propio, este amor propio no se vería por ninguna parte, pese a estar completamente vacía de caridad, lo único que se vería por todas partes sería la forma y las características de la caridad.

De esta manera, concluye el filósofo de Port-Royal, “para reformar enteramente el mundo, es decir, para quitar todos los vicios y burdos desórdenes, y para hacer que los hombres sean felices en esta vida, solo bastaría, a falta 14 Jean Rohou, Le XVIIe siècle. Une révolution de la condition humaine (Seuil, 2002).


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de caridad, con darles a todos un amor propio iluminado que sepa discernir sus verdaderos intereses”. Luego de subrayar que “para pasar de estos textos a un manifiesto moral de la sociedad liberal, bastaría con suprimir las referencias a Dios”, Rohou observa con razón que “cuarenta años antes de la muerte de Luis XIV, un eminente cristiano se hace portavoz del liberalismo a partir de términos que anuncian los de Adam Smith, quien se inspirará, posteriormente, de sus análisis a través de diversos intermediarios; se trata de Boisguilbert, antiguo alumno de Nicole en Port-Royal”15. Notemos al pasar que basta con leer el último libro de Frédéric Lordon, El interés soberano. Ensayo de antropología económica spinozista16, para dimensionar hasta qué punto la sociología que se inspira en los trabajos de Pierre Bourdieu es profundamente tributaria de los debates antropológicos del siglo XVII y, particularmente, de los supuestos ideológicos de La Rochefoucauld y del jansenismo de Port-Royal. Hay, probablemente ahí, una de las claves esenciales para entender la ineptitud constitutiva de la extrema izquierda francesa contemporánea para construir una crítica radical y unificada al sistema liberal. [B] Desde un punto de vista liberal, ¿qué se necesita para construir una comunidad moderna? Si solo consideramos el ejemplo de la Comunidad europea (lo que también es válido para cualquier otra comunidad, inclusive nacional) la respuesta parece simple: se necesita, por un lado, un Mercado común, es decir, un espacio donde las mónadas humanas puedan intercambiar libremente sus bienes y servicios, de acuerdo a las reglas de una competencia libre y no distorsionada. Por otro, se necesita un conjunto de regulaciones jurídicas (o espacio de Derecho) que permita, por una parte, proteger esa competencia y, por otra, garantizar a cada mónada (o cada asociación libre 15 Ibid., 481. 16 Frédéric Lordon, L’intérêt souverain. Essai d’anthropologie économique spinoziste (La Découverte, 2006).


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de mónadas) el derecho a vivir según su propia definición privada de la vida buena. En otras palabras, una sociedad liberal coherente se define como una agregación pacífica de individuos abstractos que, en cuanto respetan globalmente las leyes, se supone que no tienen nada más en común (ni lengua, ni cultura ni historia) que su deseo de participar en el Crecimiento, en tanto productores y/o consumidores. Además, como estas condiciones muy mínimas de pertenencia están en vías de globalización (relacionado con lo que Guy Debord llamaba la degradación espectacular-mundial [estadounidense] de toda cultura17), una sociedad liberal desarrollada debe, pues, lógicamente, considerarse como un simple sitio de paso que no implique adscripción moral particular alguna de parte de quienes escogieron provisoriamente residir ahí, y donde cada individuo sea libre de marcharse hacia otro sitio, en caso de que un cálculo cualquiera le mostrase sus ventajas. Un ejemplo (en el caso hipotético que ese cálculo sea de tipo fiscal): ¿es más interesante, para mí, ser un ciudadano belga, un ciudadano suizo o un ciudadano monegasco? Es el principio de la libertad integral de circular por todos los sitios del planeta (y el principio complementario de una regularización automática de todas las instalaciones pasajeras que esto conlleva), principio del que los partidarios de izquierda del capitalismo (que son, de lejos, los más coherentes) pretenden prohibir toda crítica filosófica, debido a que esta solo podría conducir a conclusiones “racistas” o “xenófobas” (recordemos el rol que juega hoy la célebre figura del “plomero polaco” en las formas de legitimación llamadas “antirracistas” del proyecto liberal de Constitución europea) (a). 17 Guy Debord, “Lettre à Mezioud Ouldamer de décembre 1985 sur la ‘question des immigrés’”, en Correspondance [“Carta a Mezioud Ouldamer de diciembre de 1985 sobre la ‘cuestión de los inmigrantes’”], en Correspondencia, volumen 6 (Librairie Arthème Fayard, 2007), 363. En el último libro de Pierre Manent, La raison des nations. Réflexions sur la démocratie en Europe [La razón de las naciones. Reflexiones sobre la democracia en Europa] (Gallimard, 2006), podrán encontrarse observaciones interesantes a propósito de esta pregunta sobre la pertenencia a una comunidad.


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(a) En el sitio web de Bertrand Lemennicier (uno de los cuatro miembros de la secta liberal de Mont Pelerin, que Luc Ferry impuso personalmente en 2003 al jurado de la agrégation de ciencias económicas), se puede encontrar un análisis ejemplar de Gérard Bramoullé (también miembro de la secta y del jurado): El inmigrante clandestino rebaja los costos monetarios y no monetarios de la mano de obra. Refuerza la competitividad del aparato de producción y frena el proceso de deslocalización de las empresas, que van a encontrar en el territorio nacional lo que generalmente buscan afuera. Facilita las adaptaciones del empleo a las variaciones coyunturales y aumenta la flexibilidad del proceso productivo.

Por lo tanto, insiste el empresario universitario, es políticamente indispensable velar por que el inmigrante clandestino no se convierta, por xenofobia, en “el chivo expiatorio fácil de un problema difícil”. Podemos ver, en este análisis, el fundamento ideológico último (consciente o inconsciente) de todos los combates actuales de la extrema izquierda liberal (como, por ejemplo, aquellos de la muy mediática “Red Educación sin Fronteras”) para legitimar la abolición de todos los obstáculos a la unificación jurídico-mercantil de la humanidad.

[C] Por definición, la gestión liberal de lo político debe hacer abstracción de toda consideración moral o religiosa (en definitiva, solo tiene que tomar las decisiones que le impone la “necesidad”) (a). Sin embargo, como toda gestión digna de ese nombre, incluye una estrategia de imagen y de comunicación. Ya que las clases populares parecen seguir siendo exageradamente sensibles a la idea premoderna de que la política debiera respetar una cierta cantidad de valores, los políticos liberales se ven regularmente obligados a encubrir la racionalidad matemática de su programa con el manto dudoso de la antigua moral. De ahí el espectáculo, siempre insólito (especialmente


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durante las comedias electorales), de esos defensores intransigentes del Mercado, obligados a pronunciar, con la mano en el corazón, los elogios más incongruentes hacia los lazos familiares, la solidaridad con los más desfavorecidos, la responsabilidad ecológica o el sentido cívico, siendo que ese Mercado, del que buscan sin cesar extender el imperio, solo puede funcionar eficazmente, y son los primeros en saberlo, socavando continuamente todas esas disposiciones (b). Esas farsas necesarias no sorprenderán a ningún lector de Maquiavelo. (a) Desde este punto de vista, una decisión política liberal siempre debe presentarse como una decisión que no conlleva ningún Plan B. (b) Admiramos, en particular, el ataque de Nicolás Sarkozy en su campaña electoral de 2007 a los “herederos de mayo del 68” que “habían proclamado que todo estaba permitido, que la autoridad se había acabado, que la buena educación se había acabado, que el respeto se había acabado, que ya no había nada grande, nada sagrado, nada admirable, que ya no quedaban reglas ni normas ni prohibiciones”. Sobre todo si comparamos este ataque con sus propias confidencias, realizadas, ciertamente, en el marco mucho más íntimo de una entrevista con Michel Onfray: “El interés de las reglas, de los límites, de las normas, es justamente el de permitir la transgresión. Sin reglas, no hay transgresión. Por tanto, no hay libertad. Ya que la libertad es transgredir” (Philosophie magazine, abril de 2007). [D] Detrás del deseo de un número creciente de ideólogos contemporáneos de poner en duda todas las diferencias que aún separan al ser humano del animal, e incluso, para algunos, de las cibermáquinas (desde su perspectiva, se trata de discriminaciones políticamente inaceptables), hay, evidentemente, una cuestión ideológica que va mucho más allá de la simple cuestión científica. Podemos verlo con claridad en los trabajos de Lestel, quien, al


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constatar alegremente que “ha llegado la era de los mutantes”18, deduce que todas las críticas a la deconstrucción liberal de la idea de humanidad solo pueden proceder de una “crispación identitaria” o, incluso, “ontológica”19. Todos los que se quejan —escribe— del tiempo presente y de las nuevas tecnologías emergentes lo dicen con una sola voz: el hombre moderno es el hombre inauténtico […]. Toda una parte de la filosofía de Adorno puede leerse como un catálogo, a veces triste, a veces hilarante, de las maneras que ha encontrado el ser humano para dejar de ser auténtico. Pero la autenticidad es al ser humano lo que la normalidad es a la enfermedad: un fantasma cultural20.

Hay ahí, por tanto, una excelente noticia para todos los trabajadores del mundo (especialmente para los de África, Asia y América Latina), quienes, a falta de manejar la french theory, viven todavía en el sentimiento ilusorio de que sus condiciones de explotación por las grandes empresas internacionales son “anormales” e “inhumanas” y quizá, incluso, “alienantes”. Gracias a los chimpancés, los mamíferos marinos y las últimas máquinas cibernéticas, sabrán desde ahora que la manera en que “se quejan del tiempo presente” no es más que el efecto ideológico de un “fantasma cultural”. [E] Para dar una idea del universo mental en el cual se atascan los economistas oficiales, podemos referirnos al ejemplo básico imaginado por Gadrey y Jany-Catrice: Si un país retribuyera al 10% de las personas —señalan los autores— por destruir bienes, hacer hoyos en las carreteras, dañar vehículos, etc., y a otro 10% por reparar, tapar los hoyos, etc., tendría el mismo PIB que un 18 Dominique Lestel, L’Animal singulier [El animal singular] (Seuil, 2004), 133. 19 Ibid., 125-127. 20 Ibid., 132.


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país donde ese 20% de los empleos (cuyos efectos sobre el bienestar se anulan) estuviera consagrado a mejorar la esperanza de vida con buena salud, los niveles de educación y la participación en actividades culturales y de ocio21.

Este ejemplo nos permite comprender el interés económico que tiene la mantención de una tasa de delincuencia elevada desde un punto de vista liberal (como Mandeville fue el primero en señalar, desde inicios del siglo XVIII). Efectivamente, no solo la práctica de la delincuencia es, generalmente, muy productiva (incendiar algunos miles de vehículos cada año, por ejemplo, requiere de un aporte material y humano muy bajo, sin comparación con los beneficios que obtiene por este hecho la industria automotriz), sino que, además, no exige ningún tipo de inversión educativa especial (salvo, quizá, en el caso de la criminalidad informática). De esta manera, la participación del delincuente en el crecimiento del PIB es de inmediato provechosa, incluso cuando este empieza muy joven (aquí no hay, por supuesto, límite legal para el trabajo infantil). Naturalmente, en la medida en que esta práctica es muy poco apreciada por las clases populares, con el pretexto egoísta de que son ellas las principales víctimas, es indispensable mejorar su imagen, estableciendo toda una industria de la justificación, si no de la legitimación política. Es el trabajo que generalmente se les confía a los raperos, los cineastas “ciudadanos” y a los idiotas útiles de la sociología de Estado22. [F] El 18 de marzo de 1968, algunas semanas antes de su asesinato, Bob Kennedy pronunciaba en la Universidad de Kansas el siguiente discurso: 21 Jean Gadrey y Florence Jany-Catrice, Les nouveaux indicateurs de richesse [Los nuevos indicadores de la riqueza] (La Découverte, 2005), 21. 22 Quienes aprecien el humor involuntario se interesarán en la lectura de la Apologie du casseur [Apología del agitador], de Serge Roure (Michalon, 2006), libro de una refrescante simplicidad intelectual escrito, aparentemente, por un partidario del siervo albedrío luterano y de la sociología mucchielliana.


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Nuestro PIB toma en cuenta, en sus cálculos, la contaminación del aire, la publicidad de tabaco y los trayectos de las ambulancias que recogen a los heridos en las carreteras. Contabiliza los sistemas de seguridad que instalamos para proteger nuestras viviendas y el costo de las cárceles donde encerramos a quienes logran franquearlos. Integra la destrucción de nuestros bosques de secuoyas, así como su reemplazo por un urbanismo tentacular y caótico. Abarca la producción de napalm, de armas nucleares y de vehículos blindados de la policía destinados a reprimir las revueltas en nuestras ciudades. Considera la fabricación del fusil Whitman y del cuchillo Speck, así como los programas de televisión que glorifican la violencia con el fin de vender ese tipo de juguetes a nuestros niños. Sin embargo, el PIB no tiene en cuenta la salud de nuestros niños, la calidad de su educación ni la alegría de sus juegos. No mide la belleza de nuestra poesía o la solidez de nuestros matrimonios. No tiene la intención de evaluar la calidad de nuestros debates políticos o la integridad de nuestros representantes. No considera nuestra valentía, nuestra sensatez o nuestra cultura. No se manifiesta sobre nuestro sentido de la compasión o nuestra entrega hacia el país. En una palabra, el PIB mide todo, salvo lo que hace que la vida valga la pena.

Cuarenta años después, tendríamos evidentes dificultades para encontrar en Francia un(a) representante de la izquierda o de la extrema izquierda capaz de formular una crítica tan radical a la ideología del Crecimiento. [G] La lógica liberal define un cuadro de doble entrada. En ese cuadro, la derecha moderna (esa que renunció definitivamente, después de la Liberación, a restablecer la alianza entre el trono y el altar) representa la entrada privilegiada por el Mercado y su expansión perpetua. La izquierda moderna (esa que renunció definitivamente, desde el mayo del 68 estudiantil, al compromiso histórico con el movimiento obrero socialista existente des-


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de el caso Dreyfus), representa la entrada privilegiada por el Derecho y su cultura de la transgresión23. La primera procede principalmente de Turgot y Adam Smith; la otra, más bien, de Benjamin Constant y John Stuart Mill (a veces cubiertos, es cierto, por el manto de Trotski, por razones históricas difusas que todavía operan parcialmente). Es por esto que la división derecha/izquierda, tal como funciona hoy en día, es la clave política última de los progresos constantes del orden capitalista. (a) Efectivamente, permite situar permanentemente a las clases populares frente a una alternativa imposible. (b) Primera alternativa: aspiran ante todo a estar protegidas contra los efectos económicos y sociales inmediatos del liberalismo (despidos, deslocalizaciones, reforma de las pensiones, desmantelamiento del servicio público, etc.), teniendo que resignarse, al buscar un refugio provisorio en la izquierda y la extrema izquierda, a validar todas las condiciones culturales del sistema que genera dichos efectos. Segunda alternativa: por el contrario, se rebelan en contra de esta apología perpetua de la transgresión, pero, al refugiarse en la derecha y la extrema derecha, se exponen a validar el desmantelamiento sistemático de sus condiciones materiales de existencia, que precisamente posibilitó esta cultura de la transgresión ilimitada. Cualquiera sea la elección política (o electoral) de las clases populares, esta no puede ofrecerles medio real alguno para oponerse al sistema que destruye metódicamente sus vidas. Suponiendo que tengamos un interés especial por mantener la ficción de un antiliberalismo de izquierda, nos vemos llevados inevitablemente a defender la idea de que la sociedad moderna da lugar a una dialéctica extraña y paradójica. En efecto, debemos admitir, necesariamente, que mientras el 23 Uno de los mejores estudios sobre las transformaciones culturales que prepararon el triunfo de la revolución liberal en Francia (y, por ende, el nacimiento de la nueva izquierda) es el de Kristin Ross, Rouler plus vite, laver plus blanc. Modernisation de la France et décolonisation au tournant des années 60 [Andar más rápido, lavar más blanco. Modernización de Francia y decolonización hacia fines de los años 60] (Flammarion, 2006). La autora subraya, entre otras cosas, el rol decisivo que jugó en este proceso histórico la experiencia mendesista, el desarrollo de la publicidad y el automóvil y la aparición de una nueva prensa femenina (especialmente con la revista Elle).


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Mercado se vuelve más autónomo y más despliega sus consecuencias inhumanas, el Derecho abstracto y la cultura que lo acompañan más permiten, por el contrario, una emancipación sin precedentes del género humano. Traducido al antiguo lenguaje marxista, este nuevo teorema fundador de la izquierda moderna significa, por lo tanto, enunciar que, en toda sociedad liberal moderna, las “superestructuras” jurídicas y culturales varían en sentido inverso al movimiento ineluctable de la “infraestructura” económica (c). En este marco intelectual específico es importante considerar el libro que Jacques Rancière escribió acerca del odio a la democracia24. El gran interés de este ensayo, efectivamente, radica en otorgar a esta inversión singular del materialismo histórico una formulación conceptual particularmente brillante. Desde este punto de vista, este pequeño libro constituye con seguridad el manifiesto filosófico más inteligente que la izquierda moderna haya producido con el fin de legitimar su nuevo curso. Es por esto que es indispensable hablar brevemente de él. El punto de partida del texto es un cuestionamiento radical de las tesis defendidas por Jean-Claude Milner en su notable ensayo Las tendencias criminales de la Europa democrática25. Frente a la pretensión de Milner de poner en evidencia “la ley de ilimitación propia de la sociedad moderna”26, Rancière objeta que un análisis de ese tipo conduciría a transformar la sociedad capitalista contemporánea en una “configuración antropológica homogénea”27. Sin embargo, según Rancière, es necesario distinguir dos figuras de la ilimitación, imposibles de superponer o de deducir una de otra. Tendríamos así, por un lado, un infinito malo (el de la acumulación capitalista en el sentido estricto del término) y, por otro, un infinito bueno (el de la evolución de las costumbres y de las formas contemporáneas de consumo y diversión). Detrás de la crítica radical al modo de vida capitalista y 24 Jacques Rancière, La haine de la démocratie [El odio a la democracia] (La fabrique éditions, 2005). 25 Jean-Claude Milner, Les penchants criminels de l’Europe démocratique (Verdier, 2003). 26 Ibid., 16. 27 Rancière, El odio a la democracia, 37.


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su individualismo narcisista (tal como la encontramos, por ejemplo, señala Rancière, en los análisis de Daniel Bell y de Christopher Lasch), habría que ver un discurso muy diferente: el del odio a la democracia. Para ilustrar esta dialéctica de aspecto proudhonista (el capitalismo tendría sus lados buenos y sus lados malos), Rancière utiliza un argumento único, pero esencial. Según él, las características fundamentales de esta denuncia pretendidamente “moderna” de la sociedad de consumo ya habrían estado, en realidad, integralmente presentes en la célebre crítica a la democracia ateniense realizada por Platón en el libro VIII de La República. Escribe Rancière: Nada le falta a la identificación de los males que, en los albores del tercer milenio, significa el triunfo de la igualdad democrática: reino del bazar y de su mercancía abigarrada, igualdad entre el maestro y el alumno, pérdida de autoridad, culto de la juventud, paridad entre hombres y mujeres, derechos de las minorías, de los niños y de los animales. La larga lamentación sobre los perjuicios causados por el individualismo de masas en la época de los grandes supermercados y de la telefonía móvil no hace más que agregar algunos accesorios modernos a la fábula platónica del indomable burro democrático28 (d).

La conclusión parece, pues, imponerse por sí misma. Si, por una parte, el capitalismo no existía todavía en Atenas (podemos concordar en esto sin dificultad), y si Platón era efectivamente un feroz adversario de la democracia (también podemos concordar en esto fácilmente), ¿cómo no deducir de ahí que la crítica “de los grandes supermercados y de la telefonía móvil” procede, ante todo, so pretexto de anticapitalismo, del odio a la democracia? Este argumento requiere, de todas maneras, de dos precisiones. La primera es meramente formal y se refiere a los límites en el uso comparativo de los textos antiguos. Al aplicar el método de Rancière, podríamos 28 Ibid., 42.


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demostrar también que la crítica ecologista a la civilización del automóvil (y al urbanismo delirante, que es consecuencia de ella) nada tiene que ver, en estricto rigor, con la crítica al capitalismo moderno, porque Juvenal ya había denunciado, en sus Sátiras, los problemas irresolubles del tráfico en Roma (e). La segunda observación es filosófica y tiene que ver con la interpretación de la política platónica propuesta por Rancière. Este último omite, efectivamente, dos puntos importantes. Por un lado, la crítica a la Ciudad democrática realizada por Platón solo adquiere sentido si se la resitúa en la teoría de la decadencia de la Ciudad ideal, de la cual la primera solo representa una etapa (después de las etapas de la timocracia y de la oligarquía, y antes de la tiranía). Por otro lado, y de mayor importancia, el principio de esta dialéctica descendente es, por añadidura, el rol progresivo que la lógica mercantil va a comenzar a jugar en la historia cíclica del mundo, lógica cuya esencia había perfectamente comprendido Platón (en el intercambio mercantil —escribe en el libro II de la República— cada uno busca por sobre todo “satisfacer sus intereses”). El hecho de que el capitalismo —como proyecto ideológico de fundar la sociedad en la generalización de la lógica mercantil— sea efectivamente inconcebible antes de la aparición, en el siglo XVIII, de la economía política (como el ideal de la ciencia newtoniana), no significa, evidentemente, que las relaciones mercantiles no hayan existido desde la más remota antigüedad; ni, en consecuencia, que haya sido imposible percibir, desde esa época, algunas de sus implicancias antropológicas fundamentales. Efectivamente, en una crítica de ese tipo al intercambio mercantil y al deseo de riqueza vinculado a este es donde debemos buscar, en primer lugar, las fuentes originarias de la condena a la pleonexia (la voluntad de poseer siempre más) que está en el centro de la política platónica (f). Solo en un segundo momento el “hombre con deseos ilimitados” podrá encontrar en la Ciudad democrática una forma particularmente apropiada a su esencia (pero recordemos que es el tirano, y no el demos, quien representa para Platón la figura última del hombre “pleonéctico”). En otras palabras, y


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contrariamente a Rancière, Platón tenía mucho cuidado de no olvidar, en sus análisis políticos, que el ágora no era solamente el lugar donde se llevaba a cabo la asamblea del Pueblo. Como es sabido, el ágora era también, para los atenienses, la plaza del Mercado. Ciertamente, la crítica platónica a la democracia mercantil es la crítica de un aristócrata hostil a las clases populares, y que considera al demos como el depositario privilegiado (aunque no exclusivo) de la pleonexia mercantil. Sería totalmente absurdo, desde este punto de vista, inscribir a Platón en la tradición de un socialismo de cualquier tipo (sabemos que ha habido intentos en ese sentido, especialmente en el siglo XIX). Pero nada tiene de sorprendente tampoco el hecho de que esta crítica aristocrática a la lógica mercantil le haya permitido a Platón describir correctamente algunas consecuencias humanas ya perceptibles en esa época, derivadas del deseo ilimitado de acumular riquezas y de la persecución del interés egoísta (y esto también sería válido para el análisis aristotélico de la crematística, que Marx admiraba particularmente). Al no haber comprendido (o no haber querido comprender) esta naturaleza compleja de la postura platónica (indisociablemente antipopular y antimercantil), a Rancière se le hace muy difícil pensar el liberalismo en su unidad dialéctica efectiva. Es por esta razón, sin duda, que se ve inevitablemente llevado a retomar (bajo una forma, es cierto, mucho más seductora) la vieja cantinela de los liberales modernos, según la cual toda crítica radical del modo de vida capitalista (“de los grandes supermercados y de la telefonía móvil”) estaría animada secretamente por un odio profundo a la democracia, y por la aspiración a un mundo elitista e incluso totalitario. El destino ulterior de este ensayo no debe, pues, sorprendernos. Sabemos, efectivamente, que terminó por convertirse en la biblia oficial de Ségolène Royal en la campaña presidencial de 2007 y en la principal referencia ideológica de todos sus blogs electorales. Considerando sus trabajos anteriores, valiosos desde todo punto de vista, es un destino que ciertamente no merecía Rancière.


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(a) Debido a la complementariedad constitutiva de los dos momentos filosóficos del liberalismo, su oposición dialéctica siempre tiende a atenuarse en las políticas gubernamentales concretas. La izquierda moderna, una vez en el poder, termina generalmente por alinearse con la economía de mercado, mientras que la derecha, cuando vuelve al poder, se resigna a inscribir en las leyes y de manera inamovible las diferentes etapas, consideradas ineludibles, de la “evolución de las costumbres”. En La ideología alemana se puede encontrar una descripción profética de esta división contemporánea del trabajo entre las fracciones de izquierda (las que controlan las esferas “culturales” del Capital) y de derecha (las que controlan las esferas económicas) de la clase dominante. Unos —escribe Marx— serán los pensadores de esta clase (los intelectuales activos, que reflexionan y obtienen sus medios de subsistencia, principalmente, de la elaboración de la ilusión que esta clase se hace sobre sí misma), mientras que los otros tendrán una actitud más pasiva y más receptiva frente a esas reflexiones o ilusiones, porque en realidad son quienes tienen menos tiempo para hacerse ilusiones o ideas acerca de sí mismos. Dentro de esta clase, tal división puede incluso dar lugar a una cierta oposición y a una cierta hostilidad entre ambas partes. Pero desde el momento en que surge un conflicto práctico donde toda la clase se ve amenazada, esta oposición desaparece, mientras vemos desvanecerse la ilusión de que las ideas dominantes no serían las ideas de la clase dominante.

(b) Como todos podemos constatar, ahí donde las sociedades totalitarias se sostenían en el principio —simplista y costoso en vidas humanas— del partido único, el capitalismo contemporáneo lo reemplazó, con una elegancia (y eficacia) infinitamente mayor, por el principio de la alternancia única. (c) Sabemos todo el provecho que la sociología de Estado no deja de sacar de este curioso teorema de la nueva izquierda. En este marco,


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el libro más logrado sigue siendo, sin lugar a dudas, el de Baudelot y Establet (El nivel educativo sube. Refutación de la vieja idea sobre la supuesta decadencia de nuestras escuelas)29. Su principal tesis es fácil de retener, como todas las tesis de la izquierda moderna: mientras el capitalismo más transforma a la Escuela en función de sus criterios únicamente económicos, más tiende a elevarse la inteligencia crítica de los alumnos (haciéndolos, por ejemplo, progresivamente impermeables a la propaganda publicitaria, a la industria del ocio y a la manipulación mediática). Naturalmente, este esquema puede aplicarse a priori a todas las áreas, sin que haya necesidad de llevar muy lejos las investigaciones empíricas. (d) Como bien sabe Rancière, la crítica al egoísmo liberal y a la atomización de la sociedad estuvo en el corazón de las primeras revueltas socialistas. Para superar este obstáculo, es decir, para quedarse en su posición de izquierda, Rancière se ve llevado a presentar el socialismo original como un simple relevo, entre otros, de la política contra-revolucionaria. La crítica al individualismo liberal —escribe— fue “iniciada por los teóricos de la contra-revolución luego de la Revolución francesa” y “continuada por los socialistas utópicos en la primera mitad del siglo XIX”. Un poco más adelante, subiéndose al caballo alado de Nicolas Baverez, Rancière llega incluso a reconocer en esa crítica “la denuncia muy francesa de la revolución individualista que destruye el cuerpo social”30. Algo no muy gentil con Marx. (e) Se puede encontrar un ejemplo agradable y divertido de este viejo procedimiento retórico en el último libro de Lucien Jerphagnon31, obra que busca mostrar al público general que las lamentaciones 29 Christian Baudelot y Roger Establet, Le niveau monte. Réfutation d’une vieille idée concernant la prétendue décadence de nos écoles (Seuil, 1989). 30 Rancière, El odio a la democracia, 21-22. 31 Lucien Jerphagnon, Laudator temporis acti (c’était mieux avant) [Elogio del pesimismo (cualquier tiempo pasado fue mejor)] (Taillandier, 2007).


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sobre el devenir del mundo son una constante de la psicología humana. Es interesante subrayar aquí la asombrosa esquizofrenia ideológica de los spin doctors del progresismo. Por un lado, efectivamente, instan incansablemente a las clases populares a adaptar sus mentalidades “arcaicas” a un mundo en permanente cambio (donde “uno nunca puede bañarse dos veces en el mismo río”). Pero, por otro lado, cada vez que tienen que afrontar la más mínima crítica específica sobre algún punto del desarrollo capitalista (el clima se calienta, el egoísmo progresa, la delincuencia aumenta, la publicidad se vuelve cada vez más invasiva, etc.), retoman la postura del sabio tradicional y responden con una sonrisa indulgente que no hay nada nuevo bajo el sol, que las cosas siempre han sido idénticas a sí mismas, y que todas estas críticas son infundadas, ya que son tan viejas como la humanidad misma. Es lo que Orwell llamaba, en 1984, el doblepensar. (f) En la obra de Platón, la figura que encarna de manera emblemática al hombre de la pleonexia es la de Giges, cuya invisibilidad lo hace, precisamente, capaz de satisfacer sus deseos ilimitados. La elección de Platón (que distorsiona así un mito de Heródoto), evidentemente, nada tiene de ingenua. En efecto, Giges era supuestamente ancestro de ese rey legendario de Lidia que toda la tradición griega estuvo de acuerdo en considerar como el inventor de la moneda. Hay ahí un detalle que no cuadra muy bien con la tesis de Rancière, según la cual la crítica platónica a la pleonexia se relacionaría primero con la crítica a las reglas democráticas. Sigo pensando, efectivamente, que la invención de la moneda se vincula más al intercambio económico que al poder del demos.

[H] “¿Pero qué vía revolucionaria? ¿Acaso hay una? ¿Retirarse del mercado mundial, como le aconseja Samir Amin a los países del tercer mundo, en una curiosa renovación de la “solución económica” fascista? ¿O, más


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bien, optar por el sentido contrario, es decir, ir aún más lejos en el movimiento del mercado, de la decodificación y de la desterritorialización? Ya que quizás los flujos aún no han sido lo suficientemente desterritorializados, lo suficientemente decodificados, desde el punto de vista de una teoría y de una práctica de los flujos de alto contenido esquizofrénico. No retirarse del proceso, sino ir más lejos, “acelerar el proceso”, como decía Nietzsche: en realidad, en esta materia, aún no hemos visto algo”32 (a).

Estas líneas proféticas de Deleuze y Guattari (que legitiman, de antemano, todos los virajes teóricos y prácticos que pronto serán los de la nueva izquierda en el poder) (b) constituyen, sin duda, la formulación filosófica más coherente del programa liberal contemporáneo (como podemos ver, efectivamente, en el uso práctico que Toni Negri sigue dándoles obstinadamente). Formulación que corresponde, en definitiva, al momento histórico en que, una vez que los principales obstáculos políticos y culturales para el desarrollo del liberalismo han sido por fin descartados, este logra finalmente fundarse en sus propias bases y en función de su propia lógica, convirtiéndose así en el liberalismo realmente existente. “Un día el siglo será deleuziano”, escribía Foucault, sin darse cuenta de la verdad que había en sus palabras. (a) El anti Edipo. Un marxista un poco mecanicista podría observar que este libro obtuvo el éxito que sabemos en el momento mismo en que la Comisión Trilateral empezaba a reflexionar sobre los nuevos problemas de la “gobernabilidad” del capitalismo contemporáneo. Es algo que percibió Michel Clouscard, a su manera, desde 197333. A propósito de este problema 32 Gilles Deleuze y Félix Guattari, L’Anti-Œdipe. Capitalisme et schizophrénie [El anti Edipo. Capitalismo y esquizofrenia] (Les Éditions de Minuit, 1972). 33 Michel Clouscard, Néo-fascisme et idéologie du désir [Neofascismo e ideología del deseo] (Denoël, 1973).


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de la recuperación de la ideología deleuziana por el “nuevo espíritu del capitalismo” se pueden leer también los análisis de Boltanski y Chiapello34. (b) Se puede observar que este texto contiene incluso uno de los primeros ejemplos del uso contemporáneo del concepto de “fascismo” para designar las nuevas estrategias socialistas de ruptura con las leyes del Mercado mundial. Si Deleuze y Guattari no utilizan el término “populismo” (lo que haría, hoy en día, cualquier intelectual de izquierda) es simplemente porque en esa época la palabra todavía pertenecía al vocabulario revolucionario (cfr. el periódico La causa del pueblo, de Jean-Paul Sartre, bautizado así en homenaje a la revista populista de George Sand).

34 Luc Boltanski y Éve Chiapello, Le nouvel esprit du capitalisme [El nuevo espíritu del capitalismo] (Gallimard, 1999).


V. EGOÍSMO Y COMMON DECENCY

Como hemos visto, la apuesta liberal es muy sencilla. Descansa en la convicción de que todavía es posible evitar la guerra de todos contra todos y dar origen a una sociedad libre, pacífica y próspera, incluso en el caso hipotético de que los individuos actúen únicamente en función de su interés personal. Para esto, basta con canalizar la energía de los “vicios privados” en beneficio de la comunidad y delegar la tarea de armonizar las conductas individuales a los mecanismos neutros e impersonales del Derecho y el Mercado. Por otra parte, esta solución implica que los valores morales —que habían servido como fundamento para las distintas civilizaciones del pasado— sean de ahora en adelante excluidos del espacio público. Como se puede constatar, hoy la mayor parte de los liberales se ha acomodado perfectamente a esta exclusión constitutiva. Convencidos de que, como señalaba Lysander Spooner, es imposible “para cualquiera —salvo para uno mismo— trazar una línea precisa, o cualquier cosa que se le parezca, entre la virtud y el vicio” [A], vieron en ese sacrificio fundador la oportunidad ideal para librarse de la “vieja moral de los filósofos”1. Desde este punto de vista, Ayn Rand es, probablemente, quien en el siglo XX ha sabido asumir con mayor consistencia las implicaciones morales últimas del paradigma liberal (excluyendo a los economistas, cuya principal actividad consiste, precisamente, en

1 “No existe el finis ultimus (fin último) o el summum bonum (bien supremo) del que hablan los libros de la vieja moral de los filósofos”. Véase Thomas Hobbes, Leviatán, libro I, capítulo 11.


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matematizar la hipótesis egoísta). Una ética capitalista coherente, escribe Rand, “preconiza y defiende con orgullo el egoísmo racional” [B]. La tranquilidad e impavidez de conciencia con la cual los príncipes de la economía moderna explotan y despiden a sus trabajadores en situación de precariedad, acumulan ganancias surrealistas, trasladan sus empresas, comercian con dictaduras, destruyen el medioambiente, falsifican sus cuentas o, cuando están al borde del fin, abren sus paracaídas dorados para no caer, encuentran sin duda su apoyo psicológico más preciado en ese “egoísmo racional”. Sin embargo, podría parecer injusto reducir la filosofía moral del liberalismo a esta apología gélida del egoísmo individual (aun cuando sus principales condiciones intelectuales ya se encontraban en el utilitarismo de Bentham2). ¿La intención inicial de los liberales no era acaso, ante todo, expulsar de la vida política toda referencia a una concepción común de la moral y la vida buena? [C]. Pero esa posición solo exigía la privatización de los valores morales, religiosos o filosóficos, en ningún caso su abolición. En teoría, cada individuo seguía siendo libre (como vimos con el ejemplo de Bastiat) de preferir a título personal un comportamiento generoso frente a un comportamiento egoísta, mientras esta distinción siguiera teniendo un sentido para él. Sin embargo, conviene preguntarnos en qué medida esta solución es verdaderamente coherente. Desde un punto de vista liberal, en efecto, un individuo altruista y preocupado por el bien común representa, por definición, una excepción a la naturaleza humana3. 2 En un primer momento, el liberalismo de Adam Smith parece difícil de asimilar completamente a las teorías radicales del egoísmo racional. Formado en la escuela de Hutcheson, Smith se esforzó toda su vida, en efecto, por darle un lugar a la “simpatía” en la formación de los vínculos sociales y de la moralidad individual. Como se sabe, ahí está el origen de lo que sus comentadores alemanes llamaron das Adam Smith Problem, es decir, el problema de la articulación filosófica entre la Teoría de los sentimientos morales (1759) e Investigación de la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones (1776). Sin embargo, es importante notar que este equilibrio necesariamente inestable entre el paradigma del egoísmo y el de la simpatía siempre termina por inclinarse hacia el primero. Al menos, esta es la tesis que defiende Serge Latouche de manera muy convincente (y a mi parecer, definitiva) en La invención de la economía (Albin Michel, 2005), 191-223. 3 En los términos del análisis económico liberal, siguiendo a Kenneth Arrow, podrá decirse que la “motivación altruista” es un “recurso escaso”.


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Por lo tanto, una decisión privada de este tipo —suponiendo que no se trate de una máscara para ocultar interés o amor propio— está destinada a no ser más que el privilegio (por cierto, muy misterioso) de una pequeña élite. Pero se trataría, sobre todo, de una decisión poco consecuente. Si la búsqueda del propio interés por parte de cada uno constituye la mejor manera de servir a su comunidad de pertenencia (credo principal del liberalismo desde Adam Smith), un liberal preocupado por el bien común debería, lógicamente, obligarse a actuar de manera egoísta para otorgar un contenido real a sus convicciones morales. Los liberales con rostro humano están, pues, en cualquier caso, condenados a volver al redil4. De todos modos, estas dificultades internas no son las más preocupantes. El ideal de “neutralidad axiológica”, base filosófica de las construcciones del liberalismo, presenta problemas más fundamentales. En efecto, si los liberales se resignan tan tranquilamente a la idea de la eliminación definitiva de los valores tradicionales (el liberalismo siempre se presenta como una máquina de guerra contra los distintos “conservadurismos”), es porque están convencidos de que los mecanismos equilibradores del Mercado y el Derecho moderno bastan para generar todas las disposiciones culturales indispensables para la integración comunitaria de los individuos. Esta íntima convicción está fundada en dos postulados ideológicos que no son siempre explicitados claramente (salvo, por supuesto, en las obras de los economistas). En primer lugar, presupone que la condición necesaria y 4 De ahí las contradicciones psicológicas aparentemente irresolubles de todos aquellos que, siguiendo el ejemplo de Constant o Tocqueville, se resignan al triunfo de la sociedad mercantil, permaneciendo profundamente ajenos a su espíritu. En el caso de Benjamin Constant, la literatura será el medio privilegiado para asumir esas contradicciones. Una solución mucho más simple, evidentemente, consiste en adoptar la postura esquizofrénica de los partidarios de la derecha tradicional que, de acuerdo con el crítico norteamericano Russell Jacoby, “veneran el Mercado al mismo tiempo que maldicen la cultura que este genera” (y cuya réplica ideológica se encuentra en la izquierda contemporánea que afirma combatir la lógica del Mercado —cada vez menos, es cierto— solo para inclinarse con entusiasmo frente a la cultura que este genera). Todos conocemos, desde hace décadas, los efectos políticos de esta engañosa alternativa y el interés del sistema capitalista en presentarla como “insuperable” y necesaria para la “claridad del debate democrático”.


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suficiente para instituir un orden humano eficaz descansa en la capacidad de los individuos de entrar en la lógica del Mercado y del Derecho, es decir, esencialmente, de realizar negocios y respetar contratos. En segundo lugar, presupone que esta provechosa capacidad es necesariamente “natural”, ya que pareciera que no requiere nada más que la facultad (también considerada natural) de actuar según su propio interés bien entendido. Ahora bien, por sí misma, esta axiomática del interés, forjada en las condiciones específicas del siglo XVII europeo, no es para nada evidente. Puede incluso llegar a sorprender por su ingenuidad psicológica (y más aún por su etnocentrismo) si la examinamos a la luz de los avances fundamentales de la antropología moderna. Efectivamente, el Mercado, el Derecho (y el Estado mismo), constituyen formas de socialización necesariamente secundarias. Por supuesto, no solo en el sentido en que aparecieron de manera relativamente tardía en la historia de la humanidad, sino, sobre todo, porque solo pueden funcionar y reproducirse a partir de condiciones antropológicas ya dadas, y son, por sí mismos, estructuralmente incapaces de ofrecer el más mínimo equivalente moderno de esas condiciones. La simple posibilidad práctica de establecer intercambios económicos y contratos jurídicos (las dos grandes modalidades de la lógica quid pro quo) supone que exista, entre los individuos que deciden priorizar esas relaciones específicas, un cierto grado de confianza previa y, en consecuencia, disposiciones psicológicas y culturales a la lealtad en los distintos interlocutores. Ahora bien, como lo confirma ampliamente la extensa literatura que se ha consagrado al dilema del prisionero [D] (y, como sabemos, en realidad, desde Hobbes), ningún cálculo racional, es decir, ningún cálculo orientado por la pura axiomática del interés, puede hacer que individuos supuestamente egoístas entren en el círculo encantado de la confianza y, por ende, se pongan de acuerdo sobre lo que sería la mejor solución para ellos (el famoso intercambio de “todos ganan”). Así lo reconoce el economista Ian O. Williamson cuando señala que “una confianza


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fundada en el cálculo es una contradicción en los términos”5. La confianza, por el contrario, juega un rol central en las comunidades tradicionales, tal como se observa, por ejemplo, en la práctica del juramento o en la importancia otorgada a la promesa de palabra. En realidad, solo es posible encontrar las verdaderas condiciones de posibilidad psicológicas y culturales de la confianza en los juegos infinitamente complejos y variados de la sociabilidad primaria (siguiendo la expresión de Alain Caillé), juegos esencialmente fundados, como se sabe, en las tres “obligaciones” tradicionales (que no son económicas ni jurídicas) de dar, recibir y devolver. Sin duda, esta lógica del don, instalada por Marcel Mauss al centro del pensamiento sociológico, tiene múltiples interpretaciones (eventualmente contradictorias)6. Pero en todos los casos, implica la preeminencia del ciclo o de la relación por sobre los individuos mismos (ya sea esa preeminencia consciente o inconsciente), lo que obliga a inscribir esta dimensión de la deuda simbólica en el corazón del sujeto humano, uno de los fundamentos esenciales de su carácter incompleto constitutivo [E]. Naturalmente, este ciclo del don, que en cierto sentido define el “momento fundador de la sociedad”, no debe ser confundido con una manifestación de la moral en el sentido estricto del término. Sin embargo, en cierta forma, tal como lo indica Jacques T. Godbout, podemos considerar que “es su

5 Citado por André Orléan, “Sobre el rol respectivo de la confianza y del interés en la constitución del orden mercantil”, en La revista de MAUSS (1994). 6 El núcleo común de todas estas interpretaciones es la idea de que solo puede haber don ahí donde la devolución no constituye una obligación jurídica o económica. La libertad de devolver o no devolver (cualesquiera sean las modalidades y motivaciones) está, pues, al centro del ciclo, lo que hace que la estructura sea impensable en términos puramente deterministas. Agreguemos que “el espíritu” con el cual se da una cosa también debe ser tomado en cuenta (lo que también impide cualquier aproximación mecanicista a la cuestión) y que el don también existe, por supuesto, bajo formas agonísticas (de la vendetta al potlatch, pasando por el don de prestigio y el “regalo envenenado”). Sobre este punto, se puede leer la crítica de Godbout y Caillé a las teorías, muy ambiguas por lo demás, de Alain Testart, en La revista de MAUSS del segundo semestre de 2002.


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fundamento”7. Lo que George Orwell llama la common decency8 solo obtiene su verdadera coherencia filosófica una vez que es comprendido a través de esta particular perspectiva antropológica. Los ejemplos concretos que nos da muestran, efectivamente, que esta noción políticamente crucial nunca remite, para Orwell, a una metafísica (o teología) del Bien; en otras palabras, a una ideología moral. Por el contrario, su preocupación constante, a través del uso de ese concepto deliberadamente vago e impreciso, consiste en enraizar, en lo más profundo de la práctica socialista, las virtudes humanas de base, cuyo olvido, rechazo o desprecio siempre han constituido el signo distintivo de los ideólogos y de los hombres de poder. Estas virtudes o disposiciones psicológicas y culturales a la generosidad y a la lealtad (y que, en el fondo, pueden resumirse en nuestra capacidad personal de dar, recibir y devolver9) permiten, naturalmente, una cantidad ilimitada de traducciones Jacques T. Godbout, Ceux qui circule entre nous. Donner, recevoir, rendre [Lo que circula entre nosotros. Dar, recibir, devolver] (Seuil, 2007), 230. Uno de los grandes méritos de todos los trabajos de Godbout es que siempre funda su crítica al egoísmo liberal en investigaciones y experimentos precisos. Resumiendo los innumerables experimentos realizados por los investigadores sobre el dilema del prisionero, Godbout constata que estos contradicen masivamente el postulado liberal de Robert Axelrod, “que pretende que la generosidad es muy escasa e induce casi siempre a la explotación. Nos encontramos aquí probablemente con la verdadera contradicción de esta perspectiva: fundada inicialmente en el interés egoísta en nombre del realismo, estos experimentos muestran que, en la realidad, este postulado escasamente da cuenta del comportamiento de los actores” (ibid., 270). El método utilizado por Godbout es el que también utiliza Joseph Henrich; su equipo tuvo la buena idea de someter quince sociedades de cazadores-recolectores a un conjunto de test comparables al dilema del prisionero. Su conclusión es clara: “El axioma del egoísmo no se confirma en ninguna de las sociedades estudiadas” (ibid., 271). 8 Se puede encontrar un muy buen resumen de este asunto en el artículo de Bruce Bégout, “Vida ordinaria y vida política. George Orwell y la common decency”, artículo publicado en la obra colectiva L’ordinaire et le politique [Lo ordinario y lo político] (PUF, 2006), 99-119. 9 Lo que diferencia el comportamiento moral, en sentido estricto, de las conductas tradicionales fundadas en el sentido del honor o la costumbre, es la interiorización de las obligaciones de dar, recibir y devolver —en otras palabras, la adquisición de la capacidad de actuar “en alma y conciencia” y ya no solo en función de la mirada del otro y de la reputación social—. En este sentido, la disposición ética supone un cierto grado de desarrollo histórico del proceso de individualización y de la “preocupación por sí mismo”. Esta reapropiación individual del espíritu del don (que constituye la esencia de la moral, en el sentido contemporáneo del término) genera en el sujeto autónomo posibilidades de resistencia y de rebeldía muy superiores a las que tenían los individuos de las sociedades tradicionales. De ahí la necesidad liberal de deconstruir permanentemente todas las figuras del sujeto con

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particulares y varían de acuerdo con las distintas civilizaciones y los diferentes contextos históricos. Pero es precisamente esta traducibilidad permanente la que funda, en última instancia, su carácter universalizable, a diferencia de las simples ideologías del Bien que solo pueden extender su imperio singular (o mundializarse) a través de la modalidad de la cruzada o de la conversión. En cambio, la negación de esas virtudes elementales siempre se manifiesta bajo la misma forma: la del egoísmo y el espíritu de cálculo, condiciones históricamente inmutables de la voluntad de poder y, en consecuencia, de todas las traiciones que la acompañan inexorablemente [F]. En este punto, no es difícil predecir el tipo de impasse civilizatorio en el que cualquier programa de modernización integral de la vida proyecta necesariamente a la humanidad futura. Efectivamente, al aplicar de modo generalizado a todas las conductas humanas la lógica del quid pro quo (para evitar lo peor siempre se debe optar por el mal menor), este programa solo puede conducir al desmontaje metódico de todas las condiciones antropológicas que, dentro de ciertos límites muy precisos, habrían podido permitir que los mecanismos del Mercado y del Derecho funcionaran (al menos parcialmente) de acuerdo a las expectativas de la teoría liberal. Además, es este hecho el que permite explicar que el sistema capitalista haya podido funcionar, hasta un momento relativamente reciente, con cierta eficacia, mostrándose todavía capaz, por ejemplo, de producir bienes de calidad e incluso a veces realmente útiles para el género humano. Esto se debe simplemente, como escribía Castoriadis, al hecho de que este sistema heredó una serie de tipos antropológicos que él mismo no había creado y no habría podido crear: jueces incorruptibles, funcionarios íntegros y weberianos, educadores entregados a su vocación, obreros con un mínimo de conciencia profesional, etc. Estos tipos no surgen y no pueden surgir solos, fueron concebidos en periodos el fin de neutralizar los efectos de esta “conciencia moral” que la modernidad hizo posible muy a su pesar.


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históricos anteriores, en referencia a valores en ese entonces consagrados e incontestables: la honestidad, el servicio al Estado, la transmisión del saber, el buen trabajo, etc. Pero hoy vivimos en sociedades donde esos valores se han vuelto, como se sabe, ridículos, donde solo cuenta la cantidad de dinero que se ha acumulado, sin importar cómo se ha acumulado, o la cantidad de veces que se ha aparecido en televisión. El único tipo antropológico creado por el capitalismo, y que fue indispensable para su instauración inicial, era el emprendedor schumpeteriano: una persona apasionada por la creación de esta nueva institución histórica, la empresa, y por su permanente ampliación a través de la introducción de nuevos complejos técnicos y de nuevos métodos de penetración de mercado. Pero incluso este tipo ha sido destruido por la evolución actual; en materia de producción, el emprendedor es reemplazado por la burocracia gerencial, en cuanto a la generación de dinero, especulaciones en la bolsa, las ofertas públicas de acciones y las intermediaciones financieras traen beneficios mucho mayores que las actividades “empresariales”. Por lo tanto, al mismo tiempo que asistimos, por medio de las privatizaciones, al creciente deterioro del espacio público, observamos la destrucción de los tipos antropológicos que condicionaron la existencia misma del sistema10.

Al exigirles constantemente a los hombres que se conviertan en “actores racionales”, que sus decisiones existenciales se acomoden al modelo de la axiomática del interés y el cálculo estratégico [G] (ya que, a fin de cuentas, esa es la significación última de todos los incesantes llamados a la “adaptación necesaria de las mentalidades a las evoluciones del mundo moderno”), la lógica liberal no solo termina por destruir gradualmente las condiciones de toda civilidad y de toda decencia común [H]; paradójicamente, también conduce a poner en peligro el funcionamiento eficaz de sus propios sistemas fundadores, corriendo el riesgo de reintroducir en todos los niveles de la existencia social 10

Cornelius Castoriadis, La Montée de l’insignifiance [El avance de la insignificancia] (Seuil, 1996), 68.


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la guerra de todos contra todos (bajo la doble forma, para empezar, de la guerra económica y la guerra jurídica) cuya superación definitiva era, teóricamente, su razón de ser inicial. Sin embargo, en la medida en que una sociedad privada de todo tipo de sistema normativo sigue siendo, hasta que se demuestre lo contrario, una imposibilidad antropológica, la vieja “máquina de hacer dioses” está obligada a reanudar su trabajo. Existe solo una manera, compatible con la lógica liberal, de volver a instalar un mínimo de referencias comunes sin afectar la neutralidad axiológica del Mercado y el Derecho, o su rol dirigente. Es la derivación, sobre esos mismos mecanismos, de la demanda humana de significado y de sistemas normativos. Por lo tanto, es inevitable que, en una sociedad liberal desarrollada, el Crecimiento (ese otro nombre del calentamiento global) termine por ser erigido en imperativo categórico moderno (“actúa siempre de manera tal que puedas consumir infinitamente más, trabajando infinitamente más”). Mientras tanto, de manera paralela, las gélidas mecánicas del Derecho abstracto tienden a convertirse, inevitablemente, en la privilegiada base de apoyo de un nuevo moralismo particularmente abrumador (el del individuo “políticamente correcto” o “ciudadano”), donde la figura siempre singular del Otro está destinada a ceder su lugar a la del hombre sin atributos, ridículo residuo metafísico de la lucha “contra todas las discriminaciones”. Pero esta mística doble, invocada inexorablemente por la fría mecánica liberal, ¿ofrece realmente ese suplemento de alma que, por definición, le falta a un sistema cuya ambición negativa, desde el principio, es solo la búsqueda del mal menor? Hay muchas razones para dudarlo. La transformación del Mercado y el Derecho en objetos de culto solo puede generar mandamientos teológicos de poco interés cultural (¡compitan en el consumo! ¡Comulguen con la conciencia tranquila!). Evidentemente, se trata de una base “antropológica” demasiado limitada para poder suplantar completamente las dialécticas creadoras de la sociabilidad primaria y las normas de humanidad que se arraigan en ellas. Todos los esfuerzos realizados para mantener reprimidas


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a estas últimas solo pueden tener, a la larga, una consecuencia: el retorno de lo reprimido antropológico bajo la forma de un sufrimiento psicológico permanente de los individuos, sufrimiento destinado a crecer al ritmo mismo de la globalización capitalista. Esta figura propiamente liberal del malestar en la cultura no debe, por cierto, ser confundida con las formas inéditas de la miseria social. Pero constituye sin duda, por su amplitud, un fenómeno histórico nuevo11, del que las clases dirigentes y sus patéticas “celebridades” (sucedáneos modernos de los antiguos cortesanos) son las últimas —a juzgar por la pobreza humana de sus vidas— en poder protegerse. En este punto, conviene recordar la lección socialista de George Sand: no hay verdadera felicidad en el egoísmo.

11 Sobre este punto, podrán consultarse los numerosos trabajos inspirados en el psicoanálisis —como por ejemplo los de Jean-Pierre Lebrun, Charles Melman o Dany-Robert Dufour— que intentan definir, por distintas vías, la “nueva economía psíquica” producida por el modo de vida liberal generalizado. Efectivamente, está claro que la represión de la relacionalidad primaria debe generar efectos específicos en el inconsciente de los sujetos. Por ejemplo, sabemos que quienes, en nombre de su preciada diferencia, rechazan sistemáticamente plegarse a la más mínima costumbre (es decir, a todo modo de vida compartido) tienden generalmente a desarrollar, a cambio, un gran número de manías individuales (que no son más que costumbres y ceremonias privadas) y, sobre todo, un gran potencial de odio y de ira (auto) destructiva. Así analiza Jean-Pierre Lebrun, en La Perversion ordinaire. Vivre ensemble sans autrui [La perversión ordinaria. Vivir juntos sin el otro] (Denoël, 2007), el caso de Richard Durn, figura ejemplar de ese hombre sin atributos que las sociedades liberales fabrican a gran escala desde hace algún tiempo. También hay muchos elementos valiosos en el ensayo de Eva Illouz, Les sentiments du capitalisme [Los sentimientos del capitalismo] (Seuil, 2006), que intenta, precisamente, describir la nueva configuración emocional inducida por la generalización del paradigma liberal (examina, entre otras cosas, las nuevas formas de relación con el otro impuestas estructuralmente por internet). En este marco, sería interesante estudiar la manera en que la represión de la sociabilidad primaria —donde predominan las relaciones cara a cara— lleva a un número creciente de individuos a buscar en un universo virtual la posibilidad compensatoria de una second life, cuyo precio es la desaparición del sujeto real frente a su avatar. En todas estas problemáticas, el libro de referencia sigue siendo, por supuesto, La culture du narcissisme [La cultura del narcisismo], de Christopher Lasch.


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Notas [A] Lysander Spooner: Los vicios no son crímenes. Una vindicación de la libertad moral12. Según Spooner, los vicios “son actos por los cuales un hombre se daña a sí mismo o hace daño a sus bienes” y los crímenes “actos por los cuales un hombre daña a otra persona o a sus bienes”. Una sociedad liberal debiera, por lo tanto, perseguir solo estos últimos, y desinteresarse totalmente por la cuestión, puramente subjetiva, de los “vicios”. Sin embargo, como hemos visto, el hecho de “dañar a otro” constituye un criterio extremadamente difícil de manejar (pensemos, por ejemplo, en el derecho a huelga en los servicios públicos, donde hay que tener en cuenta el punto de vista tanto del trabajador como aquel de la empresa y del usuario), por lo que es inevitable que, por ley, la noción de “crimen” termine siendo aplicada a cualquier declaración (realizada en público o en privado) o a cualquier comportamiento (por ejemplo, encender un cigarrillo en la calle o incitar a las personas a llevar una dieta equilibrada) (a). Lo que obviamente Spooner no previó es que una sociedad liberada de todos los “prejuicios” morales se vería condenada a ver crímenes en todas partes. (a) En Francia muchas asociaciones de obesos exigen el fin de las campañas de información sobre la necesidad de una alimentación equilibrada, con el pretexto de que estas dañan profundamente su imagen y autoestima. Por el contrario, los militantes de la Veggie Pride denuncian el “especismo” (es decir, la discriminación contra los animales, ya que a sus ojos la dieta de carne constituye una forma particularmente repugnante y fascista de dicha discriminación), y exigen que la “vegetofobia” sea reconocida como un crimen en sí mismo. 12 Lysander Spooner, Les vices ne sont pas des crimes. Une revendication de liberté morale (Les Belles Lettres, 1993), 12. La edición estadounidense es de 1875.


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[B] Ayn Rand: La virtud del egoísmo . Ayn Rand (1905-1982) es un personaje sorprendente desde todo punto de vista. No solo, por supuesto, por la radicalidad de sus posiciones liberales (a), sino también porque esta incansable pasionaria del capitalismo (todavía una de las autoras más leídas en los Estados Unidos) ejerció una extraña fascinación en una parte de la extrema izquierda, especialmente luego de la adaptación cinematográfica de su superventas El manantial, dirigida por King Vidor14. Esta novela, publicada en 1943, celebra al mismo tiempo (y con gran coherencia) las virtudes del capitalismo y de la actitud rebelde. Si se identifica al liberalismo con una ideología “conservadora” y “patriarcal” (de acuerdo con el contrasentido habitual que cometen los intelectuales de izquierda), es tentador retener solo el segundo de estos elementos. Publicada en fascículos en Combat, El manantial tendrá una influencia decisiva en Ivan Chtcheglov y sus amigos de la Internacional Letrista y, por ende, de manera indirecta, en las posturas iniciales de Guy Debord y del movimiento situacionista15. También debemos subrayar las importantes (y muy reveladoras) convergencias filosóficas entre la “ética objetivista”, defendida por Ayn Rand, y el “nietzscheanismo de izquierda”, de Michel Onfray. 13

(a) “El método apropiado para determinar cuándo y si se debe ayudar a otra persona descansa en nuestro propio interés personal racional y nuestra propia jerarquía de valores: el tiempo, el dinero y el esfuerzo invertidos o el riesgo tomado deberían ser proporcionales al valor que esa persona representa para nuestra propia felicidad. Ilustremos esto por medio del ejemplo favorito de los altruistas: el rescate de

13 Ayn Rand, La Vertu d’égoïsme (Les Belles Lettres, 1993), 78. 14 The Fountainhead [Uno contra todos, en Latinoamérica], 1949. La misma Ayn Rand escribió el guion de esta película, por lo demás, extraordinaria. 15 Sobre Ivan Chtcheglov (Gilles Ivain) y la fascinación que ejerció durante largo tiempo sobre Guy Debord, se puede consultar el libro de Jean-Marie Apostolidès y Boris Donné, Ivan Chtcheglov. Profil perdu (Allia, 2006).


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alguien que está ahogándose. Si se trata de una persona desconocida, es moralmente apropiado salvarla solo si el peligro que corre la vida propia es mínimo; cuando el peligro es más grande, no sería moral hacerlo, ya que solo una falta de autoestima podría dar más valor a la vida de un extraño que a la propia. Recíprocamente, si estamos ahogándonos, no podemos esperar que un extraño arriesgue su vida por nosotros, ya que su vida es más importante para él que la nuestra”16. Probablemente, la filosofía de Ayn Rand no nos permite comprender las motivaciones de Jean Moulin; pero sabemos, al menos, cuál es el libro de cabecera de Laurence Parisot. [C] La repulsión de los liberales por todas “las normas dictadas en común” (según la expresión de Daniel Borrillo) se extiende mucho más allá de las simples normas morales, filosóficas o religiosas (a). La simple exigencia, por ejemplo, de una ortografía común cuyas reglas todos deberían manejar, aparece necesariamente, para un “educador” liberal, como una intervención arbitraria del Estado, incompatible con el genio creador espontáneo de los alumnos (b). Debemos ir incluso más lejos. Desde una perspectiva liberal, es el acto educativo mismo que tiende a volverse problemático. La pretensión de enseñarle algo a alguien (fuera de las leyes del Mercado, los derechos individuales y saberes estrictamente técnicos, únicas formas del ideal de universalidad fundadas objetivamente) (c) es, por definición, siempre sospechosa. Efectivamente, es más fácil ver ahí una manera disfrazada de imponer al otro lo que no es más que una opinión privada, siempre susceptible de ser deconstruida. Es por esto que la mayoría de los sociólogos liberales (y con ellos, muchos padres de la FCPE17) están de acuerdo, desde hace tiempo, en presentar la Escuela (o al 16 Rand, La virtud del egoísmo, 101. 17 La FCPE o Federación de Consejos de Padres de Alumnos de las Escuelas Públicas, tradicionalmente cercana a los partidos de izquierda, constituye, desde hace décadas, uno de


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menos lo que queda de ella) como el terreno privilegiado de una “violencia simbólica”, ejercida permanentemente hacia el alumno, en nombre de la pretensión “elitista” de algunos adultos de poseer un saber, una experiencia o una cultura cuya transmisión sería necesaria para su humanización. Estas observaciones son evidentemente extrapolables, y con mayor razón aún, a la misma educación familiar. (a) Sabemos que la supervivencia (muy provisoria) de costumbres y de ritmos sociales colectivos representa, a ojos de los liberales, una amenaza grave para la libertad individual. Es el caso, por ejemplo, de la institución del descanso dominical. Marx lo había subrayado en su capítulo sobre “la lucha por la jornada de trabajo normal” (El capital, libro I, capítulo 10). (b) A propósito de la necesidad política de un dominio correcto de la lengua común, se puede leer el ensayo de Jacques Dewitte, El poder de la lengua y la libertad de pensamiento. Ensayo sobre la resistencia del lenguaje totalitario18, donde aborda las teorías de George Orwell, Victor Klemperer, Aleksander Wat y Dolf Sternberger. En cuanto a quienes se obstinan por pretender que es la complejidad de la ortografía misma la que impediría, hoy en día, su apropiación por parte de los niños de las nuevas clases populares (y que sueñan, en consecuencia, con una nov-lengua de uso exclusivo de los pobres, cuyo punto de partida ideal podría encontrarse probablemente en el lenguaje de los SMS), solo mencionaremos que la regla de concordancia del participio pasado es mucho menos difícil de entender que la regla de fuera de juego en fútbol, deporte popular por excelencia. Por ende, el problema se halla necesariamente en otra parte, y las “ciencias” de la educación están bien posicionadas para disimularlo. los soportes más activos del proceso de transformación liberal de la Escuela. 18 Jacques Dewitte, Le pouvoir de la langue et la liberté de l’esprit. Essai sur la résistance au langage totalitaire (Michalon, 2007).


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(c) Por lo tanto, en una escuela pública liberal (siempre que no esté totalmente privatizada) normalmente solo deberían enseñarse los saberes útiles para el homo economicus (es decir, las competencias necesarias para integrarse al mundo de la empresa y del Mercado) y los reflejos ideológicos indispensables para el homo aequalis (es decir, la formación de los futuros consumidores con espíritu “cívico”). Todo lo demás es literatura. (d) En la monadología liberal, el vínculo familiar solo puede ser pensado como una modalidad particular de la lógica contractual. “La expresión última de esta movilización jurídica fundada en el modelo del contrato está representada por las concepciones del movimiento libertario en Estados Unidos. En efecto, este sostiene fuertemente la primacía de los derechos individuales concebidos como derechos absolutos que no pueden ser cuestionados en nombre de una visión holística de la vida privada, fundada en la familia, en que el individuo solo sería un elemento entre otros. La defensa de los derechos individuales se convierte en el principio básico que el Estado debe defender incluso en contra de la familia”19. A partir de aquí, podemos comprender mejor la significativa observación de Christopher Lasch: “Mirar el mundo desde el punto de vista de los padres equivale a verlo de la peor manera posible”. [D] A propósito del dilema del prisionero, pieza maestra de la teoría de juegos (y, por ende, de la economía política), puede leerse la crítica detallada a la solución que propone Robert Axelrod (quien realiza el intento más serio, desde un punto de vista liberal, de sortear las dificultades de la axiomática del egoísmo) en el último libro de Jacques T. Godbout20. Es importante señalar que este dilema, planteado por primera vez en 1950 por Melvin Dresher 19 20

Commaille, L’esprit sociologique des lois, 163. Godbout, Lo que circula entre nosotros, 259-276.


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y Merrill Flood, constituye sin duda la mejor modelización de la lógica liberal. En efecto, permite establecer que es precisamente con el fin de evitar lo peor que los individuos egoístas siempre se ven obligados a aceptar la solución “sub-óptima”, es decir, la que corresponde al mal menor, considerando la naturaleza miserable del hombre. Para alcanzar la solución óptima, evidentemente solo bastaría con reintroducir en las premisas del problema la posibilidad de un mínimo de confianza y generosidad recíprocas, pero esto no cabe dentro de la hipótesis liberal21. [E] “Las concepciones del ser humano que ocupan el terreno filosófico en la tradición europea no sitúan la verdad del ser en la relación, sino en el individuo o en el orden trascendente al que este se encuentra asociado”22. La preeminencia ontológica de la relación por sobre el sujeto individual (que invita a pensar a este último no como una “substancia”, sino como un “polo” cuya identidad, siempre compleja, es ante todo “narrativa”23) sigue siendo algo impensable si nos circunscribimos al marco esencialmente monadológico de la filosofía occidental moderna (lo que Marx llamaba “robinsonadas”). En una problemática así, el endeudamiento original del sujeto humano (tanto biológico como cultural y psicológico) y la falta estructural que lo complementa, solo pueden comprenderse en su “dimensión mórbida”, fuente de 21 Como buen liberal, Axelrod se ve obligado a partir de la idea que “la generosidad es una invitación a dejarse explotar”. Sobre todas estas problemáticas, también puede consultarse el número de La revista de MAUSS del segundo semestre de 1994, “À qui se fier? Confiance, interaction et théorie des jeux” [“¿En quién confiar? Confianza, interacción y teoría de juegos”]. 22 François Flahault, “Be yourself!”. Au-delà de la conception occidentale de l’individu [“¡Sé tú mismo!”. Más allá de la concepción occidental del individuo] (Mille et une Nuits, 2006), 104. 23 Véanse los análisis desarrollados por Paul Ricoeur en Temps et récit [Tiempo y narración] (Seuil, 1985), como también los de Judith Butler en Le récit de soi [Dar cuenta de sí mismo] (PUF, 2007). El tema que tienen en común estos dos estimulantes libros (y muy diferentes, por lo demás) es que el fundamento de nuestra identidad individual descansa ante todo en nuestra capacidad de construir un relato de vida (para contarnos a nosotros mismos o a los demás). Naturalmente, este análisis es extrapolable a todas las formas de identidad colectiva: el hombre es, ante todo, un ser que (se) cuenta historias.


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todas “las enfermedades de la culpa” y de todas las formas de dependencia24. El problema cambia de naturaleza, por el contrario, en el momento en que el origen de los afectos y de los valores comienza a ser pensado desde la intersubjetividad (desde el “entre nosotros”, como lo llama François Jullien), es decir, desde los sistemas de relaciones que preceden (y hacen posible) todo proceso de “subjetivación”. La deuda simbólica puede entonces ser comprendida, y vivida, en su dimensión positiva, esa que también permite la construcción de vínculos verdaderamente humanos (tales como el amor o la amistad), como lo demostraron muy bien Jacques T. Godbout y François Flahault. Señalemos, finalmente, que la preeminencia de la relación frente al individuo es una de las “principales posturas de la filosofía china”25, lo que le permite, por ejemplo, concebir la “piedad” (o la simpatía) sin caer en las dificultades propias de Rousseau o de los teóricos del moral sense, como Shaftesbury o Hutcheson: Concibiendo el proceso de las cosas a partir de un régimen de interacción, derivado él mismo de una polaridad (Cielo-Tierra, Yin-Yang, etc.), los chinos piensan pues naturalmente que la reacción insoportable —lo que nosotros llamamos “piedad”— no es más que un caso particular y evidente de esa relacionalidad radical, de existencia a existencia, de la que está tejida toda la vida: relacionalidad desde donde procedo y que “conecta” la vida que soy con todas las demás (a).

En este tipo de mirada “relacional” o “intersubjetiva”, el Otro representa tanto un horizonte positivo de mi libertad como un límite negativo de esta. El paradigma moderno solo puede integrar, por definición, esta última dimensión.

24 Nathalie Sarthou-Lajus, L’Éthique de la dette [La ética de la deuda] (PUF, 1997), 3. 25 François Jullien y Thierry Marchaisse, Penser d’un dehors (la Chine) [Pensar desde un afuera (China)] (Seuil, 2000), 308.


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(a) La dificultad para entender el espíritu del don no se debe solamente a los obstáculos culturales generados por el capitalismo moderno. También se explica por una psicología egoísta. Efectivamente, sabemos que el drama del egoísta es que nunca puede pensarse como tal. Su incapacidad patética para dar, evidente para los demás, no constituye para él más que una expresión normal de la naturaleza humana. Esto lo lleva a considerar, con la conciencia muy tranquila, que la idea de que pudieran existir realmente en este mundo comportamientos generosos y seres humanos distintos a él es una idea ingenua (o hipócrita). Y en esto no nos queda más que compadecernos de él. [F] La common decency es el resultado de un trabajo histórico continuo de la humanidad sobre sí misma para radicalizar, interiorizar y universalizar esas virtudes humanas básicas que son la capacidad de dar, de recibir y de devolver26. Evidentemente, este trabajo no esperó la llegada de la modernidad para dar lugar a sus primeros grandes desarrollos. Desde el Egipto antiguo ya existía, según Jan Assmann, una idea popular muy elaborada de la justicia, arraigada en las disposiciones culturales y psicológicas preparadas por las prácticas del don. Escribe Assmann: Debemos distinguir entre una “justicia de arriba” y una “justicia de abajo”. La justicia de arriba es un órgano del Estado, instaurado para proteger a los gobernantes de la rebelión, a los propietarios del robo, y al orden de todo tipo de disturbios. En el caso de la Maat egipcia, se trata de una justicia de abajo, una justicia liberadora que busca ayudar a los pobres y débiles, a los desfavorecidos y a quienes no tienen

26 Véase Alain Caillé, “Y a-t-il des valeurs naturelles?” [“¿Existen los valores naturales?”], en La revista de MAUSS 19 (2002).


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derechos, a las viudas y huérfanos. Esta justicia no se instaura desde arriba, sino que se exige desde abajo27.

Assmann va incluso más lejos. Según él, es un error pensar, siguiendo a Nietzsche, que esta idea popular de la justicia tendría su origen en el monoteísmo, ya que la justicia se había instalado desde hace tiempo en el mundo; sin ella, los hombres no habrían podido vivir juntos. En el mundo egipcio, sin embargo, tiene su origen en los hombres, no en los dioses. Los hombres tienen sed de derechos, los dioses de sacrificios. En sus orígenes, la justicia es algo más bien profano o secular. La religión y la ética tienen raíces diferentes. En las religiones primarias constituyen dos esferas separadas, aunque se comunican entre ellas de más de una manera. Solo con el monoteísmo van a fundirse en una unidad indisociable28.

A partir de aquí, es fácil comprender que las formas de moralidad más elaboradas y más universalistas nunca pueden construirse en completa ruptura con esta tradición moral. Solo adquieren su sentido en la medida en que intentan mantener el impulso emancipador de la “justicia de abajo” y sacan de ella los recursos necesarios para su puesta en práctica (a). Sin este vínculo indispensable, se ven conducidas inevitablemente a funcionar de manera puramente abstracta, es decir, como simples ideologías morales, que pueden fácilmente volverse en contra de las virtudes humanas básicas, pero sin dejar de ofrecer a sus numerosos fieles la buena conciencia de acero que se ha convertido en una de las marcas decisivas de nuestro tiempo. En estas condiciones podemos comprender mejor los orígenes del error filosófico de los liberales. Para reafirmar los dogmas de su antropología utilitarista (y para conjurar el espectro de las guerras de religión), el liberalismo está, en 27 Jan Assmann, Le Prix du monothéisme [El costo del monoteísmo] (Aubier, 2007), 82. 28 Ibid., 84.


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efecto, estructuralmente obligado a negar la existencia de ese fondo histórico común de virtudes universalizables, capaces de incitar a los hombres, desde hace miles de años, a dar lo mejor de sí mismos (b). En estas condiciones, el concepto de “moral” no puede ya recibir más que un solo significado: el de una ideología del Bien, en nombre de la cual —se lo concedemos a los liberales— todos los crímenes posibles son justificables por ley (c). Por lo tanto, si solo entendemos, bajo el término de “Bien”, esta construcción ideológica eminentemente opresiva, podremos reconocer sin mayor dificultad el valor real que tiene el principio liberal de la “preeminencia de lo justo por sobre el Bien” (que era, después de todo, el sentido de la lucha de Orwell contra el totalitarismo). Pero si, por el contrario, entendemos el Bien como el conjunto de referencias posibles a la idea de decencia y de virtud moral (la idea, por ejemplo, de que la generosidad o la honestidad son infinitamente mejores que el egoísmo y el espíritu de cálculo), entonces se hace indispensable reafirmar la preeminencia socialista de lo decente por sobre lo justo o, en otras palabras, de la “justicia de abajo” (matriz de toda la common decency) sobre el ideal de “neutralidad axiológica”, que constituye, a fin de cuentas, el escudo ideológico ideal de todas las “justicias de arriba”. (a) Esta dialéctica de lo universal y lo particular corresponde, en parte, a lo que Hegel intentaba pensar bajo el concepto de Sittlichkeit (o “moralidad concreta”), en oposición a la moralidad abstracta del Alma Bella. Recordemos la bella fórmula del filósofo estadounidense Josiah Royce (1855-1916), al enunciar la condición previa de toda teoría de lo universal concreto: “Solo quien tiene costumbres puede comprender las costumbres del otro”. (b) El Libro de los muertos de los antiguos egipcios contiene los siguientes preceptos: “No denunciar a alguien con su superior, no hacer sufrir, no dejar morir de hambre, no provocar las lágrimas de otro, no torturar animales, no aumentar al inicio de cada jornada la cantidad de trabajo solicitada, no jurar ni pelearse, no guiñar el ojo, no ser colérico


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ni violento, no irritarse ni ser sordo a las palabras de verdad”29. Salvo quizá por el guiño de ojo, no parece haber nada en esta lista que un espíritu decente no pueda aprobar en nuestros días. (c) Desde este punto de vista, el panfleto de Trotsky, Su moral y la nuestra (escrito en 1938), constituye una de las ilustraciones más terribles del desprecio a los hombres ordinarios y a su common decency, generado, en buena conciencia, en nombre de una ideología del Bien, sorda frente a toda palabra de bondad (retomando la oposición de Zygmunt Bauman entre práctica efectiva de la bondad y culto ideológico del Bien). Tenemos aquí, sin duda, una de las principales fuentes culturales de esa incapacidad patética de la extrema izquierda francesa para comprender las reivindicaciones morales de las clases populares (y especialmente su tradicional rechazo a idealizar la delincuencia y las conductas de transgresión); a riesgo de ofrecerlas en bandeja de oro a los viejos zorros experimentados de la derecha liberal. [G] Entre las cuantiosas páginas que la literatura liberal contemporánea ha dedicado al problema de la racionalización de las elecciones individuales, me contentaré con citar un texto, particularmente emblemático, de Bertrand Lemennicier. Efectivamente, los análisis de este ideólogo liberal entusiasmaron de manera tan manifiesta al ministro Luc Ferry (quien, sin duda, encontró ahí sus verdaderas ideas sobre la familia) que este insistió fuertemente en confiarle, junto a otros miembros de su corriente (como Pascal Salin o Gérard Bramoullé), la dirección efectiva del jurado de la agrégation de ciencias económicas, con el fin de que puedan preparar idealmente a las generaciones futuras para la nueva vida racional que les espera. Escribe Lemennicier: 29 Ibid., 91.


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Consideremos la situación de un individuo que duda entre dos mujeres: una muy educada, la otra no. Para obtener el favor de la mujer educada, debe redistribuir una parte suficiente de las ganancias del matrimonio para convencerla de casarse con él, asegurándole un nivel de vida por lo menos equivalente al que habría tenido soltera. En cambio, con la mujer menos educada, la parte sacrificada será menor. El costo de oportunidad de un matrimonio depende, por tanto, del salario al que puede aspirar la mujer en el mercado laboral. Pero no depende solo de eso. La mujer menos instruida quizás es más bonita, sensual y afectuosa, o la probabilidad de que lo sea es más alta. Asumamos, sin embargo, que los atributos son idénticos, salvo el nivel de educación. El costo de oportunidad de una mujer educada se mide por su salario. Es más alto que con otra mujer, ya que, para obtener los mismos servicios, deberá pagar un precio más caro. Ciertos servicios, como la calidad de los niños, no son independientes del nivel de instrucción de la esposa, y esto matiza el comportamiento del hombre que busca una producción doméstica de calidad. Fuera de esta restricción, los hombres deberían casarse con mujeres menos instruidas o, en todo caso, menos instruidas que ellos30.

Le ahorraré al lector las ecuaciones matemáticas de estas nuevas aventuras liberales de Romeo y Julieta. [H] Uno de los principios de la lógica del don es que la devolución, si es que la hay, debe siempre ser diferida (el pago monetario es precisamente la invención económica que permite interrumpir el ciclo del don al pagar las deudas sin esperar). El tiempo aparece entonces como el elemento básico sobre el cual pueden construirse relaciones humanas verdaderas (y el dinero, desde este punto de vista, puede ser definido como un medio para comprar el tiempo 30 Véase Bertrand Lemennicier, “El precio de la mujer en nuestras sociedades contemporáneas”, en Le marché du mariage et de la famille [El mercado matrimonial y familiar] (PUF, 1988).


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que nos permite evitar entrar en relación con el otro). Desde el momento en que la movilidad continua de los individuos se convierte en el imperativo antropológico básico de una sociedad (lo que Bauman llama la “vida líquida”), lo que desaparece, en consecuencia, es la posibilidad misma de tejer vínculos sólidos y duraderos. Asimismo, como Richard Sennett lo ha señalado muchas veces, desaparece la posibilidad de construir “relatos de vida” coherentes (y capaces de ofrecer una base psicológica satisfactoria a los individuos). Señalemos, para terminar, que Engels fue uno de los primeros en poner en evidencia los efectos humanos de este movimiento browniano generado por la lógica liberal. Escribía en 1845: Se empieza a notar que los londinenses debieron sacrificar la mejor parte de su cualidad de hombres para lograr los milagros de la civilización que abundan en la ciudad; que cien fuerzas, que dormitaban en ellos, han permanecido inactivas y han sido sofocadas con el fin de que solo algunas pudieran desarrollarse más ampliamente y multiplicarse al unirse a las de otros. La multitud de las calles tiene ya, por sí misma, algo de repugnante que rebela a la naturaleza humana. Estos centenares de miles de personas, de todas las condiciones y clases, que se amontonan y atropellan, ¿no poseen acaso todos las mismas cualidades y capacidades, y el mismo interés por la búsqueda de la felicidad? ¿Y no deben esas personas, finalmente, buscar la felicidad por los mismos medios y procedimientos? Y, sin embargo, esas personas se cruzan corriendo, como si no tuvieran nada en común, nada que hacer juntas; la única convención entre ellas es el acuerdo tácito de mantener cada quien su derecha cuando va por la acera, de manera que las dos corrientes de la multitud que se cruzan no se obstaculicen entre sí; a nadie se le ocurre siquiera fijarse en otra persona. Esta indiferencia brutal, este aislamiento insensible de cada individuo en el seno de sus intereses particulares, es tanto más repugnante e hiriente cuanto mayor es el número de esos individuos confinados en ese espacio reducido. Y aun cuando sabemos que este aislamiento del individuo y


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este egoísmo cerrado son, en todos lados, el principio fundamental de la sociedad actual, en ninguna parte se manifiestan con tan total descaro, con tanta seguridad, como aquí, precisamente, en la muchedumbre de la gran ciudad. La disgregación de la humanidad en mónadas, cada una de ellas con un principio de vida particular, y un fin particular, esta atomización del mundo, es llevada aquí al extremo. De ello resulta, asimismo, que la guerra social, la guerra de todos contra todos, aquí se declara abiertamente. Como el amigo Stirner, las personas no se consideran recíprocamente sino como sujetos utilizables; cada quien explota al prójimo, y el resultado es que el fuerte pisotea al débil y el pequeño grupo de fuertes, es decir los capitalistas, se apropian de todo31.

31 Friedrich Engels, La situation de la classe laborieuse en Angleterre [La situación de la clase obrera en Inglaterra] (Éditions sociales, 1975).


VI. EL INCONSCIENTE DE LAS SOCIEDADES MODERNAS

En su carta a Humphry House del 11 de abril de 1940, George Orwell resumía de esta manera su postura sobre el socialismo: [Los intelectuales ingleses] se contagiaron de la concepción marxista, totalmente mecanicista, que espera que, una vez logrado el progreso técnico necesario, llegue por sí solo el progreso moral. Yo nunca acepté esta tesis […]. Hace un año estaba en las montañas del Atlas y, divisando las aldeas bereberes, se me ocurrió que podemos tener, quizás, una ventaja de mil años sobre estas personas, pero que no estamos mejor, y que tal vez estamos incluso peor. Somos inferiores a ellos físicamente y somos, con claridad, menos felices. Simplemente hemos llegado a un punto en el cual sería posible alcanzar un mejoramiento real de la vida humana, pero no lo lograremos sin reconocer la necesidad de valores morales (common decency) del hombre común. Mi principal esperanza para el futuro está en el hecho de que las personas comunes han seguido siendo fieles a su código moral1.

La dimensión “conservadora” del socialismo orwelliano se observa acá claramente2. El verdadero principio no es la nostalgia de un mundo 1 2

George Orwell, Essais, articles, lettres [Ensayos, artículos, cartas], volumen I (1920-1940) (Éditions Ivrea-Éditions de l´Encyclopédie des Nuisances, 1995), 663. Se sabe que Orwell, en ocasiones, para provocar a la intelligentsia púdica de izquierda, se presentaba como un anarquista tory. La misma actitud se puede ver en Paul Goodman, figura


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desaparecido, sino una decidida oposición al pesimismo moral de los modernos. Es esta negativa constante a ahogar al “hombre común” (common man) en las frías aguas del cálculo egoísta lo que le permite a Orwell criticar, simultáneamente, tanto al liberalismo como al totalitarismo. No se ha resaltado lo suficiente, desde este punto de vista, que estas dos ideologías rivales se basan en una misma visión negativa del hombre forjada, como ya se vio, en las condiciones del siglo XVII europeo. Solamente en referencia a este punto de partida común es filosóficamente posible aprehender sus verdaderas diferencias. A partir del momento en que planteamos que los hombres solo se mueven por “el amor a ellos mismos y el olvido de los otros”3, efectivamente, no pueden existir sino dos soluciones coherentes para el problema político moderno: nos decidimos por aceptar a los hombres “tal como son” —resignándonos a ser parte de su egoísmo para construir el imperio del mal menor— o mantenemos el proyecto de un imperio del bien (también llamado la utopía de un mundo perfecto), aunque su triunfo está subordinado necesariamente a la creación de un hombre nuevo. Si la idea orwelliana de una sociedad decente elude, en gran medida, estas contradicciones, es porque está arraigada en una comprensión del hombre mucho más atenuada y, evidentemente, mucho más realista. El trabajo de auto-institución [A] propio de esta sociedad implica, efectivamente, un apoyo continuo a las posibilidades morales previamente existentes [B], posibilidades que, ante todo, se busca radicalizar, interiorizar

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importante del movimiento anarquista estadounidense y uno de los fundadores del movimiento por los derechos de los homosexuales, cuando se definía a sí mismo como un conservador neolítico. “Como anarquista conservador —escribía— pienso que buscar el poder es inútil […]. Ansío retirarme en cuanto las condiciones sean tolerables para que las personas puedan regresar a lo que es importante, sus profesiones, sus deportes y sus amistades. Normalmente no debería involucrarme en política”. Véase Paul Goodman, Notes d’un conservateur néolithique [Notas de un conservador neolítico], 1970, texto reproducido en la antología de ensayos de Paul Goodman, editado en 1997 por el Taller de creación libertaria. Orwell habría adherido a estas palabras sin ninguna duda. “No arremetamos contra los hombres al ver su dureza, su ingratitud, su injusticia, su orgullo, su amor propio y su olvido de los demás; así están hechos, es su naturaleza, es no poder soportar que la piedra cae donde crece el fuego”. Jean de La Bruyère, Los caracteres. El hombre.


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y universalizar, y no eliminar en nombre del combate “progresista” contra todas las figuras, comprendidas como igualmente represivas de la tradición. Solamente bajo esta condición “conservadora”, los inventos del ingenio humano (y, en primer lugar, las conquistas de la ciencia y de la tecnología) pueden obtener un sentido humano y eventualmente contribuir, en los límites apropiados, al mejoramiento real de la existencia colectiva. Pero esta definición orwelliana del socialismo nos invita también a precisar su dimensión “anarquista”. Efectivamente, Orwell siempre consideró el deseo de poder (es decir, el sentimiento de que un individuo no podría realizar su esencia sino a través del control que ejerce sobre los demás) como el mayor obstáculo psicológico al desarrollo de una sociedad decente, y la fuente última de todas las perversiones políticas autorizadas por la Ideología4. Este punto decisivo merece ser explicitado, pues permite dar luces sobre ciertos aspectos fundamentales del inconsciente de las sociedades modernas. Se sabe que Stendhal valoraba altamente la obra de Fourier, ese “soñador sublime que había pronunciado una gran palabra: Asociación”. En sus Memorias de un turista, sin embargo, en contra la idea de falansterio5, hace una objeción fundamental que compromete, según él, todos los intentos de “asociación” propuestos por las diferentes corrientes del socialismo naciente. Stendhal escribe que Fourier “en cada pueblo no vio más que un diablillo y seductor (un Robert Macaire) que encabezaría la asociación y pervertiría todas sus bellas consecuencias”6. Al contrario de las apariencias, una crítica 4

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“El ascenso del ‘realismo’ fue el gran acontecimiento intelectual de nuestra época. ¿Cuáles son las causas? No es fácil responder a esta pregunta. Las interrelaciones entre el sadismo, el masoquismo, el culto al éxito, el culto al poder, el nacionalismo y el totalitarismo constituyen un problema considerable que recién estamos dilucidando y que incluso se considera inconveniente abordar”. Orwell, Essais [Ensayos], volumen III (1943-1945), 284. [N. del T.] Comunidad de vida pensada por Fourier (socialista utópico francés del siglo XIX), que socializa la producción y el consumo con el fin de establecer un sistema igualitario. Robert Macaire es el protagonista de L’Auberge des Adrets, exitosa obra de teatro escrita en 1823 por Benjamin Antier, y en la cual su rol era interpretado por uno de los mejores actores de la época, Frédérick Lemaître. Popularizado por las caricaturas de Daumier, el personaje de Robert Macaire simbolizará, a lo largo del siglo XIX, la figura del hombre de negocios


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tal resulta muy diferente de aquella de los liberales. Stendhal no defiende (al menos en este texto) que sea la naturaleza misma del hombre la que hace utópico el proyecto de una sociedad solidaria y fraterna. Resalta, simplemente, que los socialistas, por exceso de optimismo, olvidaron sistemáticamente que la voluntad de poder que caracteriza a ciertos individuos llevaría siempre al fracaso de las empresas políticas mejor intencionadas. Si por anarquismo se entiende el proyecto de un mundo en el que los “Robert Macaire” serían sino imposibles como tales, o al menos enfrentarían la imposibilidad práctica de tomar el poder y de lograr sus objetivos, entonces es mucho más exacto decir que Stendhal resalta acá la cuestión anarquista por excelencia. Es cierto que la noción de “deseo de poder” (o de voluntad de poder) genera comúnmente un entusiasmo limitado entre los críticos modernos de la sociedad liberal. Quienes hacen una lectura puramente sociológica de los hechos (y ahora son la mayoría) generalmente tienden a negarle cualquier valor a este tipo de explicación, relegándola al infierno del “psicologismo”7. Este reclamo contiene, ciertamente, algo de verdad. Puede decirse con facilidad que el deseo de poder se articula, en primer lugar, con condiciones sociales e históricas específicas. En este sentido, existe la tentación de considerarlo como un simple efecto psicológico secundario de las relaciones de clase y de las diversas formas institucionales marcadas por la dominación

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estafador y sin escrúpulos, encarnación perfecta, según James Rousseau, “de nuestra época positiva, egoísta, avara, mentirosa y vanidosa”. Según Christopher Lasch, “Con demasiada frecuencia, la izquierda sirvió de refugio para quienes estaban aterrorizados de la vida interior. Paul Zweig declaró que se hizo comunista a finales de los años 1950, porque el Partido lo liberaba de “los cuartos deshechos y los floreros rotos de una vida que solo era privada”. En la medida en que aquellos que buscan ahogar el sentimiento de su fracaso personal en la acción colectiva —como si esta última impidiera que se pusiera atención rigurosamente a la calidad de la vida personal— sigan siendo absorbidos por los movimientos políticos, estos tendrán poco que aportar respecto de la dimensión personal de la crisis social”. Lasch, La cultura del narcisismo, 44. La necesidad de buscar a toda costa una explicación puramente sociológica del conjunto de los comportamientos humanos (ya sea de la delincuencia, de la relación con la Escuela o de su propia vida personal) probablemente encuentre en este análisis la mayoría de sus verdaderas razones.


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del hombre por el hombre. Sin embargo, es imposible descartar completamente la idea de voluntad de poder en estas relaciones y en estas formas. Por una parte, efectivamente, el problema del poder (o del control ejercido sobre los otros) atraviesa todo el campo de las relaciones humanas, incluyendo, por lo tanto, el de la vida cotidiana y las relaciones privadas. Por otra parte, como lo demostró ampliamente Pierre Clastres8, la necesidad de imponerles a sus semejantes las leyes de su propio ego (considerándolas, de hecho, como simples medios o espejos) puede aparecer en cualquier momento, incluso en las sociedades más igualitarias (y todos saben —excepto, quizás, los militantes mismos— que el universo de los partidos, de los sindicatos y de las asociaciones no está mejor protegido que otros de las luchas de poder y los conflictos de ego, y quizás se encuentra aún más expuesto9). Es mejor, en 8

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Clastres estudió ampliamente, en particular gracias al ejemplo de los indígenas de Sudamérica, las estrategias políticas utilizadas por las sociedades “primitivas” para evitar que el deseo de prestigio que a veces motiva a ciertos miembros de la tribu se convierta en poder coercitivo. En general, solo se necesita transformar a estos últimos en “jefes” simbólicos, vistos como portadores de una obligación de generosidad ilimitada hacia la comunidad. “¿Qué obtiene el Big man a cambio de su generosidad? No es la realización de su deseo de poder, sino la frágil satisfacción de su honor; no es la capacidad de mandar, sino la inocente satisfacción de una gloria que cuida con esfuerzo. Trabaja por la gloria: la sociedad se la ha concedido gustosamente mientras se ocupa saboreando los frutos del trabajo de su jefe. Todo adulador vive a expensas de quien lo escucha”. Pierre Clastres, Recherches d’anthropologie politique [Investigaciones en antropología política] (Seuil, 1990), 139. Sobre esta bella lección de anarquismo, se puede leer La Société contre l’État [La sociedad contra el Estado] (Éditions de Minuit, 1974) y también la obra colectiva dedicada al pensamiento de Pierre Clastres (bajo la dirección de Miguel Abensour), L’esprit des lois sauvages. Pierre Clastres ou une nouvelle anthropologie politique [El espíritu de las leyes salvajes. Pierre Clastres o una nueva antropología política] (Seuil, 1987). Este es un punto que Alzon resaltó desde 1974, analizando, con su vigor habitual, el fenómeno floreciente de las comunidades. “Conozco muy bien a algunos de estos pequeños cabrones que predican en nombre de Marcuse o Deleuze sin haberlos leído. Expertos en culpabilizar a los más débiles, no logran pronunciar tres palabras sin invocar el espectro de la represión, argumento cómodo que permite, bajo el pretexto de la coerción de su libertad, exprimir a todos los que los rodean como limones. Y eso sin hablar de una explotación sexual de la cual son víctimas las niñas de la comunidad y los reproches que les hacen a los demás, señalados como los únicos responsables de un fracaso que ellos mismos provocaron”. Claude Alzon, La mort de Pygmalion. Essai sur l’immaturité de la jeunesse [La muerte de Pigmalión. Ensayo sobre la inmadurez de la juventud] (François Maspero, 1974), 154. Treinta años después, cada quien podrá medir el camino recorrido por estos “pequeños cabrones”, entre los cuales muchos supieron encontrar en el mundo titilante de la política, de los negocios o de la comunicación, una satisfacción netamente más rentable para su deseo inalterado de poder.


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este punto, dar cuenta de la lucidez filosófica fundamental de los anarquistas y aceptar que se reintroduzcan en el campo de lo político ciertos efectos determinantes de la historia individual de los sujetos y de su relación con el inconsciente. Los términos del problema pueden formularse fácilmente. En suma, se trata de pensar conjuntamente dos hechos en apariencia contradictorios. Por un lado, sabemos que nada permite atribuir el deseo de poder (como forma superior del egoísmo y de la negación del otro) a la naturaleza humana misma, excepto si caemos en el cinismo ingenuo de los moralistas del siglo XVII. Por otro lado, debemos reconocer que un deseo tal posee cierta universalidad, puesto que puede, en derecho, manifestarse en cualquier contexto social y cultural, incluso en el más igualitario (aunque es evidente que algunos de estos contextos le resultan mucho más favorables que otros). En otros términos, queda claro que la mayoría de los seres humanos no se comporta como Robert Macaire10, pero (y en este punto Stendhal tiene razón) es evidente que donde hay seres humanos, generalmente debemos esperar encontrarnos con algún Robert Macaire. Tan solo veo una manera, a la vez lógica y empíricamente verificable, de resolver esta aparente contradicción. Consiste en distinguir filosóficamente el egoísmo del adulto —que siempre es contingente— y el del niño, que es inevitable, no porque sea “natural”, sino porque es inicial, lo que es muy diferente. No será necesario citar acá la amplia literatura que el psicoanálisis ha dedicado a este tema, especialmente en sus diferentes aproximaciones al narcisismo. La mínima observación (si no es enceguecida por las formas más posesivas del amor parental) da suficiente cuenta de que el deseo de 10 Escribe Hume: “Por lo tanto es justa la máxima política según la cual todo hombre debe considerarse un canalla” (De la independencia del parlamento, 1741). Es cierto que el empirismo de Hume lo lleva rápidamente a corregir su postulado liberal. “Parece al mismo tiempo bastante extraño —agrega— que una máxima sea verdad en política mientras es falsa en los hechos”. Véase Essais moraux, politiques et littéraires [Ensayos morales, políticos y literarios] (Éditions Alive, 1999). Se leerá en este punto la obra de Didier Deleule, Hume et la naissance du libéralisme économique [Hume y el nacimiento del liberalismo económico] (Aubier, 1979).


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poder absoluto constituye una de las primeras figuras del devenir del espíritu individual11. Por ejemplo, es este deseo original el que subyace, como lo dice Christopher Lasch, en la “rabia que siente el niño contra aquellos que no satisfacen inmediatamente sus necesidades”12. Si la educación tiene algún sentido, es precisamente el de dar al niño los medios para superar ese egocentrismo inicial y adquirir progresivamente el sentido de los otros, que representa, al mismo tiempo, el signo y la condición de toda verdadera autonomía (o, lo que es lo mismo, de toda madurez psicológica) [C]. Es solamente en ese momento cuando un ser humano se vuelve capaz de mantener su lugar en el orden humano o, dicho de otra manera, de aceptar su turno en las cadenas socializantes del don y de la reciprocidad. De este modo, si por cualquier razón el incumplimiento de las funciones “paternas” o “maternas” no permite que este trabajo de autonomización se realice eficazmente (con todos los sacrificios necesarios que ello implica por definición), el sujeto estará inexorablemente atado (a menos que tengan lugar nuevos encuentros emancipatorios) a su deseo inicial de poder total y, por lo tanto, privado de su poder de “crecer”13. Seguirá siendo una mónada egoísta, incapaz de dar, de recibir y de

11 Respecto de los trabajos de Susan Isaacs, Lévi-Strauss muestra que la actitud inicialmente posesiva del niño “no solamente existe respecto de los objetos materiales, sino también de derechos inmateriales, tales como el escuchar o cantar una canción. Asimismo, no hay una lección más difícil de aprender, para los niños de menos de cinco años, que esperar su turno […]. Se puede decir —agrega— que la habilidad para compartir, para ‘esperar su turno’, es la función de un sentimiento progresivo de reciprocidad, que a su vez resulta de una experiencia vivida del hecho colectivo, y de un mecanismo más profundo de identificación con el otro”. Véase Les Structures élémentaires de la parenté [Las estructuras elementales del parentesco] (Mouton, 1967), 99. 12 Lasch, La cultura del narcisismo, 297. 13 La idealización del niño, que está en el corazón de la cultura liberal moderna (no lo estaba en Hobbes), es, primeramente, el signo de una admiración fascinada por su egocentrismo inicial. Por esto el principio de cualquier educación liberal no es el de ayudar al niño a crecer, sino el de dejar que su “naturaleza” se exprese libremente. La crítica romántica más radical de esta ilusión es, sin duda alguna, El señor de las moscas, de William Golding (1954). Es interesante resaltar que Peter Brook, en su admirable adaptación cinematográfica de la novela (1963), haya considerado conveniente modificar discretamente la escena final para sugerir que el egoísmo inicial del niño era posiblemente la naturaleza humana en sí misma. Su sensibilidad de izquierda no le permitió aceptar una crítica tan radical del liberalismo.


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devolver de cualquier manera que no sea puramente formal (es decir, movido solo por “convenciones” simples, indispensables en toda comedia social, y cuyo aprendizaje no requiere más que entrenamiento y no una verdadera educación). De esta manera, las diferentes patologías del ego —ya sea de la voluntad de poder manifestada como tal, o de sus múltiples formas derivadas, como, por ejemplo, la patética necesidad de volverse “rico” o “famoso”— deben mostrarse como lo que son: el efecto de una dependencia no resuelta de historias de la infancia, dependencia que conduce, invariablemente, a un sujeto a ver su propia vida como la oportunidad de una venganza personal que debe emprender (manera amputadora de ver, pues transforma automáticamente esta vida en una “carrera”, estructurada patológicamente por el deseo de lograr, o simplemente por la necesidad de vivir permanentemente en representación14). Es por esto que la voluntad de poder se ve siempre como una triste pasión. Así lo había entendido Platón perfectamente: no hay tirano feliz, cualquiera que sea el campo o el nivel en el que ejerza su necesidad de dominar a los demás. Desde un punto de vista anarquista, las clases dominantes son las primeras que debemos compadecer. La importancia que los anarquistas le han otorgado tradicionalmente al problema de la educación de los individuos (tanto familiar como escolar) —así como su constante sensibilidad hacia las dimensiones morales y psicológicas de la actividad política— nada tiene de sorprendente. En la medida en que el rechazo de estos temas fundamentales está en la base de todas las desventuras del movimiento revolucionario, desde la inevitable burocratización de sus organizaciones hasta sus derivas totalitarias más previsibles, el anarquismo aparece menos como una corriente política entre otras que como una propedéutica moral para toda posible revolución (o, si se quiere, 14 El “rechazo a lograr” constituía una de las principales consignas de los intelectuales asociados al anarco-sindicalismo (como Albert Thierry o Marcel Martinet). Esta máxima surgía, lógicamente, de su apego natural a la common decency. La experiencia confirma siempre, en efecto, que los que han dedicado su “vida” a escalar los distintos estados de una jerarquía (cualquiera que sea) no han hecho más que “reptar verticalmente”, según la bella fórmula de Georges Elgozy.


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como una “metapolítica”). Al menos si por revolución entendemos no la conquista del poder por los siempre intercambiables Robert Macaire, sino la institución, por las clases dominadas hasta entonces, de una sociedad libre, igualitaria y decente15. En estas condiciones, queda un misterio por resolver. Puesto que el inmenso mérito de la tradición anarquista consiste en haber sacado a la luz el tema de las raíces individuales del deseo de poder (las que implican personalmente a un sujeto en sus actos, poniendo en juego su valor moral), ¿cómo explicar que el preciado trabajo de análisis realizado en el marco de esta tradición, la mayoría de las veces, se detenga a mitad de camino? Desde el siglo XIX todas las formas “patriarcales” de la dominación han sido descritas y rechazadas abundantemente, al punto de convertirse en un lugar común de la crítica social y los gender studies. No podríamos decir lo mismo, por el contrario, sobre las formas de sometimiento y manipulación del otro que encuentran su modelo inconsciente en el control materno. Este “olvido” es particularmente extraño. Efectivamente, en el momento mismo en que la dinámica de las sociedades modernas comenzó a minar las bases culturales de los antiguos dispositivos patriarcales16 —desacreditando, en beneficio de los mecanismos del Derecho y del Mercado, todas las referencias a una ley simbólica—, la atención de la crítica social se focalizó de manera casi exclusiva sobre esta modalidad de dominación17. 15 Resaltar la dimensión “metapolítica” del anarquismo permite resolver cierto número de dificultades filosóficas. Así, se hace posible reconocer la presencia de una crítica “anarquista” en la China del siglo III (así como en la de Pao Ching-yen o de Hsi K’ang), aun cuando esta civilización, como lo mostró François Jullien, no había desarrollado una tipología de los regímenes políticos comparable a las de la Grecia antigua (y esto vale, naturalmente, para el “anarquismo” de los indígenas de Sudamérica, así como lo analizó Pierre Clastres). Cfr. Jean Levi (ed. y trad.), Éloge de l’anarchie par deux excentriques chinois. Polémiques du troisième siècle [Elogio de la anarquía por dos excéntricos chinos del siglo III] (Éditions de l’Encyclopédie des Nuisances, 2004). 16 En el Manifiesto del Partido Comunista, Marx y Engels recuerdan que, “en donde ha conquistado el poder [la burguesía] ha pisoteado las relaciones patriarcales”. Aún hay que preguntarse cómo ciertos “marxistas” pudieron ver en el “patriarcado” la condición del funcionamiento cotidiano de las relaciones capitalistas. 17 Debemos reivindicar los valientes análisis de Michel Schneider, incluso si su definición inadecuada del liberalismo lo lleva curiosamente a ver en el triunfo de Big mother un lo-


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Lo que hace que este misterio sea aún más denso es la evidente negación que implica. Cada quien tiene la oportunidad de verificar cotidianamente que borrar la Ley simbólica nunca conduce, en sí mismo, al triunfo de una libertad alegre y conquistadora. Así como lo recuerda Slavoj Žižek, “el reflujo de la autoridad patriarcal tradicional (la Ley simbólica) se acompaña de su doble perturbador, el Superyó”18. Este último concepto, cuya utilización Žižek debe más a Lacan que a Freud, es, desde el punto de vista que nos convoca, particularmente interesante. Escribe: El Superyó debe entenderse de manera estrictamente opuesta a la Ley simbólica. Esta, entre líneas, tolera en silencio. Incita incluso a hacer lo que su texto explícito prohíbe (como en el caso del adulterio), mientras que la orden del Superyó que comanda el goce —precisamente por la claridad de esa orden— le impide al sujeto, más que cualquier otra prohibición, acceder a él.

Para ilustrar esta distinción fundamental, Žižek da el siguiente ejemplo: Una figura parental que simplemente es ‘represiva’ en el modo de autoridad simbólica le dirá a su hijo: "debes ir al cumpleaños de tu abuela y comportarte, aunque te aburras profundamente; no me interesa saber si quieres ir o no, ¡debes hacerlo!". Por contraste, la figura de Superyó le dirá al mismo niño: "Aunque sabes muy bien que tu abuela tiene muchas ganas de verte, solo debes hacerlo si verdaderamente tienes ganas; si no, es mejor que te quedes en casa".

gro del “socialismo”, y no de la modernidad liberal misma. Como lo recuerda Žižek, por el contrario, en su feroz análisis del liberalismo de Bill Gates, “la figura de la dominación que nos convoca ya no es la del buen maestro patriarcal edípico”. Véase Slavoj Žižek, Le spectre rôde toujours. Actualité du Manifeste du Parti communiste [El espectro sigue rodando. Actualidad del Manifiesto del Partido Comunista] (Nautilus, 2002), 20. 18 Ibid., 29.


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La artimaña del Superyó consiste, por lo tanto, en hacer creer en esta falsa apariencia de libre elección que, como todos los niños saben, es realmente una elección obligada, que implica una orden aún más poderosa: “no solamente debes visitar a tu abuela lo quieras o no”, sino que “debes hacerlo y además, ¡debes estar contento de hacerlo!”. El Superyó ordena que se disfrute haciendo lo que hay que hacer. Prueba de ello es lo que pasaría si el pobre niño, creyendo que se le propone una elección libre, dijera: “¡no!”. Ya podemos adivinar la respuesta de los padres: “Pero ¿cómo puedes negarte? ¿Cómo puedes ser tan malo? ¿Qué te ha hecho tu pobre abuela para que tú no la quieras?”19. Entonces, es sorprendente que, después de todas estas explicaciones tan elocuentes, Žižek se limite, en este texto, a evocar una “figura parental” en general, mientras que el modo de funcionamiento de la “figura del Superyó”, tal como la describió, encuentra claramente una encarnación privilegiada en una figura tanto más precisa: la de la “mala madre”, posesiva y castradora. Mientras que la desviación “patriarcal” de la autoridad paterna ordena, esencialmente, la obediencia del sujeto a la ley que el “padre” tirano pretende encarnar, el deseo de poder “matriarcal” se presenta, en efecto, en formas muy diferentes y mucho más asfixiantes. Impone como un deber el amor incondicional del sujeto y, por lo tanto, funciona con base en la culpa y el chantaje afectivo, bajo las infinitas modalidades de la queja, el reproche y la acusación. La primera forma de control instituye un orden principalmente disciplinario, exigiendo la sumisión total del sujeto en su comportamiento exterior. La segunda instituye un control infinitamente más radical, porque no tiene el más mínimo límite asignable; exige que el sujeto ceda en su deseo y adhiera con todo su ser a la sumisión exigida, bajo la amenaza de ver destruida la estima que tiene de sí mismo, ya que su negativa a aceptar este control total sobre su propia vida no podría significar otra cosa que una incapacidad culpable para rendir a la altura de los “sacrificios” hechos por él. 19 Ibid., 29 y 30.


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Esta diferencia basta, por sí misma, para explicar la inmensa dificultad que siempre existe para comprender como tal una dominación sufrida cuando ella se ejerce de un modo maternal. Mientras que el orden disciplinario es, por definición, siempre frontal (lo que hace posible tanto la toma de conciencia de la opresión sufrida como la revuelta contra ella), el control “matriarcal” ejercido sobre un sujeto “por su bien” y en nombre del “amor” que se le tiene, tiende a funcionar bajo formas mucho más envolventes e insidiosas, de modo que este sujeto queda casi inevitablemente obligado a culparse a sí mismo de su propia ingratitud y oscuridad moral [E]. Esto resulta en una consecuencia política fundamental para el análisis de las sociedades modernas. Los mecanismos de control “patriarcales” (los que imitan la autoridad paterna en su función de tercero separador) pueden, en general, ser percibidos sin dificultad por todos los protagonistas. Aquel o aquella [F] que funciona en modo “patriarcal” sabe perfectamente que goza del poder. Pero aquellos sobre quienes se ejerce el poder tampoco ignoran este goce que deben enfrentar. Las formas de control “matriarcales” (en las que muchos hombres ahora se han convertido en maestros) son, por el contrario, mucho más difíciles de percibir y de nombrar como tales, tanto por aquellos y aquellas que las sufren como por las y los que las ejercen. Como lo muestra sin cesar la experiencia, es psicológicamente imposible para una madre posesiva (o para cualquier sujeto que funcione bajo esta modalidad) vivir su loca voluntad de poder de una manera distinta a una forma ejemplar de amor y devoción sacrificada20. Por lo tanto, es inevitable que la mano visible 20 Como siempre, la literatura ha podido develar con sus armas específicas lo que la filosofía política moderna generalmente no ha logrado ver. Efectivamente, puede que no exista descripción alguna más exacta (y más incómoda) de la voluntad inconsciente de poder de una mujer-madre que la novela magistral de Ludwig Lewisohn (considerada por Freud como una “obra maestra incomparable”), Le Destin de Mr. Crump [El caso de Mr. Crump] (Phébus, 1996). Escrita a mediados de los años 1920, esta asombrosa novela fue rápidamente rechazada por todas las editoriales estadounidenses y su autor enlodado con el pretexto de que atentaba contra la pareja y las virtudes nacionales. Publicada finalmente en Francia en 1931, con un prefacio de Thomas Mann, la obra no se autorizó sino hasta 1947 en los Estados Unidos (con una versión expurgada). La forma en que su tiempo acogió esta novela (y el destino confidencial que aún tiene) evidentemente proporciona todas las confirmaciones clínicas posibles.


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de la dominación patriarcal deje en las sombras a la mano invisible de la dominación matriarcal, concentrando en ella todos los cuestionamientos al poder coercitivo [G]. Probablemente, es en esta gran diferencia donde deben buscarse las razones finales del inmemorial rechazo político del imperio de las madres21. Estas breves anotaciones nos permiten levantar una parte del velo ideológico que disimula el continente negro de las sociedades modernas. En efecto, la lógica liberal implica objetivamente la destitución de todos los montajes normativos construidos en referencia explícita a una ley simbólica, en beneficio de los dispositivos “axiológicamente neutros” del Mercado y del Derecho. Por lo tanto, se encuentra condenada a impulsar, a cambio, el desarrollo salvaje de nuevos montajes normativos anclados ahora prioritariamente en el imaginario de los sujetos, es decir, regidos directamente por el inconsciente mismo (y particularmente por lo que Žižek llama, siguiendo a Melanie Klein y Christopher Lasch, las “figuras feroces del Superyó”). Es por esto que el lento desmantelamiento histórico de las sociedades disciplinarias, obra principal de la modernidad avanzada, nunca se traduce en el acceso de la mayoría a la bella autonomía prometida. A falta de una crítica integral de los mecanismos de dominación, que el materialismo liberal prohíbe por principio [H], este desmantelamiento metódico conduce, por el contrario, al desarrollo progresivo de sociedades de control, sometidas a la creciente autoridad de los “expertos”22 y sumergidas en un extraño clima de autocensura, arrepentimiento y culpabilidad generalizada, que corresponde, en definitiva, a la guerra de todos contra todos, a la que ahora se agrega la nueva guerra de cada quien 21 Cfr. François Vigouroux, L’empire des mères [El imperio de las madres] (PUF, 1998). 22 “Lo que la expresión ‘ser adulto’ puede significar para las generaciones recientes nada tiene que ver con lo que significó para las generaciones anteriores. ‘Ser adulto’ se ha redefinido así: ‘estar al mando en un mundo infantil’. Habiendo entendido esto, los estadounidenses más ambiciosos han optado, con el tiempo, por seguir siendo adolescentes”. Véase George W. S. Trow, Contexte sans contexte [Contexto sin contexto] (Fayard, 1999), 31 y 32. Por esto concluye que “a falta de adultos se confía en los expertos”. Esta última anotación permite, entre otras cosas, aclarar el destino liberal de la Escuela y la proliferación contemporánea de los coaches.


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consigo mismo23. Esta parece ser, en última instancia, la base antropológica inconsciente de esta civilización regresiva del “Progreso” que Christopher Lasch ha reconocido como la civilización del narcisismo.

23 Desde este punto de vista, Fight Club, de David Fincher, es una de las películas emblemáticas de nuestros tiempos liberales, como lo muestran claramente Slavoj Žižek en La Subjectivité à venir. Essais critiques sur la voix obscène [La subjetividad futura. Ensayos críticos sobre la voz obscena] (Climats, 2004; Champs-Flammarion, 2006) y Stanko Cerovic en Comment maigrissent les ombres [Cómo adelgazan las sombras] (Climats, 2003).


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Notas [A] Si hay un punto en el cual algunos representantes del socialismo original, comenzando por el propio Fourier, pueden considerarse utópicos, es en su pretensión de describir la organización de la sociedad futura hasta en el menor detalle. El concepto de “auto-institución” (tomado de Castoriadis) tiene la ventaja de señalar otra dirección filosófica, más compatible con la intervención democrática de los individuos. Esto no significa, evidentemente, que una sociedad decente pueda prescindir de medidas políticas directas y frontales o de la puesta en marcha de instituciones precisas y de programas determinados (aunque solo sea, por ejemplo, para terminar con el ejercicio de la política como “oficio”, con el control de la información por los poderes del dinero o con la posibilidad de adquirir y transmitir ingresos indecentes). Pero en la medida en que una sociedad decente se apoya sobre posibilidades morales y culturales preexistentes, su primera ambición no puede ser la multiplicación ilimitada de las leyes y de las prohibiciones (según la lógica inexorable que preside el desarrollo de las sociedades liberales) (a). Debe consistir, ante todo, en la creación continua de un contexto político y cultural susceptible de favorecer y de fomentar la common decency; o, lo que sería lo mismo, capaz de neutralizar y desincentivar en los hechos (pero sin la prohibición formal) los comportamientos egoístas y depredadores. Nuevamente, acá, los análisis de Jacques Godbout son, desde un punto de vista político, eminentemente valiosos. Luego de estudiar con atención el comportamiento de los individuos realmente confrontados a las situaciones descritas por Axelrod (en el modelo del dilema del prisionero), el sociólogo canadiense constata que el número de sujetos que, sin importar las condiciones, eligen cooperar espontáneamente (en lugar de preferir el cálculo egoísta) raramente es menor al 30%. Igualmente (con base en las experiencias de Fehr y Gächter) confirma que el comportamiento cooperativo se observa incluso en el 85% de los casos “cuando los investigadores autorizan


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el intercambio entre los jugadores, u otros procedimientos que permiten acrecentar el sentimiento de identificación con el grupo”. Godbout concluye lógicamente que “en un contexto egoísta, el individuo tiende a adoptar una actitud egoísta, pero en un contexto generoso, tenderá a adoptar una actitud generosa”24. Puede deducirse que una sociedad decente deberá proceder mucho menos a partir de la obligación, ya sea de tipo jurídica u otra (nada es más extraño para un espíritu decente que el universo oscuro y siniestro de lo “políticamente correcto”), que de manera oblicua e indirecta, trabajando en la puesta en marcha de un contexto humano que invite continuamente a los individuos a dar lo mejor de ellos mismos, es decir, a desarrollar, tanto como sea posible, sus disposiciones psicológicas y culturales para la ayuda mutua y la amistad. Se podrá observar que la forma de gubernamentalidad que implica un socialismo así es bastante cercana, en varios aspectos, a las tradiciones culturales chinas, que conducen a privilegiar la acción indirecta sobre las condiciones de un proceso político, antes que el forzamiento metódico del proceso mismo (b). Pero este distanciamiento necesario con el eurocentrismo de las ideologías modernas no debería constituir un verdadero obstáculo para la edificación de sociedades decentes a escala planetaria. (a) El socialismo no implica la abolición del Derecho abstracto. Solamente implica que no se confundan las reglas instituidas por este último con los principios sobre los cuales debe basarse una política decente. Por lo tanto, desde un punto de vista socialista, no hay contradicción alguna cuando se autoriza jurídicamente lo que, por otro lado, se busca combatir moral o políticamente. En efecto, el hecho de que un comportamiento sea legal no significa que debamos considerarlo moralmente deseable o políticamente justo. Como lo recordaba Lenin, no porque sea justo defender el derecho al divorcio, 24 Jacques T. Godbout, Lo que circula entre nosotros, 268-272. Del mismo autor: Le don, la dette et l’identité. Homo donator vs. homo œconomicus [El don, la deuda y la identidad. Homo donator vs. homo economicus] (La Découverte, 2000) y, en colaboración con Alain Caillé, L’esprit du don [El espíritu del don] (La Découverte, 1992).


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debe considerarse necesariamente como la solución ideal o deseable en sí misma y conferirle por tanto el estatus de nueva norma. En la óptica liberal, en cambio, el Derecho es, por definición, la única referencia ideológica común de los individuos (la moral no es más que un tema privado), entonces una distinción así no tiene sentido y tiende a ser impracticable. Por esto, la inclinación natural de las sociedades liberales no solamente lleva a recurrir al Derecho para resolver todos los problemas encontrados, sino que implica, de una u otra manera, la prohibición progresiva de todo lo que supuestamente “hace daño al otro”, según los cánones definidos por las relaciones de fuerza del momento. Y como cualquier toma de posición política, religiosa o moral supone, si es coherente, una crítica a las posiciones adversas, siempre será sospechosa de alimentar una “fobia” (consciente o inconsciente) hacia ellas. Por lo tanto, la fobofobia liberal (es decir la “fobia” de todas las declaraciones susceptibles de “hacer daño al otro” osando contradecir su punto de vista o criticar sus formas de ser) solo puede conducir —a través de la multiplicación de las leyes que establecen el “delito de opinión” y bajo la amenaza permanente del juicio por difamación— a la desaparición progresiva de cualquier debate político serio y, con el tiempo, a la extinción gradual de la libertad de expresión misma, independiente de la intención inicial de los poderes liberales. (b) La “política” confuciana ubica la figura del jardinero, atento a las condiciones más remotas de un florecimiento exitoso, muy por encima de la del pastor que conduce a su rebaño o el timonel que intenta gobernar el barco (estas últimas dos figuras constituyen las metáforas tradicionales del arte de gobernar, en la cultura occidental). De manera general, podemos considerar la filosofía occidental moderna (en sus corrientes dominantes) como un discurso interminable del Método, según el cual sería suficiente agenciar racionalmente los medios técnicos apropiados cada vez que sea necesario


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alcanzar el objetivo buscado (la idea de que la política es una ciencia no constituiría sino un caso particular de este proceder). Este espíritu voluntarista y “metodológico”, que toma prestados sus principios del ideal de la Ciencia del siglo XVII, se aleja de la cultura china clásica (o simplemente del concepto aristotélico de “prudencia”). Las teorías asiáticas del “no actuar” (del Wu wei) invitan, efectivamente, a privilegiar en todos los campos de actividad las “estrategias” basadas en la acción indirecta y el “olvido” temporal del fin buscado (por lo tanto, la ausencia de estrategia en un sentido estricto), favoreciendo, de ese modo, la intuición y la espontaneidad a costa del “cálculo racional” y de la reflexividad. En este punto, nos referimos al libro de François Jullien El rodeo y el acceso. Estrategias del sentido en China, en Grecia25. [B] Tan pronto como nos negamos a confiar en las virtudes que están (o siguen estando) presentes en la vida de las clases populares (a), no solo las razones de sus revueltas se vuelven incomprensibles. También es necesario reconocer que la invitación a permanecer humano no tiene sentido alguno, que el capitalismo no podrá ser vencido definitivamente sino por hombres que todavía no existen y que solamente una élite misteriosamente protegida contra los vicios inherentes a la naturaleza humana (“hombres tallados en otra madera”, decía Stalin) podrá dirigir el proceso de fabricación industrial del “hombre nuevo”. Este es, en última instancia, el fundamento místico invariable de todas estas teorías que invitan a confiar el destino de los pueblos a la vanguardia iluminada del género humano26. (a) En Francia, la película Crónica de una violación (Yves Boisset, 1974) ilustra, de manera a la vez emblemática y caricaturesca, el 25 François Jullien, Le Détour et l’Accès. Stratégies du sens en Chine, en Grèce (Grasset, 1995). 26 Para una apreciación más completa de este tema, léase el bello libro de Michel Terestchenko, Un si fragile vernis d’humanité. Banalité du mal, banalité du bien [Un barniz de humanidad tan frágil. Banalidad del mal, banalidad del bien] (La Découverte-MAUSS, 2005).


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nacimiento de una nueva izquierda, cuyo desprecio por las clases populares, hasta ese momento bajo control, podrá manifestarse ahora sin el menor complejo. Efectivamente, el día después de la derrota sangrienta del pueblo chileno, cuyo impacto traumático ya ha sido bien olvidado, esta nueva izquierda resolvió abandonar la causa del Pueblo (a partir de ese momento todos podían medir los riesgos físicos que implicaba su defensa) en beneficio de una reconciliación entusiasta con la modernidad capitalista y con unas élites infinitamente más frecuentables. Entonces, y solo entonces, es cuando el “antirracismo” (ya visto en la película de Boisset como una solución ideal de remplazo) podrá sustituir a la vieja lucha de clases, el populismo podrá considerarse un crimen de pensamiento y el mundo del espectáculo y de los medios podrá convertirse en la base de apoyo privilegiada de todos los nuevos combates políticos, tomando el lugar de la antigua clase obrera. [C] “Nuestra mejor esperanza de madurez emocional —escribe Lasch— depende de que reconozcamos a los demás no como proyecciones de nuestros deseos, sino como seres independientes con sus propios deseos. De manera más general, depende de la aceptación de nuestros límites. El mundo no solamente existe para la satisfacción de nuestros deseos; es un mundo en el cual podemos sentir placer y encontrar un sentido una vez que hayamos comprendido que los demás también tienen el mismo derecho”27. Esta noción de madurez psicológica (que es la base tradicional de toda sabiduría) supone que es posible, con tiempo y experiencia, superar el egoísmo inicial de la juventud y, como escribe Lasch, “identificarse progresivamente con la felicidad y el éxito de los demás”. Entonces, es incompatible, por definición, con los postulados filosóficos de la antropología liberal. Por tanto, a partir 27

Lasch, La cultura del narcisismo, 299.


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del trabajo pionero de Georges Lapassade (a), la crítica a la idea de madurez se ha convertido en una tarea sin mayor dificultad para los defensores del modernismo. El interés excepcional de la obra de Claude Alzon28 consiste en haber denunciado esta empresa ideológica desde 1974 y haber anticipado, de esta manera, todas las transformaciones culturales que se han vuelto comunes en nuestro tiempo. Tal lucidez política e intelectual explica, por sí sola, que este importante libro nunca haya sido reeditado y su desaparición de las bibliografías universitarias29. (a) La entrada en la vida30. En este trabajo, de una ingenuidad conmovedora (que tuvo su cuarto de hora de fama) se encuentra el conjunto de clichés ideológicos que permitieron al capitalismo, a partir de los años 1970, legitimar sus revoluciones culturales (especialmente en el sistema escolar). Pero en aquella época solo los situacionistas supieron juzgar el valor intelectual exacto de la obra y del personaje31. Desde entonces, parece que este eminente sociólogo se dedicó sobre todo al estudio del rap. [D] A partir del momento en que la lucha socialista debe apoyarse en la common decency de los “hombres ordinarios”, como Camus lo resaltó, esto supone la capacidad de amar la vida (y, por lo tanto, la madurez psicológica), sin la cual ninguna acción realmente generosa es posible. Pero cuando se carece de esta base psicológica y moral, las “revueltas” contra el orden establecido —cualquiera sea su “radicalidad” aparente— solo pueden tomar sus motivaciones de la rabia, el odio, la envidia y el resentimiento (y, por tanto, en

28 Alzon, La muerte de Pigmalión. 29 De esta manera, el libro de Éric Deschavanne y Pierre-Henri Tavoillot, Philosophie des âges de la vie [Filosofía de las edades de la vida] (Grasset, 2007), que tiene el mérito de abordar el tema de la madurez, no hace alusión alguna al ensayo fundamental de Claude Alzon. 30 Georges Lapassade, L’Entrée dans la vie (Les Éditions de Minuit, 1963). 31 Cfr. “M. Georges Lapassade es un imbécil”, en Internationale situationniste (agosto de 1964), 29.


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definitiva, en las formas más infantiles del deseo de poder) (a). Entonces se hace difícil escapar de las crueles críticas de Nietzsche al anarquista [que] reclama con hermosa indignación el "derecho", la "justicia", la "igualdad" [...]. Esta "hermosa indignación" le hace ya un bien por sí sola, es un verdadero placer para un pobre diablo poder injuriar, en lo que encuentra una cierta embriaguez de poder. La queja, el mero hecho de quejarse, puede dar a la vida un aliciente que la haga soportable: en toda queja hay una dosis refinada de venganza, se echa en cara el propio malestar, y en algunos casos, está la bajeza como una injusticia o como un privilegio inicuo a los que se encuentran en otras condiciones. "Puesto que soy un canalla, tú debes serlo también"; con esta lógica se hacen las revoluciones32.

Si queremos evitar confundir, como lo hace acá Nietzsche, a los que defienden realmente la causa del Pueblo y a los innombrables Richard Durn33 que constituyen su imitación narcisista y desesperada (pero que la izquierda militante logra atraer en cantidad industrial), es filosóficamente indispensable distinguir la verdadera revuelta —la que siempre supone una adhesión previa a los valores afirmativos de la common decency— de las poses “rebeldes”, arrogantes y altaneras, cuyo trasfondo psicológico real siempre es la tristeza, los celos o el miedo edípico de sí mismo. Se puede observar en las Memorias de Rudolf Rocker, una de las figuras más fascinantes del movimiento anarquista, algunas valiosas indicaciones para establecer una reflexión. Rocker relata cómo, de joven militante anarquista, motivado por 32 Friedrich Nietzsche, Le crépuscule des idoles [El crepúsculo de los ídolos] (Flammarion, 2001), 149. 33 Richard Durn es el autor del tiroteo que tuvo lugar el 27 de marzo de 2002 en un Concejo Municipal de Nanterre. Este acto de locura les costó la vida a ocho miembros del Concejo y dejó catorce heridos graves. Al día siguiente se suicidó saltando por un tragaluz del local de la brigada criminal de París, donde era interrogado. Desde fines del año 2001, después de haber trabajado en el sector humanitario y participado en manifestaciones altermundialistas, Richard Durn se desempeñaba como tesorero de la Liga de Derechos Humanos de Nanterre.


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una curiosidad morbosa, quiso asistir a toda costa a la ejecución de Auguste Vaillant, autor del atentado de bomba contra la Cámara de Diputados en diciembre de 1893. Años más tarde, recordando este episodio terrible, escribió las siguientes palabras: Si me pregunto hoy día por qué asistí a esta escena que repugnaba todo mi ser, solo veo una explicación: los jóvenes de entonces nos sentíamos todos llevados por el culto a los mártires, como era común en ese tiempo. Quizás es bueno conocer esas atmósferas; sin embargo, yo creo que la aceptación alegre de la vida es más propicia para la realización del espíritu humano que esta débil luz de gloria que se cierne sobre las tumbas. Los movimientos de contestación social siempre tendrán sus mártires, pero no deberían ser adorados (b).

Evidentemente, a la luz de este testimonio y este análisis, convendría reflexionar sobre las dos formas eternamente antagónicas de la revuelta y, por lo tanto, sobre las dos fuentes de la moral y la revolución. (a) El imaginario que sostiene las corrientes del rap oficial es, desde este punto de vista, particularmente revelador. De ahí el rol central que la industria del entretenimiento le asigna a esta nueva forma de prédica en el proceso de sumisión intelectual de la juventud moderna. (b) Como todos los verdaderos anarquistas, Rocker no comparte, evidentemente, ninguna de las ilusiones de la extrema izquierda actual (y de la sociología de Estado) respecto del carácter “político” y “rebelde” de la actividad delincuencial. “En este periodo agitado —escribía en sus Memorias—, cuando creíamos firmemente que la revolución estaba cerca, hubo algunos malhechores que, para darse importancia o por otras razones, justificaban sus prácticas en nombre de los ideales libertarios. Así florecieron los ladrones anarquistas, de los que se hablaba mucho. Su número era, sin embargo, inversamente proporcional a su notoriedad”. Respecto de la gran obra de Rudolf Rocker, léase el


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número especial que le dedicó À contretemps (n.° 27, julio de 2007), una de las revistas anarquistas más notables de nuestro tiempo. [E] Queda claro que el control político ejercido por las sociedades totalitarias (a diferencia del de las dictaduras clásicas) es fundamentalmente de tipo materno: de ahí el rol central que tienen la autocrítica y la auto-acusación, así como la obligación permanente, tan bien descrita por Orwell en 1984, de amar al líder supremo. Convendría, sin embargo, precisar que los dos modos de dominación pueden coexistir perfectamente en el seno de un mismo sistema. El “patriotismo” de las sociedades patriarcales tradicionales, muy frecuentemente, no es más que un simple matriotismo. Como lo escribe Éric Desmons, la cuestión del sexo de la ciudad —la “madre patria”, verdadero lugar común de la ideología del pro patria mori— no es superflua. Dado que morir por la ciudad se presenta como un acto de amor, este solo puede relacionar razonablemente a la patria —y no al Estado como figura del padre— con sus hijos. Desde luego, el psicoanálisis propone una interpretación útil a este respecto: al transferir a la madre patria la tarea de hacer cumplir la ley paterna (la del Estado), excluye efectivamente al padre, cuyo rol es precisamente prohibir el incesto. Una vez que el obstáculo “estatal-paternalista” ha sido superado por el discurso patriótico, el acto de amor entre los hijos y la madre, que ocurre durante la muerte en combate, se vuelve concebible. Se instaura, de hecho, una relación masoquista —que excluye al padre— entre la patria y sus hijos, que les hace desear, como prueba de amor, la muerte heroica y sus correspondientes sufrimientos34.

34

Desmons, ¿Morir por la patria?, 10.


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[F] Para evitar cualquier malentendido, es necesario precisar dos puntos. Primero, la madre posesiva no domina sus juguetes humanos como mujer, sino, precisamente, como “madre”. Segundo, su influencia castradora se ejerce evidentemente sobre los dos sexos. Se puede deducir, asimismo, que para dominar al otro de modo materno, no es necesario ser mujer, y que el hecho de ser mujer no implica de manera alguna que una se convierta en una madre posesiva. Tampoco se trata de negar todo lo que subsiste de “dominación masculina” efectiva en nuestras sociedades liberales (en este punto el combate feminista nunca ha dejado de ser legítimo). Sin embargo, reducir la dialéctica de las relaciones concretas entre los hombres y las mujeres modernos a esta única dimensión (rechazando la idea misma de la posibilidad de una tiranía materna) supone mucho más que un simple error intelectual. Es, casi siempre, la revelación personal inconsciente de una sumisión dolorosa a la propia madre (y, luego, de la escasa eficiencia que tuvo el propio padre —si es que existía— en cuanto al logro de sus funciones de separación). Se puede hallar un análisis muy pertinente de este tema en el trabajo de Jean-Pierre Lebrun, “Richard Durn, los muertos para el decir”35, y en su libro, citado anteriormente, sobre la perversión ordinaria. [G] En una sociedad liberal, la mano invisible del Mercado es, por definición, siempre más difícil de percibir que la mano visible del Estado, incluso cuando el poder que la primera ejerce sobre la vida de los individuos está más desarrollado. Observar la presencia de controles policiales permanentes no requiere de alguna agilidad intelectual particular. Está perfectamente al alcance de un hombre de izquierda. Reconocer, en cambio, el control que Google, por ejemplo, ejerce sobre los individuos modernos constituye una operación infinitamente más complicada para un individuo sometido 35 Jean-Pierre Lebrun, “Richard Durn, les morts pour le dire”, en Psychologie clinique (L’Harmattan, 2004).


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desde siempre a las técnicas del control materno: “Google Big Brother?”. Para Olivier Andrieu, especialista en motores de búsqueda, la sospecha existe: Google recopila una masa de datos inimaginable. Me conocen mejor que yo mismo. De hecho, si uno utiliza el conjunto de sus servicios, Google analiza las búsquedas, pero también el contenido de los e-mails (Gmail), los videos vistos (YouTube), el contenido del computador (Google Desktop), lo que uno compra (vía el comparador de precios Froogle), etc. Los datos utilizados por los anunciantes para generar publicidades están cada vez más dirigidos a un público objetivo. Google prevé incluso, en el futuro, basarse en la localización geográfica del internauta, y acaba de presentar una patente sobre una nueva tecnología, que analiza el comportamiento de los jugadores en línea para difundir en los videojuegos la propaganda que corresponda a su perfil psicológico (Journal du Dimanche, 27 de mayo de 2007).

Sin embargo, no es fácil imaginar a la izquierda y a la extrema izquierda modernas (siempre listas para indignarse por el más mínimo control policial que se hace en una estación de tren de los suburbios) llamando a las clases populares a rebelarse contra este tipo de control, ni siquiera contra esta omnipresente propaganda publicitaria, sin la cual el adiestramiento capitalista de los humanos seguiría siendo una palabra vana. [H] Existen dos maneras diferentes de definir el materialismo filosófico. Se puede entender, siguiendo a Engels, como una simple concepción de la naturaleza “sin adiciones externas”, lo que constituye otro nombre para el ateísmo o el racionalismo. O se puede entender, siguiendo a Auguste Comte, como la doctrina que se propone “explicar lo superior a través de lo inferior”. Evidentemente, esta última definición es la que permite hablar de un materialismo liberal. El programa constitutivo de este último consiste,


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efectivamente, desde Hobbes y Helvecio en adelante, en reducir el conjunto de “valores” tradicionales a una simple mecánica de fuerzas elementales (tales como el interés o el amor propio) de las cuales no representarían sino el efecto o la máscara. El materialismo así entendido aparece claramente como una máquina de guerra destinada a deslegitimar, conforme a la lógica liberal, toda forma de referencia a cualquier ley simbólica. No es demasiado difícil, desde ahí, reducir a su vez este deseo de reducción a algunas de sus condiciones inconscientes: evidentemente, el materialismo moderno con frecuencia no es más que un simple mater-ialismo. Varias de las apologías actuales a esta doctrina nos enseñan, de paso, mucho más sobre la historia personal de sus autores que sobre este orden mundial que pretenden explicar.


VII. DEL IMPERIO DEL MAL MENOR AL MEJOR DE LOS MUNDOS

¿Cómo escapar de la guerra de todos contra todos, si la virtud no es más que una máscara del amor propio, si no se puede confiar en nadie y solo se puede contar con uno mismo? Esa es, en definitiva, la pregunta inaugural de la modernidad, esa extraña civilización que, por primera vez en la Historia, se propuso fundar sus progresos en la desconfianza metódica, el temor de la muerte y la convicción de que amar y dar eran actos imposibles. La fuerza de los liberales estuvo en proponer la única solución política compatible con esa antropología desesperada. Confiaron, efectivamente, en el único principio que no sabría mentir ni decepcionar, el interés de los individuos1. El egoísmo “natural” del hombre que, desde los moralistas del siglo XVII, había sido la cruz de todas las filosofías modernas, se convierte así, con el triunfo del liberalismo, en el principio de todas las soluciones concebibles2. 1

2

Cfr. J. A. W. Gunn, “L’intérêt ne ment jamais. Une maxime politique du XVIIe siècle” [“El interés nunca miente. Una máxima política del siglo XVII”], en Christian Lazzeri y Dominique Reynié (éds.), Politiques de l’intérêt [Políticas del interés] (Presses Universitaires franc-comptoises, 1998), 193-207. Esta máxima, inspirada en los escritos del duque de Rohan, será popularizada en Europa por el libro de su discípulo inglés Merchamont Nedham, Interest Will Not Lie, publicado en 1659. Sobre este punto, se pueden consultar los análisis de Christian Laval en L’homme économique. Essai sur les racines du néolibéralisme [El hombre económico. Ensayo sobre las raíces del liberalismo] (Gallimard, 2007). La crítica al egoísmo y la atomización liberal de la sociedad estaba al centro de todos los manifiestos políticos del socialismo original. Sería muy difícil hoy en día encontrar el más mínimo rastro de esta crítica en los programas de la izquierda y la extrema izquierda (así como de toda “crítica de la vida cotidiana”, como ya lo había señalado Henri Lefebvre en su momento). Se puede revisar, a propósito de este punto específico, la presentación de Philippe Chanial al libro de Benoît Malon —figura clave del socialismo francés—, La morale sociale.


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El hombre liberal se pensó entonces inicialmente como un hombre realista y sin ilusiones. Por supuesto, podía oscilar entre el cinismo de Mandeville, el escepticismo sonriente de Hume o la melancolía de Constant. Pero, cualquiera fuera su ecuación personal, reivindicaba orgullosamente su empirismo y moderación. La sociedad razonable que deseaba no pretendía en absoluto despertar un entusiasmo que pudiera desatar nuevas pasiones mortales. A igual distancia de los fanatismos religiosos y de las fantasías utópicas —ni Ciudad de Dios ni Ciudad del Sol— se presentaba, por el contrario, como la sociedad menos mala posible; la única capaz, en todo caso, de proteger a la humanidad de sus demonios ideológicos, ofreciéndoles a los hombres, esos egoístas incorregibles, la manera de vivir por fin en paz y ocuparse tranquilamente de sus labores prosaicas. El liberalismo original pretendía ser un pesimismo de la inteligencia. ¿De dónde viene entonces el clima manifiestamente tan distinto en que se desarrolla el liberalismo contemporáneo? Evidentemente, las apacibles Luces liberales terminaron por suscitar su propia schwärmerei3. En efecto, a juzgar por las formas actuales del imaginario de las sociedades modernas (tal como aparece cotidianamente en la propaganda publicitaria, en las continuas celebraciones mediáticas de la globalización y de las “nuevas tecnologías” o en las incesantes cruzadas ideológicas en pro de la transgresión de los “últimos tabúes”), se ha vuelto difícil ignorar que algo esencial ha cambiado. A medida que su sombra se extiende por todo el planeta, el imperio del mal menor parece decidido a asumir, una por una, todas las características de su enemigo más antiguo. Ahora pretende ser adorado como el mejor de los mundos. Esta última metamorfosis es mucho menos sorprendente de lo que parece por, al menos, dos razones. La primera es que el pesimismo liberal

3

Morale socialiste et politique réformiste [La moral social. Moral socialista y política reformista] (Le bord de l’eau, 2007). En su crítica de Swedenborg, Sueños de un visionario (1766), Kant introduce este concepto filosófico para designar el entusiasmo visionario y los delirios de una Razón escindida de la realidad empírica.


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siempre estuvo relacionado con la capacidad de los hombres para mostrarse dignos de confianza y actuar decentemente. A cambio, no afectaba su aptitud para convertirse en “amos y dueños de la naturaleza” a través de su trabajo e ingeniosidad técnica. En la medida en que la industria (es decir, la explotación racional ilimitada de la naturaleza) constituía, en todos los dispositivos filosóficos liberales, la forma ideal de reorientación de las energías guerreras hacia fines considerados útiles para todos, sí existía, en el corazón mismo del liberalismo, un elemento original de optimismo y entusiasmo. Naturalmente, fue este elemento el que permitió justificar el culto religioso al Crecimiento y al Progreso material que está en la base de la civilización moderna. La segunda razón es más compleja. La antropología liberal ha estado marcada, efectivamente, desde su origen, por una curiosa contradicción. Por un lado, proclama que a los hombres, por naturaleza, solo les preocupa su interés y su imagen. Pero por otro lado, la experiencia no deja de enseñar a los gobiernos liberales que es necesario incitar constantemente a esos hombres a “cambiar radicalmente sus costumbres y mentalidades” para que puedan adaptarse al mundo que la política trabaja incansablemente para instaurar. Pese a que el Mercado y el Derecho abstracto debieran ser los únicos mecanismos históricos ajustados a la verdadera naturaleza humana, los hombres deben abandonar continuamente sus modos de vida si quieren soportar los ritmos infernales que les impone el desarrollo continuo de esas dos instituciones. Toda política liberal parece fundarse entonces en un imperativo metafísico contradictorio: necesita movilizar permanentemente muchísima energía para forzar a los individuos a comportarse, en la realidad cotidiana, de la manera en que supuestamente deberían hacerlo natural y espontáneamente4. 4

Las estrategias desplegadas por el liberalismo naciente para someter a las poblaciones provenientes del mundo rural y de los imperios coloniales a la ruda disciplina del trabajo asalariado (y a la nueva concepción del tiempo que esta implicaba) son, por lo general, bien conocidas. No ocurre lo mismo (nos preguntamos por qué) con los esfuerzos paralelos que el Capital tuvo que hacer para forzar a los individuos a comportarse como dóciles consumidores y


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Por supuesto, para resolver esta contradicción bastaría con renunciar al dogma del egoísmo, y reconocer que los hombres son tan capaces de dar y amar como de tomar, acumular o despojar a sus semejantes. Pero por definición, nada permite incorporar esta constatación de la experiencia, por banal que sea, dentro de la lógica liberal. Por ende, es inevitable que esta última termine reactivando, en la forma que le corresponde (generalmente de manera inconsciente, es cierto) el proyecto utópico por excelencia de fabricación de un hombre nuevo, necesario para el funcionamiento óptimo del Mercado y el Derecho: un trabajador dispuesto a sacrificar su vida —y las de sus cercanos— por la Empresa competitiva, un consumidor cuyo deseo sea infinito, un ciudadano políticamente correcto y apegado a los procedimientos, cerrado a toda generosidad, un padre ausente o desbordado, con el fin de transmitir en las mejores condiciones posibles ese conjunto de virtudes indispensables para la reproducción del Sistema5. Sabemos, desde Hegel, que una lógica se desarrolla bajo el efecto de sus contradicciones. Cuando esta lógica corresponde a una realidad efectiva, sus contradicciones tienden, generalmente, a resolverse de manera positiva, haciendo posible, de esta manera, para retomar la fórmula de George Orwell, “una mejora real de la vida humana”. Cuando descansa sobre bases

5

fashion victims. En la sociología norteamericana, esta forma de adiestramiento ideológico se conoce generalmente como “sloanismo” en homenaje a la gran revolución cultural liberal iniciada en los años 1930 por Alfred Sloan, presidente de General Motors y gran rival de Ford. Cabe destacar aquí que la figura liberal del hombre nuevo es en sí misma profundamente contradictoria. La “institucionalización de la envidia” —véase Daniel Bell, Les Contradictions culturelles du capitalisme [Las contradicciones culturales del capitalismo] (PUF, 1979), 33—, indispensable para imponer esos hábitos de consumo compulsivo e irracional sin los cuales la acumulación de Capital (o Crecimiento) se derrumbaría de inmediato, se opone, en efecto, punto por punto, a la metafísica del esfuerzo y del sacrificio incitada, por lo demás, por la obligación de “trabajar más para ganar más”. Por lo tanto, el hombre de las sociedades liberales siempre es llamado a matarse trabajando y, simultáneamente, a querer “todo, de inmediato y sin hacer nada”, según el célebre lema de Canal +. Como el tiempo disponible para el consumo es inversamente proporcional al que se dedica al trabajo, hay ahí una verdadera “contradicción cultural del capitalismo”. Una de las soluciones más clásicas para atenuar esta contradicción es evidentemente tomarse el tiempo necesario para la vida familiar y el trabajo educativo que presupone. De esta forma, el liberalismo puede ganar en todos los frentes.


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esencialmente ideológicas (como el caso de la axiomática del egoísmo), el modo de resolución de sus contradicciones es, por el contrario, la huida hacia adelante, con su inevitable corolario de catástrofes y regresiones humanas. En el caso de la lógica liberal, las formas históricas que esta huida hacia adelante está destinada a tomar son fácilmente previsibles. La contradicción permanente entre la necesidad de construir un hombre nuevo adaptado al funcionamiento globalizado del capitalismo, y la molesta obstinación de las personas comunes por querer seguir siendo humanos (lo que los liberales, como buenos progresistas, llaman “conservadurismo”), efectivamente, solo puede ser superada apostando por el optimismo tecnológico, que es el equivalente lírico del pesimismo moral de los liberales. Desde el momento en que nos convencemos de que “la democracia liberal y la economía de mercado son las únicas alternativas viables para nuestras sociedades modernas”6 y de que el triunfo definitivo del capitalismo se confunde con el fin de la Historia, parece imposible escapar de las implacables conclusiones de Francis Fukuyama: “La Historia —afirma— no puede terminar hasta que las ciencias de la naturaleza contemporáneas hayan llegado a su fin. Y estamos en vísperas de nuevos descubrimientos científicos que, por su esencia misma, abolirán la humanidad tal como es”7. Esta forma integralmente materialista de resolver la contradicción liberal cambia inmediatamente los términos tradicionales del problema8. La vieja frontera entre el imperio del 6 7 8

Francis Fukuyama, “La fin de l’Histoire dix ans après” [“El fin de la Historia diez años después”], Le Monde, 17 de junio de 1999. Ibid. El proyecto moderno de una reconfiguración “racional” de la naturaleza humana por medio de las nuevas tecnologías solo podría construirse filosóficamente sobre la base de un materialismo integral (de ahí las conocidas luchas en el siglo XIX entre la Sorbona, por mucho tiempo bastión del humanismo y del espiritualismo, y el Colegio de Francia, base de apoyo privilegiada del materialismo militante de los liberales). A propósito de este punto específico, el libro más completo es el de Anson Rabinbach, Le moteur humain. L’énergie, la fatigue et les origines de la modernité [El motor humano. Energía, fatiga y los orígenes de la modernidad] (La fabrique, 2004), 19. “El tema de este libro —señala— es el motor humano, metáfora del trabajo y de la energía, que otorgó un nuevo marco científico y cultural a los teóricos del siglo XIX. A través de esta metáfora, científicos y reformadores pudieron expresar su ferviente materialismo y unir la naturaleza, la industria y la actividad humana en un concepto único y globalizador:


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mal menor y el mejor de los mundos tenía sentido hasta ahora por la oposición filosófica entre los hombres “tal como son” y los hombres “tal como deberían ser”. En cuanto la ideología liberal se ve obligada a asumir el ideal del hombre nuevo (aquel cuya alma habría sido completamente “modernizada” por el Mercado global), esta frontera pierde, evidentemente, su principal razón de ser. Un liberal consecuente (es decir, un liberal preocupado por desarrollar la axiomática inicial hasta su fin lógico) ya no puede, por ende, contentarse con atribuir el fracaso de las empresas totalitarias a la naturaleza utópica de los fines perseguidos. Por el contrario, es solo la naturaleza inadecuada de los medios empleados para alcanzar esos fines, considerados de ahora en adelante legítimos en sí mismos, la que puede determinar el aspecto utópico de esas empresas y explicar así su inevitable caída. El periodo abierto por la Revolución francesa —escribe Fukuyama— vio florecer diversas doctrinas que buscaban superar los límites de la naturaleza humana mediante la creación de un nuevo tipo de ser humano que no estuviera sometido a los prejuicios y limitaciones del pasado. El fracaso de esas experiencias, a fines del siglo XX, nos mostró los límites del constructivismo social y legitimó —por el contrario— un orden liberal fundado en el mercado, basado en verdades manifiestas sobre “la Naturaleza y el dios de la Naturaleza”. Pero bien podría ser que las la fuerza de trabajo […]. La metáfora del motor humano —agrega Rabinbach— hacía creíbles los ideales del liberalismo social. Se podía demostrar que este era coherente con las leyes universales de la conservación de la energía: el aumento de la productividad y las reformas sociales estaban sujetas a las mismas leyes naturales. El lenguaje dinámico de la energía estaba también al centro de muchas utopías sociales y políticas de principios del siglo XX: taylorismo, bolchevismo y fascismo. Todos estos movimientos, pese a sus diferencias, consideraban al trabajador como una máquina capaz de producir sin límites y, si era verdaderamente consciente, como resistente al cansancio. Concebían el cuerpo humano a la vez como fuerza productiva y como instrumento político, cuya energía podía estar sometida a sistemas científicos de organización”. Este “materialismo trascendental de la Revolución Industrial”, como lo llama el autor, constituye naturalmente el verdadero fundamento metafísico del programa de Fukuyama. Subrayemos, de paso, que la “vanguardia artística” jugará, como es habitual, un rol decisivo en la difusión social del nuevo imaginario progresista. Cfr. Éric Michaud, Fabrique de l’homme nouveau: de Léger à Mondrian [Fábrica del hombre nuevo: de Léger a Mondrian] (Éditions Carré, 1997).


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herramientas de los constructivistas sociales del siglo XX, desde la socialización temprana hasta el agitprop y los campos de trabajo, pasando por el psicoanálisis, hayan sido demasiado burdas como para modificar en profundidad el substrato natural del comportamiento humano9.

Esta evidente rusticidad de los medios implementada por las sociedades totalitarias ya no debe, por ende, llevar a los liberales a poner en duda la racionalidad del proyecto “constructivista” mismo. En esta nueva óptica, la única pregunta que se plantea es la de saber en qué medida el liberalismo integralmente desarrollado podría retomar para sí este proyecto histórico, fundado sobre bases por fin realistas y eficaces. Ahora, sobre este punto, el optimismo de Fukuyama es claramente absoluto. El carácter abierto de las ciencias naturales contemporáneas —escribe— nos permite estimar que, de aquí a dos generaciones, la biotecnología nos otorgará las herramientas necesarias para llevar a cabo lo que los especialistas en ingeniería social no lograron hacer. Llegados a este punto, habremos concluido definitivamente la historia humana, porque habremos abolido a los seres humanos como tales. Entonces comenzará una nueva historia, más allá de lo humano10.

Es posible que este afán liberal por liquidar al hombre común ofenda a todos los que siguen sintiéndose conectados, por un apego irracional, a la vieja humanidad. Pero si la mutación antropológica que Fukuyama invoca es realmente ineludible e inminente (y debiera serlo, porque según él “es la ciencia la que conduce el proceso histórico” y “estamos al borde de una nueva explosión de innovación tecnológica en las ciencias de la vida y la biotecnología”), entonces debemos reconocer que el liberalismo constituye el enigma resuelto de la Historia, y que está en condiciones de ofrecerles a 9 Fukuyama, “El fin de la historia diez años después”. 10 Ibid.


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los hombres (o al menos a los que vivirán después de ellos) las condiciones de una síntesis inesperada entre un Futuro brillante y los fríos cálculos del “realismo político”. Es, por lo tanto, en este lugar preciso donde se termina la Historia y la humanidad debe descender. El desarrollo lógico del imperio del mal menor solo puede encontrar su verdad última en el Brave New World, recitada ahora al unísono por la industria de la publicidad, el entretenimiento y la “información” cotidiana. Podemos fácilmente imaginar el asombro de Adam Smith o Benjamin Constant ante tal desenlace filosófico. Sin embargo, a fin de cuentas, este asombro no sería muy distinto del que hubiera sentido Gorgias al encontrarse con Calicles, su hijo espiritual más talentoso11. Con la salvedad, naturalmente, de que Calicles existía solo gracias al poder de la lógica de Platón, mientras que Fukuyama y sus miles de clones ideológicos están hoy al mando del mundo en que vivimos. Para quienes han captado la lógica liberal en el despliegue necesario de su unidad original —más allá, por tanto, de las contradicciones secundarias que permiten a sus representantes de “izquierda” y de “derecha” darle un mínimo de animación al espectáculo electoral— debería quedar claro que la necesidad de instituir una sociedad decente coincide con la defensa de la humanidad misma. En la medida en que las virtudes humanas básicas todavía están ampliamente extendidas en las clases populares, también resulta claro que las condiciones prácticas para tal empresa aún están presentes, al menos de manera potencial (y solo depende de nosotros, por lo demás, el contribuir a revitalizar esas virtudes indispensables, empezando por ponerlas en práctica en nuestro comportamiento cotidiano). Desde este punto de vista, sigue siendo posible reconocer, con el joven Marx, que “el mundo posee, desde hace tiempo, el sueño de una cosa de la que solo le 11 Este asombro es también el del profesor Rupert Cadell (Alfred Hitchcock, La Soga, 1948) cuando descubre, gracias al crimen cometido por sus alumnos, el sentido último de su propia enseñanza. Esta obra maestra de Hitchcock constituye, sin duda, una de las introducciones más eficaces al concepto de lógica filosófica.


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falta tener conciencia para poseerla realmente”12. Pero Marx también sabía que los hombres “que no se sienten hombres, siguen a sus amos como una raza de esclavos o de caballos”13. Ahora bien, es importante señalar que la espectacular expansión del liberalismo contemporáneo cambió considerablemente los términos del problema. El nuevo orden humano que las élites liberales están hoy decididas a imponer a escala mundial requiere, en efecto, que los hombres precisamente dejen de “sentirse hombres” y se resignen por fin a convertirse en tristes mónadas egoístas, condenadas a producir y consumir cada vez más, luchando despiadadamente cada una contra las demás, a la espera de su “cuarto de hora de fama”. Hannah Arendt tenía entonces toda la razón cuando subrayaba en La condición humana, que “lo más lamentable de las teorías modernas no es que sean falsas, sino que pueden convertirse en realidad”. Si bien es cierto que el hombre no es egoísta por naturaleza, no es menos cierto que el adiestramiento jurídico y mercantil de la humanidad está creando, día tras día, el contexto cultural ideal, que permitirá que el egoísmo se convierta en la forma habitual del comportamiento humano. Sería, pues, desafortunado que los partidarios de la humanidad subestimasen esta nueva realidad. Por el contrario, deben tomar conciencia imperativamente de que la carrera ya empezó y que, en ella, el tiempo juega ahora en su contra. El triunfo universal del capitalismo no tiene, por cierto, nada de ineludible aún, pero se ha vuelto eminentemente plausible. Esto significa, en consecuencia, que la desaparición de la humanidad (en el sentido en que lo buscan activamente Fukuyama y sus maestros), así como la destrucción paralela de la naturaleza, constituyen hoy verdaderas hipótesis de trabajo y no solo escenarios distractores de ciencia ficción hollywoodiense14. 12 Marx, Carta a Ruge (septiembre de 1843). 13 Ibid. (mayo de 1843). 14 El libro de Jared Diamond, Éffondrement. Comment les sociétés décident de leur disparition ou de leur survie [Colapso. Por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen] (Gallimard, 2006), propone un enfoque muy interesante hacia el problema planteado por el desarrollo suicida de algunas civilizaciones. También podemos encontrar numerosas observaciones interesantes sobre este problema en el estudio ya clásico de S. N. Eisenstadt, The Political Systems of Empires. The Rise and Fall of the Historical Bureaucratic Societies [Los sistemas políticos


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Muchos lectores pensarán, sin duda, que es profundamente desmovilizador terminar una crítica al liberalismo con tales sombríos pronósticos. Empezaremos por responderles, junto a Jean-Pierre Dupuy, que “cuando se anuncia, con el fin de evitarla, que una catástrofe se avecina, este anuncio no tiene el carácter de una pre-visión en el sentido estricto del término, no pretende decir lo que vendrá a futuro, sino simplemente lo que habría pasado si no hubiéramos tenido cuidado”15. Pero si, pese a todo, la humanidad perdiera su última batalla y se viera así obligada a dar paso a máquinas post-humanas, en el mundo devastado del liberalismo victorioso quedaría todavía una verdad indeleble. Para un ser humano, la riqueza suprema, —y la clave de su felicidad— siempre ha sido la armonía consigo mismo. Es un lujo que todos aquellos que dedican su breve existencia a la dominación y explotación de sus semejantes nunca conocerán. Incluso si el futuro les perteneciera.

de los imperios. El auge y la caída de las sociedades burocráticas históricas] (The Free Press, Nueva York, 1969). Solo es necesario agregar que el imperio liberal mundial dispone de los medios para hacer coincidir su propia destrucción con la de todo el planeta. No era el caso de los imperios precedentes. 15 Jean-Pierre Dupuy, Petite métaphysique des tsunamis [Pequeña metafísica de los tsunamis] (Seuil, 2005), 18.


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Páginas: 216 // Formato: Rústico Dimensiones: 15 x 23 cm ISBN: 978-956-8639-41-9 Publicado en 2020

SOBRE LA BUENA MUERTE Robert Spaemann, Gerrit Hohendorf y Fuat S. Oduncu ¿Qué dice de nosotros y de nuestra sociedad el modo en que nos vinculamos con la muerte? Tal como afirman sus autores, este libro no versa sobre la valoración moral del suicidio, sino sobre cómo deben enfrentar la medicina y la sociedad, los amigos y los parientes, el deseo de morir. Escrito por un psiquiatra, un médico y un filósofo, Sobre la buena muerte examina las distintas formas que adopta la eutanasia o muerte asistida, e investiga críticamente la experiencia de organizaciones dedicadas a esta práctica. Por

medio del análisis de casos e introduciendo las perspectivas de la medicina paliativa, la psiquiatría, la ética médica y la filosofía, este texto ofrece luces en un tiempo y una cultura que tienden a separar la muerte de la experiencia cotidiana. Esta obra entra en un debate urgente y que nos concierne a todos, a partir de una tesis tan sugerente como provocadora: el tipo de mirada que tengamos sobre la muerte define y orienta, inevitablemente, nuestra mirada sobre la vida.


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Páginas: 158 // Formato: Rústico Dimensiones: 15 x 23 cm // ISBN : 978-956-8632-42-6 Publicado en 2019

PRIMERA PERSONA SINGULAR Josefina Araos, Gabriela Caviedes, Jorge Fábrega, Daniel Mansuy, Santiago Ortúzar, Pablo Ortúzar, Catalina Siles y Manfred Svensson Claudio Alvarado R. (ed.) La crisis social desatada en Chile en octubre de 2019 se ha interpretado como una respuesta al carácter individualista de nuestra sociedad. Sin embargo, ¿qué significa que nuestro orden social se construya desde premisas individualistas? ¿No eran la autonomía y la libertad individual un norte primordial de nuestra política? Ya sea que hablemos de pobreza, medio ambiente o consumismo, hoy los dardos apuntan al individualismo como el principal responsable de estos problemas.

Primera persona singular, analiza críticamente ciertas categorías individualistas que predominan en el mundo contemporáneo. Con una mirada multidisciplinaria y revisando aspectos políticos, económicos y culturales, los ensayos recopilados en este libro pretenden ir más allá del reproche moral, distinguiendo la soberanía absoluta e ilimitada del individuo de la necesaria reivindicación de las libertades personales.


FICHA

Páginas: 284 // Formato: Rústico Dimensiones: 15 x 23 cm ISBN: 978-956-8639-40-2 Publicado en 2019

LA MORAL DEL DERECHO Lon L. Fuller La moral del derecho es uno de los aportes más relevantes a la filosofía jurídica del siglo XX. En este ensayo, publicado por primera vez en 1964, Lon Fuller propone una sugerente conexión entre el derecho y la moral. El autor identifica ciertas exigencias formales que todo sistema jurídico debe satisfacer para cumplir su propósito de ordenar la conducta humana. Según Fuller, tales exigencias tienen un valor moral y no de mera eficacia: en eso consiste la moral interna del derecho. Más que profundizar en los fines sustantivos de las reglas, este ensayo se centra en analizar su creación y administración.

Cincuenta años después de la publicación de su edición definitiva, esta traducción incorpora un extenso capítulo final titulado “Una respuesta a los críticos”, inédito hasta ahora en lengua castellana. En diálogo con diversos autores —principalmente H. L. A. Hart—, Fuller amplía y clarifica las tesis expuestas en la primera edición de La moral del derecho, presentando una articulación más acabada de su teoría. Así, combinando interdisciplinariamente perspectivas económicas y sociológicas con las estrictamente jurídicas, se ofrece al lector una original tesis sobre cómo debe diseñarse y operar un sistema jurídico en forma.


FICHA

Páginas: 536 // Formato: Rústico Dimensiones: 15 x 23 cm // ISBN : 978-956-8639-38-9 Publicado en 2019

TOMÁS DE AQUINO. TEORÍA MORAL, POLÍTICA Y JURÍDICA John Finnis Al articular la herencia de la filosofía griega y el derecho romano con la enseñanza católica, Tomás de Aquino fue uno de los pensadores más influyentes en el desarrollo de la civilización occidental. Volver a reflexionar sobre su obra es un ejercicio intelectual siempre estimulante, y más todavía a partir de la mirada de John Finnis. En este documentado estudio, el prestigioso académico de la Universidad de Oxford examina, de manera crítica y novedosa, la filosofía práctica propuesta por el teórico medieval.

La edición inglesa de Tomás de Aquino. Teoría moral, política y jurídica dio inicio a la prestigiosa colección “Fundadores del pensamiento político y social moderno” de Oxford University Press. En base a un exhaustivo trabajo de fuentes, este libro analiza los principios de la teoría social, la relación entre libertad y moral, el fundamento de la justicia y los derechos humanos, el papel del Estado y, en suma, el sentido de la existencia y la acción humana.





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